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Pero así no se está comprendiendo este punto para nada. Así se lo retrata inofensivo. Puedo hacerlo a un lado. No, no, el Cristo real es un guerrero, y ha venido a pelear batallas intensas. De nuevo, “Él nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo amado”. Este rey batalló con el rey del mundo caído, nos rescató de sus garras y nos trajo a su reino. ¿Quieren entender a la Iglesia, de paso, a lo largo de las épocas? Continúa exactamente esa obra. Por qué Jesús dice, ya que estamos, a Pedro, “Tú eres Pedro. Sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Eso no significa que el infierno va a perseguirnos y vamos a ser capaces de resistirlo. No, no. Es lo opuesto. Lo opuesto. Las puertas, son el lugar por donde atacas la ciudad enemiga. Era el punto más débil. Lo que está diciendo es que las puertas del infierno no prevalecerán contra nosotros. Nosotros estamos marchando. Somos ahora el ejército reunido bajo el estandarte de Cristo Rey. Y continuamos batallando con estos poderes, continuamos arrebatando gente de sus garras. Seminaristas, sacerdotes, escúchenme. Ese es nuestro trabajo. Ese es nuestro trabajo, involucrarnos en esta batalla bajo el reinado de Cristo. De acuerdo, a propósito, estoy utilizando aquí un poco de vocabulario bastante severo: potente, guerrero, batalla. Pero miremos ahora al Evangelio, y veamos cuán auténtico y maravillosamente extraño es todo esto. ¿Qué encontramos? Bueno, suena como si estuviera describiendo, Obispo, un guerrero Davídico que va a desenvainar una espada —o ajustemos la metáfora— desenfundará una ametralladora y tanques y bazuca y perseguirá a los poderes de la oscuridad. ¿Cómo lucha el rey Davídico? Está montado sobre una cruz romana, el peor modo de morir, más doloroso, más humillante. El signo más claro posible de que no eras el Mesías de Israel, es que fuiste ejecutado por las manos de los enemigos de Israel. Para todo el mundo se vio como que los poderes de la oscuridad vencieron. Tal vez este chico desplegó un buen espectáculo por un tiempo, pero al final de cuentas, los poderes de la oscuridad se lo cargaron. Así es como se vio para todo el mundo ¿Qué dice acaso desde aquella cruz “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”? La cruz es precisamente el modo en que peleó el rey, permitiendo a toda la oscuridad del mundo que viniera sobre él. La absorbió, por así decirlo —escuchen— dentro de una misericordia aún mayor. Cuando combatimos al mal en sus propios términos, perdemos.

Por ese acto mismo nos rendimos a él. Lo que hizo Jesús fue cargar todo el mal del mundo sobre sí mismo y luego lo envolvió en la misericordia divina que es más grande que todo lo que existe en el mundo. Es por esa razón que Jesús, cuando se aparece a sus discípulos y muestras sus heridas, las heridas de batalla si se quiere, esas son las heridas del rey que fue hasta el fondo de esta batalla mano a mano con el mal. Pero mostró sus heridas como señal de batalla. Pero luego les dijo “shalom”. “Paz”. Lo que les ofreció fue una palabra de perdón. Es a través de la no violencia y el amor que perdona, que Cristo Rey vence la batalla, nos traslada desde los poderes de la oscuridad a su propio reino. Es en aquel gran acto que encontramos nuestra unidad en él. Vean, este es Cristo Rey. Tómenlo con total seriedad. No conviertan a esto en una metáfora insulsa. No, no. Él es un rey en cuyo ejército estamos llamados a combatir. Pero no entiendan esta metáfora en términos mundanos, como que vamos a combatir con las armas del mundo. No, no. Es a través del amor de Dios que se auto vacía, a través del perdón de Dios, que el mal es conquistado. Así que para todos nosotros hoy, la pregunta permanece. Ha sido la misma pregunta por los pasados dos mil años. ¿Van a combatir en su ejército o no? Porque como lo dijo claramente San Ignacio —repasen sus Ejercicios Espirituales— al final del día, tenemos que unirnos a uno u otro ejército. Te unes al ejército del diablo, te unes al ejército del mundo caído, o te unes al ejército de Cristo. Esa es la única decisión que finalmente importa. Así que en esta solemnidad y esta gran fiesta de Cristo Rey, reconozcámoslo a él, el único en el que encontramos nuestra unidad, el único que peleó el buen combate hasta las últimas consecuencias, precisamente mediante la no violencia y el amor que perdona. ¿Se unirán a su ejército o no? Y Dios los bendiga.

El popular historiador Tom Holland ha escrito un libro extraordinario llamado Dominion: How the Christian Revolution Remade the World [Dominio: Cómo la revolución cristiana rehizo el mundo]. El subtítulo resume su argumento. Holland está profundamente impaciente con la ideología secularista que reina suprema en los medios académicos y que tiende a considerar el cristianismo como una religión desacreditada, anticuada, un remanente de una era primitiva, pre-científica, un impedimento tanto moral como intelectual para el progreso. De hecho, argumenta él, el cristianismo ha sido y sigue siendo el formador más poderoso de la mente occidental, aunque su influencia es tan penetrante y profunda que se pasa por alto fácilmente.

