VÍSPERAS CON OCASIÓN DE LA VISITA DEL ARZOBISPO DE CANTERBURY
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Gregorio en el Celio
Sábado 10 de marzo de 2012
Vuestra Gracia,
venerados hermanos,
queridos monjes y monjas camaldulenses,
queridos hermanos y hermanas:
Para mí es motivo de gran alegría estar aquí hoy, en esta basílica de San Gregorio en el Celio para la solemne celebración vespertina en la memoria de la muerte de san Gregorio Magno. Con vosotros, queridos hermanos y hermanas de la familia camaldulense, doy gracias a Dios por los mil años de la fundación del sagrado eremitorio de Camáldoli por obra de san Romualdo. Me alegra vivamente la presencia, en esta circunstancia especial, de Su Gracia el doctor Rowan Williams, arzobispo de Canterbury. A usted, querido hermano en Cristo, a cada uno de vosotros, queridos monjes y monjas, y a todos los presentes dirijo mi cordial saludo.
Hemos escuchado dos pasajes de san Pablo. El primero, tomado de la segunda carta a los Corintios, está especialmente en sintonía con el tiempo litúrgico que estamos viviendo: la Cuaresma. De hecho, contiene la exhortación del Apóstol a aprovechar el momento favorable para acoger la gracia de Dios. El momento favorable es naturalmente aquel en que Jesucristo vino a revelarnos y donarnos el amor de Dios por nosotros, con su encarnación, pasión, muerte y resurrección. El «día de la salvación» es la realidad que san Pablo llama en otro lugar la «plenitud de los tiempos», el momento en que Dios, al encarnarse, entra de un modo totalmente singular en el tiempo y lo llena con su gracia. A nosotros corresponde, por consiguiente, acoger este don, que es Jesús mismo: su Persona, su Palabra, su Santo Espíritu. Además, igualmente en la primera lectura que hemos escuchado, san Pablo nos habla también de sí mismo y de su apostolado: de cómo él se esfuerza por ser fiel a Dios en su ministerio, para que sea verdaderamente eficaz y no se transforme en un obstáculo para la fe. Estas palabras nos hacen pensar en san Gregorio Magno, en el testimonio luminoso que dio al pueblo de Roma y a toda la Iglesia con un servicio irreprensible y lleno de celo por el Evangelio. Verdaderamente se puede aplicar también a san Gregorio lo que san Pablo escribió de sí mismo: la gracia de Dios en él no fue vana (cf. 1 Co 15, 10). En realidad, este es el secreto para la vida de cada uno de nosotros: acoger la gracia de Dios y consentir con todo el corazón y con todas las fuerzas su acción. Este es también el secreto de la verdadera alegría y de la paz profunda.
La segunda lectura, en cambio, está tomada de la carta a los Colosenses. Son las palabras —siempre tan conmovedoras por su dimensión espiritual y pastoral— que el Apóstol dirige a los miembros de esa comunidad para formarlos según el Evangelio, a fin de que todo lo que hagan, «de palabra o de obra, lo realicen en nombre del Señor Jesús» (cf. Col 3, 17). «Sed perfectos» había dicho el Maestro a sus discípulos; y ahora el Apóstol exhorta a vivir según esta alta medida de la vida cristiana que es la santidad. Puede hacerlo porque los hermanos a los que se dirige son «elegidos de Dios, santos y amados». También aquí, en la base de todo está la gracia de Dios, está el don de la llamada, el misterio del encuentro con Jesús vivo. Pero esta gracia exige la respuesta de los bautizados: requiere el compromiso de revestirse de los sentimientos de Cristo: compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, magnanimidad, perdón recíproco y, sobre todo, como síntesis y coronamiento, el agape, el amor que Dios nos ha donado mediante Jesús y que el Espíritu Santo ha derramado en nuestro corazón. Y para revestirse de Cristo es necesario que su Palabra habite entre nosotros y en nosotros con toda su riqueza, y en abundancia. En un clima de constante acción de gracias, la comunidad cristiana se alimenta de la Palabra y eleva hacia Dios, como canto de alabanza, la Palabra que él mismo nos ha donado. Y toda acción, todo gesto, todo servicio, se realiza dentro de esta relación profunda con Dios, en el movimiento interior del amor trinitario que desciende hacia nosotros y vuelve a ascender hacia Dios, movimiento que en la celebración del sacrificio eucarístico encuentra su forma más elevada.
Esta Palabra ilumina también las alegres circunstancias que nos reúnen hoy, en el nombre de san Gregorio Magno. Gracias a la fidelidad y a la benevolencia del Señor, la congregación de los monjes camaldulenses de la Orden de San Benito ha podido recorrer mil años de historia, alimentándose a diario de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, como les había enseñado su fundador san Romualdo, según el «triplex bonum» de la soledad, de la vida en común y de la evangelización. Figuras ejemplares de hombres y mujeres de Dios, como san Pedro Damián, Graciano —el autor del Decretum—, san Bruno de Querfurt y los cinco hermanos mártires, Rodolfo I y II, la beata Gherardesca, la beata Juana de Bagno y el beato Pablo Giustiniani; hombres de ciencia y de arte como fray Mauro el Cosmógrafo, Lorenzo Mónaco, Ambrogio Traversari, Pietro Delfino y Guido Grandi; historiadores ilustres como los analistas camaldulenses Giovanni Benedetto Mittarelli y Anselmo Costadoni; celosos pastores de la Iglesia, entre los que destaca el Papa Gregorio XVI, mostraron los horizontes y la gran fecundidad de la tradición camaldulense.
