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La paz esté con ustedes. , llegamos hoy al domingo de la Trinidad. Lo sé, lo sé, la pesadilla de los predicadores, pero como probablemente sepan de mis sermones anteriores, no estoy para nada de acuerdo con eso. Pienso que todos los domingos son domingo de Trinidad. La Trinidad refiere a lo más fundamental y básico de toda nuestra teología y espiritualidad. Así que necesitamos y deberíamos regocijarnos de hablar de la Trinidad.

¿Puedo darles tres como fundamentos o justificaciones para hablar de Dios como una Trinidad de personas? Primero que todo, Jesús mismo. Jesús habla del Padre que lo envió. Y ustedes dirán, “De acuerdo, está bien. Pero acaso Abraham o Jacob o Isaías, Jeremías, Moisés o Ezequiel –¿no habían hablado de Dios como padre que los envió en una misión?”. Hasta aquí, es todo común. Pero aquí es donde se vuelve realmente complicado: aunque él es alguien distinto de este Padre que lo envió en una misión, habla y actúa en la persona misma del Dios de Israel.

“Ustedes han escuchado que se dijo en la Torá . . ., pero Yo les digo . . .”. Bueno, ¿quién puede afirmar ese tipo de autoridad sino Dios mismo? “Hijo mío, tus pecados te son perdonados”. Quién puede perdonar pecados sino solo Dios, mostrando su dominio incluso sobre los elementos de la naturaleza, caminando sobre el agua y calmando la tormenta? “A menos que me amen más que su madre y su padre, más que a ustedes mismos, no son dignos de mí”. Bueno, ningún profeta diría eso. Eso sería el súmmum de la arrogancia. Sólo el bien supremo en persona podría decir eso. Así que ese era su dilema. De acuerdo, es enviado por el Padre, pero parece ser él mismo el Dios de Israel. Ahora, si piensan que eso es como abstracto, todos los domingos afirmamos esta verdad cuando, con el Concilio de Nicea, decimos que él es Dios de Dios, luz de luz, verdadero Dios de verdadero Dios, y recuerden, consustancial con el Padre. Esa es la versión en Español de “homoousios”; ese era el griego para “uno en el ser, consustancial”.

 

Bueno, ese era el dilema que enfrentaban. Jesús es en cierto modo otro que el Padre pero aún así es consustancial con el Padre. Esa idea fue transmitida por la gran tradición. Y luego esto: “El Padre y yo”, dice Jesús en el Evangelio de Juan la noche antes de morir, “el Padre y yo les enviaremos un Paráclito. Les enviaremos el Espíritu Santo” –escuchen ahora— “que los conducirá a toda la verdad”. Que interpretará para ustedes la importancia de Jesús y los conducirá a toda la verdad. ¿Qué ser humano o poder simplemente creado podría conducirnos a la verdad? El Espíritu Santo, en otras palabras, es también uno en el ser con el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo comparte la divinidad con el Padre y el Hijo.

¿Y acaso no experimentaron esto en Pentecostés, cuando el poder del Espíritu Santo vino a ellos de un modo divinizante? Estas tres fuentes bíblicas, pienso, dan origen a esta idea. Esta es otra, en cierta forma resumiéndola. Encontramos en la primera carta de Juan esta afirmación tan peculiar de que Dios es amor. Se los he dicho muchas veces antes, pienso, que todas las religiones, filosofías de la religión, hablarán del amor que tiene Dios. Que el amor es un atributo de Dios, que Dios ama a algunos, o que ama como una típica actividad o lo que sea. Pero no existe ninguna religión ni filosofía que realice la verdaderamente extraña afirmación de que Dios es amor excepto el cristianismo.