 

Su estrategia muy efectiva para sacar esto a la luz pública es primero des-familiarizar el cristianismo a través de un relato brutalmente realista de lo que significaba la crucifixión en el mundo antiguo. Ser condenado a muerte en una cruz romana era casi el peor destino que cualquiera en ese momento podría haber imaginado. El hecho mismo de que nuestra palabra en inglés “excruciating” (insoportable), que designa el tipo de dolor más agonizante, viene del latín ex cruce (de la cruz) es bastante revelador. Pero más que el terrible sufrimiento físico de la cruz, era su inigualable humillación. Ser desnudado, clavado en dos pedazos de madera, dejado morir en el transcurso de varias horas o incluso días, mientras estabas expuesto a la burla de los transeúntes, y luego, incluso después de la muerte, tener el cuerpo entregado para ser devorado por las aves del aire y las bestias del campo era casi lo más degradante posible como experiencia. Que los primeros cristianos, por lo tanto, proclamaban a un criminal crucificado como el Hijo de Dios resucitado no podría haber sido un mensaje más cómico, desconcertante y revolucionario. Ponía al revés todas las suposiciones del mundo antiguo sobre Dios, la humanidad y el orden correcto de la sociedad. Si Dios podía ser identificado con un hombre crucificado, entonces incluso los miembros más bajos y olvidados de la familia humana son dignos de amor. Y que los primeros seguidores de Jesús no sólo declararon esta verdad, sino que la vivieron concretamente cuidando de las personas sin hogar, los enfermos, los recién nacidos y los ancianos hicieron su mensaje aún más subversivo.

Aunque explora muchas otras formas en que la filosofía cristiana influyó en la civilización occidental, Holland identifica esta idea, irradiada desde el Jesús crucificado, como la más impactante. Que demos por sentado que todo ser humano es digno de respeto, que todas las personas son portadoras de iguales derechos y dignidad, que el amor compasivo es la actitud ética más loable es, sencillamente, una función, lo reconozcamos o no, de nuestra formación cultural cristiana. La prueba de esto se puede encontrar mirando hacia atrás a la civilización antigua, donde ninguna de estas nociones prevalecía, y mirando, incluso ahora, a las sociedades sin forma por el cristianismo, donde estos valores no son de ninguna manera incuestionablemente venerados.

La mayor parte del libro de Holland se ocupa de analizar los momentos clave de la historia occidental, que revelan la influencia de la idea maestra de la cruz. Quisiera hacer especial hincapié en su lectura de la Ilustración, cuyos valores políticos son impensables aparte del Evangelio, y de los movimientos contemporáneos “woke”, cuya preocupación por el sufrimiento de las víctimas y los marginados es el fruto de una cultura en cuyo corazón, durante dos mil años, ha sido un hombre crucificado e injustamente condenado. Aprecié particularmente su cobertura de la famosa grabación de 1967 Abbey Road de los Beatles de “All You Need is Love” frente a una audiencia en vivo. El sentimiento transmitido por esa canción icónica es un sentimiento con el que ni César Augusto ni Gengis Khan ni Friedrich Nietzsche serían lo menos comprensivos, pero que de hecho es profundamente congruente con el pensamiento de san Agustín, santo Tomás de Aquino, san Francisco de Asís y san Pablo Apóstol. Nos guste o no, la revolución cristiana moldea masivamente la forma en que nosotros en Occidente seguimos viendo el mundo.

 

Con esta parte del argumento de Holland —y ocupa el 90% del libro— estoy totalmente de acuerdo. El argumento que está haciendo no sólo es cierto; es de crucial importancia en un momento en que el cristianismo es, tan a menudo, rebajado o puesto a un lado. Dicho esto, para mí, todo el libro se desentrañó al final, cuando el autor admitió que no cree ni en Dios ni, obviamente, en la divinidad de Jesús o su Resurrección. La ética revolucionaria que surgió de esas creencias le parece convincente, pero las convicciones mismas son, a su juicio, sin garantía. Esta destilación de un sistema ético de dogmas profundamente cuestionables es un movimiento familiar entre los filósofos modernos. Tanto Immanuel Kant como Thomas Jefferson se esforzaron por hacer precisamente eso. Pero es una empresa tonta, porque finalmente es imposible separar la ética cristiana de la metafísica y de la historia. Si no hay Dios y si Jesús no resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que en el mundo todo ser humano es digno de respeto infinito y sujeto de derechos inviolables? Si no hay Dios y si Jesús no resucitó de entre los muertos, ¿cómo no podríamos concluir que, a través del poder de su horrible cruz, César ganó? Jesús puede ser vagamente admirado como un maestro ético con el coraje de sus convicciones, pero si murió y permaneció en su tumba, entonces prevalece la política de poder, y la afirmación de la dignidad de cada persona es sólo un cumplimiento de deseos tonto.

Es instructivo que, cuando los primeros cristianos evangelizaron, no hablaron de los derechos humanos ni de la dignidad de todas o de otras abstracciones semejantes. hablaron de Jesús resucitado de entre los muertos a través del poder del Espíritu Santo. Insistieron en que aquel a quien el imperio de César mató, Dios lo había resucitado. Tom Holland tiene toda la razón en que muchos de los mejores instintos éticos y políticos de Occidente han venido de Cristo. Pero, así como las flores cortadas durarán sólo un corto tiempo en el agua, esas ideas no perdurarán mucho tiempo si las desarraigamos de la sorprendente realidad de la cruz de Jesús.

