De la Rerum Novarum de León XIII a las “cosas nuevas” analizadas por el Papa León XIV “desde las periferias”
Discurso del Papa León XIV a los participantes en el Encuentro Mundial de Movimientos Populares
El jueves 23 de octubre el Papa León XIV se reunió en el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano con los participantes en el Encuentro Mundial de Movimientos Populares. A partir de la explicación por la cual eligió el nombre que lleva, León XIV explicó cuáles son las “cosas nuevas” en la situación de las personas allí presentes, es decir, desde las periferias. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del discurso del Papa.
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Queridos hermanos y hermanas:
Es la primera vez que tengo la alegría de encontrarme con ustedes, continuando el camino iniciado por el Papa Francisco, quien, en estos años, ha dialogado frecuentemente con la realidad de ustedes, destacando su importancia profética en el contexto de un mundo marcado por problemáticas de diversa índole.
Uno de los motivos por los cuales elegí el nombre de “León XIV” es la Encíclica Rerum novarum, escrita por León XIII durante la Revolución Industrial. El título Rerum novarum significa “cosas nuevas”. Ciertamente hay “cosas nuevas” en el mundo, pero cuando hablamos de ellas, generalmente adoptamos una mirada “desde el centro” y nos referimos a cosas tales como la inteligencia artificial o la robótica. Sin embargo, hoy quiero mirar esas “cosas nuevas” con ustedes, partiendo desde la periferia.

Ver las “cosas nuevas” desde la periferia
Hace más de diez años, aquí en el Vaticano, el Papa Francisco les dijo que habían venido a plantar una bandera. ¿Qué estaba escrito en ella? “Tierra, techo y trabajo” [1], como nos ha recordado Guadalupe hace un momento. Era una “cosa nueva” para la Iglesia, ¡y era algo bueno! Haciendo eco a las peticiones de Francisco, hoy les digo: la tierra, la casa y el trabajo son derechos sagrados; vale la pena luchar por ellos, y quiero que me oigan, que me escuchen decir: “¡También yo!” “¡Estoy con ustedes!”.
¿Pedir tierra, casa y trabajo para los excluidos es una “cosa nueva”? Vista desde los centros del poder mundial, ciertamente no. Quien tiene seguridad económica y una casa confortable puede considerar estas peticiones como algo que ya ha sido superado. Las cosas verdaderamente “nuevas” parecen ser los vehículos autónomos, los objetos o prendas de última moda, los teléfonos móviles de alta gama, las criptomonedas y otros inventos semejantes.
Sin embargo, desde las periferias, las cosas se ven de otro modo; el estandarte que ustedes levantan es tan actual que merece un capítulo entero en el pensamiento social cristiano sobre los excluidos del mundo de hoy.
Esta es la perspectiva que deseo transmitirles: ver las cosas nuevas desde la periferia y valorar el compromiso de ustedes, que no se limita a protestar, sino que busca soluciones. Las periferias claman por justicia, y ustedes gritan no “por desesperación”, sino “por deseo”: su grito es un grito que busca soluciones en una sociedad dominada por sistemas injustos. Y ustedes no lo hacen con microprocesadores o biotecnologías, sino desde lo más elemental, con la belleza del trabajo artesanal. Y eso es poesía: ¡ustedes son “poetas sociales”! [2]

