Matthew 1:1-16,
Matthew 1:18-23

Amigos, hoy celebramos la Fiesta de la Natividad de la Bienaventurada Virgen María. Y nuestro Evangelio afirma que ella será la Madre de Jesús, quien será “Dios con nosotros”.

María es una figura rica y con un simbolismo multivalente en todos los Evangelios. En las narrativas de la infancia del evangelista Lucas, ella emerge como portavoz del antiguo Israel, proclamando y entonando, en el Magnificat, las palabras de Ana.

En el relato de Navidad del evangelista Mateo, la vemos obligada a exiliarse en Egipto para más tarde volver a su hogar, recapitulando así el viaje de Israel de la esclavitud a la libertad. Ella es la encarnación simbólica del Israel fiel y paciente que anhela la salvación.

En el Evangelio de Juan, María es, sobre todo, madre. Es la madre física de Jesús y, a través de Él, madre de todos los que tienden a una nueva vida en Jesús. Como madre del Señor, ella también es Israel en toda esa serie de eventos e ideas de las cuales aparece Jesús y en cuyos términos Él se vuelve inteligible. En ese sentido, Hans Urs von Balthasar ha dicho que María efectivamente despertó la conciencia mesiánica de Jesús a través de la narración de la historia de Israel a su hijo.

 «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien»

En esta gran fiesta de la Santísima Virgen, en que tantas imágenes marianas son especialmente veneradas en nuestros pueblos y ciudades, San Pablo nos presenta esta consoladora promesa de Salvación por medio del Espíritu Santo. En Cristo todos hemos sido justificados. Ese su gran Amor que manifestó de una vez para siempre en la Cruz, es la esperanza suprema para los que nos reconocemos como cristianos.

La frase que he destacado me parece especialmente significativa porque el Amor es el gran regalo con el que Dios nos obsequia: es al mismo tiempo Gracia y Tarea porque el Espíritu nos suscita continuamente ese deseo, esa esperanza con que el Padre nos acompaña en este mundo y nos predestina para la eternidad. Por eso el que ama, vive especialmente en gracia y “todo le sirve para el bien”. Es esa “fama de santidad” con la que Dios obsequia a esas personas, quizá muy próximas a nosotros, de las que descubrimos que VIVEN porque no lo hacen para sí, sino para el servicio a los que más lo necesitan.

«Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo»

La genealogía de Cristo tal como nos la presenta San Mateo es, sin duda, una construcción teológica, pero anclada fuertemente en la historia de Israel desde Abraham a Jesús. Lo importante no es tanto que estén o no todos los nombres de los antepasados -incluidas cuatro mujeres- sino que, a través de los tres grupos de catorce (dos veces siete, el número perfecto, de Dios), sino lo que significa el Acontecimiento: Jesús nace en una historia concreta donde hay personas muy buenas y otras pecadoras o con reputación dudosa… La Promesa que Dios ha hecho a Abraham se cumple finalmente y lo hace a través no de José (el último varón de la lista) sino de su esposa María.

La figura de la Santísima Virgen es crucial en la Historia de Salvación, pues desde antes de su nacimiento Dios piensa en ella y la elige entre todas las mujeres para ser la madre de Jesús. En ella llega a plenitud la Promesa. En ella, Dios se hace íntimamente presente en la vida de los hombres. Se hace, se va formando en las entrañas de una mujer, uno de nosotros. Dios había predestinado, como nos dice San Pablo, a Nuestra Señora para este acontecimiento… pero pidió su sí libremente.

Pero la historia y el sí de María son también las de todos y cada uno de nosotros. Porque Dios, por amor y en el amor, nos llama a cada uno, nos otorga la gracia de la Salvación, nos acompaña con su Espíritu, pero también, continuamente, nos pide el Sí desde la libertad, una libertad llena de amor y buscando nuestro bien y el de quienes nos acompañan en la vida.

Que en esta fiesta de Nuestra Señora, Ella, como en las Bodas de Caná, interceda por nosotros en el Camino de la Salvación al que somos llamados por Dios.

Natividad de la Santísima Virgen

Fiesta, 8 de septiembre

Fiesta de la Natividad de la bienaventurada Virgen María, de la estirpe de Abrahán, nacida de la tribu de Judá y de la progenie del rey David, de la cual nació el Hijo de Dios, hecho hombre por obra del Espíritu Santo, para liberar a la humanidad de la antigua servidumbre del pecado.