Bueno, si ese es el caso, entonces Dios, en su misma naturaleza, debe ser un movimiento entre amante, amado y amor compartido. Si Dios tiene amor, lo que cualquier religión podría afirmar, no tendría que decir eso. Simplemente diría que el único Dios tiene esta actividad, que ama. Pero la afirmación Cristiana es muchísimo más radical. Amor es lo que Dios es, ineludiblemente, siempre, desde toda la eternidad. No es simplemente algo que él hace; es lo que es. Por lo tanto, tiene que existir esto. No puedes tener amor sin un amante y un amado. No puedes tener amor sin el amor que el amante y el amado comparten. Y por lo tanto hablamos del Padre (el amante), el Hijo (el amado) y el Espíritu (el amor que ellos comparten). Todo esto —y sólo me he estado quedando dentro de la Biblia; estas son todas referencias bíblicas— fueron transmitidos por la tradición, y algunas de las personas más brillantes en el primer siglo de la Iglesia intentaron darle sentido a esto. Que el Dios único de Israel –y ningún Cristiano nunca lo negó. Recuerden la plegaria “Shemá” del sexto capítulo del Deuteronomio. “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor”.

 

La unicidad de Dios, la unidad de Dios, se afirma a lo largo y ancho de la tradición bíblica. Nadie quiere negar eso. Pero lo que les fue .transmitido era este acertijo: que el único Dios subsiste sin embargo como tres personas, como un movimiento de Padre, Hijo y Espíritu Santo, de amante, amado y amor compartido, del Padre e Hijo consustanciales, que enviarán al Espíritu que es consustancial con ellos. De allí es de donde proviene la doctrina de la Trinidad. Ahora, uno de los mejores lugares para mirar si aún están intentando obtener un modelo para comprender todo esto es el gran San Agustín. Agustín fue, con Aquino, el mayor teólogo en la historia de la Iglesia, y pienso que tal vez su logro clave intelectualmente fue esta analogía que nos dio para la Trinidad. Habló sobre mente, conocimiento de sí mismo y amor a sí mismo.

Pero quiero colocar esto en tal vez un lenguaje contemporáneo dándoles una analogía que nos sea más familiar. Cualquiera que haya atravesado terapia u orientación o dirección espiritual, o incluso una conversación profunda con un amigo cuando están intentando resolver algo en sus vidas, ¿qué es lo que hacen? Bueno, con la ayuda de un terapeuta o director espiritual podrían plantear su vida como un objeto, como un asunto, como algo a ser examinado. Y dirán, “De acuerdo, ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaba pensando cuando hice esto, eso o aquello? O cuando era niño ¿qué sucedía en mí?”. Ven lo que está sucediendo, tal vez con la ayuda de tu director espiritual, eres tú que te estás mirando. Te estás examinando como un objeto. Ahora, a menos que hayas perdido la cordura, nadie en ese proceso pensará, “Oh, me dividí en dos cosas”. Nadie va a decir, “Ey, me convertí en dos personas diferentes”. No, no, eres a la vez sujeto y objeto. La única persona, tú, eres a la vez sujeto y objeto. Ahora profundicemos un poco más. Porque Agustín llama a este tercer movimiento amor a sí mismo. Habiendo atravesado aquel proceso, estás examinándote y llegas a una comprensión más profunda. Llegas a una valoración más profunda de lo que estuviste haciendo, o de las presiones bajo las que estuviste, o qué amistades tuviste o no. Y en ese proceso, llegas por tanto a una mayor auto aceptación o a un mayor amor a ti mismo. Existe alguien que conoce. Existe alguien que es conocido. Y luego existe un amor que se obtiene entre el que conoce y el conocido. Y todo esto acontece en este proceso ordinario de tal vez platicar con el terapeuta o el director espiritual. No te has convertido en tres cosas. No te has dividido en tres. Existe sin embargo una especie de movimiento, un movimiento trinitario, dentro tuyo. Eso es lo que vio Agustín. Regresemos a su vocabulario: mente, conocimiento de sí mismo, amor a sí mismo. Eso se rige en todos nosotros.

