Isaías 5:9a.10-12 / 2 Corintios 5:17-21 / Lucas 15:1-3.11-32

Las lecturas y música de hoy tienen como tema central el perdón. St. St. Pablo dedica toda una sección de su segunda carta a los Corintios. Les decía que su ministerio tenía por finalidad que los cristianos se reconciliaran con Dios, y explicaba también que la venida de Cristo había marcado un antes y un después: «lo antiguo era pasado, [decía,] ha empezado un mundo nuevo », en lo que Dios «nos ha reconciliado consigo mismo por Cristo». Es decir: con la venida de Cristo Dios había perdonado al mundo sus pecados, y por tanto, ahora tocaba a los Corintios de reconciliarse con Dios. Y no sólo en los Corintios: cada cristiano, como templo de Dios que está en medio de la humanidad, debería tener el deseo de reconciliarse con Dios. El evangelio, por su parte, nos daba también una lección sobre el perdón con la parábola del hijo pródigo, un texto que nos emociona cada vez que lo leemos: un padre que tiene un hijo al que avanza el dinero del herencia, y éste, se les desperdicia. Pero a pesar de este error tan grave, ante la petición de perdón del hijo, le perdona y le acoge. Y le perdona doblemente: por lo que ha hecho, y por la impureza ritual en la que había caído. Es una imagen viva del perdón. Perdonar viene del prefijo latino por- y del verbo dare; es decir: dar completamente, olvidar una falta, liberar una deuda. En otras palabras, hacer limpio. Y Jesús predicó con el ejemplo: recordemos que responde que las ofensas que nos hagan deben perdonarse «setenta veces siete» (Cf. Mt 18,22), y también nos cuentan cómo Jesús perdonó a sus verdugos. Perdonar, pues, es un elemento esencial del cristianismo, puesto que no se puede amar sin perdonar.

Y la liturgia nos habla de perdón justamente este cuarto domingo de Cuaresma, que popularmente llamamos el domingo laetare. El nombre de laetare viene de la primera palabra del canto de entrada en latín: Alegreos, cantábamos. Decíamos al principio que la música de hoy también nos habla de perdón, y concretamente, de la alegría que el perdón nos reporta. Al principio de la Misa, con las palabras del profeta Isaías se nos invitaba a tener ese sentimiento de alegría con Jerusalén, de donde debía salir la salvación de los pueblos.

También el canto de comunión que cantaremos en un rato subraya las palabras del evangelio que nos recuerdan la alegría que reporta el perdón: «Hijo, […] debemos alegrarnos […] porque este hermano tuyo, que ya dábamos por muerte, ha vuelto vivo; ya lo dábamos por perdido y lo hemos reencontrado». Y aún, el motete que cantará la Escolanía en el ofertorio, ha sido seleccionado en la misma línea: Vivo ego, dicit Dominus; nolo mortem peccatoris, sed ut magis convertatur et vivat: son las palabras que dice el Señor en el libro del profeta Ezequiel: «Yo, el Señor Dios, afirmo, tan cierto como vivo, que no deseo la muerte del malvado. Lo que yo quiero es que abandone su mal camino y que viva» (Cf. Ez 33, 11). Es decir: Dios está vivo y quiere que vivamos, y por eso nos perdona. Y también por ese motivo la música de la celebración de hoy pretende acercarnos a esta alegría.

Todos hemos -y nos han hecho- alguna vez algo que no ha estado bien. Y todos tenemos necesidad de recibir el perdón y perdonar. De hecho, y más allá del texto bíblico, todos hemos podido experimentar que el perdón acelera el olvido y ayuda a superar los episodios negativos, mientras que si no perdonamos corremos el riesgo de tener obsesiones y traumas, puesto que el elemento negativo que sea ​​puede convertirse fácilmente en el foco de nuestra atención, y el objetivo de nuestra vida puede convertirse en la búsqueda de una futura o hipotética reparación o incluso venganza. Y estos días que vemos cómo las tensiones llevadas al extremo terminan en conflictos y en último término en guerras, debemos hacernos más conscientes de la importancia del perdón que el Señor nos propone este domingo, porque no hay paz sin perdón . Quizás por eso, cuando el Señor nos enseñó a rezar, nos pidió que dijéramos “perdona nuestras culpas, así como nosotros perdonamos nuestros deudores”, porque para amar debemos saber pedir perdón, y darlo también nosotros. Hemos empezado la Misa pedido perdón a Dios por las pequeñas faltas, y también tenemos el sacramento de la reconciliación por si hacemos mayores. El objetivo final es devolver a Dios, a ese Dios que como introducía el evangelio no le importa sentarse a la mesa con pecadores, porque su objetivo no es castigarnos, sino recuperarnos. El indicador de llegar siempre será la alegría y la paz.

28 de marzo de 2022

Los milagros suscitan la fe en Jesús

Santo Evangelio según san Juan 4, 43-54. Lunes IV de Cuaresma

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Vivir sabiendo que Tú estás conmigo… vivir sabiendo que no te irás… vivir sabiendo que en ti está mi refugio… vivir contigo, eso es vivir.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Juan 4, 43-54
En aquel tiempo, Jesús salió de Samaria y se fue a Galilea. Jesús mismo había declarado que a ningún profeta se le honra en su propia patria. Cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que él había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían estado allí.

Volvió entonces a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía un hijo enfermo en Cafarnaúm. Al oír éste que Jesús había venido de Judea a Galilea, fue a verlo y le rogó que fuera a curar a su hijo, que se estaba muriendo. Jesús le dijo: «Si no ven ustedes signos y prodigios, no creen». Pero el funcionario del rey insistió: «Señor, ven antes de que mi muchachito muera». Jesús le contestó: «Vete, tu hijo ya está sano».

Aquel hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Cuando iba llegando, sus criados le salieron al encuentro para decirle que su hijo ya estaba sano. Él les pregunto a qué hora había empezado la mejoría. Le contestaron: «Ayer, a la una de la tarde, se le quitó la fiebre». El padre reconoció que a esa misma hora Jesús le había dicho: Tu hijo ya está sano», y creyó con todos los de su casa.

Este fue el segundo signo que hizo Jesús al volver de Judea a Galilea.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Jesús sabe que necesitamos ver… que necesitamos tocar… necesitamos sentir para, así, aceptar muchas cosas que suceden en nuestra vida. Sabe que necesitamos de su amor, de su presencia y muchas veces nos lo hace experimentar sensiblemente.

Jesús hacía milagros, no para demostrar su poder, sino al contrario… Él era consciente de nuestra necesidad. Lo hacía y lo sigue haciendo para que creamos; para que alcemos la mirada y descubramos el verdadero lugar en el que nuestro corazón necesita descansar.