Un anticipo y anuncio inmediato de la redención obrada por Jesucristo es el nacimiento de su Madre la Virgen María, concebida sin mancha de pecado, llena de gracia y bendita entre todas las mujeres.

En Jerusalén, en la Iglesia de Santa Ana. La primera fuente de la narración del nacimiento de la Virgen es el apócrifo Protoevangelio de Santiago, que coloca el nacimiento de la Virgen en Jerusalén, en el lugar en que debió existir una basílica en honor a la María Santísima, junto a la piscina probática, según cuentan diversos testimonios entre los años 400 y 600. Después del año 603 el patriarca Sofronio afirma que ése es el lugar donde nació la Virgen. Posteriormente, la arqueología ha confirmado la tradición.

La fiesta de la Natividad de la santísima Virgen surgió en oriente, y con mucha probabilidad en Jerusalén, hacia el s. v. Allí estaba siempre viva la tradición de la casa natalicia de María. La fiesta surgió muy probablemente como dedicación de una iglesia a María, junto a la piscina probática; tradición que se relaciona con el actual santuario de Santa Ana.

Mirando a María, descubres el Amor

Santo Evangelio según San Mateo 1,1-16.18-23. Natividad de la Virgen María

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Te doy gracias, Señor, por el don que nos has dado en tan grande mujer, amiga y Madre. Gracias por el don que nos has dado en María.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según San Mateo 1,1-16.18-23

[Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. Abrahán engendró a Isaac, Isaac a Jacob, Jacob a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y a Zará, Farés a Esrón, Esrón a Aram, Aram a Aminadab, Aminadab a Naasón, Naasón a Salmón, Salmón engendró, de Rahab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed a Jesé, Jesé engendró a David, el rey.

David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón a Roboam, Roboam a Abías, Abías a Asaf, Asaf a Josafat, Josafat a Joram, Joram a Ozías, Ozías a Joatán, Joatán a Acaz, Acaz a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amós, Amos a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia. Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel a Zorobabel, Zorobabel a Abiud, Abiud a Eliaquín, Eliaquín a Azor, Azor a Sadoc, Sadoc a Aquim, Aquim a Eliud, Eliud a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.] Cristo vino al mundo de la siguiente manera: estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo. José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto. Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: «José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Los cielos, la tierra; el mar, las estrellas… todo lo has hecho por amor, Señor. Sin embargo, me causa mucha impresión pensar que aquellas cosas, el sol, la luna y lo demás, no los has creado con el amor con el que has creado al hombre. Éste es un amor que ni siquiera puedo imaginar, un amor que has querido compartir…, un amor que has querido sea a tu imagen y semejanza.:

Pero has puesto especial atención en una criatura. Una mujer cuya belleza es digna de agradecer, una mujer cuya grandeza es la humildad, una mujer que con tan solo un Sí fue capaz de admirar al mundo; una mujer que escogiste de entre todas las mujeres para darnos el regalo más grande que alguien puede dar: al Emmanuel.

Te doy gracias, Señor, por el don que nos has dado en María. Te doy gracias pues, mirándola a ella, puedo descubrir la belleza de tu amor… puedo llegar a conocerte más.
«La Virgen María nos ayude a recurrir constantemente a la gracia, a esa agua que mana de la roca que es Cristo Salvador, para que podamos profesar con convicción nuestra fe y anunciar con alegría las maravillas del amor de Dios, misericordioso y fuente de todo bien».

(Homilía de S.S. Francisco, 19 de marzo de 2017).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy, antes de irme a dormir rezaré un avemaría para agradecer a Dios por el don de María, y pediré la gracia de tener siempre su compañía.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.

El nacimiento de la Virgen de Giotto

¿Quién es la segunda niña del fresco de Giotto sobre el nacimiento de la Virgen?

Exactamente nueve meses después de la Inmaculada Concepción celebramos la festividad de la Natividad de la Virgen, una de las más queridas de la Cristiandad. El 8 de septiembre es, por ejemplo, fiesta mayor en decenas de pueblos que homenajean ese día a su patrona.

