Jacques Philippe
SI CONOCIERAS EL DON DE DIOS
LA PERSEVERANCIA EN LA ORACIÓN
Leamos las preciosas palabras de Jesús en el evangelio de Lucas:
«Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (Lc 11, 9-13).
La primera condición para recibir el Espíritu Santo es pedirlo en la oración, sencillamente. Por supuesto, es necesario que esta oración esté animada por un gran deseo y que sea perseverante… Pero nos permitirá obtener lo que necesitamos para vivir nuestra vocación cristiana. Me parece que estas palabras de Jesús: «Pedid y se os dará…» son quizá las más consoladoras de toda la Escritura. Ante nuestras necesidades, nuestras dificultades, Jesús nos invita a no inquietarnos, a pedir sencillamente al Padre lo que necesitamos y él nos lo concederá.
Dios oye la oración del pobre. Sobre todo si pide este bien esencial que es la gracia del Espíritu Santo.
Además de esta oración de petición, debemos también practicar la oración silenciosa, que es esencialmente una oración de receptividad. Cuando dedicamos unos tiempos a la oración personal, a la adoración —algo absolutamente indispensable, sobre todo hoy—, no se trata de hablar mucho, de hacer mucho, de pensar mucho, sino sobre todo de acoger en la fe y el amor la presencia de Dios. La oración más profunda y más fecunda es la oración de pura receptividad.
Aparte de los tiempos particulares que dedicamos a la oración personal o comunitaria, conviene hacer de toda nuestra existencia una conversación con Dios, según la invitación de san Pablo: «Orando en todo tiempo movidos por el Espíritu» (Ef 6, 18). San Juan de la Cruz da este consejo:
«Toma a Dios por esposo y amigo con quien te andes de continuo, y no pecarás, y sabrás amar, y haránse las cosas necesarias prósperamente para ti4».
Todos los aspectos de nuestra vida pueden alimentar esta conversación con Dios: lo que nos parece bueno para darle gracias, las dificultades para invocarlo, e incluso nuestras faltas para pedirle perdón. Hay que hacer fuego de toda leña; todo puede alimentar y profundizar nuestra relación con Dios, el bien y el mal.
LA CONFIANZA
La confianza es claramente una actitud de apertura. Se es acogedor, receptivo, con quien se tiene confianza. Por el contrario, la incredulidad, la duda, la sospecha, la desconfianza son actitudes de cerrazón. Lo primero que Dios nos pide no es que seamos perfectos, es que confiemos en él. Lo que más le desagrada no son nuestras caídas, sino nuestras faltas de confianza. Cuanto más confiamos en él, más recibimos el Espíritu. Veamos unas palabras de Jesús a santa Faustina:
«Las gracias de mi misericordia se obtienen con la ayuda de un único medio que es la confianza. Cuanto mayor es su confianza, más recibe el alma. Las almas de una confianza ilimitada me dan una gran alegría, pues vierto en ellas el tesoro entero de mis gracias. Me gozo en que esperan mucho, pues mi deseo es darles mucho, darles abundantemente. Por el contrario, me entristece que las almas esperen poco, que encojan su corazón5».
La confianza y la fe tienen un poder inmenso para atraer la gracia de Dios. Como lo ha comprendido bien Teresa de Lisieux, Dios tiene un corazón de Padre y no resiste ante la confianza filial de sus hijos. En particular para concederles el perdón que tantas veces necesitan. En una carta al sacerdote Bellière, lo explica con esta parábola:
«Quisiera intentar haceros comprender, mediante una comparación muy sencilla, cuánto ama Jesús a la almas, incluso imperfectas, que tienen confianza en Él: supongamos que un padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que cuando va a castigarlos ve a uno que tiembla y huye con miedo, aunque tiene en el fondo del corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el contrario, se arroja a los brazos de su padre diciéndole que lamenta haberle causado esa pena, que le quiere y que, para probarlo, se portará bien en adelante; y luego este hijo le pide al padre que le castigue dándole un beso. No creo que el corazón de ese padre pueda resistir a la confianza filial de su hijo, de quien conoce la sinceridad y el amor.
No ignora que más de una vez su hijo volverá a caer en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre, si siempre su hijo acude a su corazón… No os digo nada del primer hijo, querido hermanito, tenéis que pensar si su padre puede quererle tanto y tratarle con la misma indulgencia que al otro…» (Carta 258).
Una cuestión decisiva, a propósito de la confianza en Dios, es la siguiente: ¿en qué se funda nuestra confianza? ¿En nosotros mismos (en nuestras obras, nuestros logros, nuestros éxitos…), cosa que no es más que confianza en sí mismo? ¿O bien se funda exclusivamente en Dios y en su infinita misericordia? Lo que quiere decir que incluso en la pobreza, el fracaso, las caídas, esta confianza se mantiene firme. La verdadera confianza, la que está fundada en Dios cuyo amor no cambia jamás, es la que practicamos no solo cuando todo va bien, cuando estamos satisfechos de nosotros mismos, sino igualmente cuando nos enfrentamos a nuestras limitaciones y miserias. «Aunque yo hubiese cometido todos los crímenes posibles —dice Teresa— tendría siempre la misma confianza6».
LA HUMILDAD
También la humildad tiene una gran influencia para atraer la gracia del Espíritu Santo. Veamos lo que dice san Pedro en su primera epístola:
«Revestíos todos de humildad en el trato mutuo, porque Dios resiste a los soberbios y a los humildes da la gracia. Humillaos, por eso, bajo la mano poderosa de Dios, para que a su tiempo os exalte» (1P 5, 5).
La humildad es condición esencial para recibir la plenitud de los dones del Espíritu. «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado», dice el Evangelio (Lc 14, 11). Hay muchas facetas en la humildad. Consiste ante todo en reconocer nuestras faltas. El arrepentimiento tiene una gran fuerza para atraer al Espíritu Santo. Consiste luego en reconocer que no tenemos nada por nosotros mismos, que todo nos es dado. Todo lo que somos y todo lo que realizamos es un don gratuito de la misericordia de Dios. Oigamos a Teresa de Lisieux:
«Ser pequeño, eso es no atribuirse a uno mismo las virtudes que se practican, creyéndose capaz de cualquier cosa, sino reconocer que el buen Dios pone ese tesoro en la mano de su hijito para que lo use cuando lo necesite; pero es siempre el tesoro del buen Dios7».
Ser humilde es también conformarse con nuestra debilidad, reconocer y aceptar nuestras limitaciones. Recordemos las palabras de Teresa de Lisieux:
«Lo que agrada a Dios de mi alma es verme amar mi pequeñez y mi pobreza… Huyamos lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez, amemos no sentir nada, entonces seremos pobres de espíritu y Jesús vendrá a buscarnos, por muy lejos que estemos, nos transformará en llama de amor8».
La humildad es, en fin, rebajarse por amor, como Jesús, que lavó los pies de sus discípulos y que decía: «Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve» (Lc 22, 27). En el plano humano, se puede ya comprobar: la humildad es una actitud de apertura. Si soy humilde, acepto los consejos, los reproches, acepto recibir algo de los demás. El orgullo es por el contrario una actitud de cerrazón: soy autosuficiente, siempre tengo razón, no necesito a nadie. Eso es aún más cierto en la relación con Dios: cuanto más reconocemos que no somos nada por nosotros mismos y que dependemos totalmente de la bondad de Dios, más estamos en condiciones de recibir su gracia. Con frecuencia, son nuestras faltas de humildad las que impiden que Dios nos colme tanto como quisiera. Veamos lo que escribe a sus hermanas una monja francesa del siglo XVII, Catherine Mectilde de Bar:
«Dios no desea otra cosa que llenarnos de él mismo y de sus gracias, pero nos ve tan llenos de orgullo y de estima de nosotros mismos que eso es lo que le impide comunicarse. Pues si un alma no está fundada en la verdadera humildad, es incapaz de recibir los dones de Dios. Su amor propio los devoraría y Dios se ve obligado a dejarla en sus pobrezas, en su oscuridad y esterilidad, para convencerla de su nada, tan necesaria es esta disposición de humildad9».
Alegrémonos pues de todo lo que nos rebaja y nos humilla, exterior o interiormente, pues todo progreso en humildad nos abre más a los dones del Espíritu y nos hace más capaces de recibirlos.
LA OBEDIENCIA
«Dios ha dado su Espíritu a todos los que le obedecen», dicen los Hechos de los Apóstoles (5, 32). Un Padre del desierto, Abba Mios de Bélos, no duda en afirmar: «La obediencia responde a la obediencia. Cuando alguien obedece a Dios, Dios también le obedece10».
Es claro que cuanto más deseemos hacer la voluntad de Dios, tanto más recibiremos la gracia necesaria para cumplirla. Dios concede su Espíritu a quienes están decididos a obedecerle. Dios no niega nada a los que no le niegan nada. Esta obediencia que, por supuesto, no debe proceder del miedo, sino ser inspirada por la confianza y el amor, es también una forma importante de «receptividad espiritual». Puede presentar formas muy diferentes: obediencia a la Palabra, a la autoridad de la Iglesia, a tal o cual autoridad humana legítima. Se expresa también al someternos unos a otros por amor, sobre lo que insiste tanto san Pablo: «Estad sujetos unos a otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). Cada vez que renunciamos a nuestra propia voluntad, de manera libre y por amor de alguien, eso nos abre a la gracia del Espíritu.