 

La Biblia dice que fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios. Y Agustín dijo que tal vez sea eso. Tal vez sea eso. Cuando vas a lo profundo de tu interioridad, encuentras ciertamente esta extraordinaria “imago Dei”, esta extraordinaria imagen de Dios, en este movimiento Trinitario que existe incluso dentro de nuestras psiquis. Es razonable. El Padre —esa es la gran mente. El Hijo —allí está el gran conocimiento de sí mismo. El Espíritu —el amor compartido entre el Padre y el Hijo. Continuando en esta línea, les debo haber dicho esto antes, pero Fulton Sheen, uno de mis grandes héroes, adaptó la analogía de Agustín. Dijo que desde toda la eternidad, el Padre mira al Hijo, su propia imagen. El Hijo, que es consustancial con el Padre —tiene todo lo que tiene el Padre, es la imagen perfecta del Padre— regresa la mirada y ve pura perfección. Y los dos mirándose, [exhalación] suspiran su amor por el otro. Ese es el “Spiritus Sanctus”, el soplo divino. Padre, Hijo, Espíritu Santo. De acuerdo, si me siguen hasta ahora, podrían decir, “Bueno, bueno, supongo que en cierto modo es interesante, sí, estas analogías bíblicas y teológicas. De acuerdo, creo que lo entiendo, pero a fin de cuentas, y qué?”. Aquí viene el “y qué”: “Dios tanto amó al mundo”.

Estoy citando aquí el Evangelio de Juan. Cuando aquí dice Dios, se refiere a Dios Padre. “Dios tanto amó al mundo” —miren esto— “que envió a su único Hijo al mundo, para que todo el que creyera en él pudiera tener vida en su nombre”.

¿Adónde envía al Hijo? A bajar a nuestra humanidad ordinaria. “Cristo, siendo Dios, ” —este es Pablo ahora— “no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres”. Ahora, más aún, por obediencia aceptó incluso la muerte —una muerte de cruz. El Padre envía a su amado Hijo todo el camino descendente. ¿Por qué? Para traer a aquellos que hemos deambulado lejos de él. Eso es lo que significa el pecado. Significa alejarse de Dios. El Padre envió entonces al Hijo todo el camino descendente hasta los límites del abandono de Dios, para que pudiera, observen esto, reunirnos a todos de regreso en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el amor que conecta al Padre con el Hijo, incluso cuando el Hijo está en el punto más bajo. El Hijo recorrió todo el camino hasta la muerte misma, pero aún está conectado por el amor del Espíritu Santo, y en ese amor, el Padre llama al Hijo de regreso en la Resurrección y Ascensión, llevando en principio a todos nosotros pecadores con él.

 

 

¿Ven ahora cómo toda esta explicación abstracta sobre la Trinidad —Padre, Hijo, Espíritu, consustancialidad— todo ese asunto se vuelve muy visceralmente auténtico? Es porque Dios es un movimiento Trinitario de personas para que podamos ser salvados. No solo fuera de Dios suplicando por misericordia sino que ahora, a través de la gracia de Dios, dentro de la dinámica de la vida de Dios, reunidos por el Hijo en el poder del Espíritu Santo. Allí está toda la vida Cristiana. Esa es toda la vida espiritual. Permítanme cerrar con esto. Piensen en esto cada vez que hacen este gesto. ¿Ven lo que están diciendo? Dios amó tanto al mundo que envió a su único Hijo todo el camino descendente, para que pudiéramos ser reunidos en el Espíritu Santo, el amor que los conecta. Esa es la Trinidad. Eso es lo que celebramos en el domingo de la Trinidad. Y Dios los bendiga.

 

 

• John 3:16-18

Amigos, el Evangelio de hoy nos afirma la certeza de que Dios ha ofrecido a Su Hijo para que tengamos vida eterna.

Hay una interpretación terrible de la Cruz que sostiene que el sacrificio sangriento del Hijo fue “satisfactorio” para el Padre, para así apaciguar a un Dios infinitamente enojado con una humanidad pecadora. En esta interpretación, el Jesús crucificado es como si fuera un niño que es arrojado a la boca ardiente de una divinidad pagana con el propósito de calmar su ira.