Sin embargo, llega un momento en donde no vemos; donde ya no pasa nada… todo sigue igual… y, a veces, parece empeorar. Parece que Jesús se va… lo buscamos en donde sabemos que está pero no lo encontramos… ¿Por qué, Señor?…

A veces no basta ver, sentir o tocar para creer pues muchas veces se olvida. Se olvida el primer momento…se olvida la primera mirada, el primer lugar, se olvida lo primero…lo esencial.

Así es el amor… parece irse cuando no se siente, cuando no se ve, cuando no se toca. Si supiera Señor que es ahí cuando se incrementa… cuando se purifica…cuando se hace más real. Es así como me enseñas a amar. Tu silencio es también signo de tu amor… aunque a veces, confieso, me es difícil aceptar.

No me permitas olvidar la primera mirada, el primer lugar… no me permitas olvidar lo esencial. Dame la gracia de saber que siempre estás conmigo y que aunque no te vea, no te sienta… ahí siempre estás.

«¡Tantos cristianos parados! Tenemos tantos detrás que tienen una esperanza débil. Sí creen que existe el Cielo y que todo irá bien. Está bien que lo crean, ¡pero no lo buscan! Cumplen los mandamientos, los preceptos: todo, todo… Pero están parados. El Señor no puede hacer de ellos levadura en su pueblo, porque no caminan. Y esto es un problema: los parados. Después hay otros entre ellos y nosotros, que se equivocan de camino: todos nosotros algunas veces nos hemos equivocado de camino, esto lo sabemos. El problema no es equivocarse de camino; el problema es no regresar cuando uno se da cuenta de haberse equivocado”. El modelo de quien cree y sigue lo que la fe le indica es el funcionario del rey descrito en el Evangelio, que pide a Jesús la curación de un hijo enfermo y no duda un instante en ponerse en camino hacia casa cuando el Maestro le asegura que la ha obtenido».

(Homilía de S.S. Francisco, 31 de marzo de 2014, en santa Marta).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Dedicar un momento al final de la jornada para reflexionar en los signos del amor de Dios a lo largo del día y hacer una oración especial de agradecimiento..

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Ruperto de Salzburgo, Santo

Obispo, 28 de marzo

Martirologio Romano: En Salzburgo, en Baviera, san Ruperto, obispo, que siendo originario de la región de Worms, a petición del duque Teodon se dirigió a Baviera y en la antigua ciudad de Juvavum edificó una iglesia y un monasterio, donde estuvo al frente como obispo y como abad, y desde allí difundió la fe cristiana (c. 718).

Etimológicamente: Ruperto = Aquel hombre de fama brillante, es de origen germano.

Breve Biografía

Obispo de Salzburgo, la hermosa ciudad austríaca, cuya fama está unida a la de su hijo más ilustre, Wolfgang Amadeus Mozart, se llama así porque cerca se encuentran unas minas de sal. De ahí viene el nombre de Salzburgo, que significa “ciudad de la sal”.
Su primer obispo y patrono principal, san Ruperto, aparece en los cuadros con un salero en la mano (o con un barril, lleno precisamente de sal y no de vino, como creen algunos estudiosos no bien informados). Es el único santo local festejado, no sólo en las regiones de idioma alemán, sino también en Irlanda: en realidad, también él fue un típico representante de los “monjes irlandeses” itinerantes.

San Ruperto descendía de los robertinos o rupertinos, una importante familia que dominaba con el título de conde en la región del medio y alto Rin. De esta familia nació también otro san Ruperto (o Roberto), de Bingen, cuya vida fue escrita por santa Ildegarda. Los robertinos estaban emparentados con los carolingios y tenían su centro de actividades en Worms. Aquí recibió san Ruperto su formación de timbre monástico irlandés. Hacia el 700, como sus maestros, se sintió llevado a la predicación y al testimonio monástico itinerante y por eso viajó a Baviera, obteniendo buenos resultados en Regensburg y en Lorch. Con la ayuda de Teodoro de Baviera fundó, cerca de Salzburgo, en lo que hoy es Seekirchen, una iglesia dedicada a san Pedro. Pero el lugar no parecía apropiado para los proyectos de san Ruperto, y entonces pidió al conde otro territorio, a orillas del río Salzach, cerca de la antigua y decadente ciudad romana de Juvavum.

El monasterio que construyó allí, dedicado también a san Pedro, es el más antiguo de Austria y el núcleo de la nueva Salzburgo. Su desarrollo se debió a la obra de los doce colaboradores que san Ruperto llevó allí de su tierra natal: entre ellos Cunialdo y Gislero, venerados como santos. No lejos del monasterio de san Pedro, surgió también un monasterio femenino, cuya dirección fue confiada a la abadesa Erentrude, sobrina de Ruperto.

Este grupito de valientes fue el que hizo surgir la nueva Salzburgo, que con razón considera a Ruperto como su refundador: “Su figura demuestra cómo una personalidad llena de fuerza y de sensibilidad, ahondando las raíces en las profundidades del espíritu cristiano, puede impedir con inteligencia y sin límites geográficos cualquier decadencia tanto interior como exterior” (J. Henning). San Ruperto murió el 27 de marzo del 718, día de Pascua. Sus reliquias se conservan en la magnífica catedral de Salzburgo, edificada en el siglo XVII.

Oracion de curación

Introducción

El anhelo de felicidad, profun­damente radicado en el co­razón humano, ha sido acompañado desde siempre por el deseo de obtener la liberación de la enfermedad y de entender su sentido cuando se experimenta. Se trata de un fenómeno humano que, interesando de una manera u otra a toda persona, en­cuentra en la Iglesia una resonancia particular. En efecto, la enfermedad se entiende como medio de unión con Cristo y de purificación espiritual y, por parte de aquellos que se encuentran ante la persona enferma, como una ocasión para el ejercicio de la caridad. Pero no sólo eso, puesto que la enfer­medad, como los demás sufrimientos humanos, constituye un momento privilegiado para la oración: sea para pedir la gracia de acoger la enfermedad con fe y aceptación de la voluntad divina, sea para suplicar la curación.

La oración que implora la recupera­ción de la salud es, por lo tanto, una experiencia presente en toda época de la Iglesia, y naturalmente lo es en el momento actual. Lo que constituye un fenómeno en cierto modo nuevo es la multiplicación de encuentros de ora­ción, unidos a veces a celebraciones litúrgicas, cuya finalidad es obtener de Dios la curación, o mejor, las curacio­nes. En algunos casos, no del todo esporádicos, se proclaman curaciones realizadas, suscitándose así esperan­zas de que el mismo fenómeno se repetirá en otros encuentros semejantes. En este contexto a veces se apela a un pretendido carisma de curación.

Semejantes encuentros de oración para obtener curaciones plantean ade­más la cuestión de su justo discerni­miento desde el punto de vista litúrgi­co, con particular atención a la autori­dad eclesiástica, a la cual compete vi­gilar y dar normas oportunas para el recto desarrollo de las celebraciones litúrgicas.

