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Apolinar de Rávena, Santo

Memoria Litúrgica, 20 de julio
Obispo y Mártir

Martirologio Romano: San Apolinar, obispo, que al mismo tiempo que propagaba entre los gentiles las insondables riquezas de Cristo, iba delante de sus ovejas como buen pastor, y es tradición que honró con su ilustre martirio a la iglesia de Classe, cerca de Rávena, en la vía Flaminia, pasando al banquete eterno el día veintitrés de julio (c. s. II)

Breve Biografía

SAN APOLINAR DE RÁVENA nació probablemente en Antioquía, en la actual Turquía, en la época de mayor auge del Imperio Romano, apenas después de la muerte de Jesús.

Según la tradición, San Apolinar fue uno de los principales discípulos del Apóstol San Pedro. Cuando San Pedro se trasladó a Roma para fundar ahí la Iglesia, San Apolinar lo habría acompañado hasta la capital del Imperio.

Durante el reinado del emperador Claudio, San Apolinar recibió la comisión de viajar al norte de Italia como embajador de la fe para empezar a evangelizar y a ganar adeptos para el cristianismo.

San Apolinar se convirtió así en el primer obispo de Rávena, cargo que ejerció durante veinte años. Se le ha atribuido el poder de curar a los enfermos en el nombre de Cristo, y de haber realizado otros milagros.

La relativa tranquilidad de su labor apostólica cambió con el ascenso al trono imperial de Vespasiano, en 69, quien cuenta con el dudoso honor de haber organizado las primeras persecuciones con lujo de crueldad contra los cristianos.

Por su cargo y sus actividades en Rávena, San Apolinar fue perseguido inmediatamente. Algunas fuentes cuentan que fue capaz de escapar hacia Dalmacia, donde habría predicado el Evangelio y habría puesto fin milagrosamente a una hambruna.

Sin embargo, al final San Apolinar fue apresado, torturado y martirizado.

Sobre su tumba, en Rávena, se edificó siglos más tarde la célebre Basílica de San Apollinare in Classe, de tres naves, consagrada en 549. Más tarde, en el siglo nueve, fue construida también ahí la iglesia de San Apollinare Nuovo.

SAN APOLINAR DE RÁVENA nos ofrece un ejemplo de la cruenta vida que tuvieron que padecer los santos fundadores del cristianismo.

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

 

Auténtico parentesco

Santo Evangelio según san Mateo 12, 46-50. Martes XVI del Tiempo Ordinario

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Estoy delante de ti, Señor, para escuchar tus palabras, para aprender tu mensaje, para dejarme llenar de tu gracia. Enséñame a confiar en ti. Quiero ser dócil instrumento, para que realices en mí la obra que a ti te agrada. Ayúdame a amarte más y entregarme con mayor generosidad a aquello que Tú me ofreces.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Mateo 12, 46-50

En aquel tiempo, Jesús estaba hablando a la muchedumbre, cuando su madre y sus parientes se acercaron y trataban de hablar con él. Alguien le dijo entonces a Jesús: «Oye, ahí fuera están tu madre y tus hermanos, y quieren hablar contigo».

Pero él respondió al que se lo decía: «Quien es mi madre y quienes son mis hermanos?». Y señalando con las manos a sus discípulos, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Hacer la voluntad del Padre celestial me hace semejante a ti, Jesús. Así como entre dos hermanos se distingue el mismo color de los ojos, o la forma del rostro. ¡Y qué mayor honor puedo tener, que poder reflejar tu imagen en el mundo!

Pero esta semejanza que me presentas va mucho más allá de los rasgos físicos. Incluso más allá de obras concretas: buscar agradar a Dios Padre me une profundamente a ti, Señor, porque se refleja luego en cada pensamiento, en cada deseo, en toda mi vida. Lo empapa todo y marca toda mi existencia. Así como ser Hijo te marcó totalmente. Y entonces ya no se trata de un parecido, sino de un vínculo real, verdaderamente de un lazo de familia.

Así como María. Tú la llamas «mamá» no sólo porque te dio a luz y te crio; es tu mamá sobre todo porque vivía totalmente inmersa en la voluntad del Padre. No se parecían sólo en la mirada o el cabello o la piel. Era un lazo más fuerte: así como su vida fue un «Hágase en mí según tu palabra», la tuya se resume en «He aquí que vengo para hacer tu voluntad».

Por eso, Señor, hoy te pido este parentesco, el más profundo que puede existir. Concédeme ser hoy mejor hermano tuyo, para que el Padre sea glorificado en mí, su hijo.

«La sabiduría de los afectos que no se compran y no se venden es la mejor dote del genio familiar. Especialmente en la familia aprendemos a crecer en aquella atmósfera de la sabiduría de los afectos. Su “gramática” se aprende allí, de otra manera es muy difícil aprenderla. Y es precisamente este lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos. La invitación a poner los vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de la alianza con el Señor no los mortifica; al contrario, los protege, los desvincula del egoísmo, los protege de la degradación, los lleva a un lugar seguro para la vida que no muere». (Catequesis de S.S. Francisco, 2 de septiembre de 2015).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación. Ofreceré hoy alguna de mis actividades rezando un Padrenuestro antes de comenzarla.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

 

Reflexión sobre la obediencia

La obediencia supone confianza en el que obedece y responsabilidad en el que manda; observancia y docilidad en el que acata y justicia y humildad en el que ordena. Obediencia y autoridad son virtudes en relación permanente.