Lo que elocuentemente contradice esta horrible interpretación es el pasaje del Evangelio de hoy, que a menudo se considera un resumen del mensaje cristiano. Dios Padre no es una divinidad patética cuyo honor ha sido herido y necesita ser restaurado sino, más bien, un Padre que arde de compasión por Sus hijos que han entrado en peligro. No es por ira o venganza que el Padre envía al Hijo, sino más precisamente por amor.

¿Es que el Padre odia a los pecadores? No, pero si odia el pecado. ¿Es que alberga indignación ante los injustos? No, pero Dios si desprecia la injusticia. Así, Dios envía a Su Hijo no alegremente para verlo sufrir sino para restablecer las cosas.

Pero si nos cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos quienes nos condenamos. La salvación es abrirse a Jesús, y Él nos salva. Si somos pecadores —y lo somos todos— le pedimos perdón; y si vamos a Él con ganas de ser buenos, el Señor nos perdona. Pero para ello debemos abrirnos al amor de Jesús, que es más fuerte que todas las demás cosas. El amor de Jesús es grande, el amor de Jesús es misericordioso, el amor de Jesús perdona. Pero tú debes abrirte, y abrirse significa arrepentirse, acusarse de las cosas que no son buenas y que hemos hecho. Así nos abraza Jesús. Si pensamos en el juicio en esta perspectiva, todo miedo y vacilación disminuye y deja espacio a la espera y a una profunda alegría: será precisamente el momento en el que finalmente seremos juzgados dispuestos para ser revestidos de la gloria de Cristo, como con un vestido nupcial, y ser conducidos al banquete, imagen de la plena y definitiva comunión con Dios. (Audiencia General, 11 diciembre 2013)

 

 

¡Así de grande es Dios!

Santo Evangelio según san Juan 3, 16-18.

 

Santísima Trinidad


En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!



Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)



«Señor, Tú tienes palabras de vida eterna.» (Jn 6, 68) Yo creo en ti, y por eso vengo a tu presencia en esta oración. Tú me invitas a participar de tu misma vida unido al Padre y al Espíritu Santo.

Permíteme descubrir las maravillas de esta vida divina y crecer en ella por el amor. Así sea.



 

Evangelio del día (para orientar tu meditación)


Del santo Evangelio según san Juan 3, 16-18



Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envío a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.



Palabra del Señor.



 

 

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio



El ser humano sólo puede abarcar con sus manos un puñado de gotas: pero frente a él aún queda todo un océano por descubrir. Algo similar ocurre con el misterio de la Trinidad y de su Amor. En ambos, las palabras se quedan cortas y el horizonte permanece sin agotar. Incluso podríamos llevar esta imagen más adelante, pues el mar no ha sido hecho para agarrarlo. Ante algo tan grande sólo hay dos actitudes posibles: quedarnos en la orilla, contemplando un horizonte tan vasto, o bien sumergirnos en él.



Cristo nos habla del Padre y del Espíritu para «sumergirnos» en la vida de Dios. Una vida en la que reina el amor, la entrega, el olvido de sí por el otro… Y tan grande es este océano de caridad, que el agua se desborda de cualquier recipiente. Tanto ama el Padre al Hijo que por Él crea el universo entero: lo ama tanto como la distancia entre las galaxias, como el número infinito de estrellas, como la efusión de vida en nuestro planeta. Este amor entre el Padre y el Hijo es tan potente y tan dinámico, que se trata de una Persona distinta: el Espíritu Santo.



 

 

Podríamos tal vez preguntarnos: ¿no es esto algo demasiado abstracto y lejano de nuestra realidad humana? ¿Qué relación tiene la Trinidad con nuestra propia vida? Precisamente por este motivo el Hijo de Dios asume nuestra naturaleza humana. El Padre nos crea por amor, y por amor nos envió a Cristo, para salvarnos. Su amor por el Hijo es tan grande -¡Tan grande!- que en él cabemos todos los hombres y mujeres de este mundo. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único…» Para el océano del Amor divino no hay muros ni barreras que resistan. Inunda toda nuestra existencia, pues por él hemos nacido, por él recibimos la vida cada día, y en vista de él sucede todo en nuestra vida. Incluso nuestro pecado, decía San Agustín, pues nuestra miseria es el recipiente de la misericordia divina. «Dios envió a su Hijo para que el mundo se salvara por Él…».