«De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna» (Jn 3,14-15). Este es el cambio radical, ha llegado a nosotros la serpiente que salva: Jesús, que, elevado sobre el mástil de la cruz, no permite que las serpientes venenosas que nos acechan nos conduzcan a la muerte. Ante nuestras bajezas, Dios nos da una nueva estatura; si tenemos la mirada puesta en Jesús, las mordeduras del mal no pueden ya dominarnos, porque Él, en la cruz, ha tomado sobre sí el veneno del pecado y de la muerte, y ha derrotado su poder destructivo. Esto es lo que ha hecho el Padre ante la difusión del mal en el mundo; nos ha dado a Jesús, que se ha hecho cercano a nosotros como nunca habríamos podido imaginar: «A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (2 Co 5,21). Esta es la infinita grandeza de la divina misericordia: Jesús que se ha “identificado con el pecado” en favor nuestro, Jesús que sobre la cruz —podríamos decir— “se ha hecho serpiente” para que, mirándolo a Él, podamos resistir las mordeduras venenosas de las serpientes malignas que nos atacan.

Hermanos y hermanas, este es el camino, el camino de nuestra salvación, de nuestro renacimiento y resurrección: mirar a Jesús crucificado. (Homilía, Nur-Sultan, Kazakhstan, 14 septiembre 2022)

 

 

• John 3:13-17

Jesús le habla a Nicodemo y le dice: “Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna”.

¿Por qué viene el Hijo al mundo? ¿Es porque Dios está enojado? ¿O porque Dios quiere dominarnos? ¿O porque Dios necesita algo? No, viene puramente por amor, por el deseo de Dios de vernos florecer: “Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.

El Padre no envía al Hijo para resolver su ira, sino para restaurar la justicia en el mundo. Jesús es el cumplimiento del deseo salvífico de Dios que se muestra en todo el Antiguo Testamento. Dios quería llevar vida divina incluso a los lugares más oscuros. Quiere buscarnos en todos lados.

En breve, el Padre envió al Hijo al mundo temporal, a la historia, y a la condición humana. Pero el Padre lo envió también a nuestro pecado y disfuncionalidad, a nuestro odio, violencia y rechazo, y hasta la muerte misma.

 

 

Exaltación de la Santa Cruz

Fiesta, 14 de septiembre
Por: Redacción | Fuente: evangeliodeldia.org
Fiesta

 

Hacia el año 320 la Emperatriz Elena de Constantinopla encontró la Vera Cruz, la cruz en que murió Nuestro Señor Jesucristo, La Emperatriz y su hijo Constantino hicieron construir en el sitio del descubrimiento la Basílica del Santo Sepulcro, en el que guardaron la reliquia.

Años después, el rey Cosroes II de Persia, en el 614 invadió y conquistó Jerusalén y se llevó la Cruz poniéndola bajo los pies de su trono como signo de su desprecio por el cristianismo. Pero en el 628 el emperador Heraclio logró derrotarlo y recuperó la Cruz y la llevó de nuevo a Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. Para ello se realizó una ceremonia en la que la Cruz fue llevada en persona por el emperador a través de la ciudad. Desde entonces, ese día quedó señalado en los calendarios litúrgicos como el de la Exaltación de la Vera Cruz.

El cristianismo es un mensaje de amor. ¿Por qué entonces exaltar la Cruz? Además la Resurrección, más que la Cruz, da sentido a nuestra vida.

Pero ahí está la Cruz, el escándalo de la Cruz, de San Pablo. Nosotros no hubiéramos introducido la Cruz. Pero los caminos de Dios son diferentes. Los apóstoles la rechazaban. Y nosotros también.

La Cruz es fruto de la libertad y amor de Jesús. No era necesaria. Jesús la ha querido para mostrarnos su amor y su solidaridad con el dolor humano. Para compartir nuestro dolor y hacerlo redentor.

Jesús no ha venido a suprimir el sufrimiento: el sufrimiento seguirá presente entre nosotros. Tampoco ha venido para explicarlo: seguirá siendo un misterio. Ha venido para acompañarlo con su presencia. En presencia del dolor y muerte de Jesús, el Santo, el Inocente, el Cordero de Dios, no podemos rebelarnos ante nuestro sufrimiento ni ante el sufrimiento de los inocentes, aunque siga siendo un tremendo misterio.

Jesús, en plena juventud, es eliminado y lo acepta para abrirnos el paraíso con la fuerza de su bondad: «En plenitud de vida y de sendero dio el paso hacia la muerte porque El quiso. Mirad, de par en par, el paraíso, abierto por la fuerza de un Cordero» (Himno de Laudes).

En toda su vida Jesús no hizo más que bajar: en la Encarnación, en Belén, en el destierro. Perseguido, humillado, condenado. Sólo sube para ir a la Cruz. Y en ella está elevado, como la serpiente en el desierto, para que le veamos mejor, para atraernos e infundirnos esperanza. Pues Jesús no nos salva desde fuera, como por arte de magia, sino compartiendo nuestros problemas. Jesús no está en la Cruz para adoctrinarnos olímpicamente, con palabras, sino para compartir nuestro dolor solidariamente.

Pero el discípulo no es de mejor condición que el maestro, dice Jesús. Y añade: «El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Es fácil seguir a Jesús en Belén, en el Tabor. ¡Qué bien estamos aquí!, decía Pedro. En Getsemaní se duerme, y, luego le niega.

«No se va al cielo hoy ni de aquí a veinte años. Se va cuando se es pobre y se está crucificado» (León Bloy). «Sube a mi Cruz. Yo no he bajado de ella todavía» (El Señor a Juan de la Cruz). No tengamos miedo. La Cruz es un signo más, enriquece, no es un signo menos. El sufrir pasa, el haber sufrido -la madurez adquirida en el dolor- no pasa jamás. La Cruz son dos palos que se cruzan: si acomodamos nuestra voluntad a la de Dios, pesa menos. Si besamos la Cruz de Jesús, besemos la nuestra, astilla de la suya.

