¡No estamos solos, somos comunión viva!

“Sólo hay una tristeza, y es la de no ser santos…” (Leon Bloy)

Conmemoracion: 02 de Noviembre

 

 

Los primeros dos días del mes de Noviembre celebramos la solemnidad de Todos los Santos y la de Todos los Difuntos. Un momento de gracia durante el año litúrgico que vivimos en un ambiente de comunión viva de la Iglesia peregrina, la Iglesia purgante y la Iglesia triunfante.

Pues bien, comencemos por recordar que existen tres estados en la Iglesia: El primero lo constituye la Iglesia peregrina en la tierra, estos somos nosotros hasta el día de nuestra muerte. El segundo lo conforma la Iglesia purgante (en el purgatorio), son los difuntos que aun no han ido al cielo y el tercer estado es la Iglesia triunfante, ya glorificada en el cielo.

En los últimos decenios, se han proclamado muchos santos y beatos: la iglesia nunca había tenido una época tan rica en canonizaciones. No obstante, en el interior y alrededor de ella, se tiene la sensación de no conocer a los santos “vecinos” y de no lograr distinguir al “amigo de Dios” – una definición patrística estupenda del santo – en la persona de la puerta de al lado, en el cristiano cotidiano.

Esto posiblemente se debe al hecho que vivimos en una cultura en la que se enaltece el  aparecer, un mundo en el que –como alguien ha dicho – “hasta la santidad se mide en centímetros”: muchos entonces en vez de buscar ser discípulos del Señor, buscan ser discípulos de éxito, el que atrae multitudes, el líder de opinión capaz de palabras sociológicas, políticas, éticas, la estrella de los medios…

Y es en esta búsqueda ambigua de la santidad alrededor de nosotros, que viene en nuestra ayuda la Fiesta de todos los Santos que celebramos este 1 de Noviembre, la celebración de la comunión de los santos del cielo y de la tierra.Una fiesta contra la soledad que aflige el corazón del hombre, ya que si no existiesen los santos, si no creyésemos “en la comunión de los santos” – como lo rezamos en nuestro credo –   estaríamos encerrados en una soledad desesperada y desesperante.

En este día cantemos: “¡No estamos solos, somos comunión viva! y renovemos el canto pascual, ya que si en Pascua contemplábamos al Cristo vivo por siempre a la derecha del Padre, hoy, gracias a la fuerza de la Resurrección, contemplamos a aquellos que están con Cristo a la derecha del Padre: los Santos. En Pascua cantábamos que la vida había resucitado; hoy la Iglesia nos invita a cantar que la siembra del Padre en la vida que es Cristo, ha dado frutos abundantes, una vendimia copiosa que junta forma un vino único, el del Reino.

Esta fiesta nos invita a contemplar este misterio: los muertos por Cristo, con Cristo y en Cristo están vivos con Él, y ya que somos miembros del cuerpo de Cristo y ellos forman parte del cuerpo glorioso del Señor, estamos en comunión los unos con los otros, Iglesia peregrina con Iglesia triunfante, juntos, conformando el cuerpo único y total del Señor. Hoy desde nuestras iglesias emerge el perfume del incienso, signo de unión con la Iglesia en el cielo, que espera que se complete el número de sus hijos, y está viva, gloriosa cerca a Dios, con Cristo, para siempre.

 

Hoy, esta fiesta hace resonar un llamado para nosotros: redescubrir al santo cerca de nosotros, sentirnos parte de un cuerpo único. Tomar conciencia de ello, es lo que ha nutrido la fe y el camino de santidad de muchos creyentes, desde los primeros siglos hasta nuestros días: hombres y mujeres escondidos, capaces de vivir cotidianamente la lúcida resistencia a nuevas idolatrías, pacientemente sumisos a la voluntad del Señor, amando a cada ser humano, imagen de Dios: Santos convertidos en una presencia eficaz para el cristiano y para la Iglesia.

En Cristo se establece tal intimidad entre nosotros y los santos que supera la existente en nuestras más fraternas relaciones aquí en la tierra: los santos piden por nosotros, interceden, nos son tan cercanos como un amigo. Y su cercanía es realmente capaz de maravillar, porque su voluntad está asimilada a la voluntad de Dios manifestada en Cristo, su Señor y nuestro Señor.

Desde los primeros tiempos del cristianismo, la Iglesia peregrina, perfectamente consciente de la comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones – pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados. Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor. A ellos dedicamos el 2 de Noviembre.

Los cementerios lucen primaverales, hemos visitado a nuestros difuntos en el cementerio, para muchos de nosotros, allá bajo tierra están nuestras raíces: papá, mamá, todos los que nos han precedido y nos han transmitido la vida, la fe, y aquella heredad cultural, aquel tejido de valores sobre los cuales, aún entre muchas contradicciones, buscamos fundar nuestra vida cotidiana.

Recordar a nuestros difuntos es una gran celebración de Resurrección para nosotros los cristianos: aquello profesado y cantado en la celebración de cada una de las exequias, se vuelve a proponer en un único día, para todos los difuntos. La muerte no es más un enigma, es un paso, una pascua, un éxodo de este mundo al Padre. El cristiano que por vocación muere con Cristo y es sepultado con Cristo, en realidad cuando muere lleva en plenitud su obediencia de creatura y en Cristo se transfigura, resucitado por la vida eterna del Espíritu Santo.

Y es comprendiendo esto, en esta visión que deriva sólo de la fe, que la muerte termina por parecer “hermana”, para transfigurarse en un acto en Él, por amor y en libertad, retornando a Dios, el mismo que nos ha dado la vida y la comunión. Por ello, la iglesia peregrina, recordando a sus fieles difuntos, se une a la iglesia triunfante y en una gran intercesión invoca misericordia por los que han muerto y están ante Dios dando cuentas de todas sus obras (iglesia purgante).