Ha parecido, por tanto, oportuno publicar una Instrucción que, a norma del can. 34 del Código de Derecho Ca­nónico, sirva sobre todo para ayudar a los Ordinarios del lugar, de manera que puedan guiar mejor a los fieles en esta materia, favoreciendo cuanto hay de bueno y corrigiendo lo que se debe evitar. Era preciso, sin embargo, que las disposiciones disciplinares tuvieran con punto de referencia un marco doc­trinal bien fundado, que garantizara su justa orientación y aclarara su razón normativa. Con este fin, la Congrega­ción par la Doctrina de la Fe, simultá­neamente a la susodicha Instrucción publica una Nota doctrinal sobre la gracia de la curación y las oraciones para obtenerla.

  1. ASPECTOS DOCTRINALES

Enfermedad y curación: su sentido y valor en la economía de la salvación «El hombre está llamado a la alegría, pero experimenta diariamente tantísimas formas de sufrimiento y de dolor». Por eso el Señor, al prometer la redención, anuncia el gozo del cora­zón unido a la liberación del sufrimien­to (cf. Is 30,29; 35,10; Ba 4,29). En efecto, Él es «aquel que libra de todo mal» (Sab 16, 8). Entre los sufrimien­tos, aquellos que acompañan la enfer­medad son una realidad continuamen­te presente en la historia humana, y son también parte del profundo deseo del hombre de ser liberado de todo mal. Pero la enfermedad se manifiesta con un carácter ambivalente, ya que por una parte se presenta como un mal cuya aparición en la historia está vin­culada al pecado y del cual se anhela la salvación, y por otra parte puede lle­gar a ser medio de victoria contra el pecado.

En el Antiguo Testamento, «Israel experimenta que la enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal». Entre los castigos con los cuales Dios amenazaba al pueblo por su infidelidad, encuentran un am­plio espacio las enfermedades (cf. Dt 28, 21-22.27-29.35). El enfermo que implora de Dios la curación confiesa que ha sido justamente castigado por sus pecados (cf. Sal 37[38]; 40[41]; 106[107], 17-21).

Pero la enfermedad hiere también a los justos, y el hombre se pregunta el porqué. En el libro de Job este inte­rrogante atraviesa muchas de sus pá­ginas.

«Si es verdad que el sufrimiento tie­ne un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo. La figura del justo Job es una prueba elocuente en el An­tiguo Testamento; si el Señor consien­te en probar a Job con el sufrimiento, lo hace para demostrar su justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba».

La enfermedad, aún teniendo as­pectos positivos en cuanto demostra­ción de la fidelidad del justo y medio para compensar la justicia violada por el pecado, y también como ocasión para que el pecador se arrepienta y re­corra el camino de la conversión, si­gue siendo un mal. Por eso el profeta anuncia un tiempo futuro en el cual no habrá desgracias ni invalidez, ni el cur­so de la vida será jamás truncado por la enfermedad mortal (cf. Is 35, 5-6; 65, 19-20).

Sin embargo, es en el Nuevo Testamento donde encontramos una res­puesta plena a la pregunta de por qué la enfermedad hiere también al justo. En su actividad pública, la relación de Jesús con los enfermos no es esporá­dica, sino constante.

Él cura a muchos de manera admi­rable, hasta el punto de que las cura­ciones milagrosas caracterizan su ac­tividad: «Jesús recorría todas las ciu­dades y aldeas; enseñando en sus si­nagogas, proclamando la Buena Nue­va del Reino y sanando toda enferme­dad y toda dolencia» (Mt 9, 35; cf. 4, 23). Las curaciones son signo de su misión mesiánica (cf. Lc 7, 20-23). Ellas manifiestan la victoria del Reino de Dios sobre todo tipo de mal y se con­vierten en símbolo de la curación del hombre entero, cuerpo y alma. En efec­to, sirven para demostrar que Jesús tie­ne el poder de perdonar los pecados (cf. Mc 2, 1-12), y son signo de los bie­nes salvíficos, como la curación del paralítico de Bethesda (cf. Jn 5, 2­9.19.21) y del ciego de nacimiento (cf. Jn 9).

También la primera evangelización, según las indicaciones del Nuevo tes­tamento, fue acompañada de numero­sas curaciones prodigiosas que corro­boraban la potencia del anuncio evan­gélico. Ésta había sido la promesa he­cha por Jesús resucitado, y las prime­ras comunidades cristianas veían su cumplimiento en medio de ellas; «Estas son las señales que acompañarán a los que crean: impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien» (Mc 16, 17-18). La predica­ción de Feli­pe en Samaria fue acompañada por curaciones mila­grosas: «Felipe bajó a una ciudad de Samaria y les pre­dicaba a Cristo. La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíri­tus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados» (Hch 8, 5-7). San Pablo pre­senta su anuncio del Evangelio como caracterizado por signos y prodigios realizados con la potencia del Espíri­tu: «Pues no me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya reali­zado por medio de mí para conseguir la obediencia de los gentiles, de pala­bra y de obra, en virtud de señales y prodigios, en virtud del Espíritu de Dios» (Rm 15, 18-19; cf. 1 Ts 1, 5; 1 Co 2, 4­-5). No es en absoluto arbitrario supo­ner que tales signos y prodigios, mani­festaciones de la potencia divina que asistía la predicación, estaban constituidos en gran parte por curaciones por­tentosas. Eran prodigios que no estaban ligados exclusivamente a la persona del Apóstol, sino que se manifes­taban también por medio de los fieles: «El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros, ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la predica­ción» (Ga 3, 5).

La victoria mesiánica sobre la en­fermedad, así como sobre otros sufri­mientos humanos, no se da solamen­te a través de su eliminación por me­dio de curaciones portentosas, sino también por medio del sufrimiento vo­luntario e inocente de Cristo en su pa­sión y dando a cada hombre la posibi­lidad de asociarse a ella. En efecto, «el mismo Cristo, que no cometió ningún pecado, sufrió en su pasión penas y tormentos de todo tipo, e hizo suyos los dolores de todos los hombres: cum­pliendo así lo que de Él había escrito el profeta Isaías (cf. Is 53, 4-5)». Pero hay más: «En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. Llevando a efecto la redención me­diante el sufrimiento, Cristo ha ele­vado juntamente el sufrimiento huma­no a nivel de redención.

La Iglesia acoge a los enfermos no solamente como objeto de su cuida­do amoroso, sino también porque re­conoce en ellos la llamada «a vivir su vocación humana y cristiana y a parti­cipar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, inclu­so más valiosas. Las palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia de su mis­ma situación: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Precisamente ha­ciendo este descubrimiento, el após­tol alcanzó la alegría: «Ahora me ale­gro por los padecimientos que sopor­to por vosotros» (Col 1, 24)». Se trata del gozo pascual, fruto del Espíritu Santo. Y, como San Pablo, también «muchos enfermos pueden convertir­se en portadores del «gozo del Espíri­tu Santo en medio de muchas tribula­ciones» (1 Ts 1, 6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús».