Es la ambigüedad del dolor. El que no sufre, queda inmaduro. El que lo acepta, se santifica. El que lo rechaza, se amarga y se rebela.

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La Exaltación de la Santa Cruz

Himno (laudes)

 

Brille la cruz del Verbo luminosa,
Brille como la carne sacratísima
De aquel Jesús nacido de la Virgen
Que en la gloria del Padre vive y brilla.

Gemía Adán, doliente y conturbado,
Lágrimas Eva junto a Adán vertía;
Brillen sus rostros por la cruz gloriosa,
Cruz que se enciende cuándo el Verbo expira.

¡ Salve cruz de los montes y caminos,
junto al enfermo suave medicina,
regio trono de Cristo en las familias,
cruz de nuestra fe, salve, cruz bendita!

Reine el señor crucificado,
Levantando la cruz donde moría;
Nuestros enfermos ojos buscan luz,
Nuestros labios, el río de la vida.

Te adoramos, oh cruz que fabricamos,
Pecadores, con manos deicidas;
Te adoramos, ornato del Señor,
Sacramento de nuestra eterna dicha. Amén

ORACIÓN

. Señor, Dios nuestro, que has querido salvar a los hombres por medio de tu Hijo muerto en la cruz, te pedimos, ya que nos has dado a conocer en la tierra la fuerza misteriosa de la Cruz de Cristo, que podamos alcanzar en el cielo los frutos de la redención. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.-

Himno (vísperas)

Las banderas reales se adelantan
Y las cruz misteriosa en ellas brilla:
La cruz en que la vida sufrió muerte
Y en que, sufriendo muerte, nos dio vida.

Ella sostuvo el sacrosanto cuerpo
Que, al ser herido por la lanza dura,
Derramó sangre y agua en abundancia
Para lavar con ellas nuestras culpas.

En ella se cumplió perfectamente
Lo que David profetizó en su verso,
Cuándo dijo a los pueblos de la tierra:
“ Nuestro Dios reinará desde un madero”.

¡Árbol lleno de luz, árbol hermoso,
árbol hornado con la regia púrpura
y destinado a que su tronco digno
sintiera el roce de la carne pura!

¡Dichosa cruz que con tus brazos firmes,
en que estuvo colgado nuestro precio,
fuiste balanza para el cuerpo santo
que arrebató su presa a los infiernos!

A ti, que eres la única esperanza,
Te ensalzamos, oh cruz, y te rogamos
Que acrecientes la gracia de los justos
Y borres los delitos de los malos.

Recibe, oh Trinidad, fuente salubre
La alabanza de todos los espíritus,
Y tú que con tu cruz nos das el triunfo,
Añádenos el premio, oh Jesucristo. Amén

 

 

Dios envió a su Hijo para salvarnos

Santo Evangelio según San Juan 3, 13-17.

Festividad de la Exaltación de la Santa Cruz

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor Jesús, hoy que se celebra la Santa Cruz, en algunos países, quiero agradecerte el que hayas aceptado el anonadarte a ti mismo para venir a salvarme. Que nunca me acostumbre o sea indiferente ante tu sacrificio en la cruz. Concédeme que en esta oración pueda percibir un poco más tu amor, vivo y verdadero, para buscar, con tu gracia, corresponderte.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Santo Evangelio según San Juan 3, 13-17

En aquel tiempo Jesús dijo a Nicodemo: Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por Él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.

Palabra del Señor.

 

 

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Hoy celebramos la fiesta de la Cruz, símbolo del cristiano. En este diálogo entre Jesús y Nicodemo se anuncia de una manera oculta el momento supremo de la vida de nuestro Salvador: la crucifixión.

La cruz no es sólo un símbolo material, sino la guía de nuestra vida.

Dios en su gran amor, viendo la necesidad que tenía el mundo de ser salvado, no dudó en entregar a su propio Hijo para su salvación. Las circunstancias históricas concurrieron para que la redención se realizara por medio de la cruz. A partir de este acontecimiento la cruz se ha convertido en señal de salvación para todo el que cree que Jesús es el redentor del hombre.

A pesar de que Jesús se puso el primero en el padecer no nos resulta fácil asumir la realidad de la cruz y todos la esquivamos de la mejor manera posible. Pero si ser cristiano es seguir al crucificado, ¿por qué rehusamos seguir sus huellas? Sólo desde el amor se entiende esta entrega, y sólo el amor hace posible convertir en alegría las mayores angustias de la vida. Es cuestión de amor, y cuando algo nos cuesta mucho es señal de que el termómetro del amor marca baja temperatura.

«La oración, expresión de apertura y de confianza en el Señor: es el encuentro personal con Él, que acorta las distancias creadas por el pecado. Rezar significa decir: “no soy autosuficiente, te necesito, Tú eres mi vida y mi salvación”». (Homilía de S.S. Francisco, 10 de febrero de 2016).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Participar en una hora eucarística o hacer un acto de adoración a la Santa Cruz.

 

 

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

 

 

Fiesta de la exaltación de la Santa Cruz

La Cruz Redentora y el dolor por amor.

 

 

Por: P. Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net

“Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gálatas 6,14)

Con la pregunta dubitativa: ¿Quién creyó nuestro anuncio?, comienza el Profeta Isaías el capítulo 53 de su Cuarto Cántico del Siervo de Yahvé. El mundo, con el señuelo y la novedad del progresismo, de la innovación y de la singularidad, resulta más camaleónico de lo que se cree.