“He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10, 9). Nada más repugna al hombre de nuestro tiempo que cumplir una voluntad que no sea la propia. En el fondo subyace esa actitud tan actual de rechazo a todo aquello que frene “la libertad”. En definitiva: que obedecer no está de moda.

Y sin embargo todos los días nuestra vida pasa girando en torno a la obediencia. Es más, desde que nacemos hasta que nos despedimos de este mundo vivimos en actitud constante de obediencia: obediencia a leyes del mundo que ordenan nuestra relación para con la naturaleza; obediencia a unas leyes del Estado que regulan las relaciones entre los hombres; obediencia a una ley interior que regula nuestra relación con Dios.

Ciertamente, para que se dé la obediencia como virtud hace falta mucho más que la simple vivencia inconsciente. Obedecer la ley de la gravedad no tiene mérito. Se vive y ya. Por mucho que alguno deseara omitirla, por más que mueva los brazos, no volará. Sí hay valor en el vivir la obediencia en relación a los demás hombres y en relación con Dios. Es aquí donde nos encontramos con maneras de obedecer que le darán el toque de virtud.

Se puede obedecer por miedo a un castigo, por el prurito de un premio o por amor. Durante el régimen de Hitler muchos se enrolaban en el ejército por temor a ser asesinados en caso de rehusarse: obedecían por temor. En la Edad Media muchos príncipes y caballeros se alistaban en los ejércitos convocados por los reyes y Emperadores pensando en el botín que alcanzarían en caso de ganar la batalla: obedecían por el prurito de un premio. En la guerra cristera mexicana los “soldados” se incorporaban a los regimientos por amor a su fe (que era amor a Dios).

¡He aquí la diferencia! ¡He aquí el detalle donde radica la virtud al obedecer! Y es que la obediencia supone confianza en el que obedece y responsabilidad en el que manda; observancia y docilidad en el que acata y justicia y humildad en el que ordena. Obediencia y autoridad son virtudes en relación permanente. En buena medida, si en el plano de las relaciones entre los hombres se ha dado una crisis en la obediencia es porque antes hubo una crisis en la autoridad. Todos obedecen con ecuanimidad donde hay personas dignas. Mas como todos ejercitamos el mando-autoridad en algún momento de nuestra existencia, en magnitudes y sobre números de personas distintos, no estamos como para echarle la culpa de esta crisis a los otros y sí para comprometernos en un buen desempeño de ella y en una mejora de su imagen.

En el plano de nuestras relaciones con Dios no tenemos nada que argüir. Ante Él no queda más que repetir aquello que decía Virgilio en la Eneida (5, 467): “Cede Deo” (“cede ante Dios”). ¿Y cómo saber ante qué debo ceder? ¿Qué modelos de obediencia puedo tomar de ejemplo? ¿Qué actitudes tomar cuando obedecer me cueste?

Sabemos qué debemos obedecer. Ya lo decía Jesús: “Ya sabes los mandamientos: no cometerás adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (Lc 18, 20); y además nuestro interior nos lo dicta: hacer el bien y evitar el mal. Obedecer sólo tiene sentido y plenitud cuando de las intenciones se baja a los hechos. ¿Modelos? Abraham, Moisés, María… ¿Actitudes? Las del amor y la confianza. Dios jamás pedirá algo que esté fuera de nuestro alcance, algo que no podamos darle. Podrá parecernos humanamente imposible pero no será así en el fondo. Uno que ama sólo pedirá al amado más amor.

Obediencia también dice relación con la fe. ¿Cómo entender sino los modelos antes mencionados? A Abraham Dios le prometió una descendencia más grande que las arenas del mar y las estrellas del cielo. Y cuando tuvo a su hijo Isaac ¡Dios le pide sacrificárselo! ¿Cómo no imaginar la lucha interior, el humano pensamiento donde la razón no da para comprender aquellas palabras divinas, “multiplicaré tu descendencia”, y la petición de sacrificio del vástago prometido?

Vamos, que si Abraham fuese un chavalito tendría tiempo de sobra para tener más hijos que ofrecerle a Dios y multiplicarse según aquellas promesa; pero era hombre anciano como su esposa Sara. Y qué decir de María: dijo que se hiciera en ella la voluntad de Dios, ¡obedeció libremente! Su sí no era uno cualquiera; no lo estaba dando a una orden de hamburguesas en el restaurante como quien no se entera de lo que está aceptando. Con su respuesta se jugaban muchas otras cosas…; tenía 15 años, era hija única, estaba comprometida… y de repente, ¡embarazada! “¿De quién es María?”, debieron preguntarle sus padres y el mismo José. Y qué iba a responder ella sino la verdad. Verdad verdadera –valga la redundancia- pero costosísima de creer. Y todo por obedecer porque amaba y confiaba en Dios.