Hoy vuelven a levantar el estandarte de la tierra, la casa y el trabajo, caminando juntos desde un centro social —Spin Time— hasta el Vaticano. Este caminar juntos da testimonio de la vitalidad de los movimientos populares como constructores de solidaridad en la diversidad. La Iglesia debe estar con ustedes: una Iglesia pobre para los pobres, una Iglesia que se acerca, que se arriesga, que es valiente, profética y alegre.
Lo que considero más importante es que su servicio esté animado por el amor. Conozco realidades y experiencias similares en otros países, verdaderos espacios comunitarios llenos de fe, esperanza y, sobre todo, de amor, que es la virtud más grande de todas (cf. 1 Co 13,13). De hecho, cuando se crean cooperativas y grupos de trabajo para alimentar a los hambrientos, dar refugio a los sin techo, socorrer a los náufragos, cuidar a los niños, generar empleos, acceder a la tierra o construir viviendas, debemos recordar que no se está materializando una ideología, sino viviendo realmente el Evangelio.
En el centro del Evangelio, efectivamente, está el mandamiento del amor, y Jesús nos dijo que en el rostro y en las heridas de los pobres se esconde su propio rostro (cf. Mt 25,34-40). Es hermoso ver que los movimientos populares, antes aún que desde la exigencia de justicia, se mueven por deseo de amor, contra todo individualismo y prejuicio.
Como obispo en Perú, tuve la dicha de experimentar una Iglesia que acompaña a las personas en sus dolores, en sus alegrías, en sus luchas y en sus esperanzas. Esto es un antídoto contra una indiferencia estructural que se va extendiendo y que no toma en serio el drama de los pueblos despojados, saqueados y reducidos a la pobreza. A menudo nos sentimos impotentes ante todo esto; sin embargo, frente a lo que he definido la «globalización de la impotencia», debemos comenzar a oponer una «cultura de la reconciliación y del compromiso». [3] Los movimientos populares llenan este vacío nacido de la falta de amor con el gran milagro de la solidaridad, fundada en el cuidado del prójimo y en la reconciliación.

Como decía, el discurso normal sobre las “cosas nuevas”, con sus potencialidades y riesgos, olvida lo que sucede en las periferias. Desde el centro hay poca conciencia de los problemas que afectan a los excluidos, y cuando se les menciona en debates políticos o económicos, da la impresión de que se trate el tema como «una cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no se los considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación concreta, quedan frecuentemente en el último lugar». [4] Por el contrario, los pobres están en el centro del Evangelio. Por eso, las comunidades marginadas deben ser parte activa de un compromiso colectivo y solidario que revierta la tendencia deshumanizadora de las injusticias sociales y promueva un desarrollo humano integral.
Porque, «mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales.». [5]
Viejas injusticias en el mundo nuevo
Su compromiso es aún más necesario en un mundo que, como sabemos, es cada vez más globalizado. Como afirmaba Benedicto XVI, «el proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a todo el mundo». [6]
Esto significa que los dinamismos del progreso deben gestionarse desde una ética de la responsabilidad, superando la idolatría del beneficio y poniendo siempre al ser humano y a su desarrollo integral en el centro. Lo “humano” está en el corazón de la visión de san Agustín sobre la ética de la responsabilidad. Él nos enseña que la responsabilidad, especialmente para con los pobres y quienes tienen necesidades materiales, nace de tener una actitud humana hacia nuestros semejantes y, por lo tanto, de reconocer nuestra “común humanidad”. [7]