Le parece que está inventando la historia y produciendo novedades cuando sólo está renovando viejísimos errores en nombre de la nueva cultura. Y junto a la consecuencia directa de la ignorancia, incoherencia y entronización de la carencia de rigor, llega al pensamiento débil y a las ideas heréticas.

Salvarnos sin cruz, o con cruces deleitables, es un revivir el epicureismo y el hedonismo pagano. Algunos cristianos tratan de desvirtuar la cruz, rebajando el vino del evangelio con el agua de la mediocridad, o pagando tributo al relativismo, o con la escasa formación acomodaticia de que ya hablaba San Pablo:

“Los judíos piden señales y los griegos buscan saber, nosotros predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los paganos, en cambio para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Mesías que es portento de Dios y sabiduría de Dios: porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres” (1 Cor 22).

El sufrimiento de San Pablo

Pablo se sabe «crucificado con Cristo» (Gal 2,19) y «configurado a su muerte» (Fl 3,10). «Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús» (Gal 6,17).

Testifica que «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el mar. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez».

Expresará su dolor a los filipenses «Con lágrimas en los ojos» porque: «muchos viven, según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo…» (Fl 3, 18). Escribe que «Pasa dolores de parto» (Gal 4,19). «¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19).

Pero como la mujer sufre hasta dar a luz, luego se goza por haberle dado un hijo al mundo (Jn 16,21), así el apóstol sufre lo indecible, pero el resultado final es: «ver a Cristo formado en vosotros». Se enorgullece de: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4,10).

Se complace en: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).Porque está seguro del fruto: «Así la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida» (2 Cor 4,12). Sufre por los hombres, «continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús», para transmitirles «la vida de Jesús» (2 Cor 4,10).

Su gloria la pone en la Cruz de Jesús: «¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Gal 6,14). A la vez que: «Me glorío en mis debilidades… en las persecuciones padecidas por Cristo» (2 Cor 12,9). Desde esta perspectiva se iluminan sus expresiones paradójicas: «Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 7,4).

En él se hace presente el misterio pascual en su integridad: fuerza en la debilidad, vida en la muerte, gozo en el sufrimiento. «Me alegro de sufrir por vosotros». Tanto las tribulaciones como el consuelo, tienen valor salvífico: «si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos» (2 Cor 1,6).

Cuando poco antes de su muerte escriba a Timoteo, le dirá: «yo estoy a punto de ser derramado en libación» (2 Tim 4,6). Dios mismo había reconciliado al mundo consigo por medio de su Hijo, al cual había constituido víctima por los pecados de los hombres (2 Cor 5); si a él se le ha confiado el ministerio de la reconciliación, sólo puede colaborar eficazmente en la reconciliación de los hombres con Dios, con la ofrenda de la propia vida. Y después de tanta cruz, Pablo el valeroso doliente, exclama por propia experiencia:

“No son equivalentes los sufrimientos de este mundo con la gloria que nos espera”, los viejos errores.

Tanto Lutero como Calvino negaron la necesidad de cooperar a la gracia, enseñando que sólo la fe justifica y nos aplica los méritos de Cristo. “Sola fides; sola gratia; sola Scriptura”. Desde que Pablo VI entrara en la última sesión del Vaticano II con un cilicio en sus carnes y dijera a mi Arzobispo entre sollozos: “Tuta Chiesa e inficionata”.

¡Cuántos avances han conseguido estos gravísimos errores, cuántos virus Blaster y Sobig, F y otros innumerables, han extendido la epidemia difusa y larvada que nos invade en publicaciones, en predicaciones, en teologías laxas y erróneas, más perniciosa que los virus informáticos que han invadido millones de ordenadores, e inficionado la mentalidad de los nuevos cristianos sin base, desviados por lecturas ligeras de textos de cuarta división, que contradicen a la Sagrada Escritura y al Magisterio que es el único que tiene el carisma y la misión ministerial de interpretar la Biblia!

Es preferible, decía el famoso teólogo Rahner, ser granos de trigo dentro de la Iglesia, que árboles frondosos fuera. Y ¡cuántos son los que pretenden suplantar esta interpretación por el “libre examen personal”!.

¿Qué sentido tiene proclamarse teólogos católicos, si se apartan de la fe de la Iglesia y de su Magisterio? ¿Pretenden que les sigamos a ellos y nos apartemos de la Cabeza, a quien Cristo confió el ministerio de confirmar en la fe a sus hermanos? «La fe sin obras es muerta» (Sant 2,20).

«No son justos los que oyen la ley, sino aquellos que la cumplen» (Rom 2,13). Y el mismo Cristo declara que en el juicio final serán sentados a la derecha los que hayan practicado las obras de misericordia (Mt 25,34). Y «Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos» (Mt 19,17).

San Agustín dice: «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Para esta supuesta cultura, la teología de la cruz es una locura o una necedad, como decía el Apóstol, y no duda en preguntar Isaías: ¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor?. Para los tales la fiesta de la Exaltación de la Cruz, se ha convertido en devaluación de la Cruz de Cristo.

El misterio de la cruz no puede ser entendido por el mundo

El enigma misterioso de la cruz sólo Dios lo entiende. Y los Santos, en la medida que él les concede. San Juan María Vianney se escapaba de su parroquia de Ars porque no se veía capaz.

No le era más fácil la vida en Ars, pues en ningún monasterio por estricto que fuera, habría vivido una vida tan dura como la que él mismo se impuso en Ars. Desde las dos de la mañana en el confesionario, lo que le dolían eran los pecados que escuchaba y perdonaba, pues él no buscaba en su parroquia vivir una tranquila vida; en cualquier monasterio habría comido tres veces al día, por lo menos, y no las patatas mohosas que el mismo se cocía para toda la semana, ni los sacrificios asombrosos que se imponía para convertir a los pecadores.

