San Ambrosio de Milán

 

2 Reyes 5,1-15: La curación de Naamán el sirio se ha considerado en el tiempo de Cuaresma como prefiguración de la llamada a todas las naciones a la fe y al bautismo.

El camino que sigue Naamán hasta el rito que le cura indica el camino de todo candidato a los sacramentos, que no son válidos si no se reciben en el interior de un diálogo entre Dios que se revela y el hombre que obedece y se adhiere a Él por la fe. Pero esto no elimina la eficacia del sacramento, que obra independientemente de nuestra voluntad. San Hipólito dice del Bautismo:

«El que se sumerge en este baño de regeneración renuncia al diablo y se adhiere a Cristo, niega al enemigo del género humano y profesa su fe en la divinidad de Cristo, se despoja de su condición de siervo y se reviste de la de hijo adoptivo, sale del bautismo resplandeciente como el sol, emitiendo rayos de justicia, y, lo que es más importante, vuelve de allí convertido en hijo de Dios y coheredero de Cristo» (Sermón sobre la Teofanía).

Y San Ildefonso de Toledo:

«Nunca deja de bautizar el que no cesa de purificar; y así, hasta el fin de los siglos. Cristo es el que bautiza, porque siempre es Él quien purifica. Por tanto, que el hombre se acerque con fe al humilde ministro, ya que éste está respaldado por tan gran maestro. El maestro es Cristo y la eficacia de este sacramento reside no en las acciones del ministro, sino en el poder del maestro que es Cristo» (Tratado sobre el Bautismo).

En el bautismo, junto a la dignidad de los hijos de Dios, recibimos la gracia y la llamada a la santidad, que nos permite ser consecuentes y no perder la dignidad recibida.

–Con el Salmo 41 clamamos: «Mi alma tiene sed del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a Ti, Dios mío. Envía tu luz y tu verdad, que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada. Que yo me acerque al altar de Dios, al Dios de mi alegría; y que te dé gracias al son de la cítara, Dios, Dios mío».

Israel pierde el Reino de Dios y sus riquezas. En cambio, los paganos llegan a obtener la salvación, que también se nos ofrece a nosotros en la santa Iglesia. Pero a condición de que creamos, de que nos sometamos humildemente a las enseñanzas y mandamientos de Cristo y de su Igle-sia, de que ambicionemos la salvación. Con tal de que, reconociendo sinceramente nuestra indignidad y nuestra incapacidad, nos volvamos hacia el Señor, llenos de confianza en Él e invocando su auxilio.

Lucas 4,24-30: Jesús ha sido enviado para la salvación de todos los hombres, no solo para la de los judíos. A ellos vino primero, pero «vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11): los hombres de Nazaret únicamente quieren que su conciudadano Jesús realice los milagros que ha hecho en Cafarnaún.

No podemos buscar a Cristo para servirnos de Él a nuestro antojo. De Él lo esperamos todo y de modo especial la salvación, pero hemos colaborar, con gran fe y amor generoso, en correspondencia al que Él nos tiene. En la liturgia de este día, nosotros somos el pagano Naamán. Corramos al gran profeta, a Cristo, pues estamos enfermos del alma y necesitamos una curación que sólo Cristo nos puede dar.

Lo que hoy encontramos en Cristo y en su Iglesia es solamente el comienzo de nuestra salvación, cuya plenitud nos aguarda en la otra vida, en la verdadera Pascua. Y así como el pueblo escogido perdió la salvación, por no creer en Cristo, también a nosotros nos puede ocurrir los mismo. Sólo la fe, la sumisión a Cristo y a su Iglesia nos pueden salvar. Comenta San Ambrosio:

«La envidia, que convierte al amor en odio cruel, traiciona a los compatriotas. Al mismo tiempo, ese dardo de estas palabras, muestra que esperas en vano el bien de la misericordia celestial, si no quieres los frutos de la virtud en los demás; pues Dios desprecia a los envidiosos y aparta las maravillas de su poder a los que fustigan en los otros los beneficios divinos» (Comentario a San Lucas IV, 46)

Artículo de Manuel Garrido Bonaño

Fuente: deiverbum.org