Es así como la oración por nuestros difuntos es un acto de auténtica intercesión, amor y caridad por aquellos que han alcanzado la patria celestial. Es un acto de solidaridad con nuestros difuntos, que no debe interrumpirse sino vivirse como “comunión de los santos”, es decir hombres y mujeres amados y perdonados por Dios.

“¡Cómo nos consuela pensar que nuestros seres queridos,
ya fallecidos, están en compañía de María, de los Apóstoles, de los mártires,
de los confesores de la fe, de las vírgenes
y de todos los santos y santas del paraíso!”
Juan Pablo II

 

 

En la Fiesta de todos los Santos, compartamos una reflexión sobre la Santidad y la Belleza.
La tradición cristiana, sobretodo la occidental, nos ofrece una interpretación esencialmente moral de la santidad. Sin embargo, la santidad no sólo consiste en no pecar, sino más bien en confiar en la misericordia de Dios que es más fuerte que nuestros pecados y es capaz de levantar al creyente que cayó.

El santo es el canto que se eleva a la misericordia de Dios, es quien testimonia la victoria de Dios. La santidad, vale decir, es gracia, don, y requiere que el hombre abra su corazón para dejarse invadir por el don divino: de ese modo, la santidad testimonia ante todo el carácter de respuesta de la existencia cristiana, un carácter que expresa la primacía del ser sobre el hacer, del don sobre la prestación, de la gratuidad sobre la ley.

Podemos decir que la santidad cristiana, hasta en su dimensión ética, no tiene un carácter legal o jurídico, sino eucarístico: es respuesta al charis de Dios, a la gracia de Dios manifestada en Cristo Jesús. Y por ello está marcada por la gratuidad y el gozo; el santo es aquel que dice a Dios: “No yo pero Tú.”

Esta óptica de la gracia nos lleva a expresar que otro nombre de la santidad es la belleza. Si, en la óptica cristiana la santidad se declina como la belleza. Ya en el Nuevo Testamento se asocian estas dos exhortaciones a los cristianos: tener “una conducta santa” no es otra cosa que tener “una conducta bella” (1 Carta de Pedro 1,15-16 y 2,12). Expresada como belleza, la santidad aparece sobretodo no de forma individualista, ni como fruto del esfuerzo, casi heroico, sino como una experiencia de comunión.

Es la comunión representada en ese pasaje bíblico donde aparecen Moisés y Elías glorificados y los discípulos Pedro, Juan y Santiago reunidos alrededor del Cristo esplendoroso en la luz de la transfiguración. Es la Comunión de los Santos, de aquellos que participan de la vida divina, comunicados con Aquél que es la fuente única de la santidad. (Hebreos 2,11).

La gloria de Aquel que es el “autor de la belleza” resplandece en el rostro de Jesús, el Cristo (2 Carta a los Corintios 4,6), el Mesías cantado por el Salmista como “el más bello entre los hijos de hombre” (Salmo 45,3) es justamente el que se infunde en nuestros corazones gracias a las acciones del Espíritu santificador, es el que plasma su rostro a la imagen y semejanza del rostro de Cristo, transformando nuestra individualidad biológica en experiencias de relación y comunión. Y así nuestra vida y nuestra persona pueden conocer algo de la belleza de la vida divina trinitaria, vida que es comunión, oblación total de amor…

 

 

La santidad es belleza que desafía la brutalidad del encierro y el desordenado amor en sí mismo, del egocentrismo. Es gozo que desafía la tristeza del que no se abre al don de amor, como “el joven rico que se fue triste.” (Mateo 19,22) Leon Bloy escribió “Sólo hay una tristeza, y es la de no ser santos…” Esta frase expresa muy bien la santidad y la belleza como don y responsabilidad del cristiano.

En un mundo llamado a la belleza, el hombre, que ha sido puesto como responsable de lo creado, es responsable de la belleza del mundo y de la propia vida, de él mismo y de los demás. Llamados a la santidad, como cristianos estamos llamados a la belleza, sin embargo, nos podemos preguntar: ¿Qué hemos hecho del mandato a custodiar, crear y vivir la belleza? En realidad, se trata de una belleza que se establece en las relaciones, para hacer de la iglesia, una comunidad en la cual se vivan relaciones fraternas reales, inspiradas en la gratuidad, la misericordia y el perdón; en la que ninguno diga al otro “No te necesito”, porque cada herida a la comunión desfigura también la belleza del único Cuerpo de Cristo.

Es una belleza que debe caracterizar a la iglesia como un lugar luminoso, espacio de libertad y no de temor, de expansión y no de desprecio de lo humano, de simpatía y no de contraposición con los hombres, un lugar de solidaridad, sobretodo con los más pobres. Es belleza que debe impregnar los espacios, las liturgias, y sobretodo aquel templo viviente de Dios que somos nosotros mismos. Y es belleza la que emerge de la sobriedad, de la pobreza, de la lucha contra la idolatría y contra lo mundano. La belleza resplandece allí donde la comunión vence al consumo, la contemplación y la gratuidad vence a la posesión y la voracidad.

Sí, el cristianismo es filocalia, vía del amor, de lo bello; y la vocación cristiana a la santidad, comprende una vocación a la belleza, a hacer de la propia vida una obra maestra del Amor. La belleza cristiana no es un dato sino una experiencia. Una experiencia de amor que narra siempre de nuevo, de manera creativa y poética, en la historia, la locura y la belleza del amor con el que Dios nos ha amado dándonos a su Hijo, Jesucristo.

Fuente: Santitá e Bellezza-
Prior Enzo Bianchi- 
Monastero di Bose.

Jesús te ama