Sabemos en qué terminaron aquellas historias: en la paz, en la serenidad de quien sabe ha obedecido. En Cristo hallamos el modelo más perfecto de obediencia -¡y qué obediencia!-. Y mirad qué beneficios nos dio su obedecer la voluntad de Dios al morir de la forma como lo hizo: la paz de sabernos redimidos. Como decía el lema del Papa Juan XXIII: “obediencia y paz”. La consecuencia de la obediencia es la paz. Tan sencillo y tan profundo como eso. Y no se puede olvidar.

 

«Gracias, me han hecho sentir en casa»

El Papa a la familia del Hospital Gemelli.

“Lo que cada uno de ustedes desarrolla no es solo un trabajo delicado y laborioso. Es una obra de misericordia que, a través de los enfermos, entran en contacto con la carne herida de Jesús”, lo escribe el Papa Francisco en la Carta dirigida al Profesor Carlo Fratta Pasini, Presidente del Consejo de Administración de la Fundación Policlínico Universitario “Agostino Gemelli” de Roma, con la cual agradece a toda “la familia del Hospital Gemelli” por la acogida y la atención que recibió durante los días que estuvo hospitalizado para la operación de una estenosis diverticular, desde el pasado 4 de julio.

La sensibilidad humana y la profesionalidad científica

En la Misiva, el Santo Padre expresa “gratitud y afecto” a todos aquellos que conforman la gran familia del Hospital Gemelli. “Como en una familia – subraya el Pontífice – he tocado de cerca una acogida fraterna y una premura cordial, que me han hecho sentir en casa”. Además, el Papa señala que, ha “podido constatar personalmente cuanto sean esenciales, en el cuidado de la salud, la sensibilidad humana y la profesionalidad científica”. Ahora llevo en el corazón, afirma el Papa, muchos rostros, historias y situaciones de sufrimiento. El Hospital Gemelli – agrega – es verdaderamente una pequeña ciudad dentro del Urbe, donde cada día llegan miles de personas confiándoles esperanzas y preocupaciones.

Una obra de misericordia

Asimismo, el Santo Padre señala que en el Policlínico Gemelli, “además de la curación del cuerpo, se da, y oro para que siempre se de, también la del corazón, a través de una curación integral y atenta a la persona, capaz de infundir consolación y esperanza en los momentos de prueba”. En este sentido, el Obispo de Roma alienta a todo el personal a que el trabajo que desarrollan, “no es solo un trabajo delicado y laborioso. Es una obra de misericordia que, a través de los enfermos, entran en contacto con la carne herida de Jesús”.

Gratitud a la gran familia del Hospital Gemelli

Finalmente, el Papa Francisco concluye su Carta renovando su gratitud a la gran familia del Hospital Gemelli por la gran labor que realizan, “agradecido de haberlo visto, de cuidarlo dentro de mí y de llevarlo al Señor”. Y a todos ellos les imparte la Bendición Apostólica, pidiendo que continúen orando por él.

 

La tristeza, cosa nefasta

La tristeza, un enemigo oscuro y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre

A poco que uno entre en contacto con la Pascua, aparece como rasgo distintivo, como santo y seña de este tiempo, la cuestión de la alegría. Y aparece también, por contraste, su contrario, la tristeza, a la cual me ha parecido conveniente dedicar alguna reflexión.

Recuerdo que hace ya muchos años llamó mucho mi atención un artículo del sacerdote y escritor José Luis Martín Descalzo titulado “El pecado de la tristeza” y recuerdo también que la primera reacción fue una cierta sensación de incomodidad ante el título, una mezcla de extrañeza y enfado a la vez. Me sentí molesto solo con el título porque a mi parecer la expresión por sí sola encerraba injusticia.

– “Pues es lo que le falta a quien está triste, que encima le digan que está

Tras el desconcierto inicial del título, la lectura del artículo iba despejando dudas a medida que el autor se explicaba con su claridad y sensatez acostumbradas. Traigo a colación esta cuestión de la tristeza porque me parece que conviene volver sobre ella una y otra vez, me parece que es de lo más actual y considero muy útil hablar de ello. He llegado al convencimiento de que tenemos en la tristeza un tóxico generalizado y escurridizo, un enemigo oscuro y sórdido que corroe, de manera taimada, lo mejor que hay en el hombre; una especie de carcoma del corazón y a la vez, un elemento de disgregación social. Así habla de ella la Vulgata: “Como la polilla al vestido y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre” (Prov 25, 20).

Aunque la tristeza es un fenómeno tan común y tan corriente que no necesitamos definirlo, sí me ha parecido oportuno ponerlo al lado de su contrario, la alegría, para entenderlo en sus verdaderas dimensiones. En nuestra mejor tradición se define a la alegría como “la complacencia en el bien poseído o esperado”. La idea de alegría está necesariamente unida al bien. La alegría no es otra cosa que la respuesta global de la persona humana ante un bien. No hay alegría, ni posibilidad de ella, si el bien no entra en escena. Esta es la cuestión: el bien. Aquí está la clave para encarar el problema de la tristeza.

