STATIO Y PROCESIÓN PENITENCIAL


DESDE LA IGLESIA DE SAN ANSELMO 


A LA BASÍLICA DE SANTA SABINA, EN EL AVENTINO
SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de Santa Sabina


Miércoles de Ceniza 17 de febrero de 2010

 

 
«Tú amas a todas tus criaturas, Señor, y no odias nada de lo que has hecho; 
cierras los ojos a los pecados de los hombres, 
para que se arrepientan. Y los perdonas, 
porque tú eres nuestro Dios y Señor» (Antífona de entrada)
 
Venerados hermanos en el episcopado; 
queridos hermanos y hermanas:

Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría (cf. Sb 11, 23-26), la liturgia introduce en la celebración eucarística del miércoles de Ceniza. Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del amor de Dios, su señorío absoluto sobre toda criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que mueras, sino que vivas; quiero siempre y sólo tu bien.

Esta certeza absoluta sostuvo a Jesús durante los cuarenta días que pasó en el desierto de Judea, después del bautismo recibido de Juan en el Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para él un abandonarse completamente en el Padre y en su proyecto de amor; también fue un «bautismo», o sea, una «inmersión» en su voluntad, y en este sentido un anticipo de la pasión y de la cruz. Adentrarse en el desierto y permanecer allí largamente, solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia entró en el mundo la muerte (cf. Sb 2, 24); significaba entablar con él la batalla en campo abierto, desafiarle sin otras armas que la confianza ilimitada en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad (cf. Jn 4, 34): esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante aquella «cuaresma» suya. No fue un acto de orgullo, una empresa titánica, sino una elección de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, quien «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16).

Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos y, al mismo tiempo, para mostrarnos el camino para seguirlo. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi asentimiento, una acogida demostrada con obras, o sea, con la voluntad de vivir como Jesús, de caminar tras él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es, por lo tanto, condición necesaria para participar en su Pascua, en su «éxodo». Adán fue expulsado del Paraíso terrenal, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver a esta comunión y por consiguiente a la verdadera vida, la vida eterna, hay que atravesar el desierto, la prueba de la fe. No solos, sino con Jesús. Él —como siempre— nos ha precedido y ya ha vencido el combate contra el espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la opción de seguir a Cristo por el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.

Desde esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de la ceniza, que se impone en la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: reconozco lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. He aquí el pecado, enfermedad mortal que pronto entró a contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre perdió su inocencia y ahora sólo puede volver a ser justo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que —como escribe san Pablo— «se ha manifestado por medio de la fe en Cristo» (Rm 3, 22). En estas palabras del Apóstol me he inspirado para mi Mensaje, dirigido a todos los fieles con ocasión de esta Cuaresma: una reflexión sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su cumplimiento en Cristo.

En las lecturas bíblicas del miércoles de Ceniza también está presente el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el salmo responsorial —el Miserere— forman un díptico penitencial que pone de relieve cómo en el origen de toda injusticia material y social se encuentra lo que la Biblia llama «iniquidad», esto es, el pecado, que consiste fundamentalmente en una desobediencia a Dios, es decir, una falta de amor. «Sí —confiesa el salmista—, reconozco mi culpa, / tengo siempre presente mi pecado. / Contra ti, contra ti sólo pequé, / cometí la maldad que aborreces» (Sal 50, 5-6). El primer acto de justicia es, por tanto, reconocer la propia iniquidad, y reconocer que está enraizada en el «corazón», en el centro mismo de la persona humana. Los «ayunos», los «llantos», los «lamentos» (cf. Jl 2, 12) y toda expresión penitencial sólo tienen valor a los ojos de Dios si son signo de corazones sinceramente arrepentidos. Igualmente el Evangelio, tomado del «Sermón de la montaña», insiste en la exigencia de practicar la «justicia» —limosna, oración, ayuno— no ante los hombres, sino sólo a los ojos de Dios, que «ve en lo secreto» (cf. Mt 6, 1-6.16-18). La verdadera «recompensa» no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que se deriva de ella, una gracia que da paz y fortaleza para hacer el bien, amar hasta a quien no lo merece, perdonar a quien nos ha ofendido.

La segunda lectura, el llamamiento de san Pablo a dejarse reconciliar con Dios (cf. 2 Co 5, 20), contiene uno de los célebres pasajes paulinos que reconduce toda la reflexión sobre la justicia hacia el misterio de Cristo. Escribe san Pablo: «Al que no había pecado —o sea, a su Hijo hecho hombre—, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que viniéramos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21). En el corazón de Cristo, esto es, en el centro de su Persona divino-humana, se jugó en términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó hasta las consecuencias extremas su plan de salvación, permaneciendo fiel a su amor aun a costa de entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y una muerte de cruz. Como escribí en el Mensaje cuaresmal, «aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana… Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia «mayor», que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10)» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).

Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma ensancha nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos de peregrinación, «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro», dice la carta a los Hebreos (Hb 13, 14). La Cuaresma permite comprender la relatividad de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces para afrontar las renuncias necesarias, nos hace libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de Dios entre nosotros. Amén.

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