Otro aspecto de la obediencia filial del cristiano es la obediencia interior a las mociones e inspiraciones del Espíritu. La fidelidad a una gracia atrae otras gracias. Cada vez que obedecemos a una inspiración divina, nuestro corazón se dilata y se hace capaz de recibir más gracias. Quiero insistir además en lo que se podría llamar «obediencia a los acontecimientos de la vida». No consiste en caer en la pasividad o el fatalismo, sino en acoger con confianza las situaciones que atravesemos, en la certeza de que la Providencia del Padre lo dispone todo para nuestro bien. Esta última forma de obediencia tiene una importancia fundamental. Cuanto más acepto con confianza los sucesos de mi existencia, incluso los que me contrarían, más recibo la gracia del Espíritu Santo. Dios no permite que me suceda algo sin concederme al mismo tiempo la gracia para vivirlo de manera positiva. Aceptando ese suceso, acojo la gracia que esconde. El consentimiento a todos los aspectos de la existencia es una forma fundamental de receptividad al Espíritu. La vida muestra su coherencia y su belleza cuando se la acepta toda entera.
«Es una experiencia cada vez más fuerte en mí estos últimos tiempos: en mis acciones y sensaciones cotidianas más ínfimas se desliza un atisbo de eternidad. No soy la única que está cansada, enferma, triste o angustiada. Lo estoy al unísono con millones de otros a través de los siglos. Todo eso es la vida. La vida es bella y plena de sentido en su absurdo, por poco que se sepa encontrar un lugar para todo y cargar con todo en su unidad. Entonces la vida, de una manera u otra, forma un conjunto perfecto. Cuando se rechazan o se quieren eliminar algunos aspectos, cuando se sigue lo que agrada o el capricho para admitir tal aspecto de la vida y rechazar tal otro, entonces la vida se convierte en algo absurdo. Al perder el conjunto, todo es arbitrario» (Etty Hillesum11).
Esta forma de obediencia nos recuerda las palabras de Jesús a Pedro, cuando se apareció en la ribera del lago de Tiberiades después de la Resurrección:
«En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo y te ibas adonde querías; pero cuando envejezcas extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18).
Estas palabras se aplican al martirio de Pedro, pero se las puede entender de manera mucho más general. La vida nos conduce a veces por caminos que no hemos elegido, pero a los que tenemos que conformarnos por amor. Ese consentimiento se convierte entonces en fuente de gracia, de unión con Dios, de experiencia de la presencia del Espíritu Santo que viene en socorro de nuestra debilidad. En su primera epístola, san Pedro se expresa así:
«Alegraos, porque así como participáis en los padecimientos de Cristo, así también os llenaréis de gozo en la revelación de su gloria. Bienaventurados si os insultan por el nombre de Cristo, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» (1P 4, 13-14).
Podemos comprender estas palabras de manera muy amplia: cada vez que aceptamos, en la fe en Cristo y por su amor, las luchas y dificultades de la vida, el Espíritu Santo reposa sobre nosotros.
LA PRÁCTICA DE LA PAZ INTERIOR
Si queremos estar abiertos a la gracia del Espíritu Santo, tenemos que esforzarnos, en cuanto dependa de nosotros, por conservar la paz interior.
«Procure conservar el corazón en paz; no le desasosiegue ningún suceso de este mundo; mire que todo se ha de acabar. No pare mucho ni poco en quien es contra ella o con ella, y siempre procure agradar a su Dios. Pídale se haga en ella su voluntad. Ámele mucho, que se lo debe» (San Juan de la Cruz12).
«He moderado y acallado mi alma», dice el Salmo 130. Cuanto más tranquilo y abandonado está el corazón, mejor puede recibir la moción, la luz y la ayuda del Espíritu Santo. Por el contrario, turbarse, agitarse, inquietarse nos cierra a la gracia. «Vuestra salvación está en convertiros y en tener calma, vuestra fuerza está en confiar y estar tranquilos», dice el profeta Isaías (Is 30, 15). Estemos atentos a este punto importante: solo cuando estamos en paz tenemos buen discernimiento, vemos claro en las diferentes situaciones a que nos enfrentamos y encontramos buenos remedios a nuestros problemas. Es inevitable pasar por momentos de tempestad, de turbación e inquietud, pero debemos ser bien conscientes de que nuestra percepción de la realidad está entonces condicionada por nuestras emociones negativas; hay que esperar que la paz vuelva antes de cambiar cualquier cosa en nuestras resoluciones fundamentales. Mectilde de Bar da este consejo a una de sus hermanas: «Sea fiel en conservar la paz interior, pues, cuando se la pierde, no se ve ni gota, no se sabe adonde se va13».
VIVIR EL INSTANTE PRESENTE
Otra condición importante de receptividad al Espíritu Santo es vivir el momento presente. Cuanto más estamos en el instante presente (evitando volver atrás al pasado y las proyecciones en el porvenir), más en contacto estamos con la realidad, con Dios, con los recursos interiores que nos permiten asumir nuestra vida, más receptivos somos a la acción de la gracia. Los lamentos estériles, rumiar el pasado, las inquietudes por el porvenir nos separan por el contrario de la gracia divina. Si sometemos nuestro pasado a la misericordia de Dios, confiamos nuestro porvenir a su Providencia y hacemos hoy sencillamente lo que se requiere de nosotros, dispondremos de la gracia necesaria un día tras otro.
EL DESPRENDIMIENTO
Para dejar al Espíritu Santo actuar en nosotros, se necesita ir ligero de equipaje y desprendimiento. Tener nuestro corazón libre y desprendido de todo. Si estamos apegados a nuestros planes, nuestros modos de ver, nuestro saber, no dejamos sitio al Espíritu. He oído a sor Elvira, fundadora del Cénacle (una piadosa obra que acoje a jóvenes drogadictos), decir en el curso de una conferencia para sacerdotes: «Estoy siempre dispuesta para hacer en los próximos cinco minutos lo contrario de lo que había previsto». Claro que es necesario tener proyectos, emprender trabajos, pero con un total desprendimiento.
«Que vuestro corazón no sea esclavo de nada. Al formular cualquier deseo, que sea de modo que no sintáis pena en caso de fracaso, mas permanezca vuestro espíritu tan tranquilo como si no hubieseis deseado nada» (Juan de Bonilla, franciscano del s. XVII).
Este desprendimiento nos abre grandemente a la acción del Espíritu.
LA GRATITUD
Esta es otra actitud muy poderosa para atraer la gracia del Espíritu Santo. Así lo asegura santa Teresa de Lisieux:
«Lo que más atrae las gracias del buen Dios, es el reconocimiento, pues si le agradecemos un beneficio, queda tocado y se afana en hacernos otros diez, y si se lo agradecemos con mayor efusión aún, ¡qué multiplicación incalculable de gracias! Lo tengo experimentado: probadlo y veréis. Mi gratitud no tiene límites por todo lo que me da y se lo demuestro de mil maneras14».
Bajo esas frases ligeras y humorísticas, este texto esconde una verdad muy profunda: la gratitud nos abre a los dones de la gracia. No es que haga a Dios más generoso (ya lo es plenamente), sino que nos vuelve más abiertos y receptivos a su amor, nos despega de nosotros mismos para volvernos enteramente hacia él. La gratitud es muy fecunda, porque es la señal de que hemos comprendido y acogido realmente el amor de Dios, y nos dispone a recibir más: «Al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene (que no reconoce lo que ya ha recibido) incluso lo que tiene se le quitará», dice Jesús (Mt 13, 12). El amor atrae al amor. La gratitud es una actitud muy eficaz de receptividad, mientras que la ingratitud, la queja, la envidia, la reivindicación nos cierran el corazón y nos privan de los dones de Dios. San Bernardo se expresa de manera análoga en un comentario del episodio evangélico de los diez leprosos, todos curados por Jesús, pero uno solo, un samaritano, viene a darle gracias:
«Bienaventurado quien, ante cada don de la gracia, se vuelve hacia aquel en quien se encuentra la plenitud de todas las gracias. Si nos mostramos sin ingratitud por los bienes recibidos, preparamos en nosotros un espacio para la gracia, a fin de obtener dones mayores aún. Es la ingratitud, y solo ella, lo que nos impide progresar en nuestro compromiso cristiano, pues el dador, considerando como perdido lo que hemos recibido de él sin reconocimiento, se pone en guardia: sabe que cuanto más diese a un ingrato, más echaría a pura pérdida. Bienaventurado pues quien se considera como un extranjero y que, por los menores beneficios, da gracias largamente15».
Escuchemos el mismo lenguaje en sor Mectilde de Bar:
«Te conjuro, hija mía, para que ocupes toda tu vida en el amor de humilde reconocimiento, en dar gracias a Dios, en alabarle y bendecirle por todos sus beneficios. Es una santa práctica donde encontré maravillas y aumentos de gracias muy particulares. Dando gracias a nuestro Señor, atraes nuevas bendiciones16».
CONCLUSIÓN
Si tratamos de practicar día tras día las actitudes que acabo de mencionar, estaremos abiertos al Espíritu Santo y él podrá actuar en nosotros. Eso no quiere decir que sentiremos siempre su presencia y su acción, pues con frecuencia son secretas, como ya he dicho, pero los frutos llegarán poco a poco. No se trata por cierto de practicar perfectamente todo lo que he dicho, sino de perseverar, con buena voluntad y sin desanimarse nunca, en esta dirección. Quisiera hacer dos comentarios para terminar.