Es evidente que el mal está muy extendido. El mal es amplio, abundante y campa a sus anchas, ciertamente. Y me atrevería a decir más: el mal es mucho más abundante y está mucho más extendido de lo que podemos llegar a captar. Yo barrunto que no tenemos capacidad para hacernos una idea cabal de la extensión del mal que hay en el mundo. Ni de su extensión ni de su “intensión” (perdónese el neologismo). Aunque tengamos noticia de muchas manifestaciones del mal, al mal no lo vemos, lo que vemos son sus expresiones concretas. Si son muchas las que nos llegan es porque hay muchas más. Cada noticiario no es sino una apretada dosis de las más llamativas desgracias y perversidades acaecidas en cualquier lugar del mundo cada día. Si de manera tan resumida es mucho el mal del que se nos informa, eso significa que hay mucho más todavía. Todo esto es cierto, pero no es casual, no es así por azar porque en los grandes medios de comunicación nada ocurre al azar, nada hay fuera de control. Cabe concluir, por tanto, que la divulgación de la maldad humana responde a una estrategia diseñada y puesta en práctica con toda intención. Y cabe concluir también que detrás de la propagación del mal no puede estar de manera interesada sino el propio mal.

Pues bien: no podemos hacer el juego a esta estrategia. No podemos tener ojos solo para el mal. No podemos poner el acento, solo ni preferiblemente, en lo mal que está todo porque cada vez que lo hacemos nos convertimos en peones y colaboradores de esa estrategia perversa. Quien ve mal por todas partes no tiene ninguna posibilidad de complacerse en nada. La cosa tiene más gravedad de lo que pudiera parecer, porque es un asunto que nos atañe no solo de manera individual, y aunque tiene un componente afectivo importante, no es principalmente una cuestión afectiva. El mal engendra tristeza, la tristeza conduce al odio y el odio recae siempre sobre los demás. El odio, como el amor, necesita siempre de otro; el odio como el amor, exige siempre alteridad porque nadie se odia a sí mismo. Uno puede reconocer cosas que le gustan de sí mismo, pero no puede odiarse porque nadie de carne y hueso puede odiarse a sí mismo. “Nadie odia su propia carne” (Ef 5, 29). Cuando esta cadena maléfica (mal-tristeza-odio) echa raíces en el alma, el hombre entra en una espiral de opacidad y de negrura más que peligrosa. Lo diré con mayor claridad y contundencia: La tristeza puede prender en el alma, pero quien no la afronta con decisión para erradicarla, se deja deslizar por una rampa que acaba en el infierno. Quizá ahora podamos entender el mandato bíblico que escribió San Pablo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Flp 4,4). Y quizá ahora podamos entender por qué los autores espirituales han hablado de la tristeza como pecado.

¿Qué clase de pecado? Una variante de la pereza que consiste en la modorra y el torpor para salir de la oscuridad de uno mismo. Porque este es uno de los grandes efectos demoledores de la tristeza: que mete al hombre en sí mismo y lo incapacita para salir de sus angustias. Lo encierra en sí mismo, lo ofusca y lo va asfixiando cada vez más, lo recuece en su propio jugo y lo paraliza; impide ver las necesidades ajenas (bastante tiene con las propias) y obstaculiza la apertura a los demás.

Pensando en ti, lector querido, se me ocurre que tal vez me hagas la siguiente objeción: todo lo dicho está muy bien, pero solemos ver el mal concreto como en un tablero de ajedrez, vemos sus causas y sus consecuencias, sus agentes y sus responsables y vemos también qué se podría hacer para evitarlo. Dicho de otro modo, tenemos razón. Pues bien, este es el segundo rasgo hacia el que deseo fijar tu atención: el hecho de tener razón. ¡Cuánto nos gusta y de qué poco sirve! ¡Tenemos tantas razones para abonar la tristeza, tantas para instalarnos en ella! Este es el gran problema, que nadamos en aguas de tristeza y de abatimiento cargados de razón. Le llamo problema porque lo es. Tener razón es quizá el mayor ejercicio de inmanencia al que estamos acostumbrados porque tener razón es algo que no trasciende, no escapa de nosotros mismos ya que surge en nuestro interior y en nuestro interior se queda. Y por eso precisamente nos vuelve hacia nosotros, nos enroca metiéndonos en nosotros mismos, nos empuja a dar vueltas a nuestro propio yo una y otra vez. Si te das cuenta, lector, esto es justamente lo contrario de lo que hace en nosotros el amor, que es sacarnos de nuestras fronteras acercándonos a los demás, hacer que nos preocupemos de cómo les van las cosas a los otros, volcarnos hacia afuera.

El tener razón nos ensimisma, el amar nos lleva a dedicarnos a los problemas del prójimo. Lo primero nos constriñe, lo segundo nos dilata; aquello nos empequeñece, esto otro nos hace grandes; la tristeza generada por la búsqueda de tener razón nos “egoistiza”, la alegría que procede del amor nos lleva a darnos. ¿Ves por qué no se nos ha dicho que busquemos tener razón y en cambio sí se nos ha mandado -como único precepto- amar a los demás.