  1. El deseo de curación y la oración para obtenerla

Supuesta la aceptación de la volun­tad de Dios, el deseo del enfermo de obtener la curación es bueno y profun­damente humano, especialmente cuando se traduce en la oración llena de confianza dirigida a Dios. A ésta ex­horta el Sirácida: «Hijo, en tu enferme­dad no te deprimas, sino ruega al Se­ñor, que él te curará» (Si 38, 9). Varios salmos constituyen una súplica por la curación (cf. Sal 6, 37[38]; 40[41]; 87[88]).

Durante la actividad pública de Je­sús, muchos enfermos se dirigen a Él, ya sea directamente o por medio de sus amigos o parientes, implorando la restitución de la salud. El Señor acoge estas súplicas y los Evangelios no con­tienen la mínima crítica a tales peticio­nes. El único lamento del Señor tiene qué ver con la eventual falta de fe: «¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!» (Mc 9, 23; cf. Mc 6, 5-6; Jn 4, 48).

No solamente es loable la oración de los fieles individuales que piden la propia curación o la de otro, sino que la Iglesia en la liturgia pide al Señor la curación de los enfermos. Ante todo, dispone de un sacramento «especial­mente destinado a reconfortar a los atri­bulados por la enfermedad: la Unción de los enfermos». «En él, por medio de la unción, acompañada por la oración de los sacerdotes, la Iglesia encomienda los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les dé el alivio y la salvación». Inmediatamente antes, en la Bendición del óleo, la Iglesia pide: «infunde tu santa bendición, para que cuantos reciban la unción con este óleo sean confortados en el cuerpo, en el alma y en el espíritu, y sean liberados de todo dolor, de toda debilidad y de toda dolencia»; y más tarde, en los dos primeros formularios de oración des­pués de la unción, se pide la curación del enfermo. Ésta, puesto que el sa­cramento es prenda y promesa del reino futuro, es también anuncio de la resurrección, cuando «no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fati­gas, porque el mundo viejo ha pasa­do» (Ap 21, 4). Además, el Missale Romanum contiene una Misa pro infirmis y en ella, junto a las gracias espirituales, se pide la salud de los enfermos.

En el De benedictionibus del Rituale Romanum, existe un Ordo benedictionis infirmorum, en el cual hay varios textos eucológicos que imploran la curación: en el segundo formulario de las Preces, en las cuatro Orationes benedictionis pro adultis, en las dos Orationes benedictionis pro pueris, en la oración del Ritus brevior.

Obviamente, el recurso a la oración no excluye, sino que al contrario ani­ma a usar los medios naturales para conservar y recuperar la salud, así como también incita a los hijos de la Iglesia a cuidar a los enfermos y a llevarles­ alivio en el cuerpo y en el espíritu, tratando de vencer la enfermedad. En efecto, «es parte del plan de Dios y de su providencia que el hombre luche con todas sus fuerzas contra la enfermedad en todas sus manifestaciones, y que se emplee, por todos los medios a su alcance, para conservarse sano».

  1. El carisma de la curación en el Nuevo Testamento

No solamente las curaciones prodi­giosas confirmaban la potencia del anuncio evangélico en los tiempos apostólicos, sino que el mismo Nuevo Testamento hace referencia a una ver­dadera y propia concesión hecha por Jesús a los Apóstoles y a otros prime­ros evangelizadores de un poder para curar las enfermedades. Así, en el en­vío de los Doce a su primera misión, según las narraciones de Mateo y Lucas, el Señor les concede «poder sobre los espíritus inmundos para ex­pulsarlos, y para curar toda enferme­dad y toda dolencia» (Mt 10, 1; cf, Lc 9, 1), y les da la orden: «curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios» (Mt 10, 8). También en la misión de los Setenta y dos discípulos, la orden del Señor es. «cu­rad a los enfermos que encontréis» (Lc 10, 9). El poder, por lo tanto, viene con­ferido dentro de un contexto misione­ro, no para exaltar sus personas, sino para confirmar la misión.

Los Hechos de los Apóstoles hacen referencia en general a prodigios rea­lizados por ellos: «los Apóstoles reali­zaban muchos prodigios y señales»

(Hch 2, 43; cf. 5, 12). Eran prodigios y señales, o sea, obras portentosas que manifestaban la verdad y la fuerza de su misión. Pero, aparte de estas bre­ves indicaciones genéricas, los Hechos hacen referencia sobre todo a curacio­nes milagrosas realizadas por obra de evangelizadores individuales: Esteban (cf. Hch 6, 8), Felipe (cf. Hch 8, 6-7), y sobre todo Pedro (cf. Hch 3, 1-10; 5, 15; 9, 33-34.40-41) y Pablo (cf. Hch 14, 3.8-10; 15, 12; 19, 11-12; 20, 9-10; 28, 8-9).

Tanto el final del Evangelio de Mar­cos como la carta a los Gálatas, como se ha visto más arriba, amplían la pers­pectiva y no limitan las curaciones mi­lagrosas a la actividad de los Apósto­les o de a algunos evangelizadores con un papel de relieve en la primera mi­sión. Bajo este aspecto, adquieren es­pecial importancia las referencias a los «carismas de curación» (cf. 1 Co 12, 9.28.30). El significado de carisma es, en sí mismo, muy amplio: significa «don generoso»; y en este caso se trata de «dones de curación ya obtenidos». Es­tas gracias, en plural, son atribuidas a un individuo (cf. Co 12,9); por lo tanto, no se pueden entender en sentido dis­tributivo, como si fueran curaciones que cada uno de los beneficiados ob­tiene para sí mismo, sino como un don concedido a una persona para que obtenga las gracias de curación en fa­vor de los demás. Ese don se concede in uno Spiritu, pero no se especifica cómo aquella persona obtiene las cu­raciones. No es arbitrario sobreenten­der que lo hace por medio de la ora­ción, tal vez acompañada de algún gesto simbólico.

En la Carta de Santiago se hace referencia a una intervención de la Igle­sia, por medio de los presbíteros, en favor de la salvación de los enfermos, entendida también en sentido físico. Sin embargo, no se da a entender que se trate de curaciones prodigiosas; nos encontramos en un ámbito diferente al de los «carismas de curación» de 1 Co 12, 9. «¿Está enfermo alguno entre vo­sotros?