Ante misterios tan grandes sólo hay dos opciones. Podemos quedarnos en la orilla, contemplando con asombro un horizonte tan vasto, o bien podemos –y debemos- adentrarnos y nadar cada vez más profundo, abriendo espacio en nuestro corazón para Dios, dejando que el Amor vaya empapando cada acto de nuestra vida.



«Llevar siempre con nosotros la Palabra, leerla, abrir el corazón a la Palabra, abrir el corazón al Espíritu es lo que nos hace entender la Palabra. Y el fruto de este recibir la Palabra, de conocer la Palabra, de llevarla con nosotros, de esta familiaridad con la Palabra, es un fruto grande: la actitud de una persona que hace esto, es animado por la bondad, benevolencia, alegría, paz, dominio de sí, docilidad».
(Homilía de S.S. Francisco, 9 de mayo de 2017, en santa Marta).



Diálogo con Cristo


Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito


Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.


Hoy buscaré estar disponible para mi familia, entregando mi tiempo y mi atención sin poner límites de tiempo.


Despedida


Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

 

 

La presencia de la Santísima Trinidad en la Santa Misa

La Eucaristía es el lugar privilegiado de presencia de la Santísima Trinidad.


 

 

El misterio de la Santísima Trinidad está más presente de lo que nos imaginamos, en cada una de nuestras oraciones, ahí estamos invocando al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Y un lugar privilegiado de la presencia de la Santísima Trinidad es en la santa Eucaristía. Hoy te quiero resaltar 4 momentos particulares.

• Invocación inicial

Toda Santa Misa no podemos iniciarla si no es invocando a la Santísima Trinidad, de hecho el sacerdote la inicia diciendo “en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu”. Es decir que la Eucaristía ya desde el inicio está presente la Santísima Trinidad.

 

 

• Epíclesis consecratoria 

Epíclesis significa literalmente invocación sobre. En el vocabulario litúrgico, la epíclesis, que acontece una vez finalizado el canto del Sanctus, es la invocación del Espíritu Santo, sobre las ofrendas, “de manera que sean para nosotros el cuerpo y la sangre de Jesucristo, nuestro Señor” (plegaria eucarística II), es decir que en ese momento se pide al Padre que envíe su Espíritu Santo para que convierta el pan y vino en el Cuerpo y Sangre de Jesús. Para que nos entendamos, esto sucede cuando el sacerdote impone ambas manos sobre las ofrendas. Ahí es un lugar privilegiado en donde está presente la Santísima Trinidad.

 

 

• Doxología final 

La palabra “doxología” viene del griego “doxa”, que significa “gloria”. Doxología, por tanto, significa glorificación. Esta sucede en el momento en el que el sacerdote toma el Cuerpo y Sangre de Jesús (ya no son “pan y vino”), y lo presenta a Dios, diciendo: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre Omnipotente, en la Unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”, y el pueblo responde “Amén”. Si vemos, ahí está presente la Trinidad: al Padre se ofrece, lo que se ofrece es el Hijo por medio del Espíritu Santo.

 

 

• Bendición final

Así como la Eucaristía inicia invocando a la Santísima Trinidad, también esta concluye con la invocación a la Santísima Trinidad. En la bendición final se bendice al pueblo diciendo “y la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre ustedes y les acompañe siempre”. Acá le estamos pidiendo a la Santísima Trinidad que acompañe y bendiga a cada uno de los presentes.

 

 

Como vemos, la Eucaristía es el lugar privilegiado de presencia de la Santísima Trinidad. Es oportuno que sepamos descubrir su presencia, y que los momentos antes mencionados los vivamos aún con más reverencia, sabiendo que estamos invocando al misterio más grande y más sublime, el de la Santísima Trinidad.