El primero es este: las actitudes que acabo de describir son características del alma de María; se puede ver con facilidad. La Virgen no ha cesado de practicar, de manera perfecta, cada uno de estos puntos: oración, confianza, humildad, obediencia, paz, desprendimiento, instante presente y gratitud. El último secreto para recibir la abundancia del Espíritu es confiarnos totalmente a la Virgen santa, para que ella nos enseñe sus disposiciones interiores, nos guarde fieles cada día de nuestra vida y supla lo que nos falte. Cuanto más cerca estemos de María, mejor recibiremos al Espíritu Santo. Mi segundo comentario es evidentemente un acto de fe: la confianza también deriva de la fe. La humildad (aceptación de mi pequeñez) es un acto de fe: puedo aceptarme pobre porque pongo toda mi fe en Dios y lo espero todo de Dios y su fidelidad. La paz se fundamenta en la fe: ¿cómo estar en paz en un mundo incierto, sino porque apoyamos nuestra fe en la victoria de Cristo? Vivir el instante presente es también un acto de fe: pongo en manos de Dios mi pasado y mi porvenir, y creo que Él está hoy conmigo. El desprendimiento es del mismo modo un acto de fe: puedo ser libre y desprendido de todo lo de este mundo, porque sé que el amor de Dios es el bien esencial que nunca me faltará. En cuanto a la gratitud, es también una expresión de nuestra fe en la bondad y fidelidad del Señor.
Estos dos comentarios se resumen en uno: la grandeza de María es la grandeza de su fe. Está llena del Espíritu a causa de su fe, y lo que más desea comunicarnos es precisamente la fuerza de su fe. Por la fe, se nos comunica toda gracia, todo don del Espíritu, toda bendición divina, como no cesa de afirmar san Pablo. La fe es la esencia de nuestra capacidad de recibir los dones gratuitos de Dios. Se comprende por qué Jesús insiste tanto en este punto en el Evangelio: «¿Dónde está vuestra fe?» (Lc 8, 25).
LUCAS 24, 46-53
Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús es llevado al Padre en el Cielo. Solemos hacer una lectura de la Ascensión siguiendo una guía esencialmente de la Ilustración, en lugar de seguir una guía bíblica, y ello causa gran cantidad de problemas. Los pensadores de la Ilustración introdujeron un entendimiento del Cielo y la tierra en dos niveles. Sostuvieron que Dios existe, pero que vive en un reino lejano llamado Cielo, donde observa el proyecto humano que avanza en la tierra, casi totalmente en base a su propia energía.
En la lectura de la Ilustración, la Ascensión significa que Jesús sube, y sube y se aleja, a un lugar distante y finalmente irrelevante. Pero el punto bíblico es este: Jesús se ha ido al Cielo para dirigir más plenamente lo que aquí pasa en la tierra. Por eso oramos: «Venga a nosotros Tu reino, hágase Tu voluntad así en la tierra como en el Cielo».
Jesús no ha subido, y subido, y se ha ido, sino más bien —si puedo expresarlo de esta manera— ido más profundamente dentro de nuestro mundo. Él ha ido a una dimensión que trasciende, pero incide en nuestro universo.
Pablo se dedicó enteramente a predicar
Esta lectura de los Hechos de los Apóstoles refleja perfectamente el carácter de San Pablo. Convertido al cristianismo, se ha dejado invadir por Jesucristo de una forma total. Para Él vive y por él está dispuesto a afrontar peligros y persecuciones.
Este capítulo forma parte de lo que constituye el segundo viaje misionero de Pablo. Ha predicado en el Areópago de Atenas. No tuvo mucho éxito entre los atenienses. Al final de su discurso habló de la resurrección y la reacción de sus oyentes fue la risa, por parte de algunos, y la excusa de escucharlo otro día, por parte de otros. No obstante, algunos creyeron en él. Tras este episodio en el Areópago decide abandonar Atenas y se dirige a Corinto, una ciudad con una notable reputación de libertinaje y especialmente de inmoralidad sexual.
Allí se encontró con Aquila y su mujer Priscila que, junto a muchos judíos habían sido expulsados de Roma por el emperador Claudio. Con ellos trabajará fabricando tiendas.
Como en otras ocasiones, su predicación comienza por los judíos. Por eso asiste a la sinagoga, pero esa predicación no logró su objetivo. Visto que los judíos se oponían y lo insultaban, decide dedicarse a los paganos.
Y aquí da un gran salto hacia adelante. Los judíos son reticentes a su mensaje y él, incansable y decidido, se propone acercarse al mundo pagano.
Se dirige a casa de Ticio Justo, con él se convirtieron algunos más como Crispo y toda su familia. Muchos corintios se convertían y se bautizaban.
Es curioso observar que, a pesar de reconocer su derecho a ser apoyado económicamente por aquellos a quienes atiende pastoralmente, voluntariamente se mantuvo en su trabajo de misionero y predicador para que nadie pudiera acusarlo de buscar convertidos solo para enriquecerse.
Pablo después describió el carácter de su predicación en Corinto: Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado(1 Cor 2:1-16).
Estos pasajes nos muestran cómo es Pablo. Voluntarioso, no se rinde ante las dificultades y prosigue adelante en su afán de anunciar a todos a Jesucristo. Cambiará de público, pero su sistema, así como su decisión de anunciar a Cristo, permanecerán inalterables.
Estos textos nos manifiestan con nitidez a un hombre de fe firme, sólida; alguien cuyo amor a Jesucristo le llevó a predicarlo “a tiempo y a destiempo”, como recomienda a Timoteo, a enfrentarse a dificultades de todo tipo, con tal de ganar almas para Jesucristo. “Cuando he estado con los que son débiles en la fe, me he vuelto débil como uno de ellos, para ganarlos también. Es decir, me he hecho igual a todos, para de alguna manera poder salvar a algunos” (1 Cor 9, 22).
¡Qué buen modelo para todo creyente cristiano!
Vuestra tristeza se convertirá en alegría
El contexto de este pasaje es la última cena donde Jesús está despidiéndose de sus discípulos. El mensaje de Jesús son palabras de consuelo ante su marcha. El comienzo de este discurso desconcierta a sus amigos: “dentro de poco dejareis de verme, pero dentro de otro poco volveréis a verme”. Palabras un tanto extrañas que provocan interrogantes en los comensales.
Jesús se está refiriendo a los dos tiempos que está a punto de dar cumplimiento. El primer tiempo se refiere a su vida terrena; el segundo a su vida gloriosa, inaugurada en la resurrección. Su retorno, tras la resurrección, no se limita a las apariciones pascuales, sino que se prolonga en el corazón de los creyentes mediante su presencia en ellos.
A esa iglesia naciente le esperan pruebas que habrá de afrontar con valentía. La primera es su muerte, que ocasionará aflicción y desconcierto, mientras que el mundo se sentirá alegre. Para sus seguidores serán momentos de duda, de oscuridad y de silencio. Todo cambiará y la tristeza se tornará en alegría al reconocer su presencia tras su resurrección.
La vida de la iglesia de todos los tiempos discurrirá entre dos gozos: el del mundo y el de Cristo. El gozo del mundo va unido a la consecución de valores efímeros, asentados en aspectos terrenales. El gozo que viene de Jesús, se basa en la condición de ser sus discípulos, reflejar los valores que Él vivió hasta dar la vida por los hermanos. Ahí lo importante es no perderlo a Él, sentir su proximidad, cultivar su amistad. La iglesia de siempre vive en esa lucha. Es bueno que en estos tiempos de abundante increencia no perdamos de vista esa realidad. Lo que importa es no apartarnos de Jesús y seguir buscándolo en la realidad del día a día. El Papa Francisco, con su perspicacia habitual, nos lo recordaba en la Vigilia Pascual: “Un cristianismo que busca al Señor entre los vestigios del pasado y lo encierra en el sepulcro de la costumbre es un cristianismo sin Pascua. ¡Pero el Señor ha resucitado! ¡No nos detengamos en torno a los sepulcros, sino vayamos a redescubrirlo a Él, el Viviente! Y no tengamos miedo de buscarlo también en el rostro de los hermanos, en la historia del que espera y del que sueña, en el dolor del que llora y sufre: ¡Dios está allí!”
Con Gerard Bessière podemos preguntarnos: Pero ¿dónde encontrar hoy ese rostro único? …El rostro de Jesús está entregado a los hombres, extendido en las multitudes, como un fermento, como un fuego que ilumina y quema, como una espera. ¿Dónde buscamos a Jesús?
Rostro de Dios, rostros de los hombres que esperan y que dan. ¿Podemos decir de verdad con santa Teresa de Jesús: «Tu rostro es mi patria»?
Un buen objetivo para este día. Intentar buscar a Jesús en tantos rostros con los que nos cruzaremos a lo largo de las horas. Mantener con Él una conversación de amigos y afianzarnos en la confianza y la seguridad de que Él no nos dejó; sigue en medio de nosotros, nos acompaña en el camino.
