Conmemoración: 09 de Octubre
Hoy recordamos a un hombre austero, duro, penitente, extremadamente humilde, aventurero… Un misionero, un apóstol, un místico, que experimentó el santo temor de Dios, con una singular profundidad, unido a un amor de Dios aún más grande, que le dejaba exento en absoluto de todo temor a los hombres, a las fieras o a la naturaleza hostil, a las enfermedades o a lo que fuera; no temía a nada en este mundo, pues sólo temía ofender a Dios: San Luis Beltrán.

Nació en Valencia, España, en 1526, y fue bautizado en la misma pila bautismal en la que habían bautizado 175 años antes a San Vicente Ferrer, el cual era familiar de su padre. Tuvo el honor de que la ordenación sacerdotal se la confiriera Santo Tomás de Villanueva.

La precocidad de Luis en la santidad no tuvo nada de extraño en un hogar tan cristiano como el de sus padres. Se sabe que siendo todavía niño comenzó a imitar a los santos de Cristo. Se entregaba, especialmente por las noches, a la oración y a la penitencia, disciplinándose y durmiendo en el suelo. Al llegar a la adolescencia se inició en dos devociones que continuó siempre: el Oficio parvo de la Virgen y la comunión diaria.

Con todo, la vida de San Luis no estuvo exenta de vacilaciones, y en no pocos casos, estuvo a punto de dar pasos en falso en asuntos bastante graves. Así por ejemplo, siendo un muchacho, decidió dejar su casa y vivir en forma mendicante, como había leído que hicieron San Alejo y San Roque. Y con la excusa de una peregrinación a Santiago, puso en práctica su plan, no sin escribir seriamente a sus padres una carta, en la que, alegando numerosas citas de la sagrada Escritura, trataba de justificar su resolución.

Pero su fuga no fue más allá de Buñol, donde fue alcanzado por un criado de su padre. Luego San Luis Beltrán se empeña en ser religioso Dominico y siempre se lo estorban. Su padre, que es un Notario profesional, se opone con toda decisión. Pero, ante la última escapada del hijo, no tiene más remedio que rendirse, aunque está furioso. Sin embargo, en su lecho de muerte, le dirá al hijo rebelde: “La cosa que me dio más pena en la vida fue verte sacerdote dominico; pero hoy es lo que más me consuela ante Dios…”

Tan sólo cuando tenía veintitrés años, se le encomienda a San Luis Beltrán la formación de los jóvenes novicios, convirtiéndose en un Maestro magnífico. Ejerció ese cargo en España, en su comunidad de Padres Dominicos, casi por 30 años (con interrupciones) y formó gran número de fervorosos religiosos. Era muy estricto y exigente, pero sabía dar las órdenes con tal bondad y amabilidad, que todos sus súbditos lo amaban y estimaban.

Pero se empeña en ir a la Universidad de Salamanca para sacar los más brillantes títulos y así poder atacar la naciente herejía protestante. Aunque no logra su propósito, y ha de escuchar a pesar suyo: “¡Tu Salamanca está en Valencia. ¡Regrésate, que allí tienes tu misión!”

De nuevo con los jóvenes novicios, frente a él surge una rebeldía más. Porque ha llegado de América, descubierta hacía pocos años, un muchacho indio que no hace más que hablar y hablar con el Padre Luis, al que entusiasma con una nueva aventura: “ Padre, allá en mi tierra hay muchos indios que no conocen a Dios. Si usted fuera, muchos se harían cristianos…”

Todo ello le ilusiona, y se presenta decidido al Superior, quien en un inicio se opone pero San Luis persiste y los Superiores ceden. Se embarca en Sevilla y llega a las costas co­lombianas en 1562.

Cuando llegó no sabía hablar sino el español, pero Dios le concedió el don de lenguas y en poco tiempo aprendió a hablar en los idiomas de sus indígenas, de una manera tan admirable que nadie se explicaba cómo lo había logrado. En casi siete años (de 1562 a 1569) convirtió miles de indios desde Panamá hasta el Golfo de Urabá, en regiones palúdicas y llenas de toda clase de mosquitos y de alimañas peligrosas. En los registros escritos por su propia mano señala que bautizó más de 15,000 indios. Los siete años de Colombia serán una serie seguida de aventuras.

Siempre metido en el peligro, le envenenan por dos veces y cura milagrosa­mente. Otras cuatro veces están apunto de matarle, y Dios lo libra prodigiosamente, aunque Luis no desea otra cosa que morir mártir. Convierte a la fe a muchos miles de indios, porque no tiene más ilu­sión que salvar sus almas y llevarlas al Cielo.

El Padre Luis tiene mucho miedo de su propia salvación. El temor de Dios lo llevaba muy metido dentro. Y se ha hecho famoso por aquellos temores de condenarse en el infierno, pues por las noches se despertaba con frecuencia lleno de zozobra, mientras se preguntaba con angustia: “¿Me sal­varé? ¿Me condenaré?… Un santo de su talla no tenía por qué temer, pero este sentimiento era un don del Espíritu Santo, que así le hacía trabajar por la salvación de todos.

El Padre Luis era un gran apóstol en nuestras tierras americanas. Pero los Superiores se preguntan: ¿Y no es mejor que vuelva a España y siga preparando misioneros? Con él tenemos un misio­nero grande. Pero, ¿no trae más cuenta que forme misioneros de su talla?…Total, que en 1569, Luis tiene que reembarcarse y volver al convento de Valencia, del que le nombran Su­perior. Hombre riguroso, no tiene miedo a nadie, y coloca en la puerta de su cuarto este letrero con la frase de San Pablo: Si quisiera agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo. Y añadía por su cuenta: “No quiero ir al infierno ni al purgatorio por culpa de mis amigos. Yo temo a Dios, no a los hombres. “

A sus novicios les insistía en que el arma más poderosa para ganar almas es rezar mucho y hacer sacrificios. Y les repetía que las buenas palabras del que enseña religión deben ir siempre acompañadas de buenas obras, porque si con el mal ejemplo destruimos lo bueno que sembramos con la predicación, eso es fatal.

Con el correr de los años, al Padre Luis le empieza a fallar la salud, por culpa suya ante todo, porque no había manera de que se moderase en sus penitencias. El Arzobispo, San Juan de Ribera, se lo lleva consigo, lo pone al cuidado de médicos y le obliga a descansar en el campo.

Se dice que el 6 de octubre de 1581 San Luis Beltrán pregunta en qué día está, y cuando se lo dicen, hace la cuenta: “¡Oh, bendito sea Dios! ¡Aún me quedan cuatro días!”. Cuando llegó el día, se volvió hacia San Juan de Ribera, su amado arzobispo: “Monseñor, despídame, que ya me muero. Déme su bendición”. Y ese día murió, justamente, el 9 de octubre de 1581, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Es el Papa Clemente X quien lo canoniza en 1671.

En la fiesta de San Luis Beltrán pidamos a nuestro Señor que nos bendiga con ese santo Temor de Dios y que una vez presente este don en nuestros corazones, demos frutos que con nuestra vida, den gloria a Dios nuestro Padre.

Jesús te ama