 

 


«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»

Reflexión del domingo de la Santísima Trinidad – Ciclo A


 

«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).

Tras celebrar el domingo pasado la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia el día de Pentecostés, en el día de hoy la Iglesia nos regala un día para contemplar al Señor como Comunidad de Tres Personas que viven en perfecta relación armónica de amor. Así, ya a través del Salmo Responsorial, tomado del libro del Profeta Daniel, que rezamos en la liturgia de la Palabra en la Eucaristía de hoy, se nos hace una invitación a alabar y a bendecir al Señor: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, loado, exaltado por los siglos. Bendito tu nombre santo y glorioso, loado, exaltado por los siglos» (Dn 3,52).

Pero hoy me llenan los versículos del Evangelio que dan título a esta reflexión, «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17), porque nos manifiesta que Dios se dona hasta el extremo por amor a cada uno de nosotros. No es que tengamos que ir nosotros en su búsqueda, sino que es el mismo Dios el que viene a nuestra casa: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). El Señor viene en nuestra búsqueda para introducirnos en su familia. Dios, que es amor, nos ama tanto hasta darse por entero a cada uno de nosotros para que, perteneciendo de forma adoptiva y participativa a su Familia, vayamos a manifestar al mundo esta realidad tan certera: “No hay mayor felicidad que la de ser y vivir como Hijo de Dios”.

 

 

Dios quiere hacer de nosotros Hijos suyos por el Espíritu Santo en Cristo: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8,14-17).

Tal y como nos dice el Papa Emérito S. S. Benedicto XVI: «La Teología y la espiritualidad de la Navidad usan una expresión para describir este hecho: hablan de admirabile commercium, es decir, de un admirable intercambio entre la divinidad y la humanidad. San Atanasio de Alejandría afirma: «El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192), pero sobre todo con San León Magno y sus célebres homilías sobre la Navidad esta realidad se convierte en objeto de profunda meditación. En efecto, el Santo Pontífice, afirma: «Si nosotros recurrimos a la inenarrable condescendencia de la divina misericordia que indujo al Creador de los hombres a hacerse hombre, ella nos elevará a la naturaleza de Aquel que nosotros adoramos en nuestra naturaleza» (Sermón 8 sobre la Navidad: CCL 138, 139). 

El primer acto de este maravilloso intercambio tiene lugar en la humanidad misma de Cristo. El Verbo asumió nuestra humanidad y, en cambio, la naturaleza humana fue elevada a la dignidad divina. El segundo acto del intercambio consiste en nuestra participación real e íntima en la naturaleza divina del Verbo. Dice San Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga 4, 4-5). La Navidad es, por lo tanto, la fiesta en la que Dios se hace tan cercano al hombre que comparte su mismo acto de nacer, para revelarle su dignidad más profunda: la de ser hijo de Dios. De este modo, el sueño de la humanidad que comenzó en el Paraíso -quisiéramos ser como Dios- se realiza de forma inesperada no por la grandeza del hombre, que no puede hacerse Dios, sino por la humildad de Dios, que baja y así entra en nosotros en su humildad y nos eleva a la verdadera grandeza de su ser» (Audiencia de Benedicto XVI del 4 de enero de 2012).

Como dirá San Pablo: «En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir -; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,7-8). Porque el Señor nos conoce y no nos desprecia, no se escandaliza, no nos descarta, sino que nos ama, y nos quiere para Él. Así, nos invita a tener un corazón agradecido por tantos dones que nos concede diariamente, pero sobre todo, por el don de la Fe, y el don de Sí mismo, que es el mayor tesoro que se puede recibir en la vida. Un tesoro que llevamos en vasos de barro (2 Co 4,7) y que estamos llamados a defender ante los ataques cotidianos del maligno, que ofreciéndonos trampas disfrazadas de soluciones fáciles, de descanso, nos conducen a la muerte y al vacío (Rm 6,23). 