La alegría cristiana es la respiración del cristiano, un cristiano que no es alegre en el corazón no es un buen cristiano. Es la respiración, el modo de expresarse del cristiano. La alegría no es algo que se compra o yo la hago con el esfuerzo: no, es un fruto del Espíritu Santo. Quien causa la alegría en el corazón es el Espíritu Santo. La alegría no es vivir de carcajada en carcajada. No, no es eso. Es otra cosa. La alegría cristiana es la paz. La paz que hay en las raíces, la paz del corazón, la paz que solamente Dios nos puede dar. Esto es la alegría cristiana. No es fácil custodiar esta alegría. (Santa Marta, 28 mayo 2018)
Felipe Neri, Santo
Memoria Litúrgica, 26 de mayo
Apóstol de Roma
Martirologio Romano: Memoria de san Felipe Neri, presbítero, que, consagrándose a la labor de salvar a los jóvenes del maligno, fundó el Oratorio en Roma, en el cual se practicaban constantemente las lecturas espirituales, el canto y las obras de caridad, y resplandeció por el amor al prójimo, la sencillez evangélica y su espíritu de alegría, el sumo celo y el servicio ferviente de Dios († 1595).
Fecha de beatificación: 11 de mayo de 1615 por el Papa Pablo V
Fecha de canonización: 12 de marzo de 1622 por el Papa Gregorio XV
Etimológicamente: Felipe = Aquel que es amigo de los caballos, es de origen griego.10:44
Breve Biografía
El hombre busca la felicidad, pero nada de este mundo puede dársela. La felicidad es el fruto sobrenatural de la presencia de Dios en el alma. Es la felicidad de los santos. Ellos la viven en las mas adversas circunstancias y nada ni nadie se las puede quitar. San Felipe Neri ilustra admirablemente la felicidad de la santidad. Dispuesto a todo por Cristo, logró maravillas en su vida y la gloria del cielo.
Nació en Florencia, Italia, en 1515, uno de cuatro hijos del notario Francesco y Lucretia Neri. Muy pronto perdieron a su madre pero la segunda esposa de su padre fue para ellos una verdadera madre.
Desde pequeño Felipe era afable, obediente y amante de la oración. En su juventud le gustaba visitar a los padre dominicos del Monasterio de San Marco y según su propio testimonio estos padres le inspiraron a la virtud.
A los 17 años lo enviaron a San Germano, cerca de Monte Casino, como aprendiz de Romolo, un mercante primo de su padre. Su estancia ahí no fue muy prolongarla, ya que al poco tiempo tuvo Felipe la experiencia mística que él llamaría, más tarde, su «conversión» y, desde ese momento, dejaron de interesarle los negocios. Partió a Roma, sin dinero y sin ningún proyecto, confiado únicamente en la Providencia. En la Ciudad Eterna se hospedó en la casa de un aduanero florentino llamado Galeotto Caccia. quien le cedió una buhardilla y le dio lo necesario para comer a cambio de que educase a sus hijos, los cuales -según el testimonio de su propia madre y de una tía -se portaban como ángeles bajo la dirección del santo.. Felipe no necesitaba gran cosa, ya que sólo se alimentaba una vez al día y su dieta se reducía a pan, aceitunas y agua. En su habitación no había más que la cama, una silla, unos cuantos libros y una cuerda para colgar la ropa.
Fuera del tiempo que consagraba a la enseñanza, Felipe vivió como un anacoreta, los dos primeros años que pasó en Roma, entregado día y noche a la oración. Fue ese un período de preparación interior, en el que se fortaleció su vida espiritual y se confirmó en su deseo de servir a Dios. Al cabo de esos dos años, Felipe hizo sus estudios de filosofía y teología en la Sapienza y en Sant´Agostino. Era muy devoto al estudio, sin embargo le costaba concentrarse en ellos porque su mente se absorbía en el amor de Dios, especialmente al contemplar el crucifijo. El comprendía que Jesús, fuente de toda la sabiduría de la filosofía y teología le llenaba el alma en el silencio de la oración. A los tres años de estudio, cuando el tesón y el éxito con que había trabajado abrían ante él una brillante carrera, Felipe abandonó súbitamente los estudios. Movido probablemente por una inspiración divina, vendió la mayor parte de sus libro y se consagró al apostolado.
La vida religiosa del pueblo de Roma dejaba mucho que desear, graves abusos abundaban en la Iglesia; todo el mundo lo reconocía pero muy poco se hacía para remediarlo. En el Colegio cardenalicio gobernaban los Medici, de suerte que muchos cardenales se comportaban más bien como príncipes seculares que como eclesiásticos. El renacimiento de los estudios clásicos había sustituido los ideales cristianos por los paganos, con el consiguiente debilitamiento de la fe y el descenso del nivel moral. El clero había caído en la indiferencia, cuando no en la corrupción; la mayoría de los sacerdotes no celebraba la misa sino rara vez, dejaba arruinarse las iglesias y se desentendía del cuidado espiritual de los fieles.
El pueblo, por ende, se había alejado de Dios. La obra de San Felipe habría de consistir en reevangelizar la ciudad de Roma y lo hizo con tal éxito, que un día se le llamaría «el Apóstol de Roma».
Los comienzos fueron modestos. Felipe iba a la calle o al mercado y empezaba a conversar con las gentes. particularmente con los empleados de los bancos y las tiendas del barrio de Sant´Angelo. Corno era muy simpático y tenía un buen sentido del humor, no le costaba trabajo entablar conversación, en el curso de la cual dejaba caer alguna palabra oportuna acerca del amor de Dios o del estado espiritual de sus interlocutores. Así fue logrando, poco a poco, que numerosas personas cambiasen de vida. El santo acostumbraba saludar a sus amigos con estas palabras: «Y bien, hermanos, ¿cuándo vamos a empezar a ser mejores?» Si éstos le preguntaban qué debían hacer para mejorar, el santo los llevaba consigo a cuidar a los enfermos de los hospitales y a visitar las siete iglesias, que era una de su devociones favoritas.
Felipe consagraba el día entero al apostolado; pero al atardecer, se retiraba a la soledad para entrar en profunda oración y, con frecuencia, pasaba la noche en el pórtico de alguna iglesia, o en las catacumbas de San Sebastián, junto a la Vía Appia. Se hallaba ahí, precisamente, la víspera se Pentecostés de 1544, pidiendo los dones del Espíritu Santo, cuando vio venir del cielo un globo de fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió poseído por un amor de Dios tan enorme, que parecía ahogarle; cayó al suelo, corno derribado y exclamó con acento de dolor: ¡Basta, Señor, basta! ¡No puedo soportarlo más!» Cuando recuperó plenamente la conciencia, descubrió que su pecho estaba hinchado, teniendo un bulto del tamaño de un puño; pero jamás-le causó dolor alguno. A partir de entonces, San Felipe experimentaba tales accesos de amor de Dios, que todo su cuerpo se estremecía. A menudo tenía que descubrirse el pecho para aliviar un poco el ardor que lo consumía; y rogaba a Dios que mitigase sus consuelos para no morir de gozo. Tan fuertes era las palpitaciones de su corazón que otros podían oirlas y sentir sus palpitaciones, especialmente años mas tarde, cuando como sacerdote, celebraba La Santa Misa, confesaba o predicaba. Había también un resplandor celestial que desde su corazón emanaba calor. Tras su muerte, la autopsia del cadáver del santo reveló que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón.
San Felipe, habiendo recibido tanto, se entregaba plenamente a las obras corporales de misericordia. En 1548, con la ayuda del P. Persiano Rossa, su confesor, que vivía en San Girolamo della Carita y unos 15 laicos, San Felipe fundó la Cofradía de la Santísima Trinidad, conocida como la cofradía de los pobres, que se reunía para los ejercicios espirituales en la iglesia de San Salvatore in Campo. Dicha cofradía, que se encargaba de socorrer a los peregrinos necesitados, ayudó a San Felipe a difundir la devoción de las cuarenta horas (adoración Eucarística), durante las cuales solía dar breves reflexiones llenas de amor que conmovían a todos. Dios bendijo el trabajo de la cofradía y que pronto fundó el célebre hospital de Santa Trinita dei Pellegrini; en el año jubilar de 1575, los miembros de la cofradía atendieron ahí a 145,000 peregrinos y se encargaron, más tarde, de cuidar a los pobres durante la convalescencia. Así pues, a los treinta y cuatro años de edad, San Felipe había hecho ya grandes cosas.
Sacerdote
Su confesor estaba persuadido de que Felipe haría cosas todavía mayores si recibía la ordenación sacerdotal. Aunque el santo se resistía a ello, por humildad, acabó por seguir el consejo de su confesor. El 23 de mayo de 1551 recibió las órdenes sagradas. Tenía 36 años. Fue a vivir con el P. Rossa y otros sacerdotes a San Girolamo della Carita. A partir de ese momento, ejerció el apostolado sobre todo en el confesonario, en el que se sentaba desde la madrugada hasta mediodía, algunas veces hasta las horas de la tarde, para atender a una multitud de penitentes de toda edad y condición social. El santo tenía el poder de leer el pensamiento de sus penitentes y logró numerosas conversiones.
Con paciencia analizaba cada pecado y con gran sabiduría prescribía el remedio. Con gentileza y gran compasión guiaba a los penitentes en el camino de la santidad. Enseñó a sus penitentes el valor de la mortificación y las prácticas ayudasen a crecer en humildad. Algunos recibían de penitencia mendigar por alimentos u otras prácticas de humillación. Uno de los beneficios de la guerra contra el ego es que abre la puerta a la oración. Decía: «Un hombre sin oración es un animal sin razón». Enseñaba la importancia de llenar la mente con pensamientos santos y pensaba que para lograrlo se debía hacer lectura espiritual, especialmente de los santos.