Porque todos compartimos la misma humanidad, debemos asegurarnos de que las “novedades” sean tratadas adecuadamente. La cuestión no debería quedar en manos de las élites políticas, científicas o académicas, sino que debería interesarnos a todos. La creatividad con la que Dios ha dotado a los seres humanos y que ha generado grandes avances en muchos ámbitos, aún no ha logrado afrontar de manera óptima los retos de la pobreza y, por lo tanto, no ha conseguido invertir la tendencia de la dramática exclusión de millones de personas que permanecen al margen. Este es un punto central en el debate sobre las “cosas nuevas”.
Cuando mi predecesor León XIII escribió la Rerum novarum a finales del siglo XIX, no se centró en la tecnología industrial ni en las nuevas fuentes de energía, sino más bien en la situación de los trabajadores. Ahí reside la fuerza evangélica de su mensaje: la atención se centraba principalmente en la situación de los pobres y oprimidos de aquella época. Y, por primera vez y con absoluta claridad, un Papa dijo que las luchas cotidianas por la supervivencia y la justicia social eran de fundamental importancia para la Iglesia. León XIII denunció la sumisión de la mayoría al poder «de unos pocos, de modo que un pequeño número de hombres muy ricos ha podido imponer a las masas de trabajadores pobres un yugo poco mejor que la esclavitud misma». [8] Esa era la gran desigualdad de la época.
En la Encíclica de León XIII no encontramos las palabras “desempleo” o “exclusión”, porque en aquella época los problemas se referían más bien a la mejora de las condiciones de los trabajadores, la explotación, la urgencia de una nueva armonía social y un nuevo equilibrio político, objetivos que se han ido alcanzando gradualmente gracias a numerosas leyes laborales y a las instituciones de seguridad social. Hoy, en cambio, la exclusión es la nueva cara de la injusticia social. La brecha entre una “pequeña minoría” —el 1% de la población— y la gran mayoría se ha ampliado de manera dramática.

Esta exclusión es una “novedad” que el Papa Francisco ha denunciado como «cultura del descarte», afirmando con vehemencia: «Los excluidos no son “explotados”, sino marginados, “descartados”». [9]
Cuando hablamos de exclusión, también nos encontramos ante una paradoja. La falta de tierra, alimentos, vivienda y trabajo digno coexiste con el acceso a las nuevas tecnologías que se difunden por todas partes a través de los mercados globalizados. Los teléfonos celulares, las redes sociales e incluso la inteligencia artificial están al alcance de millones de personas, incluidos los pobres. Sin embargo, aunque cada vez más personas tienen acceso a internet, las necesidades básicas siguen sin verse satisfechas. Asegurémonos de que, cuando se satisfagan las necesidades más sofisticadas, no se descuiden las fundamentales.
Esta arbitrariedad sistémica hace que las personas se vean privadas de lo necesario y sumergidas en las cosas accesorias. En resumen, la mala gestión genera y aumenta las desigualdades con el pretexto del progreso. Y al no tener como eje central la dignidad humana, el sistema también fracasa en materia de justicia.
El impacto de las “novedades” en los excluidos
Hoy no describiré de manera exhaustiva cuáles son las “novedades” producidas en particular por los centros de desarrollo tecnológico, pero sabemos que tienen un impacto en todos los ámbitos principales de la vida social: salud, educación, trabajo, transporte, urbanización, comunicación, seguridad, defensa, etc. Muchos de estos impactos son ambivalentes: son positivos para algunos países y sectores sociales, pero otros, en cambio, sufren “daños colaterales”. Una vez más, esto es el resultado de una mala gestión del progreso tecnológico.
La crisis climática es quizás el ejemplo más evidente. Lo vemos en cada fenómeno meteorológico extremo, ya sean inundaciones, sequías, tsunamis o terremotos: ¿quiénes son los que más sufren? Siempre son los más pobres. Pierden lo poco que tienen cuando el agua arrasa sus hogares y, a menudo, se ven obligados a abandonarlos sin tener una alternativa adecuada para reanudar sus vidas. Lo mismo ocurre cuando, por ejemplo, los campesinos, los agricultores y las poblaciones indígenas pierden sus tierras, su identidad cultural y la producción local sostenible debido a la desertificación de su territorio.