 

 

Es una buena noticia que me llena de alegría y de estupor. El Señor nos ama y nos invita nuevamente a acoger hoy este don, que es Él mismo. Mientras rezo y medito estas palabras de San Pablo, vienen a mi mente y a mi corazón otros versículos de San Pablo que me producen dolor, vergüenza y, al mismo tiempo, me invitan a darle gracias al Señor por tan gran amor: «¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, a cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado? Quiero saber de vosotros una sola cosa: ¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la predicación? ¿Tan insensatos sois? Comenzando por espíritu, ¿termináis ahora en carne?» (Gal 3,1-3).

Si el Señor ha venido para que tengamos vida, y vida en abundancia (Jn 10,10), ¿por qué seguir engañado viviendo tras los ídolos. Hoy el Señor pronuncia una palabra clave para nuestra vida: «Huid de la idolatría» (1 Co 10,14). 

Porque no reside la felicidad en ser amado, en ser tenido en cuenta, en que se haga la propia voluntad, en tener dinero, placer o poder. La felicidad auténtica reside en amar como ama Dios, en vivir como Hijos de Dios. Así, decía S. S. el Papa Emérito Benedicto XVI: «La prueba más fuerte de que estamos hechos a imagen de la Trinidad es ésta –aclaró–: sólo el amor nos hace felices, pues vivimos en relación, y vivimos para amar y para ser amados» (S.S. Benedicto XVI, Ángelus 7 de junio de 2009).

 

 

No hay palabras para agradecer tanta gracia, tanto amor como el que no cesa de revelar el Señor con cada uno de nosotros. El Señor nos llama a SER UNO CON ÉL, para que, como decía la Madre Teresa de Calcuta con la oración del Santo Cardenal Newman: «¡Quien me vea a mí, que te vea a ti!», y viendo a Cristo, conozcan al Padre, porque dice Cristo: «El Padre y Yo somos uno» (Jn 10,30); «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). 

 

Decimos todos los días al rezar la frase: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo», y estamos tan acostumbrados a decirla que a lo mejor se nos pasa sin tomar conciencia de la profundidad de su significado. Porque el dar gloria a Dios es la meta de nuestra vida cristiana. Con nuestra vida concreta, con la ayuda de Dios, darle gloria. Y le damos gloria cuando amamos a Dios y al prójimo crucificados con Cristo, SIENDO UNO CON ÉL, sabiendo que nos llama a participar de su Gloria como Hijos en la Vida Eterna: «Ilumine los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero» (Ef 1,18-21).

Por eso, hoy es un día para contemplar a Dios en Cristo, y para seguir profundizando en el proceso de conversión hasta llegar a SER UNO CON ÉL, para amar como Él. Como dice San Pablo: «Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,19-20). Feliz Domingo de la Santísima Trinidad.

 

 

El icono ruso que revela el misterio de la Trinidad

Estimadísimo tanto por cristianos de Oriente como de Occidente, el icono de Rublëv es una de las imágenes más profundas de la Trinidad jamás producida

 

 

«Es lo más absurdo e impropio representar en iconos a Dios Padre con una barba gris y al Hijo Unigénito en Su seno con una paloma entre ellos, porque nadie ha visto al Padre según Su Divinidad, y el Padre no tiene carne […] y el Espíritu Santo no es en esencia una paloma, sino en esencia Dios» (Gran Sínodo de Moscú, 1667).

Para la Iglesia ortodoxa rusa, la representación de la Santísima Trinidad en el arte ha sido un tema de controversia durante los últimos mil años. A pesar de que el Concilio de Nicea en 787 permitió la representación artística de Dios, la Iglesia ortodoxa rusa no estaba satisfecha con las imágenes populares de Dios Padre y Dios Espíritu Santo.

Sentían que el hombre de barba gris y la paloma no podían hacer justicia al insondable misterio del Dios trino. En lugar de estas imágenes difundidas de Dios, eligieron usar el icono de la Trinidad de Andrei Rublëv como la manera apropiada de representar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Este icono ruso es difícil de entender para los que no pertenecen a la tradición ortodoxa y a primera vista no parece representar a la Santísima Trinidad.