Celebraba con gran devoción la misa diaria cosa que muchos sacerdotes habían abandonado. Con frecuencia experimentaba el éxtasis durante la misa y se le observó levitando en algunas ocasiones. Para no llamar la atención trataba de celebrar la última misa del día, en la que había menos personas.
Conversaciones espirituales
Consideraba que era muy importante la formación. Para ayudar en el crecimiento espiritual, organizaba conversaciones espirituales en las que se oraba y se leían las vidas de los santos y misioneros. Terminaban con una visita al Santísimo Sacramento en alguna iglesia o con la asistencia a las vísperas. Eran tantos los que asistían a las conversaciones espirituales que en la iglesia de San Girolamo se construyó una gran sala para las conferencias de San Felipe y varios sacerdotes empezaron a ayudarle en la obra. El pueblo los llamaba «los Oratorianos», porque tocaban la campana para llamar a los fieles a rezar en su oratorio. Las reuniones fueron tomando estructura con oración mental, lectura del Evangelio, comentario, lectura de los santos, historia de la Iglesia y música. Músicos, incluso Giovanni Palestrina, asistieron y escribieron música para las reuniones.
Los resultados fueron extraordinarios.
Muchos miembros prominentes de la curia asistieron a lo que se llamaba «el oratorio».
El ejemplo de la vida y muerte heroicas de San Francisco Javier movió a San Felipe a ofrecerse como voluntario para las misiones; quiso irse a la India y unos veinte compañeros del oratorio compartían la idea. En 1557 consultó con el Padre Agustín Ghettini, un santo monje cisterciense. Después de varios días de oración, el patrón especial del Padre Ghettini, San Juan Evangelista, se le apareció y le informó que la India de Felipe sería Roma. El santo se atuvo a su consejo poniendo en Roma toda su atención.
Una de sus preocupaciones eran los carnavales en que, con el pretexto de «prepararse» para la cuaresma, se daban al libertinage. San Felipe propuso la santa diversión de visitar siete iglesias de la ciudad, una peregrinación de unas doce millas, orando, cantando y con un almuerzo al aire libre.
San Felipe tuvo muchos éxitos pero también gran oposición. Uno de estos fue el cardenal Rosaro, vicario del Papa Pablo IV. El santo fue llamado ante el cardenal acusado de formar una secta. Se le prohibió confesar y tener mas reuniones o peregrinaciones. Su pronta y completa obediencia edificó a sus simpatizantes. El santo comprendía que era Dios quien le probaba y que la solución era la oración.
El cardenal Rosario murió repentinamente. El santo no guardó ningún resentimiento hacia el cardenal ni permitía la menor crítica contra este.
La Congregación del Oratorio (Los oratorianos)
En 1564 el Papa Pío IV pidió a San Felipe que asumiera la responsabilidad por la Iglesia de San Giovanni de los Florentinos. Fueron entonces ordenados tres de sus propios discípulos quienes también fueron a San Juan. Vivían y oraban en comunidad, bajo la dirección de San Felipe. El santo redactó una regla muy sencilla para sus jóvenes discípulos, entre los cuales se contaba el futuro historiador Baronio.
Con la bendición del Papa Gregorio XII, San Felipe y sus colaboradores adquirieron, en 1575, su propia Iglesia, Santa María de Vallicella.
El Papa aprobó formalmente la Congregación del Oratorio.
Era única en que los sacerdotes son seculares que viven en comunidad pero sin votos. Los miembros retenían sus propiedades pero debían contribuir en los gastos de la comunidad. Los que deseaban tomar votos estaban libres para dejar la Congregación para unirse a una orden religiosa. El instituto tenía como fin la oración, la predicación y la administración de los sacramentos. Es de notar que, aunque la congregación florecía a la sombra del Vaticano, no recibió el reconocimiento final de sus constituciones hasta 17 años después de la muerte de su fundador, en 1612.
La Iglesia de Santa María in Vallicella estaba en ruinas y resultaba demasiado pequeña. San Felipe fue además avisado en una visión que la Iglesia estaba a punto del derrumbe, siendo sostenida por la Virgen. El santo decidió demolerla y construir una más grande. Resultó que los obreros encontraron la viga principal estaba desconectada de todo apoyo. Bajo la dirección de San Felipe la excavación comenzó en el lugar donde una antigua fundación yacía escondida. Estas ruinas proveyeron la necesaria fundación para una porción de la nueva Iglesia y suficiente piedra para el resto de la base. En menos de dos años los padres se mudaron a la «Chiesa Nuova». El Papa, San Carlos Borromeo y otros distinguidos personajes de Roma contribuyeron a la obra con generosas limosnas. San Felipe tenía por amigos a varios cardenales y príncipes. Lo estimaban por su gran sentido del humor y su humildad, virtud que buscaba inculcar en sus discípulos.
Aparición de la Virgen y curación
Fue siempre de salud delicada. En cierta ocasión, la Santísima Virgen se le apareció y le curó de una enfermedad de la vesícula.
El suceso aconteció así: el santo había casi perdido el conocimiento, cuando súbitamente se incorporó, abrió los brazos v exclamó:
«¡Mi hermosa Señora! «Mi santa Señora!» El médico que le asistía le tomó por el brazo, pero San Felipe le dijo:
«Dejadme abrazar a mi Madre que ha venido a visitarme».
Después, cayó en la cuenta de que había varios testigos y escondió el rostro entre las sábanas, como un niño, pues no le gustaba que le tomasen por santo.
Dones extraordinarios
San Felipe tenía el don de curación, devolviéndole la salud a muchos enfermos. También, en diversas ocasiones, predijo el porvenir. Vivía en estrecho contacto con lo sobrenatural y experimentaba frecuentes éxtasis. Quienes lo vieron en éxtasis dieron testimonio de que su rostro brillaba con una luz celestial.
Ultimos años
Durante sus últimos años fueron muchos los cardenales que lo tenían como consejero. Sufrió varias enfermedades y dos años antes de morir logró renunciar a su cargo de superior, siendo sustituido por Baronio.
Obtuvo permiso de celebrar diariamente la misa en el pequeño oratorio que estaba junto a su cuarto. Como frecuentemente era arrebatado en éxtasis durante la misa, los asistentes acabaron por tomar la costumbre de retirarse al «Agnus Dei». El acólito hacía lo mismo. Después de apagar los cirios, encender una lamparilla y colgar de la puerta un letrero para anunciar que San Felipe estaba celebrando todavía; dos horas después volvía el acólito, encendía de nuevo los cirios y la misa continuaba.
El día de Corpus Christi, 25 de mayo de 1595, el santo estaba desbordante de alegría, de suerte que su médico le dijo que nunca le había visto tan bien durante los últimos diez años. Pero San Felipe sabía perfectamente que había llegado su última hora. Confesó durante todo el día y recibió, como de costumbre, a los visitantes. Pero antes de retirarse, dijo: «A fin de cuentas, hay que morir». Hacia medianoche sufrió un ataque tan agudo, que se convocó a la comunidad. Baronio, después de leer las oraciones de los agonizantes, le pidió que se despidiese de sus hijos y los bendijese. El santo, que ya no podía hablar, levantó la mano para dar la bendición y murió un instante después. Tenía entonces ochenta años y dejaba tras de sí una obra imperecedera.
San Felipe fue canonizado en 1622
El cuerpo incorrupto de San Felipe esta en la iglesia de Santa María en Vallicella, bajo un hermoso mosaico de su visión de la Virgen María de 1594.
Es el santo patrono de las Fuerzas Especiales del Ejercito de los EE.UU.; de Roma, Italia.
Su tristeza se convertirá en alegría
Santo Evangelio según san Juan 16, 16-20. Jueves VI de Pascua
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, ayúdame para poder descubrir el poder maravilloso del amor y de la santidad que tiene el Espíritu Santo en mi vida.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Juan 16, 16-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Dentro de poco tiempo ya no me verán; y dentro de otro poco me volverán a ver”. Algunos de sus discípulos se preguntaban unos a otros: “¿Qué querrá decir con eso de que: ‘Dentro de poco tiempo ya no me verán, y dentro de otro poco me volverán a ver’, y con eso de que: ‘Me voy al Padre’?” Y se decían: “¿Qué significa ese ‘un poco’? No entendemos lo que quiere decir”.
Jesús comprendió que querían preguntarle algo y les dijo: “Están confundidos porque les he dicho: ‘Dentro de poco tiempo ya no me verán y dentro de otro poco me volverán a ver’. Les aseguro que ustedes llorarán y se entristecerán, mientras el mundo se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero su tristeza se transformará en alegría”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
El Evangelio de hoy nos presenta esta «pre-despedida» del Señor a sus apóstoles, y quiero que nos detengamos en una frase que dice Jesús: «… pero vuestra tristeza se convertirá en alegría». Dentro de dos o tres días estaremos celebrando la solemnidad de la Ascensión de nuestro Señor a los cielos, y metiéndonos en los zapatos o, mejor dicho, en las sandalias de los apóstoles, después de todo lo que habían vivido: la pasión del Maestro, su muerte, la muerte de Judas, el miedo que tenían porque los estaban buscando; terminado todo esto, parece que ya nada tiene sentido. Es entonces cuando el Señor se les aparece en algunos momentos y recobran la alegría que al perecer se había ido con el Maestro. Y no quieren que Él nuevamente se vaya, no quieren perder la alegría que tienen al verlo, pero Jesús tiene que subir a los cielos para reinar desde allá. Y es desde allí, precisamente, de donde nos enviará el Espíritu Santo para que nuestra «tristeza se convierta en alegría». Nosotros somos templos del Paráclito, (Cf. 1 Cor 1,16), pero ¿qué tanto lo creemos? «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7).