Por ser enemiga del bien, mala es la tristeza, y peor aún si se ayunta con el tener razón. Cosa bien distinta es el dolor. También conviene dejarlo claro, porque el dolor sí es compatible con el bien. Y no solo compatible, sino fuente de él.

 

El grave problema de los adolescentes; algunas propuestas

Debemos recuperar la educación del deseo, la capacidad de discernir el bien y practicarlo.

Tenemos un grave problema con buena parte de nuestros adolescentes y jóvenes. Negarlo es quedar ciego ante la luz de la verdad. Y ese problema no se arregla solo rebajando la edad penal, porque es demasiado extenso y profundo, y porque su raíz está en la sociedad y los poderes públicos.

Cuando somos niños pequeños nos enseñan a discernir entre lo que es un bien para nosotros o los demás, y lo que representa la incitación a un deseo. Esta es la base de la educación (exégesis) “no comas esto,” “no bebas aquello”, “no hagas esto otro”. Desarrollar aquella capacidad de discernimiento es el fundamento de la educación.

También sabemos que cualquier práctica que deseemos emprender con posibilidades de éxito, en la ganadería, jugando al ajedrez, o ser empresario, exige inexorablemente conocer cuáles son los bienes relacionados con la práctica –y, por tanto, los males-. Un agricultor no puede pecar de inconstante porque las vacas necesitan el ordeño diario al igual que la alimentación de los animales; la paciencia es necesaria para el ajedrez; y la confianza básica para el empresario. Se necesita además la práctica y los medios necesarios para alcanzar aquellos bienes. Para conseguir todo esto nuestros deseos deben ser encauzados, educados, y que ésta solo pueda ser una actitud permanente.

Pues bien, ser humano, vivir la propia vida, es más decisivo que cualquier actividad concreta, lo que vale cuando éramos niños, y después, para ser ganadero, ajedrecista o empresario, todavía es más necesario para realizarnos como personas. Es evidente que exige saber distinguir entre lo bueno y el simple deseo, como aprendimos, o así debería haber sido en la infancia. El problema que padecen un número creciente de adolescentes es que tal aprendizaje les ha sido negado y deformado, por incapacidad de sus padres, primero; maestro, después; y la sociedad, en general, o por la actitud deliberada que considera que aquellas condiciones que son las que razonablemente nos exigimos para el desempeño de cualquier tarea, incluso el más sencillo de los hobbys, no debe aplicarse a la educación de las personas. Por esta causa violan tanto, agreden y son cada vez más violentos. Se drogan más y más pronto e incurren en una dañina promiscuidad Asumiendo hábitos dañinos que les pasarán factura a los 30, 40 años.

Por consiguiente, debemos recuperar la educación del deseo, la capacidad de discernir el bien y practicarlo. Para ello es necesario ayudar a que cada uno entienda y descubra cuáal es la mejor forma de vivir para nosotros, porque con nuestras actitudes expresamos alguna manera de lo que cada uno entiende por felicidad, en términos de bienes, no de deseos, de manera que sepamos cuál es nuestro gran bien último, como nos organizamos en relación a los otros bienes y qué estamos dispuestos a sacrificar.

En nuestra cultura clásica el fin último -la felicidad- podía alcanzarse por medio de la sabiduría, como Platón; con su ejercicio en la política; mediante las virtudes adquiridas, como Aristóteles; o en una relación perfeccionada con Dios, como Tomás de Aquino; o en las tres. En cualquier caso, la felicidad nunca podía surgir de la búsqueda sistemática del placer, el poder o el dinero –como fin último, como hiperbién-, lo que no niega las posibilidades de cada uno como medios secundarios. De ahí la importancia de la educación para reconocerse en uno mismo si se está haciendo algo para alcanzar el fin bueno, o realmente en la práctica solo estamos enmascarando nuestro deseo de placer, poder, dinero. Y esto es, sobre todo, una reflexión práctica.

Y porque se trata de práctica y la pregunta no puede sólo formularse sobre el yo -¿qué debo hacer?- sino sobre el nosotros, debe entrar en juego la razón deliberativa porque el criterio del otro nos ayuda a superar nuestras concepciones erróneas sobre la manera de alcanzar nuestro fin último, de manera que cuando persigamos fines genuinamente buenos, sepamos ver cuando no los perseguimos por este motivo sino porque redundará en dinero o en poder. Por esto es tan importante la deliberación en el proceso educativo, siempre y cuando no degenere en corrupción; es decir, cuando los demás se esfuercen en ejercitar las virtudes de la objetividad.

El escultismo clásico -no, evidentemente algunas mutaciones posteriores- es la gran escuela de formación de niños y adolescentes, porque encauza, entre otras, la tendencia al pandillismo, al liderazgo y socialización del adolescente en el sistema de patrullas que funciona bajo criterios de bien muy poderosos, la Ley Scout y su promesa, el raciocinio y la corrección deliberativa, las reuniones de patrulla, los consejos de honor, constituyen un proceso de deliberación racional compartida para lograr bienes últimos: el honor, la lealtad, el servicio a los demás, la fraternidad entre scouts; la cortesía el amor a los animales y a la naturaleza, la obediencia, el espíritu de sacrificio y de superación, la formación de la personalidad y del cuerpo, mediante la práctica, esto es, la acción, el testimonio y el compromiso

En una cultura desvinculada y su expresión, las políticas del deseo y la burocracia de la despersonalización, recuperar el estudio y divulgación de los grandes educadores de la sociedad como Aristóteles y Tomás es tan necesario como lo fue en las épocas más negras de la historia humana, en otro plano, el de la vida cotidiana, la profundización de la naturaleza y métodos como los del escultismo clásico, sin las deformaciones que incorporaron las crisis post sesenta y ocho.