Llame a los presbíteros de la Igle­sia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la ora­ción de la fe salvará al enfermo y el Señor lo levantará, y si hubiera come­tido pecados, le serán perdonados» (St 5, 14-15). Se trata de una acción sacramental: unción del enfermo con aceite y oración sobre él, no simple­mente «por él», como si no fuera más que una oración de intercesión o de petición; se trata más bien de una acción eficaz sobre el enfermo. Los verbos «salvará» y «levantará» no sugieren una acción dirigida exclusivamente, o sobre todo, a la curación física, pero en un cierto modo la incluyen. El pri­mero verbo, aunque en las otras oca­siones en aparece en la Carta se refie­re a la salvación espiritual (cf. 1, 21; 2, 14; 4, 12; 5, 20), en el Nuevo Testa­mento se usa también en el sentido de curar (cf. Mt 9, 21; Mc 5, 28.34; 6, 56; 10, 52; Lc 8, 48); el segundo verbo, aunque asume a veces el sentido de «resucitar» (cf. Mt 10, 8; 11, 5; 14, 2), también se usa para indicar el gesto de «levantar» a la persona postrada a causa de una enfermedad, curándola milagrosamente (cf. Mt 9, 5; Mc 1, 31; 9, 27; Hch 3, 7).

  1. Las oraciones litúrgicas ni para obtener de Dios la curación en la Tradición

Los Padres de la Iglesia considera­ban algo normal que los creyentes pi­dieran a Dios no solamente la salud del alma, sino también la del cuerpo. A pro­pósito de los bienes de la vida, de la salud y de la integridad física, San Agustín escribía: «Es necesario rezar para que nos sean conservados, cuan­do se tienen, y «que nos sean concedi­dos, cuando no se tienen». El mismo Padre de la Iglesia nos ha dejado un testimonio acerca de la curación de un amigo, obtenida en su casa por medio de las oraciones de un Obispo, de un sacerdote y de algunos diáconos.

La misma orientación se observa en los ritos litúrgicos arito occidentales como orientales. En una oración des­pués de la comunión se pide que «el poder de este sacramento nos colme en el cuerpo y en el alma». En la so­lemne acción litúrgica del Viernes San­to se invita a orar a Dios Padre omni­potente para que «aleje las enfermedades conceda la salud a los enfer­mos». Ente los textos más significati­vos se señala el de la bendición del óleo para los enfermos. Aquí se pide a Dios que infunda su santa bendición «para que cuantos reciban la unción con este óleo obtengan la salud del cuerpo, del alma y del espíritu, y sean liberados de toda dolencia, debilidad y sufrimiento».

No son diferentes las expresiones que se leen en los ritos orientales de la unción de los enfermos. Recorda­mos solamente algunas entre las más significativas. En el rito bizantino, du­rante la unción del enfermo, se dice: «Padre Santo, médico de las almas y de los cuerpos, que has mandado a tu Unigénito Hijo Jesucristo a curar toda enfermedad y a librarnos de la muer­te, cura también a este siervo tuyo de la enfermedad de cuerpo y del espíritu que ahora lo aflige, por la gracia de tu Cristo». En el rito copto se invoca al Señor para que bendiga el óleo a fin de que todos aquellos que reciban la unción puedan obtener la salud del es­píritu y del cuerpo. Más adelante, du­rante la unción del enfermo, los sacer­dotes, después de haber hecho mención a Jesucristo, que fue enviado al mundo «para curar todas las enferme­dades a librar de la muerte», piden a Dios que «cure al enfermo de la dolen­cia del cuerpo y que le conceda cami­nar por la vía de la rectitud».

  1. Implicaciones doctrinales del «carisma de curación» en el contexto actual

Durante los siglos de la historia de la Iglesia no han faltado santos tauma­turgos que han operado curaciones milagrosas. El fenómeno, por lo tanto, no se limita a los tiempos apostólicos; sin embargo, el llamado «carisma de curación» acerca del cual es oportuno ofrecer ahora algunas aclaraciones doctrinales, no se cuenta entre esos fenómenos taumatúrgicos. La cuestión se refiere más bien a los encuentros de oración organizados expresamen­te para obtener curaciones prodigiosas entre los enfermos participantes, o tam­bién a las oraciones de curación que se tienen al final de la comunión eucarística con el mismo propósito.

Las curaciones ligadas a lugares de oración (santuarios, recintos donde se custodian reliquias de mártires o de otros santos, etc.) han sido testimonia­das abundantemente a través de la his­toria de la iglesia. Ellas contribuyeron a popularizar, en la antigüedad y en el medioevo, las peregrinaciones a algu­nos santuarios que, también por esta razón, se hicieron famosos, como el de San Martín de Tours o la catedral de Santiago de Compostela, y tantos otros. También actualmente sucede lo mismo, como por ejemplo en Lourdes, desde hace más de un siglo. Tales cu­raciones no implican un «carisma de cu­ración», ya que no pueden atribuirse a un eventual sujeto de tal carisma, sin embargo, es necesario tener cuenta de las mismas cuando se trate de evaluar doctrinalmente los ya mencionados encuentros de oración.

Por lo que se refiere a los encuen­tros de oración con el objetivo preciso de obtener curaciones objetivo que, aunque no sea prevalente, al menos ciertamente influye en la programación de los encuentros, es oportuno distin­guir entre aquellos que pueden hacer pensar en un «carisma de curación», sea verdadero o aparente, o los otros que no tienen ninguna conexión con tal carisma. Para que puedan conside­rarse referidos a un eventual carisma, es necesario que aparezca determi­nante para la eficacia de la oración la intervención de una o más personas individuales o pertenecientes a una categoría cualificada, como, por ejem­plo, los dirigentes del grupo que pro­mueve el encuentro. Si no hay co­nexión con el «carisma de curación», obviamente, las celebraciones previs­tas en los libros litúrgicos, realizadas en el respeto de las normas litúrgicas, son lícitas, y con frecuencia oportunas, como en el caso de la Misa pro infirmis. Si no respetan las normas litúrgicas, carecen de legitimidad.

En los santuarios también son fre­cuentes otras celebraciones que por sí mismas no están orientadas específicamente a pedirle a Dios gra­cias de curaciones, y sin embargo, en la intención de los organizadores y de los participantes, tienen como parte importante de su finalidad la obtención de la curación; se realizan por esta razón celebraciones litúrgicas, como por ejemplo, la exposición de Santísimo Sacramento con la bendición, o no litúrgicas, sino de piedad popular, ani­mada por la Iglesia, como la recitación solemne del Rosario. También estas celebraciones son legítimas, siempre que no se altere su auténtico sentido. Por ejemplo, no se puede poner en pri­mer plano el deseo de obtener la curación de los enfermos, haciendo perder a la exposición de la Santísima Euca­ristía su propia finalidad; ésta, en efec­to, «lleva a los fieles a reconocer en ella la presencia admirable de Cristo y los invita a la unión de espíritu con Él, unión que encuentra su culmen en la Comunión sacramental».