Dentro de muy poco conmemoraremos Pentecostés; preparémonos para recibir al Espíritu Santo. Él vendrá y se posará sobre cada uno de nosotros, para que toda tristeza se convierta en alegría. Pidamos a la Virgen María, ella que es la esposa del Paráclito, que nos ayude a tener nuestro corazón lo menos indigno posible para recibir al artífice de nuestra santidad.
Pentecostés… Alegría de recibir el Espíritu Santo.
«En este día les digo: por favor mantengan viva la alegría, es signo del corazón joven, del corazón que ha encontrado al Señor. Y si ustedes mantienen viva esa alegría con Jesús, nadie se la puede quitar, ¡nadie! Pero por las dudas, les aconsejo: No se la dejen robar, cuiden la alegría que unifica todo ?¿En qué?? en el saberse amados por el Señor. Porque, como habíamos dicho al principio: Dios nos ama… ?¿Cómo era?– [Repiten: «Dios nos ama con amor de Padre»], Dios nos ama con corazón de Padre.
Otra vez… [Repiten: «Dios nos ama con corazón de Padre»]. Y este es el principio de la alegría. El fuego del amor de Jesús hace desbordante este gozo, y es suficiente para incendiar el mundo entero. ¡Cómo no van a poder cambiar esta sociedad y lo que ustedes se propongan! ¡No le tengan miedo al futuro! ¡Atrévanse a soñar a lo grande!». (Saludo de S.S. Francisco, 7 de septiembre de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Encomendarme hoy al Espíritu Santo, para que sea Él quien guíe mi día.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
¿Cómo sanar la tristeza?. Cinco recetas para superar la tristeza
Es claro que la tristeza nos atañe a todos. Hombres y mujeres, pobres y ricos, viejos y niños. ¡Todos, alguna vez, nos podemos ver inundados por este sentimiento!
Es claro que la tristeza nos atañe a todos. Hombres y mujeres, pobres y ricos, viejos y niños. ¡Todos, alguna vez, nos podemos ver inundados por este sentimiento!
La tristeza es un dolor interno causado por la ausencia de un bien. Cuando, por ejemplo, a un niño se le cae la paleta, enseguida llora, porque ha perdido este bien. O si el novio termina a la novia, ésta se sume en la tristeza por haber perdido esta relación que consideraba un bien. Y lo mismo ante una enfermedad, el viaje de un ser querido o, más grave aún, la muerte.
Antes de continuar quiero dejar clara una cosa: estar triste no es sinónimo de estar deprimido. La depresión conlleva tristeza, pero no sólo eso. En la depresión la autoestima de la persona está por los suelos, no siente ilusión por nada, ni por el mismo hecho de superar esta tristeza, y, además, es incapaz de tomar decisiones por sí misma de una manera constante.
Volviendo al tema, lo primero que hay que hacer frente a la tristeza es asumirla.
A veces creemos que no nos merecemos estar tristes. Vemos todo lo que tenemos, lo que somos… y pensamos que no tenemos derecho a entristecernos.
Pero los sentimientos las más de las veces no los escogemos, simplemente se nos vienen. Y si son negativos, el primer paso para superarlos es aceptar que los tengo.
Lo segundo es aprender a conocernos.
Es muy importante ser capaces de descubrir y de describir lo que sentimos. Si ante la pregunta «¿Cómo estás?», no sabes explicarte, necesitas trabajar en tu introspección.
Y ahora sí, estamos preparados para expresar la tristeza. No temas hacerlo. Callar una emoción no la hará necesariamente desaparecer.
No compartir tu tristeza, es como dejar dentro de tu alma un veneno que poco a poco la va a carcomer hasta llegar a destruirla del todo.
Según Santo Tomás de Aquino, hay cinco recetas para superar la tristeza:
1. Haz algo bueno y que te guste: cuando estés triste, no dejes de consentirte. Toma un chocolate, ve una película, haz ejercicio, sal a una fiesta, escribe tus recuerdos positivos, etc.
2. El llanto: el mismo San Agustín cuenta que cuando se dolía de la muerte de su amigo, sólo en los gemidos y en las lágrimas hallaba algún descanso. Llorar no es malo si la causa que lo suscita es grave. No se trata de un llanto descontrolado, sino proporcional a la causa de la tristeza. No es lo mismo llorar porque perdí un partido, que porque ha muerto un familiar.
3. La compasión: comparte con tus amigos la tristeza. Ella es como un peso que nos abruma y, por eso, cuando sentimos que hay otros brazos cargándola, su peso se aligera.
Además, cuando alguien me muestra compasión, es porque me ama, y esto hace que la tristeza sea más llevadera.
4. El sueño y el agua: ¡Vaya que es cierto! Cuando estamos tristes, una buena ducha nos reanima.
Nos ayuda a retomar energías. A tener más clara la mente para tomar decisiones.
Y el sueño, ¡ni se diga! Como dice San Ambrosio: «el sueño restablece los miembros debilitados para el trabajo, alivia las mentes fatigadas y libera a los angustiados de su pena».
Así que un poco de agua y unas buenas horas para descansar, pueden ser también un remedio que ayude a mitigar la tristeza.
5. El encuentro con Dios en la oración: no hay nadie que nos entienda mejor que Dios. Y por eso el mejor remedio siempre será el encuentro con Él.
Acude al Sagrario, pídele explicaciones –¡sí se vale hacerlo–, no como alguien que exige, sino como un hijo que no entiende. Cuéntale tus penas, y abre los oídos de tu corazón para escuchar lo que Él te quiera decir.
La sabiduría de los ancianos, antídoto contra el desencanto
Catequesis del Papa Francisco, 25 de mayo de 2022
“La vejez puede aprender de la sabiduría irónica de Qohélet el arte de sacar a la luz el engaño oculto en el delirio de una verdad de la mente desprovista de afectos por la justicia”, lo dijo el Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles, 25 de mayo, continuando con su ciclo de catequesis sobre la vejez, en esta ocasión reflexionando a la luz del Libro del Eclesiastés o Qohélet (2,17-18; 12,13-14), otra joya que encontramos en la Biblia.
Un Libro que cuestiona el sentido de la existencia
Al presentar su décima primera reflexión sobre “la sabiduría y el valor de la vejez”, el Santo Padre señaló que, “en una primera lectura este breve libro impresiona y deja desconcertado por su famoso estribillo: «Todo es vanidad», todo es ‘niebla’, ‘humo’, ‘vacío’. Sorprende encontrar estas expresiones, que cuestionan el sentido de la existencia, dentro de la Sagrada Escritura”. En realidad, explicó el Pontífice, la oscilación continua de Qohélet entre el sentido y el sinsentido es la representación irónica de un conocimiento de la vida que se desprende de la pasión por la justicia, de la que el juicio de Dios es garante. Y la conclusión del Libro indica el camino para salir de la prueba:
“Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal”.
La resistencia de la vejez al desencanto de la vida
Ante esta realidad, evidenció el Papa Francisco que, en ciertos momentos, nos parece acoger todos los contrarios, reservándoles el mismo destino, que es el de acabar en la nada, el camino de la indiferencia puede parecernos también a nosotros el único remedio para una dolorosa desilusión. Puede surgir en nosotros, afirmó el Pontífice, una especie de intuición negativa que puede presentarse en cada etapa de la vida, pero no hay duda de que la vejez hace casi inevitable el encuentro con el desencanto. Y por tanto la resistencia de la vejez a los efectos desmoralizantes de este desencanto es decisiva: si los ancianos, que ya han visto de todo, conservan intacta su pasión por la justicia, entonces hay esperanza para el amor, y también para la fe.
“Para el mundo contemporáneo se ha vuelto crucial el paso a través de esta crisis, crisis saludable, porque una cultura que presume de medir todo y manipular todo termina por producir también una desmoralización colectiva del sentido, del amor, del bien”.
La búsqueda moderna de la verdad está separada de la justicia
Esta desmoralización de la vida, precisó el Santo Padre, quita el deseo de buscar la “verdad”, que se limita a registrar el mundo, al fluir del tiempo y al destino de la nada. “De esta forma -revestida de cientificidad, pero también muy insensible y muy amoral la búsqueda moderna de la verdad se ha visto tentada a despedirse totalmente de la pasión por la justicia. Ya no cree en su destino, en su promesa, en su redención”. Para nuestra cultura moderna, que al conocimiento exacto de las cosas quisiera entregar prácticamente todo, la aparición de esta nueva razón cínica – que suma conocimiento e irresponsabilidad – es un contragolpe muy duro.
“El conocimiento que nos exime de la moralidad, al principio parece una fuente de libertad, de energía, pero pronto se convierte en una parálisis del alma”.
Atentos a la “acedia”, una enfermedad del alma
En este sentido, el Papa Francisco dijo que, Qohélet, con su ironía, ya desenmascara esta tentación fatal de una omnipotencia del saber -un “delirio de omnisciencia” – que genera una impotencia de la voluntad. Asimismo, afirmó que, los monjes de la más antigua tradición cristiana habían identificado con precisión esta enfermedad del alma, que de pronto descubre la vanidad del conocimiento sin fe y sin moral, la ilusión de la verdad sin justicia. La llamaban “acedia”. No es simplemente pereza. No es simplemente depresión. Más bien, es la rendición al conocimiento del mundo sin más pasión por la justicia y la acción consecuente.