Otro aspecto de las “novedades” que afecta especialmente a los marginados tiene que ver con las angustias y esperanzas de los más pobres en relación con los modelos de vida que hoy en día se promueven constantemente. Por ejemplo, ¿cómo puede un joven pobre vivir con esperanza y sin ansiedad cuando las redes sociales exaltan constantemente un consumo desenfrenado y un éxito económico totalmente inalcanzable?
Y, además, otro problema nada desdeñable es la propagación de la adicción al juego de azar digital. Las plataformas están diseñadas para crear una necesidad compulsiva y generar hábitos que crean dependencia.
No quiero dejar de mencionar la “novedad” de la industria farmacéutica, que sin duda representa en algunos aspectos un gran avance, pero no está exenta de ambigüedad; en la cultura actual, no sin la ayuda de ciertas campañas publicitarias, se propaga una especie de culto al bienestar físico, casi una idolatría del cuerpo, y, en esta visión, el misterio del dolor se interpreta de manera reduccionista; esto puede llevar incluso a la dependencia de los analgésicos, cuya venta, obviamente, aumenta los beneficios de las propias empresas productoras. Esto también ha llevado a la adicción a los opioides, que está devastando especialmente a los Estados Unidos; pensemos, por ejemplo, en el fentanilo, la droga de la muerte, la segunda causa de muerte entre los pobres de ese país. La proliferación de nuevas drogas sintéticas, cada vez más letales, no es sólo un delito de los traficantes de drogas, sino una realidad que tiene que ver con la producción de medicamentos y sus ganancias, carentes de una ética global.
También quisiera destacar que el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y las telecomunicaciones depende de minerales que a menudo se encuentran en el subsuelo de los países pobres. Sin el coltán de la República Democrática del Congo, por ejemplo, muchos de los dispositivos tecnológicos que utilizamos hoy en día no existirían. Sin embargo, su extracción depende de la violencia paramilitar, el trabajo infantil y el desplazamiento de poblaciones. El litio es otro ejemplo: la competencia entre las grandes potencias y las grandes empresas por su extracción representa una grave amenaza para la soberanía y la estabilidad de los Estados pobres, hasta el punto de que algunos empresarios y políticos se jactan de promover golpes de Estado y otras formas de desestabilización política, precisamente para apoderarse del “oro blanco” del litio.

Y, por último, me gustaría mencionar el tema de la seguridad. Los Estados tienen el derecho y el deber de proteger sus fronteras, pero esto debe equilibrarse con la obligación moral de proporcionar refugio. Con el abuso de los migrantes vulnerables, no estamos presenciando el ejercicio legítimo de la soberanía nacional, sino más bien delitos graves cometidos o tolerados por el Estado. Se están adoptando medidas cada vez más inhumanas, ―incluso celebradas políticamente― para tratar a esos “indeseables” como si fueran basura y no seres humanos. El cristianismo, en cambio, hace referencia al Dios del amor, que nos hace a todos hermanos y nos pide que vivamos como hermanos y hermanas.
Al mismo tiempo, me anima ver cómo los movimientos populares, las organizaciones de la sociedad civil y la Iglesia están haciendo frente a estas nuevas formas de deshumanización, dando testimonio constante de que quienes se encuentran en situación de necesidad son nuestros prójimos, nuestro hermano y nuestra hermana. Esto los convierte en defensores de la humanidad, testigos de la justicia, poetas de la solidaridad.
La lucha justa de los movimientos populares
En Rerum novarum, León XIII observaba que «las antiguas corporaciones de trabajadores fueron abolidas en el siglo pasado, y ninguna otra organización protectora ha ocupado su lugar». [10] Los pobres se han vuelto más vulnerables y menos protegidos. Actualmente está ocurriendo algo similar, porque los sindicatos típicos del siglo XX representan ahora un porcentaje cada vez menor de los trabajadores y los sistemas de seguridad social están en crisis en muchos países; por lo tanto, ni los sindicatos ni las asociaciones de empleadores, ni los Estados ni las organizaciones internacionales parecen capaces de enfrentar estos problemas. Pero «un Estado sin justicia no es un Estado», nos recuerda san Agustín. [11] La justicia exige que las instituciones de cada Estado estén al servicio de todas las clases sociales y de todos los residentes, armonizando las diferentes necesidades e intereses.
Una vez más, nos encontramos ante un vacío ético en el que el mal se cuela fácilmente. Me viene a la mente una parábola, la del espíritu inmundo que es expulsado, pero que, al regresar, encuentra su antigua morada limpia y ordenada, y entonces organiza una lucha aún peor (cf. Mt 12,43-45). En el vacío ordenado, el espíritu maligno es libre de actuar. Las instituciones sociales del pasado no eran perfectas, pero al eliminar gran parte de ellas y adornar lo que queda con leyes ineficaces y tratados que no se aplican, el sistema hace que los seres humanos sean más vulnerables que antes.