 

Jesús y la amistad

Para ser amigos de Jesús no es suficiente un amor de sentimientos, de emociones. Hay que amar a Jesús con un amor de entrega, de fidelidad. Con un amor hecho obras.

¿Qué hombre o mujer no ha hecho en su vida la experiencia de la amistad? La amistad es una experiencia humana hermosa, enriquecedora, humanizante y digna de los mayores elogios. Si Cristo fue verdadero hombre, ¿acaso se quiso privar en su vida de esta noble experiencia?

La amistad es un valor entre los humanos y uno de los dones más altos de Dios. El mismo Dios se presenta como amigo de los hombres: un pacto de amistad sella con Abraham, con Moisés, con los profetas. Al enviar a Cristo se mostró como amigo de los hombres. Por los Evangelios sabemos que Jesús dio a esta amistad de Dios un rostro de carne viniendo a ser amigo de los hombres. Pero tuvo, evidentemente, amigos especiales e hizo la experiencia gratificante de la amistad, por ser verdadero hombre.

¿Qué es la amistad?

El mundo en que vivimos está menesteroso de amistad. Hemos avanzado tanto en tantas cosas, vivimos tan deprisa y tan ocupados, que, al fin, nos olvidamos de lo más importante. El ruido y la velocidad se están comiendo el diálogo entre los humanos y cada vez tenemos más conocidos y menos amigos.

El filósofo griego Sócrates aseguraba que prefería un amigo a todos los tesoros del rey Darío. Para el poeta latino Horacio, un amigo era la mitad de su alma. San Agustín no vacilaba en afirmar que lo único que nos puede consolar en esta sociedad humana tan llena de trabajos y errores es la fe no fingida y el amor que se profesan unos a otros los verdaderos amigos. El ensayista español Ortega y Gasset escribía que una amistad delicadamente cincelada, cuidada como se cuida una obra de arte, es la cima del universo. Y el propio Cristo, ¿no usó, como supremo piropo y expresión de su cariño a sus apóstoles, el que eran sus amigos porque todo lo que ha oído a su Padre se lo dio a conocer?

Pero la amistad, al mismo tiempo que importante y maravillosa, es algo difícil, raro y delicado. Difícil, porque no es una moneda que se encuentra por la calle y hay que buscarla tan apasionadamente como un tesoro. Rara porque no abunda: se pueden tener muchos compañeros, abundantes camaradas, pero nunca pueden ser muchos los amigos. Y delicada porque precisa de determinados ambientes para nacer, especiales cuidados para ser cultivada, minuciosas atenciones para que crezca y nunca se degrade.

¿Qué es la amistad? ¿Simple simpatía, compañerismo, camaradería? La amistad es una de las más altas facetas del amor. Aristóteles definía la amistad como querer y procurar el bien del amigo por el amigo mismo. Laín Entralgo la definía así: «La comunicación llena de amor entre dos personas, en la cual, para el bien mutuo de éstas, se realiza y perfecciona la naturaleza humana».

Por tanto, en la amistad el uno y el otro dan lo que tienen, lo que hacen y, sobre todo, lo que son. Esto supone la renuncia a dos egoísmos y la suma de dos generosidades. Supone, además, un doble respeto a la libertad del otro. La amistad verdadera consiste en dejar que el amigo sea lo que él es y quiere ser, ayudándole delicadamente a que sea lo que debe ser.

Seis pilares sostienen la verdadera amistad, según Martín Descalzo en su libro “Razones para el amor”:

El respeto a lo que el amigo es y como el amigo es.
La franqueza, que está a media distancia entre la simple confianza y el absurdo descaro. Franqueza como confidencia o intimidad espiritual compartida.
La generosidad como don de sí, no como compra del amigo con regalos.
Aceptación de fallos.
Imaginación, para superar el aburrimiento y hacer fecunda la amistad.
La apertura.

¿Qué se experimenta cuando se pierde un amigo? Dejo que hable san Agustín, cuando murió su amigo íntimo: «Suspiraba, lloraba, me conturbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba yo el alma rota y ensangrentada, como rebelándose de ir dentro de mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni en los bosques amenos, ni en los juegos y los cantos, ni en los lugares aromáticos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni siquiera en los libros y en los versos descansaba yo. Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y todo cuanto no era lo que él era, aparte el gemir y el llorar, porque sólo en esto encontraba algún descanso, me parecía insoportable y odioso».

Termino este apartado con una cita bíblica: «Un amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable» (Si 6, 14-17).