El peligro de una “sociedad del cansancio”
El vacío de sentido y de fuerzas abierto por este saber, que rechaza toda responsabilidad ética y todo afecto por el bien real, no es inofensivo. No solamente le quita las fuerzas a la voluntad del bien: por contragolpe, abre la puerta a la agresividad de las fuerzas del mal. Son las fuerzas de una razón enloquecida, que se vuelve cínica por un exceso de ideología. De hecho, con todo nuestro progreso y bienestar, nos hemos convertido verdaderamente en una “sociedad del cansancio”. Teníamos que producir bienestar generalizado y toleramos un mercado sanitario científicamente selectivo. Teníamos que poner un límite infranqueable a la paz, y vemos sucesión de guerras cada vez más despiadadas contra personas indefensas. La ciencia progresa, naturalmente, y es un bien. Pero la sabiduría de la vida es otra cosa, y parece estancada.
No busquemos refugio en las brujerías de la vida
Finalmente, el Santo Padre dijo que, esta razón an-afectiva e ir-responsable también quita sentido y energías al conocimiento de la verdad. No es casualidad que la nuestra sea la época de las fake news, de las supersticiones colectivas y las verdades pseudo-científicas. En esta cultura del saber, del conocer y de la precisión, se ha difundido tanta “bujería culta”, que nos llevan a una vida de supersticiones. ¡Los ancianos llenos de sabiduría y humor hacen mucho bien a los jóvenes! Los salvan de la tentación de un conocimiento del mundo triste y sin sabiduría. Y los devuelven a la promesa de Jesús: «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados».
El don del Espíritu Santo: Temor de Dios
Los dones del Espíritu Santo y la oración. El alma llena de amor y consciente de su fragilidad, teme llegar a ofender a Dios, a perderle.
Cuando se quiere mejorar la oración, un camino es el de disponer el corazón, cultivar las actitudes del orante. La actitud de hijo, de criatura, de pecador, de discípulo, de amigo… Cada actitud dispone para el diálogo con el Señor. Con sus dones el Espíritu Santo configura estas posturas del corazón y suscita la oración «de los santos según Dios» (Rm 8, 26).
El don de temor de Dios
Con el don llamado temor de Dios, el Espíritu Santo nos eleva a palpar la santidad transcendente de Dios. No se teme el castigo de Dios, sino que el alma llena de amor y consciente de su fragilidad, teme llegar a ofenderle a Dios, a perderle. Se podría hablar de un don de la reverencia, de la capacidad de descubrir la grandeza de Dios, motivo de adoración y alabanza.
¿Amor o temor?
Sin embargo, hay motivo para mantener la cualidad del «temor», pues se falsifica nuestra relación con Dios si nos olvidamos de quienes somos, de nuestra condición de creaturas y especialmente de nuestra fragilidad como pecadores: de los pecados cometidos, y del peligro de cometerlos. En la oración, cuánto más auténtica es nuestra toma de conciencia de la presencia de Dios, tanto más queda sobrecogida el alma, temerosa de no estar a la altura, de no prestarle al Señor la reverencia que merece.
Los frutos del Espíritu Santo, el don de temor de Dios y la oración
Cuando el Espíritu Santo se hace presente actuando el don, entramos de pronto con claridad y viveza en la experiencia inmediata de la santidad del Señor. Quizás es mejor que cada uno acuda a la propia experiencia, a los momentos en que ha sido más evidente la acción de Él. No en las emociones, sino en la actitud del alma. No sólo «sentir la grandeza de Dios», o «sentir su santidad», sino sentirse a la vez colmado de la experiencia de su grandeza y de la propia indignidad y fragilidad.
Surgen espontáneas en el alma la adoración y alabanza de Dios por un lado, y por otro la actitud humilde de quien se sabe creatura y aún pecador: «el publicano no levantaba la mirada sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18, 13). Pensemos en las figuras de los grandes orantes: Moisés descalzándose delante de la zarza ardiente. Isaías que exclama: «Ay de mí, soy un hombre de labios impuros». San Pablo que cae al suelo cuando Cristo le aparece en el camino. La misma Santísima Virgen María se turba frente al saludo del Ángel.
A esta luz hemos de querer y pedir que nuestro corazón sea auténtico delante del Señor: «¿Quién soy yo, Señor, para entrar en tu presencia? Una pobre creatura cargada de iniquidad, pero desde mi miseria yo te adoro rendidamente. Te pido perdón de mis muchos pecados».
De modo paradójico, este santo temor también se hace alegría cuando desde el amor cantamos la gloria de Dios: «Recordad la exclamación estupenda del himno de la Santa Misa festiva, llamado precisamente el Gloria: «te damos gracias por tu inmensa gloria»» (Pablo VI, 25 de abril de 1973)
¿Cómo cultivar el don de temor de Dios?
¿Podemos cultivar este don, hacer algo nosotros para alcanzar o secundar la acción del Espíritu Santo en nuestra oración? El cultivo de las virtudes correspondientes, la corrección de los defectos, la súplica perseverante y la espera confiada son todas actitudes que preparan el terreno para la acción del Espíritu. Y el alma queda libre para dejarse guiar u oponerse a la acción divina.
Para el don del temor de Dios, podemos reflexionar sobre nuestras actitudes como creaturas. Sobre la seriedad que damos a la cita con Él en la meditación. Sobre el trato que le damos: el respeto, la reverencia, la atención, las posturas. Sobre la sinceridad de nuestra pena cuando nos percatamos de las distracciones involuntarias. Sobre cómo reaccionamos cuando hay cansancio, calor o aridez: ¿es enojo, molestia? ¿o pena, vergüenza? Luego, de manera más importante, sobre nuestra conciencia y nuestro sentido del pecado.
Nuestro deseo de ser puro y santo en su presencia, de que él nos purifique.
Y, finalmente, buscar meditar, contemplar, saborear las grandezas de Dios.
Le recomendamos consultar la Catequesis sobre los Dones del Espíritu Santo que impartió el Papa Francisco:
Catequesis Dones del Espíritu Santo
Cuando los hijos se van ¿y ahora qué?
Nido vacío: ¿un problema o una oportunidad?
La partida de los hijos no debe visualizarse como un evento negativo o una sensación de frustración. El tiempo ahora es para el disfrute en pareja de actividades aplazadas o relegadas, frente a tareas más importantes.
Esa expresión popular, «nido vacío», se relaciona con el ciclo reproductor de las aves, justamente cuando los polluelos, una vez emplumados y completamente desarrollados, abandonan la seguridad y el cobijo del entorno paterno para volar libremente, dando inicio a un nuevo ciclo vital. Esto, que en las aves ocurre sin trauma ninguno para los progenitores, en los humanos casi siempre es un evento doloroso, conflictivo y aún dramático.
¿Por qué algo natural y previsible como es la emancipación de los hijos, ha llegado a ser fenómeno traumático para los padres, que en lugar de sentir la satisfacción de una labor cumplida a cabalidad, se sienten solos, vacíos y desprogramados, como si su proyecto vital hubiera llegado a su fin y a partir de entonces su existencia no tuviera cabida sino para la nostalgia, la rememoración agridulce de tiempos mejores que han quedado atrás y la espera paciente de una corta visita, una llamada telefónica o una alegre celebración que pasa fugaz y deja un regusto amargo, mezcla de añoranza y abandono?
La denominación de «nido vacío» es un fenómeno reciente que describe esa realidad de padres solos, con frecuencia aún jóvenes, que ven marchar a sus hijos del hogar y se encuentran el uno frente al otro como seres descartados por la vida.
La familia nuclear, constituida por padre, madre y uno, dos o cuanto más tres hijos, hizo su aparición en los últimos años sesenta del siglo XX y dio lugar a un ciclo familiar corto, en el que padres de 45 o 50 años terminan la crianza de su(s) hijo(s) y ven marchar la prole cuando están aún en lo que podríamos denominar el tercio medio de su proyecto familiar.
En contraposición, la familia anterior a «la píldora» procreaba usualmente entre 5 y 8 hijos y por lo tanto invertía en el periodo de crianza mucho más tiempo; esto sin contar que la emancipación de los hijos era algo progresivo y tardaba años desde la marcha del primero. Adicionalmente en una constelación numerosa de hermanos no era extraño que alguno(a) de ellos permaneciera soltero(a) y continuara indefinidamente en la casa paterna. Total, no habían terminado de marcharse todos cuando los nietos empezaban a desfilar por la casa de los abuelos y entonces, «nido vacío» propiamente no había.
Nido vacío: ¿un problema o una oportunidad?
La respuesta a esta inquietud no es simple. Cada familia lo percibe diferente y cuando unos ven el arribo de un periodo de madurez y plenitud, otros sienten que es hora de «recomenzar» porque lo construido hasta hoy se ha venido abajo. Y no faltan los que destruyen el nido y con él la relación matrimonial, bajo el supuesto de que con la marcha de los hijos la responsabilidad ha terminado y han quedado libres de unas ataduras toleradas solo por no dar escándalo a hijos aún inmaduros.
