HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA DEL MIÉRCOLES DE CENIZA

Basílica de Santa Sabina, 20 de febrero de 1980

 

1. Convertíos a mí de todo corazón (cf. Dt 30, 10). Con esta invocación comienza hoy la Cuaresma. ¡Convertíos! Nos ponemos, pues, ante Dios —cada uno y todos— con ese grito que pronunció hace 2.000 años el Salmista, rey y pecador a la vez.         ‑

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa: lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces… Crea en mí un corazón sincero, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación…» (Sal 50 [51], 3-6. 12-14a).

Han pasado tantas generaciones y, sin embargo, estas palabras no han perdido nada de su autenticidad y fuerza.

El hombre que se esfuerza por vivir en la verdad, las acepta como suyas. Las dice como si fueran suyas.

El hombre que no es capaz de identificarse con la verdad de estas palabras, es un desdichado. Si no escruta su conciencia a la luz de estas palabras, ellas lo juzgan por sí mismas. Sin necesidad de él.

La conversión a Dios es el eterno camino de la liberación del hombre. Es el camino de volverse a encontrar a sí mismo en la verdad plena de la propia vida y de las propias obras.

«Devuélveme la alegría de tu salvación».

2. El primer día de Cuaresma indica el camino de esta conversión en su más plena dimensión. Ante todo, pues, éste es el retorno al «principio». La Iglesia nos invita a cada uno de nosotros a ponernos hoy ante la liturgia que se remonta a los umbrales mismos de la historia del hombre:

«Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás (Gén 3, 19). Son las palabras del libro del Génesis; en ellas encontramos la más simple expresión de esa «liturgia de la muerte», de la que el hombre se ha hecho partícipe a consecuencia del pecado. El Árbol de la Vida ha quedado fuera de su alcance, cuando contra la voluntad de Dios se propuso apropiarse la realidad desconocida del bien y del mal, con el fin de hacerse «como Dios», igual que el ángel caído; de hacerse «como Dios, conociendo el bien y el mal» (Gén 3, 5).

Y precisamente entonces el hombre escuchó estas palabras, que han marcado su destino en la tierra:

«… Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado; ya que polvo eres y al polvo volverás» (Gén 3, 19).

Para comenzar la Cuaresma, para convertirse a Dios de manera esencial y radical, es necesario retornar a ese «principio»: al origen del pecado humano y de la muerte, que arranca de él.

Es necesario volver a encontrar la conciencia del pecado, que ha sido el origen de todos los pecados en la tierra; que se ha convertido en el fundamento durable y en la fuente del estado pecaminoso del hombre.

Ese pecado original permanece, efectivamente, en todo el género humano. Es en nosotros la herencia del primer Adán. Y aunque ha sido borrado por el bautismo, gracias a la obra de Cristo «último Adán» (1 Cor 15, 45), deja sus efectos en cada uno de nosotros.

Convertirse a Dios tal como lo desea la Iglesia en este período de 40 días de la Cuaresma, quiere decir descender a las raíces del árbol, que, como dice el Señor «no produce frutos buenos» (Mt 3, 10). No hay otro modo de sanar al hombre.

3. La «liturgia de la muerte» que se expresa en el rito de la imposición de la ceniza, une, en cierto sentido, este primer día de Cuaresma con el día último, el día de Viernes Santo, el día de la muerte de Cristo en la cruz.

Precisamente entonces se cumplen las palabras que proclama el Apóstol en la segunda lectura de hoy, cuando dice: «Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia cíe Dios» (2 Cor 5, 21).

Es difícil expresar mejor todo lo que encierra en sí la realidad de la «conversión», de la reconciliación con Dios.

Para «realizar» plenamente esta «realidad», es necesario recorrer en el espíritu de San Pablo, en el espíritu de la Iglesia, todo este período de 40 días —desde el Miércoles de Ceniza al Viernes Santo— para encontrarse al final de estos días con la respuesta definitiva de Dios mismo, del Dios del Amor, en la «liturgia de la resurrección», en la liturgia de la Pascua, esto es, del Paso: del paso a la vida mediante la resurrección. No se puede entrar de otro modo en esta suprema realidad de la Revelación de la fe„ sino recorriendo todo el camino, que comienza hoy. Tal como lo recorrían antes los catecúmenos, preparándose para el bautismo, que sumerge en la muerte de Cristo (cf. Rom 6, 3), para introducirlos en la participación de su resurrección y de la vida.

Así, pues, para «convertirse» del modo que la Iglesia espera de nosotros durante el tiempo cuaresmal, debemos retornar hoy al «principio»: a ese «eres polvo y al polvo volverás», para encontrarnos en el «comienzo nuevo» de la resurrección de Cristo y de la gracia.

La vida, pues, pasa por el Viernes Santo, pasa a través de la cruz. No hay otro camino de «conversión» plena. En este camino, único, nos espera Aquel a quien el Padre, por amor, «hizo pecado por nosotros» (2 Cor 5, 21) —aunque no había conocido el pecado— «para que en El fuéramos justicia de Dios» (2 Cor 5, 21).

Aceptemos el camino de esta conversión y reconciliación con Dios.

4. La liturgia de hoy nos invita a «colaborar» cíe modo particular, en este período de 40 días, con Cristo mediante la oración, la limosna y el ayuno.

El mismo Señor nos enseña con las palabras del Evangelio de Mateo —con las palabras del Sermón de la Montaña— cómo debemos hacer esto.

¡Hagámoslo, pues!

Y al hacerlo, no dejemos de pedir, al mismo tiempo, con el Salmista: «Crea en mí un corazón sincero, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50 [51], 12).

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