El «carisma de curación» no puede ser atribuido a una determinada clase de fieles. En efecto, queda bien claro que San Pablo, cuando se refiere a los diferentes carismas en 1 Co 12, no atri­buye el don de los «carismas de curación» a un grupo particular, ya sea 6 de los apóstoles, el de los profetas, el de los maestros, el de los que gobier­nan o el de algún otro; es otra, al con­trario, la lógica la que guía su distribución: «Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyén­dolas a cada uno en particular según su voluntad» (1 Co 12, 11).

En consecuencia, en los encuentros de oración organizados para pedir cu­raciones, sería arbitrario atribuir un «ca­risma de curación» a una cierta cate­goría de participantes, por ejemplo, los dirigentes del grupo; no queda otra opción que la de confiar en la libérrima voluntad del Espíritu Santo, el cual dona a algunos un carisma especial de curación para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más in­tensas obtiene la curación de todas las enfermedades. Así, el Señor dice a San Pablo: «Mi gracia te basta, que mi fuer­za se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9); y San Pablo mismo, refi­riéndose al sentido de los sufrimientos que hay que soportar, dirá «completo en mi carne lo que falta a las tribula­ciones de Cristo, en favor de su Cuer­po, que es la Iglesia» (Col 1, 24).

«El bien del otro es también el mío«

Ángelus del Papa Francisco, 27 de marzo de 2022.

Este 27 de marzo, cuarto domingo de Cuaresma, el Papa Francisco rezó la oración mariana del Ángelus desde la ventana del Palacio Apostólico. Ante los 30.000 fieles congregados en la Plaza de San Pedro, el Santo Padre reflexionó sobre el Evangelio de hoy que narra la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc. 15,11-32).

Según el Pontífice, este relato “nos lleva al corazón de Dios, que siempre perdona con compasión y ternura”. Nos dice –subrayó el Papa- que Dios es Padre, que no solo acoge de nuevo, sino que se alegra y hace fiesta por su hijo, que ha vuelto a casa después de haber derrochado todos sus bienes.

“Nosotros somos ese hijo, y conmueve pensar en cuánto nos ama y espera siempre el Padre”, consideró el Obispo de Roma.

“Pero en la parábola está también el hijo mayor, que entra en crisis frente a este Padre. Y que puede ponernos en crisis también a nosotros. De hecho, dentro de nosotros está también este hijo y, al menos en parte, tenemos la tentación de darle la razón: siempre había hecho su deber, no se había ido de casa, por eso se indigna al ver al Padre abrazar de nuevo al hermano que se ha portado mal. Protesta y dice: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya», sin embargo, por «ese hijo tuyo», ¡ncluso celebras una fiesta! (vv. 29-30)”

De estas palabras –dijo el Papa- emerge el problema del hijo mayor. En la relación con el Padre él basa todo en el puro cumplimiento de los mandamientos, en el sentido del deber

“Puede ser también nuestro problema con Dios: perder de vista que es Padre y vivir una religión distante, hecha de prohibiciones y deberes. Y la consecuencia de esta distancia es la rigidez hacia el prójimo, que ya no se ve como hermano. De hecho, en la parábola el hijo mayor no dice al Padre mi hermano, sino tu hijo. Y al final precisamente él corre el riesgo de quedar fuera de casa. De hecho – dice el texto – «no quería entrar» (v. 28)”

Volver a casa y alegrarse

El Papa recordó las palabras del padre en la novela El padre Goriot, de Balzac: “Cuando me convertí en padre, entendí a Dios”. Expresó que, en ese momento de la parábola, el Padre abrió el corazón al hijo mayor y le manifestó dos necesidades, “que no son mandamientos, sino necesidad del corazón: ‘Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida” (v.32).

El Santo Padre animó a ver si “también nosotros tenemos en el corazón dos necesidades del Padre: celebrar una fiesta y alegrarse”.

En primer lugar, celebrar una fiesta quiere decir “manifestar nuestra cercanía a quien se arrepiente o está en camino, a quien está en crisis o alejado”, según Francisco. Y explicó que hay que hacer así porque ayudará a “superar el miedo y el desánimo, que pueden venir al recordar los propios errores”. “Quien se ha equivocado, a menudo se siente reprendido por su propio corazón; distancia, indiferencia y palabras hirientes no ayudan”, puntualizó el Romano Pontífice. Por tanto, según el Padre, es necesario ofrecerles una acogida cálida, que aliente para ir adelante, remarcó.

El Santo Padre invitó a preguntarnos si nosotros hacemos esto: “¿Buscamos a quien está lejos, deseamos celebrar fiesta con él? ¡Cuánto bien puede hacer un corazón abierto, una escucha verdadera, una sonrisa transparente; ¡celebrar fiesta, no hacer sentir incómodo!”.

En segundo lugar, el Papa enfatizó la necesidad de la alegría, porque “quien tiene un corazón sintonizado con Dios, cuando ve el arrepentimiento de una persona, por graves que hayan sido sus errores, se alegra”. No se queda quieto sobre los errores –aclaró-, no señala con el dedo el mal, sino que se alegra por el bien, ¡porque el bien del otro es también el mío!

“Y nosotros, ¿sabemos ver a los otros así? ¿Sabemos alegrarnos por los otros? La Virgen María nos enseñe a acoger la misericordia de Dios, para que se vuelva la luz en la que mirar a nuestro prójimo

Amar no según el amor, sino según la conveniencia

Sábado primera semana Cuaresma. Amar a costa de uno mismo, el auténtico amor es capaz de romper los propios egoísmos.

La generosidad es una de las virtudes fundamentales del cristiano. La generosidad es la virtud que nos caracteriza en nuestra imitación de Cristo, en nuestro camino de identificación con Él. Esto es porque la generosidad no es simplemente una virtud que nace del corazón que quiere dar a los demás, sino la auténtica generosidad nace de un corazón que quiere amar a los demás. No puede haber generosidad sin amor, como tampoco puede haber amor sin generosidad. Es imposible deslindar, es imposible separar estas dos virtudes.

¿Qué amor puede existir en quien no quiera darse? ¿Y qué don auténtico puede existir sin amor? Esta unión, esta intimidad tan estrecha entre la generosidad y la misericordia, entre la generosidad y el amor, la vemos clarísimamente reflejada en el corazón de nuestro Señor, en el amor que Dios tiene para cada uno de nosotros, y en la forma en que Jesucristo se vuelca sobre cada una de nuestras vidas dándonos a cada uno todo lo que necesitamos, todo lo que nos es conveniente para nuestro crecimiento espiritual.

Este darse de Cristo lo hace nuestro Señor a costa de Él mismo. Como diría San Pablo: «Bien saben lo generoso que ha sido nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por ustedes, para que ustedes se hiciesen ricos con su pobreza». Ésta es la clave verdadera del auténtico amor y de la auténtica generosidad: el hacerlo a costa de uno.