Un punto de vista positivo: el matrimonio es una realidad dinámica como pocas. De una primera época de ajustes, que va construyendo un estilo familiar y una relación de pareja cada vez más madura y estable, se pasa a un periodo de crianza sugestivo y «engolosinante», que transforma el nido de amor en un entorno educativo, con tiempos muy bien determinados aunque translapables, según las edades de los hijos: primera infancia, escolaridad, pubertad, adolescencia y adulto joven.
Durante este lapso, que va de la boda hasta la misión de ser padres y sigue con la llegada a la edad adulta del primer hijo, no solo maduran los críos sino también los padres, en aspectos como la relación esponsal, la relación parental, el crecimiento físico, psíquico, espiritual, profesional, etc.; de tal manera, que una vez terminada la crianza, los esposos son mejores personas, mejores profesionales, mejores amigos… mejores hijos de Dios.
Si lo anterior es cierto, se aprecia el inicio de una nueva etapa en el dinamismo familiar, en la que se cosechan frutos y se gana tiempo para el disfrute en pareja de muchas actividades que debieron ser aplazadas o relegadas, frente a tareas más importantes y en ocasiones urgentes del periodo anterior.
Un punto de vista negativo: desde esta óptica, la familia nuclear de uno o dos hijos, no solo cambió la dinámica hogareña, sino que, en muchos casos, alteró el orden de los amores. Poco a poco, el amor de los esposos entre sí, realidad fundante y soporte básico del entorno familiar, fue cediendo terreno frente al amor filial, que con el correr del tiempo se ha ido convirtiendo en el único aunque frágil pegamento de la unión familiar.
Aquí, tanto la madre como el padre, pero sobre todo la primera, ven en el hijo la máxima aspiración de su proyecto matrimonial y su amor hacia este como el más perfecto y «desinteresado» amor humano y esto con un claro detrimento de la relación de pareja y de la figura del esposo-padre, quien no logra, aunque se lo proponga, romper la diana madre-hijo; quedando relegado a un papel secundario de proveedor o cuasi-madre que cambia también pañales, prepara teteros y compite con la esposa por los afectos de un hijo que funge de rey del hogar y vino para ser servido, porque, como afirman cada vez más los jóvenes tiranos, como razón de fondo para sus crecientes demandas: “Yo no pedí que me trajeran a este mundo”.
Es principalmente en este tipo de familias, donde la emancipación de los hijos se visualiza negativamente, porque el accionar de los padres, una vez se marchan los hijos, pierde vigencia, dejando un vacío de validez y motivación en la pareja de esposos, que para entonces son solo socios de una empresa caduca que los distrajo de ese otro fin matrimonial, para entonces olvidado o por lo menos imperfectamente asumido, cual es la ayuda y el perfeccionamiento mutuo.
Así pues, un «nido vacío», no es la etapa final en el ciclo natural de la familia. Muy al contrario, es el inicio de una nueva etapa en la que un amor maduro y aquilatado por un previo trasegar, pletórico de realidades complejas abre paso a una convivencia conyugal serena, esperanzada y enriquecida por el agradecimiento de unos hijos que se seguirán nutriendo indefinidamente del amor de sus padres.
Flor del 26 de mayo: María, salud de los enfermos
Meditación: María ama, María consuela y cubre con su Manto de amor, otorgando la curación del alma y del cuerpo a sus hijos enfermos. Intercede ante el Señor para nuestra sanación. Sino siempre se cura el cuerpo, es porque no nos conviene, pero María nos ayuda y conforta aliviando el dolor y sanándonos el alma con sus bellas lágrimas.
Oración: María salud de los enfermos, no sólo del cuerpo, sino de todos los que no tenemos un corazón bueno. Madre de todos los dolores, de los más atroces, sánanos en cuerpo y alma para que prestemos a Dios alabanza. Amén.
Decena del Santo Rosario (Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria).
Florecilla para este día: Orar a María por la salud de un enfermo, pidiendo su poderosa intercesión para su sanación física y espiritual.
Felipe Neri, el santo al que no le cabía el gozo en el cuerpo
Su autopsia reveló que tenía dos costillas rotas: la palpitación de su corazón, más grande de lo normal, se hizo espacio para latir
En el 1500 en Roma no había escuelas, sino que abundaba la miseria, y bandas de niños abandonados a sí mismos, ladronzuelos y siempre hambrientos llenaban las calles intentando robar a los que pasaban o llevarse algo de comida de los puestos del mercado.
Culto, apasionado de Dios (se dice que en su primer éxtasis el corazón se le dilató en el pecho rompiéndole dos costillas) y siempre de buen humor, este joven de buena familia nació en Florencia el 21 de julio de 1515.
“Pippo buono”, le llamaban todos, dio a los niños abandonados un hogar y una familia. Y mendigó por las calles para que tuvieran qué comer, enseñándoles con el canto y la catequesis.
Sigue muy viva la risa de gran burlón que llevaba el corazón de pequeños y grandes a Dios a través de la alegría y la sencillez, como muestran estas anécdotas de su vida.
Sed buenos… ¡si podéis!
Felipe quería que sus niños crecieran en la alegría y cantando: todo lo contrario que la severidad y el uso del bastón que, en la época, se consideraban necesarios para educar a los jóvenes.
“Hijos míos –decía– sed alegres: no quiero ni escrúpulos ni melancolías, me basta con que no pequéis”.
Su frase famosa (se convirtió en el título de una película en 1983 con Johnny Dorelli) era: “Sed buenos… ¡si podéis!”.
Y en su dialecto romano, cuando sus chicos le hacían perder la paciencia, les decía la frase (dulcificada al final): “Te possi morì ammazzato… (algo así como “allá te mueras”) ppe’ la fede!» (¡por la fe!).
Mendigo por amor
Felipe intentaba proporcionar a sus chicos todo lo que necesitaban y no dudaba en llamar a las puertas de los palacios de los ricos para pedir limosna.
Se cuenta que una vez, un señor rico, molesto por sus peticiones, le dio una bofetada. El santo no se descompuso: “Esto es para mí –dijo sonriendo– os lo agradezco. Ahora dadme algo para mis chicos”.
¡Quitadme los zapatos!
Está claro que para san Felipe, la humildad era la virtud principal. En su época había una religiosa que tenía gran notoriedad porque se decía que tenía éxtasis y revelaciones.
Un día el Papa mandó a Felipe para comprobar la santidad de la monja, que se encontraba en un convento en los alrededores de Roma.
Mientras Felipe estaba de camino, un violento temporal transformó en fango la carretera, de manera que el santo llegó a su destino hecho un desastre y con los zapatos sucios.
Cuando llegó ante él la monja, con las manos juntas y una expresión hierática, Felipe se sentó, le mostró sus pies, y le dijo: “¡Quitadme los zapatos!”.
Indignada por el tratamiento, la monja no lo hizo, y le miró, pero el santo no añadió nada más: tomó de nuevo el manto y volvió a Roma para decirle al Papa que, según él, una persona que no tiene la humildad de ponerse al servicio de quien lo necesita, no puede ser santa.
Los daños de la charlatanería
Un día, una conocida charlatana fue a confesarse donde él. El confesor escuchó atentamente y después le puso esta penitencia: “Quítale las plumas a una gallina y espárcelas por las calles de Roma. Después vuelve donde mí”.
La mujer, bastante desconcertada, cumplió con esta extraña penitencia y volvió donde el santo.
“¡La penitencia no ha terminado! –dijo Felipe– Ahora tienes que ir por toda Roma y recoger las plumas que has esparcido”. “¡Pero es imposible!”, respondió la mujer.
“¡Tampoco las habladurías que has esparcido por toda Roma se pueden recoger! – replicó él –. Son como las plumas de esta gallina. No hay remedio para el daño que has hecho con tus habladurías”.
¡Prefiero el paraíso!
Muchos recordarán la película de 2010 sobre la vida de san Felipe Neri protagonizada por Gigi Proietti: Prefiero el Paraíso. Pero quizás no todos sepan de dónde viene la frase.
La leyenda dice que al santo, amigo no solo de los niños de la calle y de la gente pobre, sino también de papas y cardenales (en particular del cardenal de Milán Carlos Borromeo) que a menudo le pedían consejo, se le propuso una vez ser él mismo cardenal.
Pero Felipe, que despreció siempre en su vida las riquezas materiales y todo privilegio, respondió en seguida: “¡Prefiero el Paraíso!”.
Un corazón vibrante
Portrait de saint Philippe Néri à l’église Chiesa Nuova à Rome, Italie, Avril 2016 © Marc-Antoine Mouterde
La intensidad con la que vivía se reflejó incluso físicamente, con un corazón tremendamente palpitante, en sentido literal.
Muchos lo percibieron durante su vida, y lo constató en su muerte Andrea Cesalpino, el médico que le realizó la autopsia.
“En el año 1593 me llamaron, ya que Padre Felipe había enfermado. Noté una pulsación muy fuerte en el Padre, se me informó que era un asunto ya antiguo», escribió en su informe, citado en el libro de Paul Türks Felipe Neri, el fuego de la alegría (Ed Guadalmena, Sevilla 1992. 36.).
«Buscando la causa, examiné su pecho y descubrí que estaba abultado, un tipo de tumor justo en las pequeñas costillas cerca del corazón. Tocándolo me di cuenta de que las costillas, en este lugar, estaban elevadas«, señala el informe.
Y añade: «El asunto se clarificó después de su muerte. Abriendo el pecho descubrí que las costillas del lugar estaban quebradas, los huesos separados del cartílago. De esta forma era posible que la palpitación del corazón, más grande de lo normal, tuviera espacio para latir».