El nacimiento de María es así una escena habitual, aunque menos que otras, en la historia del arte cristiano. Una de las más conocidas es el fresco que pintó Giotto (1267-1337) a principios del siglo XIV en la capilla de los Scrovegni, en Padua, formando parte de los ciclos de la vida de Jesús y de la Virgen que adornan las paredes del templo.

La capilla, consagrada a Santa María de la Caridad, fue mandada construir por Enrico Scrovegni para expiar los pecados de su padre Reginaldo y los suyos propios, ambos notorios usureros. De hecho, en su Divina Comedia, Dante sitúa a Reginaldo Scrovegni en el séptimo infierno.

A principios del siglo XIV el pintor concluyó en la capilla de los Scrovegni el ciclo completo de la vida de Jesús y de María.

El cuadro del ciclo de Giotto en Padua consagrado a El nacimiento de la Virgen tiene una peculiaridad: en él aparecen claramente lo que parecen ser dos hijas de San Joaquín y Santa Ana, ambas con la corona de santidad. Pero, si una es la Virgen María, ¿quién es la segunda niña? ¿Sugiere el artista la existencia de una gemela de la madre de Dios?

La respuesta es ya conocida, pero con ocasión del pasado 8 de septiembre la recordó Kathy Schiffer, una experta católica de Washington DC, con un artículo en la revista Patheos.

«Las dos niñas son representaciones de María. Era poco frecuente en Giotto emplear esta técnica de pintar a la misma persona dos veces en una misma pintura, pero no era inusual en los artistas de aquella época», explica. Y así, abajo la niña está siendo bañada y arropada por quienes asisten a Santa Ana, y arriba se la entregan para que duerma en la cama junto a su madre.

Una muestra de delicadeza y de economía de espacio del hombre prerrenacentista, necesitado de dotar de vida y de «acción» las escenas con la que se instruía al pueblo y se ensalzaban los momentos principales de la Sagrada Familia.

Fiesta de la Natividad de la Virgen María

Según la Tradición, la Virgen Madre de Dios nació en Jerusalén, junto a la piscina de Bezatha

Por: Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.

Según la Tradición, la Virgen Madre de Dios nació en Jerusalén, junto a la piscina de Bezatha. La Liturgia Oriental celebra su nacimiento cantando poéticamente que este día es el preludio de la alegría universal, en el que han comenzado a soplar los vientos que anuncian la salvación. Por eso nuestra liturgia nos invita a celebrar con alegría el nacimiento de María, pues de ella nació el sol de justicia, Cristo Nuestro Señor.

Hoy nace una clara estrella,

tan divina y celestial,

que, con ser estrella, es tal,

que el mismo Sol nace de ella.

En la plenitud de los tiempos, María se convirtió en el vehículo de la eterna fidelidad de Dios. Hoy celebramos el aniversario de su nacimiento como una nueva manifestación de esa fidelidad de Dios con los hombres.

NADA EN LA ESCRITURA

Nada nos dice el Nuevo Testamento sobre el nacimiento de María. Ni siquiera nos da la fecha o el nombre de sus padres, aunque según la leyenda se llamaban Joaquín y Ana. Éste nacimiento es superior a Creación, porque es la condición de la Redención. Y, sin embargo, la Iglesia celebra su nacimiento. Con él celebramos la fidelidad de Dios. “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” Romanos 8,28. Y es motivo de alegría gozosa y permanente de todos y cada uno de los llamados. No sabemos cómo se cumplirá, pero tampoco sabemos como nace el trigo, y cómo se forja la perla en la ostra. Pero nacen y crecen y se forjan. La inteligencia humana, por aguda que sea, tiene su límite y ya no puede alcanzar más. Cerrar los ojos ante el misterio, sabiéndonos llamados por Dios, y “desbordar de gozo en el Señor, confiando en su misericordia” Salmo 12, 6. Son las palabras inspiradas del salmo de la misa.

