SANTA MISA EN LA BASÍLICA VATICANA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI
Miércoles de Ceniza, 8 de febrero de 1978
Queridos hijos e hijas:
Hoy es «Miércoles de Ceniza», primer día de Cuaresma. Lección austera la que nos da hoy la liturgia. Lección plasmada en un rito de eficacia plástica. La imposición de la ceniza entraña en sí un significado tan claro y manifiesto que todo comentario resulta superfluo; nos lleva a la reflexión realista sobre el carácter precario de nuestra condición humana, abocada al jaque de la muerte, que reduce a cenizas precisamente este cuerpo nuestro sobre cuya vitalidad, salud, fuerza, belleza y capacidades edificamos tantos proyectos cada día.
El rito litúrgico con enérgica franqueza encauza la atención hacia ese dato objetivo: no hay nada definitivo ni estable aquí abajo; el tiempo fluye inexorablemente y cual río veloz va arrastrándonos sin tregua a nosotros y a nuestras cosas hacia la desembocadura misteriosa de la muerte.
La tentación de sustraernos a la evidencia de esta constatación es ya antigua. No pudiendo escapar de ella, el hombre ha intentado olvidar o minimizar el fenómeno de la muerte, despojándolo de las dimensiones y resonancias que lo constituyen en acontecimiento decisivo de su existencia. La máxima de Epicuro «Cuando nosotros existimos, la muerte no está, y cuando está la muerte, nosotros no existimos», es la fórmula clásica de esta tendencia siempre presente y siempre tornasolada con mil tonalidades diferentes, desde la antigüedad hasta nuestros días. Pero en realidad se trata de «una artimaña que más hace sonreír que pensar» (M. Blondel). En efecto, la muerte es parte de nuestra existencia y condiciona su desenvolvimiento desde dentro. Lo había intuido bien San Agustín cuando argumentaba así: «Si uno comienza a morir, es decir, a estar en la muerte desde el momento en que la muerte comienza a actuar en él quitándole la vida…, entonces el hombre comienza a estar de verdad en la muerte desde el momento en que comienza a estar en el cuerpo» (De Civil. Dei, 13, 10).
En sintonía perfecta con la realidad, el lenguaje de la liturgia nos advierte: «Acuérdate, hombre, de que polvo eres y al polvo volverás»; son palabras que enfocan este problema, imposible de esquivar en nuestro lento hundirnos en las arenas movedizas del tiempo; palabras que plantean con urgencia dramática la «cuestión del sentido» de este emerger nosotros a la vida para ser fatalmente hundidos otra vez en la sombra oscura de la muerte. Es verdad que «el máximo enigma de la vida humana es la muerte» (Gaudium et spes, 18).
A este enigma —los sabéis— la fe da una respuesta que no es evasiva. Es una respuesta integrada, ante todo, por una explicación, y luego por una promesa.
La explicación nos viene dada en síntesis en las célebres palabras de San Pablo: «Así, pues, como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado» (Rom 5, 12). Por tanto, la muerte tal como la experimentamos hoy, es fruto del pecado, stipendia peccati mors (Rom 6, 23). Esta es una idea difícil de aceptar y de hecho la mentalidad profana unánimemente la rechaza. La negación de Dios o la pérdida del sentido vital de su presencia han inducido a muchos contemporáneos nuestros a dar al pecado interpretaciones sociológicas unas veces, otras veces sicológicas, o existencialistas, o evolucionistas; todas ellas tienen en común una característica: la de vaciar al pecado de su seriedad trágica. En cambio, la Revelación, no; sino que lo presenta como realidad espantosa, ante la que resulta siempre de importancia secundaria cualquier otro mal temporal. En efecto, con el pecado el hombre quebranta «la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación» (Gaudium et spes, 13). El pecado marca el fracaso radical del hombre, la rebelión a Dios que es la Vida, un «extinguir el Espíritu» (cf. 1 Tes 5, 19); y por ello, la muerte no es más que la manifestación externa de esta frustración, su manifestación más llamativa.
Esta es la palabra aclaratoria que nos ofrece la Revelación y que la experiencia confirma con desconsoladora abundancia de pruebas. Pero la fe no se limita a explicar nuestro drama. Nos trae asimismo el anuncio gozoso de que hay posibilidad de remedio. Dios no se ha resignado al fracaso de su criatura. En su Hijo encarnado, muerto y resucitado, Dios vuelve a abrir el corazón del hombre a la esperanza. «Lucharon vida y muerte en singular batalla —cantaremos el día de Pascua—, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta» (Secuencia).
En el misterio pascual Cristo ha tomado sobre Sí la muerte, en cuanto ésta es manifestación de que nuestra naturaleza está herida; y triunfando sobre ella en la resurrección, ha vencido en su misma raíz el poder del pecado que actúa en el mundo. Ahora ya en adelante todos los hombres que se adhieran por la fe a Cristo y se esfuercen en acoplar su vida a El, pueden experimentar en sí la fuerza vivificante que irradia del Resucitado. No es ya esclavo de la muerte (cf. Rom 8, 2), porque actúa en él «el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rom 8, 11).
Este es, por tanto, el mensaje gozoso: en Cristo Jesús podemos vencer la muerte. La Iglesia no se cansa de repetirlo sobre todo al comienzo de un tiempo fuerte del Año litúrgico cual es la Cuaresma, en que el pueblo cristiano es convocado a prepararse a la celebración anual de la Pascua. Que esta voz encuentre ecos de disposición y valentía en nuestro ánimo y nos lleve a renovar el fervor de la vida cristiana en este tempus acceptabile que, según la intención de la liturgia, debe consistir en el brote de una primavera mística para el espíritu, que tiene sus estaciones también.
Tenemos la seguridad de que a tal invitación está especialmente abierto el espíritu de las religiosas presentes en esta ceremonia. Por su compromiso de vida perfecta y de mayor intimidad con Dios, asumido con los votos, éstas tienen mayor consciencia del radicalismo de las exigencias evangélicas; y, además, al poseer más aguda percepción de la desproporción abisal entre la miseria humana y la santidad infinita de Aquel que anhelan sus almas y al que tienden, se hallan realmente en las mejores condiciones para acoger la propuesta litúrgica del itinerario cuaresmal fatigoso y alentador a la vez. Que sientan la responsabilidad de ser vigías en las avanzadas de la vanguardia del Pueblo de Dios peregrino hacia la patria.
Pongámonos, pues, en camino todos. Buscaremos la fuerza para los buenos propósitos en la oración, en una oración convalidada por plena disponibilidad al sacrificio y también por la renuncia generosa a algo de lo nuestro, a fin de tener con qué acudir en ayuda de los pobres. Es el viejo consejo de quien fue maestro experimentado de vida espiritual, San Agustín: «¿Quieres que tu oración vuele hasta Dios? Pues ponle las dos alas del ayuno y la limosna» (Enarr. in Ps. 42, 8).
El programa está bien claro. Que el Señor nos conceda la generosidad necesaria para que impregne la vida concreta de cada día.
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