¿Por qué el icono tres ángeles?

La escena central del icono proviene del libro de Génesis, cuando Abraham da la bienvenida a tres extranjeros en su tienda.

 

 

«Apareciósele Yahveh [a Abraham] en la encina de Mambré … Levantó los ojos y he aquí que había tres individuos parados a su vera. Como los vio acudió desde la puerta de la tienda a recibirlos, y se postró en tierra … Luego tomó cuajada y leche, junto con el becerro que había aderezado, y se lo presentó, manteniéndose en pie delante de ellos bajo el árbol» (Génesis 18, 1-8).

El icono de Rublëv representa esta escena con tres ángeles, similares en apariencia, sentados alrededor de una mesa. En el fondo está la casa de Abraham, así como una encina que se encuentra detrás de los tres invitados.

Aunque que el icono representa esta escena en el Antiguo Testamento, Rublëv utilizó el episodio bíblico para hacer una representación visual de la Trinidad que encaja dentro de las estrictas directrices de la Iglesia ortodoxa rusa.

El simbolismo de la imagen es complejo y pretende resumir las creencias teológicas de la Iglesia en la Santísima Trinidad. En primer lugar, los tres ángeles son idénticos en apariencia, lo cual corresponde a la creencia de la unidad de Dios en tres Personas.

Sin embargo, cada ángel lleva una prenda diferente, trayendo a la mente cómo cada Persona de la Trinidad es distinta. El hecho de que Rublëv represente a la Trinidad usando ángeles es también un recordatorio de la naturaleza de Dios, que es espíritu puro.

Andréi Rubliov pintando los frescos de la iglesia del Salvador del monasterio Andrónikov en Moscú (miniatura del siglo xvi).

El simbolismo de las figuras

Los ángeles son mostrados de izquierda a derecha en el orden en que profesamos nuestra fe en el Credo: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

El primer ángel lleva una ropa interior azul, que simboliza la naturaleza divina de Dios y una prenda púrpura exterior, apuntando a la realeza del Padre.

El segundo ángel es el más familiar, ya que lleva la ropa típicamente usada por Jesús en la iconografía tradicional. El color carmesí simboliza la humanidad de Cristo, mientras que el azul es indicativo de su divinidad. La encina detrás del ángel nos recuerda el árbol de la vida en el Jardín del Edén, así como la cruz sobre la cual Cristo salvó al mundo del pecado de Adán.

Por su parte, el tercer ángel lleva una prenda azul (divinidad), así como una vestidura verde por encima. El color verde apunta hacia la tierra y la misión de renovación del Espíritu Santo. El verde es también el color litúrgico usado en Pentecostés en la tradición ortodoxa y bizantina.

Los dos ángeles a la derecha del icono tienen una cabeza ligeramente inclinada hacia el otro, ilustrando el hecho de que el Hijo y el Espíritu vienen del Padre.

En el centro del icono hay una mesa que se asemeja a un altar. Colocado sobre la mesa hay un tazón o cáliz de oro que contiene el ternero que Abraham preparó para sus invitados y el ángel central parece estar bendiciendo la comida. Todo eso nos recuerda el sacramento de la Eucaristía.

El icono que muestra el Misterio

Aunque no es la representación más directa de la Santísima Trinidad, es una de las visualizaciones más profundas jamás producidas. En las tradiciones ortodoxa y bizantina permanece como la principal manera de representar al Dios Trino.

El icono es incluso muy estimado en la Iglesia católica romana y es utilizado con frecuencia por los catequistas para enseñar a otros sobre el misterio de la Trinidad.

La Trinidad es un misterio y siempre lo será mientras estamos en la tierra. Sin embargo, a veces nos vislumbramos algo en la vida divina de Dios, y el icono de Rublëv nos permite un breve segundo mirar detrás del velo.