Jesús experimentó la amistad

Es verdad que Jesús ama a todos por igual, sin condicionamientos sociales, económicos o nacionales. Incluso ama a sus enemigos. Y los ama hasta la muerte.

Y su amor por todos los hombres no es un amor de sentimiento pasajero ni de expresiones exteriores tiernas y afectadas. Su amor es de caridad, que encierra estas características ricas y valiosas:

Se dirige hacia los demás con un corazón abierto, sin aislarse o evadir el trato; va al encuentro de todos los que ama (cf Mt 11, 28).
Cura, consuela, perdona, da de comer, procura hacer descansar a sus íntimos.
Se compadece de quien está necesitado (cf Mt 9, 36).
No discute con sus amigos; los corrige, pero no choca con disputas hirientes (cf Mt 20, 20-28).
Se alegra con ellos en sus momentos felices (cf Lc 10, 21).
Rechaza sus intenciones desviadas (cf Mt 16, 23).
No desea nada de los hombres; no busca dar para recibir. Y cuando una vez busca consuelo en la agonía, no lo encuentra (cf Mt 26, 40).
Se siente incomprendido por ellos, pero era parte de su cruz, pues aún no había venido el Espíritu Santo que les hiciera comprender todo (cf Jn 12, 24).
Los ama sobrenaturalmente, no por sus cualidades humanas (cf Jn 13, 14).
Pero también mantiene una distancia entre sus amigos y Él, pues su mundo está mucho más allá del de ellos (cf Jn 2, 25).

¿Ha habido hombre alguno en la tierra que haya amado a los hombres como Jesús?

Es verdad esto que acabamos de decir: Jesús ama a todos los hombres, y los considera como amigos. Pero también es verdad que tuvo amigos especiales. Abramos el Evangelio.

Tiene una especial relación con Juan, el discípulo amado. En esta amistad descubrimos que Jesús compartió con alguien, en modo especial, sus experiencias interiores y reservadas. Amistad íntima. Manifestación de esta amistad íntima es el Evangelio que Juan escribió. En él se oye palpitar el Corazón de Jesús; ahí descubrimos la profundidad de Dios. Por eso, a Juan se le representa como a un águila, porque voló alto, hasta el cenit de Dios.
También tuvo especial relación con tres apóstoles: Pedro, Santiago y Juan.. En esta amistad descubrimos que busca la compañía para compartir momentos especiales, sean felices, como en la transfiguración, o tristes, como en Getsemaní. Amistad compartida.

¿Quién no recuerda la especial relación con los tres hermanos de Betania, Lázaro, Marta y María? En ellos descubrimos la amistad de Jesús que corresponde con la misma medida que se le ofrece. Amistad agradecida. Betania era uno de esos rincones donde Jesús descansaba y donde abría su corazón de amigo. Allí, Cristo tenía siempre la puerta abierta, tenía la llave de entrada; se sentía a gusto entre gente querida y que le estimaba.

Cristo tuvo amigos, claro que sí. No hubiera sido totalmente hombre si le hubiera faltado esta faceta humanísima. Tuvo amigos en todas las clases sociales y en todas las profesiones. Desde personas de gran prestigio social, como Nicodemo o José de Arimatea, hasta mendigos, como Bartimeo. En la mayor parte de las ciudades y aldeas encontraba gentes que le querían y que se sentían correspondidas por el Maestro; amigos que no siempre el Evangelio menciona por sus nombres, pero cuya existencia se deja entrever.

¿De qué serviría la prosperidad, diría el orador latino Cicerón, si uno no la comparte con los amigos? ¿Cómo se soportaría una adversidad y una prueba sin alguien que estuviera a nuestro lado y que sufra y comparta con nosotros ese contratiempo? ¿A quién hablar de los anhelos del corazón, si no es al amigo que sintoniza en todo con nosotros? Cito a san Ambrosio: «Ciertamente consuela mucho en esta vida tener un amigo a quien abrir el corazón, desvelar la propia intimidad y manifestar las penas del alma; alivia mucho tener un amigo fiel que se alegre contigo en la prosperidad, comparta tu dolor en la adversidad y te sostenga en los momentos difíciles» (San Ambrosio, Sobre los oficios de los ministros, 3, 134).

Jesús, pues, tuvo tiempo para la amistad y el descanso. Como hombre que era se cansaría de sus fatigas y correrías apostólicas. Le llegarían al alma los desprecios, las indiferencias, las calumnias de quienes no le amaban. Al mismo tiempo, Él necesitaba expandir su corazón, sus secretos, sus ilusiones. «Dejaba escapar toda la suavidad de su corazón; abría su alma por entero y de ella se esparcía como vapor invisible el más delicado perfume, el perfume de un alma hermosa, de un corazón generoso y noble» (San Bernardo, Comentario al Cantar de los Cantares, 31, 7).

Requisitos para ser amigos de Cristo

Habría que preguntarnos qué requisitos se necesitan para entrar en el círculo de amigos de Jesús.