En el fondo, podríamos pensar que esto es algo negativo o que es algo que no nos conviene. ¡Cómo voy yo a entregarme a costa mía! ¡Cómo voy yo a darme o a amar a costa mía! Sin embargo, es imposible amar si no es a costa de uno, porque el auténtico amor es el amor que es capaz de ir quebrando los propios egoísmos, de ir rompiendo la búsqueda de sí mismo, de ir disgregando aquellas estructuras que únicamente se preocupan por uno mismo. ¡Qué diferente es la vida, qué diferente se ve todo cuando en nuestra existencia no nos buscamos a nosotros y cuando buscamos verdadera y únicamente a Dios nuestro Señor! ¡Cómo cambian las prioridades, cómo cambia el entendimiento que tenemos de toda la realidad y, sobre todo, cómo aprendemos a no conformarnos con amar poquito!

Esto es lo que nuestro Señor nos dice en el Evangelio: «Antiguamente se decía: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo». Esto es amar poquito, amar con medida, amar sin darse totalmente a todos los demás. Podríamos nosotros también ser así: personas que aman no según el amor, sino según sus conveniencias; no según la entrega, sino según los propios intereses. Cuando Cristo dice: «Si ustedes aman a los que los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen eso también los publicanos? Y si saludan tan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen eso también los paganos?», lo que nos está diciendo: ¿no hacen eso también aquellos a los que solamente les interesa la conveniencia o el dinero? Te doy, porque me diste; te amo porque me amaste.

El cristiano tiene que aprender a abrir su corazón verdaderamente a todos los que lo rodean, y entonces, las prioridades cambian: ya no me preocupo si esto me interesa o no; la única preocupación que acabo por tener es si me estoy entregando totalmente o me estoy entregando a medias; si estoy dándome, incluso a costa de mí mismo, o estoy dándome calculándome a mí mismo. En el fondo, estos dos modelos que aparecen son aquellos que, o siguen a Cristo, o se siguen a sí mismos.

Ser perfectos no es, necesariamente, ser perfeccionistas. Ser perfectos significa ser capaces de llevar hasta el final, hasta todas las consecuencias el amor que Dios ha depositado en nuestro corazón. Ser perfecto no es terminar todas las cosas hasta el último detalle; ser perfecto es amar sin ninguna medida, sin ningún límite, llegar hasta el final consigo mismo en el amor.

Para todos nosotros, que tenemos una vocación cristiana dentro de la Iglesia, se nos presenta el interrogante de si estamos siendo perfeccionistas o perfectos; si estamos llegando hasta el final o estamos calculando; si estamos amando a los que nos aman o estamos entregándonos a costa de nosotros mismos.

Estas preguntas, que en nuestro corazón tenemos que atrevernos a hacer, son las preguntas que nos llevan a la felicidad y a corresponder a Dios como Padre nuestro, y, por el contrario, son preguntas que, si no las respondemos adecuadamente, nos llevan a la frustración interior, a la amargura interior; nos llevan a un amor partido y, por lo tanto, a un amor que no satisface el alma.

Pidámosle a Jesucristo que nos ayude a no fragmentar nuestro corazón, que nos ayude a no calcular nuestra entrega, que nos ayude a no ponernos a nosotros mismos como prioridad fundamental de nuestro don a los demás. Que nuestra única meta sea la de ser perfectos, es decir, la de amar como Cristo nos ama a nosotros.

Algunos consejos del Papa Francisco para vivir con misericordia esta Cuaresma

Solemos pensar que la Cuaresma es un tiempo triste lleno de renuncias y de sacrificios.

Solemos pensar que la Cuaresma es un tiempo triste lleno de renuncias y de sacrificios. Un tiempo aburrido donde tenemos que dejar de hacer las cosas divertidas que habitualmente hacemos. ¿Pero qué tal si te decimos que es un momento para vivir la alegría?, ¿suena un poco raro no? Tiene sentido cuando miramos el amor de Dios manifestado en su Misericordia, ¡que mayor alegría que la de experimentarnos amados y saber que podemos amar con la misma misericordia a los demás! Dejemos que sea el Padre Seba quién nos explique mejor en qué consiste esto…

«La misericordia de Dios transforma el corazón del hombre haciéndole experimentar un amor fiel, y lo hace a su vez capaz de misericordia. Es siempre un milagro el que la misericordia divina se irradie en la vida de cada uno de nosotros, impulsándonos a amar al prójimo» (Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma 2016)

La esencia de la Cuaresma en cinco preguntas con respuesta

La cuaresma ha sido siempre el tiempo litúrgico más caracterizado del cristianismo

La cuaresma ha sido siempre el tiempo litúrgico más caracterizado del cristianismo. Es un conjunto de cuarenta días, cuya razón de ser originaria fue la de imitar el ayuno previo del Señor

1.- ¿Cuál es su origen?

«La cuaresma nació como desarrollo pedagógico de un aspecto central del misterio cristiano celebrado en el triduo pascual. Destaca la perspectiva que se refiere a la muerte de Jesucristo.

La duración de este tiempo está fundada en el simbolismo de la cuarentena bíblica: Moisés, Elías y Jesucristo estuvieron cuarenta días por las montañas; cuarenta fueron también los años que pasó el pueblo de Israel en el desierto.

La cuaresma ha sido siempre el tiempo litúrgico más caracterizado del cristianismo. Es un conjunto de cuarenta días, cuya razón de ser originaria fue la de imitar el ayuno previo del Señor al comienzo de su ministerio apostólico. De este modo, el cristiano y la comunidad cristiana se preparan a las fiestas de la pascua. En la Iglesia de la Edad Antigua, el tiempo de cuaresma era aprovechado además para la intensificación de la iniciación y preparación doctrinal y moral de los candidatos al bautismo, que precisamente recibían este sacramento en la noche santa de la gran vigilia pascual».

2.- ¿Cuáles son sus notas litúrgicas?

Constitución

Número 109: «Puesto que el tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a oír la Palabra de Dios y la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el recuerdo o la preparación del bautismo y mediante la penitencia, dése particular relieve en la liturgia y en la catequesis litúrgica al doble carácter de dicho tiempo. Por consiguiente:

  1. a) Se use con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal, y, según las circunstancias, restáurense ciertos elementos de la tradición anterior.
  2. b) Dígase lo mismo de los elementos penitenciales. Y en cuanto a la catequesis, incúlquese a los fieles, junto con las consecuencias sociales del pecado, la naturaleza propia de la penitencia, que detesta el pecado en cuanto es ofensa de Dios; no se olvide tampoco la participación de la Iglesia en la acción penitencial y encarézcase la oración por los pecadores.