¿Cuáles eran los motivos de los llantos en la misa de San Pío de Pietrelcina? Los pecados. Por cierto, a Jesús lo crucificaron los Romanos instigados por las autoridades religiosas de los judíos. Pero, se me ocurre preguntar: ¿Quién crucificó a Francisco de Asís? ¿Quién transverberó a Santa Teresa?

Más cerca de nosotros: ¿Quién estigmatizó a San Pío de Pietrelcina? El pecado es una tremenda realidad, un misterio de iniquidad, dice San Pablo. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho. Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano; así asombrará a muchos pueblos; ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito. ¿Quién creyó nuestro anuncio?”.

¿Quién es el que ve la distancia del pensamiento del hombre del pensamiento de Dios?. “Mi siervo tendrá éxito”. A un compañero párroco que se lamentaba al Cura de Ars de lo fría que estaba su feligresía, respondía San Juan María Vianney:

-¿Habéis orado, habéis ayunado? ¿Os habéis disciplinado?

Una vecina suya oía todas las noches los golpes de su penitencia y, asombrada y compadecida, decía:

-¡Cuándo pararás! ¡¡Cuándo pararás!!

Pero él, que se había encontrado una comunidad parroquial descristianizada, a los quince años de su pastoreo, decía: “Ars ya no es Ars…El cementerio de Ars es un relicario”… Con mis propios ojos he visto las gotas de sangre de San Francisco de Borja, Duque de Gandía y Virrey de Cataluña, el hombre de mayor confianza del emperador Carlos V, conservadas en los azulejos del oratorio del palacio ducal.

Es verdad que lo más importante es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Pero no hay amor más grande que morir por los amigos, dijo Jesús.

¿Cómo redimir al hombre del pecado?

No puede la teología dejar de enseñar, tanto los antiguos como los modernos y aún los actualísimos, uno de los mayores y Padre del Concilio Vaticano II, Hans Urs Von Balthasar, creado Cardenal por Juan Pablo II, las distintas opciones de Dios ante el pecado: dejar al género humano sufriendo sus consecuencias; perdonarlo sin reparación adecuada, como lo destaca Guardini, o exigir una satisfacción condigna, es decir, proporcional entre lo que se debe y lo que se paga.

Dicho de otro modo: El pecado es una ofensa infinita, por el término ad quem, que es Dios infinito. O Dios no es misericordioso y abandona al hombre, lo cual es imposible; o perdona al hombre sin exigirle reparación justa.

Elige y determina la satisfacción condigna, la más digna según su justicia, sabiduría y misericordia. Esta satisfacción exige pagar la deuda de la ofensa infinita, pero, como el hombre no es capaz de pagar de esta manera, pagará él.

El Verbo se hará hombre para poder morir y reparará la ofensa y las demás consecuencias del pecado, con satisfacción vicaria. Esto se llama Redención, misterio inescrutable, que consiste en la unión de la naturaleza humana con la divina en la persona del Verbo de Dios.

Dios formó una concreta naturaleza humana en las entrañas de la Virgen María y la hizo subsistir en la persona divina del Verbo. Por esta unión hipostática de la persona divina del Verbo con la naturaleza humana, Cristo, que es verdadero Dios, es también verdadero hombre.

El hombre pecó por soberbia: «Seréis como dioses”, y Dios se hará hombre por obediencia, para hacer al hombre Dios. Al encarnarse Dios, se manifiesta su bondad infinita; su misericordia; su justicia; su sabiduría, para unir la misericordia con la justicia; su poder infinito, porque es imposible realizar gesta mayor que la encarnación del Verbo, al juntar en ella lo finito con lo infinito.

Santo Tomás de Villanueva pone en los labios de Dios estas palabras: «Muchos medios he intentado y buscado para que los hombres dejen la vanidad y me sigan, y ninguno sirve de nada; uno sólo resta para convencerlos, que es darles a entender cómo infinitamente los amo, haciéndome hombre».

El dolor mayor

Y manifestándoles cuánto les amo con la prueba de lo mucho que sufro, pues sufro infinitamente más que ningún hombre ha sufrido pues «Mirad y ved si hay dolor como mi dolor» (Is 1, 12). Santo Tomás, comentando este texto de Isaías explica por qué el dolor físico y moral de Cristo ha sido el mayor de todos los dolores.

Por las causas de los dolores: el dolor corporal fue acerbísimo, tanto por la generalidad de sus sufrimientos, como por la muerte en la cruz. El dolor interno fue intensísimo, pues lo causaban todos los pecados de los hombres, el abandono de sus discípulos, la ruina de los que causaban su muerte y, por último, la pérdida de la vida corporal, que naturalmente es horrible para la vida humana natural.

Por la sensibilidad del paciente: el cuerpo de Cristo era perfecto, muy sensible, como conviene al cuerpo formado por obra del Espíritu Santo para padecer. De ahí que, al tener finísimo sentido del tacto, era mayor el dolor. Lo mismo puede decirse de su alma: al ser perfecta comprendía efícacísimamente todas las causas de la tristeza.

Por la pureza misma del dolor: porque otros que sufren pueden mitigar la tristeza interior y también el dolor exterior con alguna consideración de la mente, Cristo en cambio no quiso hacerlo. Porque el dolor asumido era voluntario.

