El cortoplacismo impide pensar la vida, la sociedad y el bien común a largo plazo
Fuente: Exaudi.org
Vivimos sumergidos en el corto plazo. Nos hemos habituado a él. La consciencia de nosotros mismos, de nuestras decisiones, de nuestros “proyectos” se encuentra encarcelada por una prisión invisible: el largo plazo nos resulta lejano, abstracto, irreal.
Esto no es casualidad, muchos factores confluyen en este fenómeno: la cultura de la instantaneidad a la que las nuevas tecnologías nos tienen sometidos; los prejuicios anti-metafísicos, que recortan nuestro horizonte al mundo sensorialmente evidente; las angustias personales y colectivas que nos orillan a salvar el propio pellejo antes que pensar en las generaciones que vienen; o, el afán de poder que nos invita a imponernos, como de golpe, sobre los demás, dejando de lado la amistad, la paciencia y el perdón.
En la vida social y política de las naciones, el cortoplacismo se advierte con la epidemia de líderes autoritarios que buscan destruir a su adversario a toda costa, aunque ello implique los más conspicuos medios, las más aberrantes traiciones, y por supuesto, claudicar a los más queridos principios.
Los “estadistas” que atienden la realidad con mirada larga de bien común, son de lo más infrecuentes. En más de una sociedad latinoamericana las expresiones “no hay salida”, “no vemos cómo”, “no hay condiciones para un cambio”, se multiplican. Daniel Innerarity, escribía hace poco: “si la modernidad se afirmaba como un presente superior a su pasado, hoy nos encontramos con un estado de ánimo que da por sentado que el futuro será peor que nuestro presente. No sólo los reaccionarios defienden que el pasado fue mejor; también piensan así quienes desde la izquierda presagian un futuro catastrófico”.
Las librerías, por otra parte, parecen ratificar esto mismo de manera suave o brutal, por medio de sus mesas de “novedades” en el año 2025: Tierra baldía: un mundo en crisis permanente, de Robert Kaplan; Six Minutes to Winter, de Mark Lynas; Colapso mundial y guerra, de Eduardo Saxe; o la novela Todos los fines del mundo, de Andrea Chapela.
La humanidad, en efecto, se encuentra amenazada. ¿Cómo trascender el cortoplacismo para hacernos verdaderamente responsables del futuro? ¿Cómo atender lo inmediato sin sacrificar el mediano y el largo plazo?
Anna Rowlands, en su libro Towards a politics of communion. Catholic social teaching in dark times, ofrece una hipótesis. Colocándose en diálogo con Hannah Arendt, acogiendo algunas potentes intuiciones del teólogo Ivan Illich, y la mirada de Simone Weil, logra advertir que sólo es posible hacerse cargo del futuro reaprendiendo a vivir de manera concreta y cercana la parábola del “buen samaritano”, no como un piadoso cuentito con moraleja, sino como una punzante llamada de atención para reconocer que Aquel que sostiene la Historia, irrumpe en el presente a través del más débil, del más pobre, del más marginado, que es mi hermano.
De este modo, acogiendo empíricamente al herido en el camino, es posible advertir que el presente está preñado de un futuro que conlleva redención. Así es como descubrimos existencialmente que el mal no tendrá la última palabra. El Papa Francisco y el Papa León XIV no podrían estar más de acuerdo a este respecto.