Número 110: “La penitencia del tiempo cuaresmal no debe ser sólo interna e individual, sino también externa y social. Foméntese la práctica penitencial de acuerdo con las posibilidades de nuestro tiempo y de los diversos países y condiciones de los fieles».

«Los formularios litúrgicos de la cuaresma tienen un claro sentido bautismal y penitencial. La revisión cristiana ha de hacerse siempre alrededor de un punto de referencia: la opción bautismal en la que orientamos nuestra vida según la palabra de Dios. Si hubiéramos roto esa opción, no tendríamos otro camino que volver a recomponerla por la penitencia realizada en la Iglesia. El camino de la conversión es siempre camino penitencial».

Cada día de este tiempo cuenta con formularios litúrgicos propios, riquísimos en contenido. Por ello van desfilando todos los acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación hasta la pasión de Cristo, pasando por el pueblo de Israel, el éxodo, la peregrinación por el desierto, la alianza, el exilio, el profetismo

3.- ¿Cúal es su sentido?

«La cuaresma está pensada para intensificar ese aspecto de la vida que exige superación, esfuerzo, reconstrucción, purificación, transformación. Imágenes de la cuaresma son el camino, la soledad, la prueba, la austeridad, el desprendimiento, la oración, el ayuno… Y todo ello para facilitar el encuentro transformador y transfigurador con Dios a través de Jesucristo, el auténtico cuaresmal.

Para ello, la Iglesia nos propone recorrer durante la cuaresma el camino de la propia conversión. Todos los días del año y especialmente en estos días de cuaresma, Cristo nos interpela desde los acontecimientos, desde nuestra propia conciencia, desde la vida cotidiana, desde la Palabra de Dios, desde los hombres nuestros hermanos: “¡Convertios! ¡Haced penitencia! ¡Cambiad de vida! Está cerca el Reino de Dios».

4.- ¿Cuáles son sus símbolos?

«Toda la liturgia de la cuaresma, tanto en sus aspectos rituales como en la misma liturgia de la palabra, está transida de hermosísimos símbolos que ayuden y hagan visible el camino cristiano de la conversión. Estos símbolos son:

– Desierto. Con toda su carga simbólica y metafórica de sequedad, soledad, austeridad, rigor, peligros, tentaciones. El desierto es protagonismo escénico en los evangelios el I domingo de cuaresma

– Luz, como se pone de evidencia, por ejemplo, en el evangelio del ciego de nacimiento (Jn. 9, 1-41. Domingo IV ciclo A). Es el tránsito de las tinieblas a la luz. Jesucristo es la luz del mundo.

– Salud. Este símbolo se evidencia en textos como la curación del paralítico (Jn. 5, 5-10. Martes de la IN Semana) o la sanación del hijo del centurión (Jn. 4,43-54).

– Liberación, Triunfo. Algunas figuras bíblica, que sufren graves peligros y vencen en la prueba, son José -Gn. 37-, la casta Susana -Dan. 13, 1 y ss.-, Ester -Est. 14, 1-14- o Jesús, tentado y transfigurado.

– Agua. De la sed al agua viva: el agua de Moisés al pueblo de Israel o de Jesús a la mujer samaritana.

– Perdón. La historia de Jonás y de Nínive y, sobre todo, la parábola del hijo pródigo, son ejemplos de ello.

– Cruz. Signo y presencia permanente durante la cuaresma. Prefigurada en el Antiguo Testamento y patentiza por Jesucristo como condición de cargar con ella para el seguimiento.

– Resurrección. Es la luz definitiva del camino cuaresmal. La escena de la transfiguración de Jesús, siempre presente en el evangelio del II domingo de cuaresma. Es la verificación de aquella máxima «por la cruz a la luz».

5.- ¿Quénes son sus personajes de referencia?

– José hijo de Jacob, Ester, la casta Susana, Jeremías, el ciego de nacimiento, el hijo pródigo, el padre del hijo pródigo, la samaritana, la mujer adúltera y arrepentida, Zaqueo, el buen ladrón… y, sobre todo, Jesús de Nazaret.

San Esteban Harding, impulsor del Císter

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Abad de Cîteaux y uno de los tres fundadores de la Orden del Císter que escribió su «regla de oro», la Carta del Amor

Esteban Harding nació en Dorsetshire (Inglaterra) a mediados del siglo XI. Era culto: hablaba inglés antiguo, normando y latín. Estuvo en varios monasterios, donde aprendía y a la vez enseñaba a otros.

Ingresó en la abadía benedictina de Molesmes, en Francia. Pero por problemas de convivencia, con otros dos monjes (san Roberto de Molesmes y san Alberico) viajó a Cîteaux. Allí fundaron la orden del Císter. Él fue abad.

se quedó en el monasterio y se hizo monje.

En 1119, cuando ya había nueve comunidades cistercienses, san Esteban Harding escribió “Carta Caritatis. Esta Carta del amor se aplicó como reglamento y «regla de oro» de la orden cisterciense.

En 1125, fundó el primer monasterio femenino del Císter en Tart-l’Abbaye (Borgoña).

En 1133 renunció al cargo de abad por motivos de salud y al año siguiente, el 28 de marzo de 1134, falleció.

Oración

A continuación, este es un texto del libro “Comienzos de Cîteaux”. Narra la muerte de san Esteban Harding:

“Cuando llegó el momento en que el anciano padre, extendido sobre su lecho de muerte, después de haber terminado sus trabajos, iba a entrar en el gozo de su Maestro, y que desde la extrema pobreza escogida en este mundo, siguiendo el consejo del Salvador, estaba a punto de entrar en el rico banquete de su Señor en los cielos, todos sus hijos y unos veinte abades se reunieron alrededor de su lecho para dar muestras de filial obediencia y para acompañar con sus oraciones al amigo fiel y al Padre solícito en su camino hacia la patria.

Cuando estaba en su agonía y próximo ya a morir, los hermanos comenzaron a despedirse mientras le llamaban bienaventurado, hombre admirable, ya que había producido tantos frutos en la Iglesia de Dios, diciéndole que podía, con toda seguridad, comparecer ante el Señor.

Esteban, al escuchar tales halagos, juntando todas sus fuerzas les dijo en tono de reproche: «Hermanos míos, ¿qué es lo que estáis diciendo? En verdad os digo, que voy hacia Dios con temor y temblor, como si no hubiera hecho nunca ningún bien. Porque si ha habido en mí alguna virtud, y si algún bien se produjo en mi debilidad, fue por el socorro de la gracia de Dios, y tengo miedo de solo pensar que quizás he recibido esta gracia indignamente y sin hacer el buen uso requerido».

Y así con este acto de humildad, despojándose del hombre viejo, y recusando con todas sus fuerzas los dardos envenenados del enemigo, traspasó dulcemente las puertas del cielo para ser coronado en son de un triunfo merecido. La muerte de Esteban acaeció el 28 de marzo de 1134.”