Cada fase de la larga historia de los camaldulenses ha contado con testigos fieles del Evangelio, no sólo en el silencio del ocultamiento y de la soledad, y en la vida común compartida con los hermanos, sino también en el servicio humilde y generoso a todos. Especialmente fecunda ha sido la acogida ofrecida por las hospederías camaldulenses. En tiempos del humanismo florentino, dentro de los muros de Camáldoli se tuvieron las famosas disputationes, en las que participaron grandes humanistas como Marsilio Ficino y Cristoforo Landino; en los años dramáticos de la segunda guerra mundial, los mismos claustros propiciaron el nacimiento del célebre «Códice de Camáldoli», una de las fuentes más significativas de la Constitución de la República italiana. No fueron menos fecundos los años del concilio Vaticano II, durante los cuales maduraron entre los camaldulenses personalidades de gran valor, que han enriquecido a la congregación y a la Iglesia, y han promovido nuevos impulsos y nuevas sedes en Estados Unidos, en Tanzania, en India y en Brasil. En todo esto era garantía de fecundidad el apoyo de los monjes y monjas que acompañaban las nuevas fundaciones con la oración constante, vivida en la intimidad de su «reclusión», alguna vez incluso hasta el heroísmo.
El 17 de septiembre de 1993, el beato Papa Juan Pablo II, al encontrarse con los monjes del sagrado eremitorio de Camáldoli, comentaba el tema de su inminente capítulo general, «Elegir la esperanza, elegir el futuro», con estas palabras: «Elegir la esperanza y el futuro significa, en resumidas cuentas, elegir a Dios… Significa elegir a Cristo, esperanza de todo hombre». Y añadía: «Eso se realiza, de manera especial, en la forma de vida que Dios mismo ha suscitado en la Iglesia, impulsando a san Romualdo para que fundara la familia benedictina de Camáldoli, con sus elementos complementarios típicos: eremitorio y monasterio, vida solitaria y vida cenobítica, coordinadas entre sí» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de octubre de 1993, p. 7). Mi beato predecesor subrayó además que «elegir a Dios quiere decir también cultivar con humildad y paciencia —es decir, aceptando los tiempos de Dios— el diálogo ecuménico e interreligioso», siempre partiendo de la fidelidad al carisma originario recibido de san Romualdo y transmitido a través de una tradición milenaria y pluriforme.
Estimulados por la visita y por las palabras del Sucesor de Pedro, los monjes y monjas camaldulenses habéis proseguido vuestro camino buscando siempre de nuevo el justo equilibrio entre el espíritu eremítico y el cenobítico, entre la exigencia de dedicaros totalmente a Dios en la soledad y la de sosteneros en la oración común y la de la acoger a los hermanos para que puedan beber en las fuentes de la vida espiritual y juzgar las vicisitudes del mundo con conciencia verdaderamente evangélica. Así tratáis de conseguir la perfecta caritas que san Gregorio Magno consideraba punto de llegada de toda manifestación de la fe, compromiso que encuentra confirmación en el lema de vuestro escudo: «Ego Vobis, Vos Mihi», síntesis de la fórmula de alianza entre Dios y su pueblo, y fuente de la vitalidad perenne de vuestro carisma.
El monasterio de San Gregorio en el Celio es el contexto romano en que celebramos el milenio de Camáldoli junto a Su Gracia el arzobispo de Canterbury que, juntamente con nosotros, reconoce este monasterio como lugar originario del vínculo entre el cristianismo en las tierras británicas y la Iglesia de Roma. Esta celebración, por consiguiente, tiene un profundo carácter ecuménico que, como sabemos, ya forma parte del espíritu camaldulense contemporáneo. Este monasterio camaldulense romano ha desarrollado con Canterbury y la Comunión anglicana, sobre todo después del concilio Vaticano II, vínculos ya tradicionales. Por tercera vez hoy el Obispo de Roma se encuentra con el arzobispo de Canterbury en la casa de san Gregorio Magno. Y es justo que sea así, porque precisamente de este monasterio el Papa Gregorio escogió a Agustín y a sus cuarenta monjes para enviarlos a llevar el Evangelio a los anglos, hace poco más de mil cuatrocientos años. La presencia constante de monjes en este lugar, y durante un tiempo tan largo, ya es en sí misma un testimonio de la fidelidad de Dios a su Iglesia, que nos sentimos felices de poder proclamar al mundo entero. El signo que realizaremos ante el santo altar donde san Gregorio mismo celebraba el sacrificio eucarístico, esperamos que permanezca no sólo como recuerdo de nuestro encuentro fraterno, sino también como estímulo para todos los fieles, tanto católicos como anglicanos, para que, al visitar en Roma los sepulcros de los santos apóstoles y mártires, renueven también el compromiso de orar constantemente y de trabajar en favor de la unidad, para vivir plenamente según el «ut unum sint» que Jesús dirigió al Padre.
Este deseo profundo, que tenemos la alegría de compartir, lo encomendamos a la celestial intercesión de san Gregorio Magno y de san Romualdo. Amén.
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