Así, por desear liberar de todos los pecados, quiso sufrir el dolor en proporción al fruto. Y de ahí se sigue que el dolor de Cristo ha sido el mayor de cuantos dolores ha habido (Suma III; q 46, a 6). «¿Quién no amará al que nos amó de tal manera?. «Nos lavó de nuestros pecados con su sangre» (Ap ,5).

Satisfacción voluntaria, completa y condigna

Pagó la pena debida por los pecados. «Llevó la pena de todos nuestros pecados sobre su cuerpo en el madero de la Cruz» (1 Pe 2,24). Aunque Cristo satisfizo por nuestros pecados en todos los actos de su vida, quiso que sus satisfacciones y sus méritos sólo produjesen sus efectos después de su pasión, refiriéndolo todo a su muerte.

Por eso la Sagrada Escritura atribuye todas las satisfacciones y méritos de Cristo al sacrificio de la Cruz. La satisfacción de Cristo fue voluntaria: «Fue ofrecido porque él mismo quiso», (Is 53,7); «Nadie me arranca la vida, sino que la doy por propia voluntad» (Jn 10,18).

Fue completa porque es suficiente para reconciliarnos con Dios y borrar nuestros pecados: «La sangre de Cristo nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1,7); condigna y superabundante porque hay proporción entre lo que se debe y lo que se restituye.

El acreedor que perdona una parte de la deuda al deudor, recibe satisfacción deficiente y no condigna. La satisfacción de Cristo fue condigna, porque guardó proporción con la ofensa. Como la ofensa causada a Dios con el pecado es “quodammodo infinita”, la satisfacción de Cristo fue de valor infinito.

Me explico: La magnitud de una ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida. Es mucho más grave la ofensa a un Jefe de Estado, que a un soldado raso. Siendo Dios de majestad infinita, la ofensa hecha a Él con el pecado, es en este sentido infinita. La satisfacción de Cristo fue superabundante; pagó más de lo que debíamos. «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5,20).

Cualquier acto del Hijo de Dios era infinito, porque procedía de la persona infinita del Verbo. Su satisfacción es superabundante y «su redención copiosa » (Sal 20, 7). No sólo nos perdonó el pecado y la pena debida, sino que nos mereció la gracia y el derecho al cielo.

La satisfacción de Cristo y sus méritos son una verdadera restauración del hombre, pues le devuelven los dones de orden sobrenatural arrebatados por el pecado. «Si por el pecado de uno sólo murieron todos los hombres, mucho más copiosamente la gracia de Dios se derramó sobre todos» (Rom 5,10).

«Tenemos la firme esperanza de entrar en el santuario del cielo por la sangre de Cristo» (Heb10,19). «Nos bendijo con toda suerte de bienes espirituales en Jesucristo» (Ef 1,3). «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó, ¿cómo será posible que no nos dé con El todos los bienes?» (Rom 8, 32).

Dice Santo Tomás: «La cabeza y los miembros pertenecen a la misma persona; siendo, pues, Cristo nuestra cabeza, sus méritos no nos son extraños, sino que llegan hasta nosotros en virtud de la unidad del cuerpo místico» (Sent 3, c18, a 3). «Como todos mueren en Adán, todos en Cristo han de recobrar la vida» (1 Cor 15,22).

Al Padre Luis de Sant Angelo en Segovia, escribe San Juan de la Cruz: “Si en algún tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea o no prelado, doctrina de libertad y más alivio, no la crea ni abrace, aunque se la confirme con milagros, sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas; y jamás, si quiere llegar a la posesión de Cristo, le busque sin la cruz.

Pues Jesús realizó la gesta más grande para redimirnos cuando estaba en la cruz desnudo de lo sensitivo, de lo afectivo y en la mayor aflicción, incluso abandonado del Padre”. ¡Qué sabe el que no ha padecido! Jesús nos pide que amemos al Padre y a los hermanos, pero no hay prueba mayor de amor que morir por los amigos.

La cruz según Juan Pablo II

“Si tiene que escoger, no dude ni un segundo. Decídase por la vida del bebé”, dice al ginecólogo, Gianna Emmanuela Bereita Molla, beatificada el 24 de abril de 1994, ante la presencia de su esposo y su hija de treinta y dos años, Gianna Emmanuela, nacida a costa de la vida de su madre. Juan Pablo resbaló en su cuarto de baño.

Tras permanecer en el apartamento durante la noche, al día siguiente fue trasladado a la Policlínica Gemelli donde se le implantó una cadera artificial para solucionar la fractura del fémur. Ya nunca podría caminar como antes.

Como la familia es atacada, dice Juan Pablo II, el Papa tiene que sufrir para que el evangelio del sufrimiento guíe a todas las familias del tercer milenio. Karol Wojtyla ha escrito un poema en el que San Estanislao dice al rey de Polonia: “Mis palabras no te han convencido; mi sangre te convencerá”. Desde el punto de vista bíblico, a veces el dolor, no una represalia divina, un castigo, sino una oportunidad para reconstruir el bien en el sujeto que sufre.

El misterio del dolor humano

Ninguna explicación puramente descriptiva del dolor sería capaz de abordar con acierto el profundo misterio humano con el que guarda relación. Tampoco la razón nos puede decir que “el amor es la fuente más completa de la respuesta a la pregunta del sentido del dolor”.

Para ello hacía falta una demostración, que Dios ha “dado en la cruz de Jesucristo”, cuyo dolor como hombre y como único Hijo de Dios posee una «hondura e intensidad incomparables”. Después de la entrevista del Papa con Ali Agca, escribió la carta apostólica “Savifici doloris” sobre el sentido del sufrimiento.