Todo lo que sabemos del nacimiento de María es legendario y se encuentra en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual Ana, su madre, se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo de Nazaret. Su nombre significa «el hombre a quien Dios levanta», y, según san Epifanio, «preparación del Señor». Descendía de la familia real de David. Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo tan ansiado no llegaba. Los hebreos consideraban la esterilidad como un oprobio y un castigo del cielo. Eran los tales menospreciados y en la calle se les negaba el saludo. En el templo, Joaquín oía murmurar sobre ellos, como indignos de entrar en la casa de Dios. Esta conducta se ve celebrada en Mallorca, en una montaña que se llama Randa, donde existe una iglesia con una capilla dedicada a la Virgen. En los azulejos que cubren las paredes, antiquísimos, el Sumo Sacerdote riñe con el gesto a San Joaquín, esposo de Santa Ana, quien, sumiso y resignado, parece decir: No puede ser, no he podido tener hijos.

Sabemos que su esterilidad dará paso a María. Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para obtener con penitencias y oraciones la ansiada paternidad. Ana intensificó sus ruegos, implorando como otras veces la gracia de un hijo. Recordó a la otra Ana de las Escrituras, de que habla el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y así llegó su hijo Samuel, quien más tarde sería un gran profeta. Y así también Joaquín y Ana vieron premiada su constante oración con el nacimiento de una hija singular, María, concebida sin pecado original, y predestinada a ser la madre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado.

De Ana y de Joaquín, oriente

de aquella estrella divina,

sale su luz clara y digna

de ser pura eternamente:

el alba más clara y bella

no le puede ser igual,

que, con ser estrella, es tal,

que el mismo Sol nace de ella.

No le iguala lumbre alguna

de cuantas bordan el cielo,

porque es el humilde suelo

de sus pies la blanca luna:

nace en el suelo tan bella

y con luz tan celestial,

que, con ser estrella, es tal,

que el mismo Sol nace de ella.

UNA NIÑA SANTA

Nace María. Nace una niña santa. Nada se nota en ella hasta que crece y comienza a hablar, a expresar sus sentimientos, a manifestar su vida interior. A través de sus palabras se conoce el espíritu que la anima. Se dan cuenta sus padres: esta niña es una criatura excepcional. Se dan cuenta sus compañeras: que se sienten atraídas por el candor de la niña y, a la vez, sienten ante ella recelo, respeto reverencial. Sus padres no saben si alegrarse o entristecerse. Para conocer lo sobrenatural hace falta tiempo y distancia. No ha habido nunca ningún genio contemporáneo; al contrario, siempre es considerado como un loco, un ambicioso o un soberbio.

Los niños hacen lo que ven hacer a los mayores. La niña santa no imita los defectos de los mayores y obra según sus convicciones. Cuando nació Juan Bautista, la gente se preguntaba «¿qué va a ser este niño?» (Lc 1,79). De María se preguntarían lo mismo. Ella comprende que, aunque quisiera hablar de lo mucho que lleva dentro, debe callar. Y tiene que vivir en completa soledad, de la que es un reflejo, el aislamiento del niño que crece entre gente mayor.

María, llena de gracia, vivía como perfectísima hija de Dios, entre hombres que habían perdido la filiación divina, habían pecado, y sentían la tentación y sus inclinaciones al pecado. El hombre conoce la diferencia que hay entre lo bueno y lo malo, y cuando obra el mal, percibe la voz de la conciencia. Antes de pecar, la percibe y la desatiende, durante el pecado, la acalla con el gozo del pecado, después de pecar, la oye y quisiera no oírla. Este es el conocimiento del mal, que no procede de Dios, sino de haberse separado de El.

María no conoce el mal por experiencia, sino por infusión de Dios. No había pecado nunca. Por eso no entendía a la gente y se sentía sola. Experimentaba que sólo ella era así. Si hubiera vivido en un desierto, no hubiera padecido tanto, pero en Nazaret, aldea pequeña, con fama de pendenciera y poca caritativa, es tenida por orgullosa, la que era la más humilde. Como los niños viven su mundo aparte de los mayores, así tiene que vivir María entre su gente.

Y una mujer así, ¿nos puede comprender?, ¿puede ser nuestra madre? Sí porque María es una mujer comprometida con todo el género humano. María fue la pobre de Yahvé. Los pobres de Dios nunca preguntan, nunca protestan. Se abandonan en silencio y depositan su confianza en las manos del Señor y Padre.

Con el Concilio Vaticano II hemos recuperado la Biblia, libro prohibido en mis años de juventud. También la Liturgia en castellano. También la Iglesia, no como una pirámide, sino como pueblo de Dios. De la misma manera hemos de recuperar a María, como Hermana en la fe, Madre en la fe. María peregrinó en la fe como todos los cristianos. Se abandonó a Dios. Pudo ser lapidada, al quedarse encinta, pudo ser repudiada… Es la pobre de Yahvé.