Por eso, los movimientos populares, junto con las personas de buena voluntad, los cristianos, los creyentes y los gobiernos, están llamados con urgencia a colmar ese vacío, poniendo en marcha procesos de justicia y solidaridad que se extiendan por toda la sociedad, porque, como ya he tenido ocasión de afirmar, «las ilusiones nos distraen, los preparativos nos guían. Las ilusiones buscan un resultado, los preparativos hacen posible un encuentro». [12]
En la Exhortación apostólica Dilexi te quise recordar que «diversos movimientos populares, compuestos por laicos y guiados por líderes populares, […] han sido a menudo mirados con recelo e incluso perseguidos». [13] Sin embargo, sus luchas bajo la bandera de la tierra, la vivienda y el trabajo por un mundo mejor merecen ser alentadas. Y así como la Iglesia acompañó la formación de los sindicatos en el pasado, hoy debemos acompañar a los movimientos populares. Esto significa acompañar a la humanidad, caminar juntos en el respeto compartido de la dignidad humana y en el deseo común de justicia, amor y paz.
La Iglesia apoya sus luchas justas por la tierra, la vivienda y el trabajo. Al igual que mi predecesor Francisco, creo que los caminos justos parten de abajo y desde la periferia hacia el centro. Sus numerosas y creativas iniciativas pueden transformarse en nuevas políticas públicas y derechos sociales. La de ustedes es una búsqueda legítima y necesaria. Quién sabe si las semillas de amor que siembran, pequeñas como semillas de mostaza (cf. Mt 13,31-32; Mc 4,30-32; Lc 13,18-19), podrán crecer en un mundo más humano para todos y ayudar a gestionar mejor las “cosas nuevas”.
La Iglesia y yo queremos estar cerca de ustedes en este camino. Seguimos elevando nuestras oraciones a Dios Todopoderoso. Junto con ustedes, en la oración, imploramos al Padre de toda misericordia que los proteja y los llene de su amor inagotable. Que Él, en su infinita bondad, les dé el valor de una profecía evangélica, la perseverancia en la lucha, la esperanza en el corazón, la creatividad poética. Los encomiendo a la guía maternal de María Santísima. Y desde lo más profundo de mi corazón los bendigo.
¡Gracias, gracias a todos ustedes! ¡Y sigan adelante en el camino, con alegría y esperanza! Gracias. Entonces oremos juntos como Jesús nos ha enseñado.
Reza el Padre Nuestro en español. Imparte la Bendición.

Notas: ______________
[1] “ Tierra, techo y trabajo”, las tres “T”.
[2] Francisco, Videomensaje, 16 de octubre de 2021.
[3] Videomensaje en ocasión de la presentación en Lampedusa de la candidatura del proyecto “Gestos de acogida” a la Lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la UNESCO, 12 de septiembre de 2025.
[4] Francisco, Carta. enc. Laudato si’, 49.
[5] Id., Exhort. ap. Evangelii gaudium, 202.
[6] Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate, 42.
[7] Cf. S. Agustín, Sermón 259, 3.
[8] León XIII, Carta enc. Rerum novarum, 3.
[9] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium, 53.
[10] León XIII, Carta enc. Rerum novarum, 3.
[11] S. Agustín, La ciudad de Dios, XIX, 21, 1.
[12] León XIV, Audiencia general, 6 de agosto de 2025.
[13] Id., Exhort. ap. Dilexi te, 80.
Fuente: zenit.org