La humanidad ha sido redimida por el dolor de Cristo. El dolor, dice el Papa, «parece ser particularmente esencial a la naturaleza del hombre». Contrariamente a lo que sostienen algunas ideas contemporáneas, el dolor no es accidental ni evitable. «Es uno de esos puntos donde el hombre está «destinado» a ir más allá de sí mismo.» En el mundo hay dolor porque hay mal.

El sufrimiento mayor es la muerte, que Cristo conquistó con su «obediencia hasta la muerte», superada en la resurrección. El dolor sigue presente en el mundo, pero el cristiano que sufre, ya puede identificar su dolor con la agonía de Cristo en la cruz, y penetrar más a fondo en el misterio de la redención, que es el misterio de la liberación humana. Mediante el encuentro con esa liberación, el individuo que sufre descubre nuevas dimensiones de la vida como vocación.

El dolor existe «para desencadenar el amor en la persona humana, ese don desinteresado del «yo» en beneficio de otras personas, sobre todo de las que sufren». «El mundo del dolor humano» hace que surja «el mundo del amor humano». La dinámica de la solidaridad en el dolor es otra confirmación de la ley del don de sí inscrita en el corazón humano.

Fruto de la cruz

“¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento y entregar su vida como expiación; verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano.

Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Le daré una multitud como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, él cargó con el pecado de muchos e intercedió por los pecadores.

Alégrate, estéril, que no dabas a luz, rompe a cantar con júbilo la que no tenías dolores; porque la abandonada tendrá más hijos que la casada. Ensancha el espacio de tu tienda, despliega sin miedo tus lonas, alarga tus cuerdas, hinca bien tus estacas; porque te extenderás a izquierda y derecha. Tu estirpe heredará las naciones y poblará ciudades desiertas” (Is 53-54).

 

 

¿Pero cómo voy a exaltar la cruz?

Preguntas por qué el dolor y para qué tu llanto, tú que siembras cada día esa fruta maldita del odio, que sabes que germinará muerte…

 

 

La cruz no es algo que se deba exaltar si es que no se entiende. No me malinterpreten, pero a la cruz de Cristo, ¿quién la comprende verdaderamente?

Ni siquiera los apóstoles, los doce hombres más cercanos a Jesús, la entendieron. No la entendieron porque, como nos pasa a nosotros hoy en día, no creemos que Jesús es Dios, y lo rechazamos, precisamente, porque es Dios.

Es doloroso decir y reconocer esto, pero la historia está llena de ese rechazo. ¿Acaso no murieron perseguidos todos los profetas? ¿Acaso ha sido dulce la vida de los santos? El hombre odia todo lo que le excede.

Graham Greene ya lo dijo antes con palabras terribles: “Dios nos gusta… de lejos, como el sol, cuando podemos disfrutar de su calorcillo y esquivar su quemadura”.

Por eso cuando hizo la «locura» de bajar de los cielos y acercarse a nosotros lo matamos antes de comprenderlo.

Él siempre ha sido más grande que nuestras pobres cabezas y mucho mayor aún que nuestros pequeños corazones.

A veces irradia tanta luz, que no lo podemos ver y sus palabras son tan hondas, que nos resultan inaudibles. Por eso, cuando Dios se mete en nuestro interior, nos quema.

Y, qué decir de su Cruz, de su sufrimiento inaudito. Miles de veces nos hemos preguntado, como José Luis Martín Descalzo: “¿Para qué todo esto? ¿Fecunda algo este dolor, o solamente es una estéril esterilidad?”. Y nos cuesta hallar la respuesta…

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Es que solo el Espíritu Santo nos puede dar el «suplemento de alma» necesario para comprender. Solo Él en la oración puede ampliar nuestra mente y ensanchar nuestro corazón para que ellos, en sintonía con Él lleguen a entender un poquito…

Porque, ¿cómo podríamos acusar a sus contemporáneos de ceguera y sordera quienes, hoy, veintiún siglos más tarde, decimos creer en Él y seguimos tan infinitamente lejos de entenderle?

Y es que las respuestas están en Jesús, solo en Él, y nos falta conocerle mucho.

En este intento Dios nos dice que no tiene más respuestas que las que ya nos dio en su hijo. Porque, solo entendiendo bien su carne, estudiando bien las heridas de su cuerpo y compartiéndolas con Él, encontraremos el porqué de las cosas.

“Eso es, hijo mío. Comienzas a entender, ningún dolor se pierde. Vuestro llanto y el mío, «nuestro» llanto es la sal que conserva el universo. ¿Sabes? Hay en el mundo tanta semilla de corrupción que es necesario un poco de dolor de contrapeso, un poco de redención que restablezca el equilibrio. El dolor no es un sueño, ni un invento sádico. No existiría si no hubiera pecado. Por el odio y la envidia sufrí los latigazos, por las crueles guerras se desgarró su carne, la frialdad y el sucio dinero araron sus espaldas. Los verdugos no eran unos monstruos sacados del infierno, eras tú, fuiste tú, «eres» tú, son tus manos las que aún hoy me flagelan. ¿Y preguntas por qué el dolor y para qué tu llanto? ¿Lo preguntas y siembras cada día esa fruta maldita del odio, que sabes que germinará muerte? Ea, lujo: déjate de preguntas, toma tu cruz conmigo y construyamos juntos la redención, como una casa grande y feliz para todos” (José Luis Martín Descalzo)

Tal vez un día comprendamos -los que ahora en el mundo subimos el Calvario de nuestras propias vidas- que Él venció a la muerte, y que vuelve; está volviendo, y tiene suficiente resurrección para todos.