Jesucristo nos contesta en el Evangelio: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando» (Jn 15, 14). Y lo que nos ha mandado Jesús es amarnos unos a otros, como Él nos ha amado. Él nos ha mandado rezar y vigilar. Él nos ha mandado ser mansos y humildes de corazón. Él nos ha mandado ser santos como su Padre celestial es santo. Él nos ha mandado cargar con su yugo. Y así podríamos seguir con todo el Evangelio. Ahí tenemos lo que Jesús nos ha mandado. Si lo cumplimos, seremos sus amigos.

Por tanto, para ser amigos de Jesús no es suficiente un amor de sentimientos, de emociones. Hay que amar a Jesús con un amor de entrega, de sacrificio, de fidelidad. Con un amor hecho obras. Obras son amores y no buenas razones.

Jesús no quiere amigos de conveniencia, que sólo están con Él hasta el partir el pan, pero que le dejan solo y huyen cuando se aproxima la sombra de la cruz. Jesús no quiere amigos que se aprovechen de Él para conseguir los mejores puestos en el cielo

Jesús quiere amigos humildes, pacíficos, de alma pura y libre de ataduras sensuales. Sólo a éstos acercará Jesús a su divino corazón.

A todos hay que amar por Jesús. Y a Jesús hay que amarlo por sí mismo. Sólo a Jesucristo se le debe amor total, porque está probado que Él es el único amigo totalmente bueno, totalmente leal.

CONCLUSIÓN
Sin Jesús, ¿qué podrá darnos el mundo? Vida sin amistad con Jesús es infierno horroroso. Vida en amorosa amistad con Jesucristo es un paraíso lleno de delicias. «Si Jesús está contigo, no podrá dañarte ni derrotarte ningún enemigo espiritual. Quien halla a Jesús, a su amistad y enseñanzas, halla el más rico tesoro. El mejor de todos los bienes. Pero quien pierde a Jesús y a su amistad, sufre la más terrible e inmensa pérdida. Pierde más que si perdiera el universo entero. La persona que vive en buena amistad con Jesús es riquísima. Pero la que no vive en amistad con Jesús es paupérrima y miserable. El saber vivir en buena amistad con Jesús es una verdadera ciencia y un gran arte. Si eres humilde y pacífico, Jesús estará contigo. Si eres piadoso y paciente, Jesús vivirá contigo… Fácilmente puedes hacer que Jesús se retire, y ahuyentarlo, y perder su gracia y amistad, si te dedicas a dar gusto a tu sensualidad y a darle importancia exageradamente a lo que es material y terreno»(Kempis, Imitación de Cristo, II, 8).

 

San Apolinar, el seguidor de san Pedro convertido en obispo sanador

Mártir en la persecución de Vespasiano es famoso por obrar curaciones milagrosas

San Apolinar se encuentra entre los primeros mártires del cristianismo. Nació en Antioquía del Orontes, en la actual Turquía.

Procedía de familia pagana, pero siendo joven escuchó la predicación de san Pedro y se convirtió al cristianismo.

Según el martirologio romano, fue ordenado obispo por el mismo san Pedro y enviado por él a la ciudad de Rávena (actual Italia).

Nada más llegar, curó a la esposa del tribuno y esto le valió la ira de las autoridades, que le obligaron a sacrificar a los dioses. San Apolinar se negó. Era la época de persecución del emperador Vespasiano.

Padeció martirio con una paliza que le propinaron cuando regresaba de una visita a una leprosería. Siete días después, el 23 de julio del año 75, falleció.

En el lugar de su martirio, en el puerto de Rávena (llamada Classe durante el imperio romano), se edificó la iglesia de San Apolinar in Classe en el siglo VI. Tres siglos más tarde fueron trasladadas sus reliquias a una nueva iglesia llamada San Apolinar Nuovo. En 1748 se trasladaron a la antigua basílica, que fue reconsagrada.

Su fiesta se celebra el 20 de julio.

Patronazgo

San Apolinar es patrono de Rávena y de Dusseldorf (Alemania).

Oración

Glorioso san Apolinar,
primer obispo de Rávena,
discípulo de san Pedro
y mártir santo de Nuestro Señor Jesucristo:
Los muchos milagros que Dios realizó
siendo tú el medio para ello
son muestra del gran favor, estima y predilección
que gozas ante Él.
Curaste a la esposa de un oficial
de manera tan milagrosa
que se convirtieron a la verdadera fe.
También lo hiciste con el sordo Bonifacio
y con todos los que a ti acudían
con verdadera fe y en busca de milagrosa curación.
Tantas persecuciones, capturas y torturas sufriste
acabando martirizado,
que Dios te ha elegido como uno de sus favoritos
para seguir realizando curaciones milagrosas
después de tu muerte y ya disfrutando de la gloria junto a Él.
A ti acudo, santo mío,
para que por tu intercesión Nuestro Señor
realice el milagro de la curación de (decir el nombre del enfermo)
que sufre de enfermedad, males y dolores
de los que quedará sanado gracias a tu poderosa intervención y mediación.
Porque sufre en ti y tú ya conoces lo mucho que ha padecido,
te ruego, santo obispo de Dios,
a ti, que en vida tanto sufriste,
que mires piadosamente a (decir el nombre)
y le concedas recuperar la salud
si es para el bien de su alma y para mayor gloria tuya.
Amén.