Querríamos saber más cosas de María. El evangelio nos dice muy poco de Ella. Pero, si bien lo miramos, implícitamente nos dice mucho, todo. Porque Jesús predicó el Evangelio que, desde que abrió los ojos, vio cumplido por su Madre. Los hijos se parecen a sus padres. Jesús sólo a su Madre. Era su puro retrato, no sólo en lo físico, en lo biológico, sino también en lo psíquico y en lo espiritual.

LA HERENCIA

Cada hombre, según las leyes mendelianas de los cromosomas y los genes, hereda de su padre y de su madre. Decía un sacerdote que su padre decía: «mi hijo es treballaor com yo y listo com sa mare». Cuando Jesús pronuncia el sermón de las Bienaventuranzas, está pintando a su Madre: Pobres de espíritu, Mansos, Pacientes, Humildes, Misericordiosos, Trabajadores de la Paz. Nos ha dado su Retrato. Sus actitudes vitales son idénticas las de la Madre y el Hijo: en el momento decisivo de su vida María le dice al Ángel: «Hágase en mi»… En el momento de comenzar su Hora, Jesús dice lo mismo «Hágase». Cuando nos enseña su carné de identidad, María nos dice que es «la esclava del Señor» Cuando Jesús nos presenta el suyo, nos dice que es «manso y humilde de corazón». Jesús predicó las bienaventuranzas porque las había vivido. Y las vivió porque las había visto vivir a su Madre. Por eso la quiso y la hizo Inmaculada, porque tenía que ser su madre y su educadora en la fe.

Es viernes primero, oremos al Sagrado Corazón

El Sagrado Corazón de Jesús traspasado por una corona de espinas luminoso

Iniciamos la oración de los nueve viernes primeros de mes para prepararnos a la fiesta del próximo año; que Él nos ayude a cumplirlos. ¡Comenzamos con el primero!

Oración inicial para cada viernes primero de mes:

Oh Dios que en el corazón de tu hijo herido por nuestros pecados has depositado infinitos tesoros de caridad te pedimos que al rendirle el homenaje de nuestro amor le ofrezcamos una cumplida reparación por Jesucristo Nuestro Señor Amén.

Primer viernes

Promesa: Yo te prometo, en el exceso de la misericordia de mi corazón, que mi amor omnipotente concederá a todos los que comulguen los primeros viernes de mes durante nueve meses consecutivos, la gracia de la penitencia final, y que no morirán sin mi gracia y sin recibir los santos sacramentos, asegurándoles mi asistencia en la última hora.

Ofrecimiento:

¡Oh, buen Jesús, que prometiste asistir en vida, y especialmente en la hora de la muerte, a quien invoque con confianza tu Divino Corazón!

Te ofrezco la comunión del presente día, a fin de obtener por intercesión de María Santísima, tu Santa Madre, la gracia de poder hacer este año los nueve primeros viernes que deben ayudarme a merecer el cielo y alcanzar una santa muerte. Amén.

Oración después de la comunión para los primeros viernes de cada mes:

Jesús mío dulcísimo, que en tu infinita dulcísima misericordia prometiste la gracia de la perseverancia final a los que comulguen en honra de tu Sagrado Corazón los nueve primeros
viernes de mes seguidos; acuérdate de esta promesa y a mí, indigno siervo tuyo que acabo de recibirte sacramentado con este fin e intención, concédeme que muera detestando todos
mis pecados, creyendo en ti con fe viva, esperando en tu inefable misericordia y amando la bondad de tu amantísimo y amabilísimo Corazón. Amén.

V. En los cielos y en la tierra sea para siempre alabado,
R. el corazón amoroso de Jesús Sacramentado.

Oración final para cada viernes primero de mes:

Jesús mío, te doy mi corazón, te consagro toda mi vida, en tus manos pongo la eterna suerte de mi alma y te pido la gracia especial de hacer mis nueve primeros viernes con todas las disposiciones necesarias para ser partícipe de la más grande de tus promesas, a fin de tener la dicha de volar un día a verte y gozarte en el cielo. Amén.