El Evangelio de hoy nos recuerda que la fe en el Señor y en su palabra no nos abre un camino donde todo sea fácil y tranquilo; no nos aleja de las tormentas de la vida.
La fe nos da la seguridad de una Presencia, la presencia de Jesús que nos empuja a superar las tormentas existenciales, la certeza de una mano que nos agarra para ayudarnos a enfrentar las dificultades, mostrándonos el camino aun cuando está oscuro.
En resumen, la fe no es un escape de los problemas de la vida, sino que nos sostiene en el camino y le da sentido.
Este episodio es una imagen estupenda de la realidad de la Iglesia de todos los tiempos: una barca que, en su camino, también tiene que hacer frente a vientos en contra y tempestades que amenazan con arrollarla.
Lo que la salva no es el coraje y las cualidades de sus hombres: la garantía contra el naufragio es la fe en Cristo y en su palabra. (Ángelus, 13 de agosto de 2017)
• John 6:16-21
En el Evangelio de hoy Jesús nos muestra la autoridad que posee sobre la naturaleza cuando camina sobre el mar.
El agua es, a lo largo de las Escrituras, un símbolo de peligro y caos. Al principio de los tiempos, cuando todo carecía de forma, el Espíritu del Señor se cernía sobre la superficie de las aguas.
Esto indica el señorío de Dios sobre los poderes de las tinieblas y el desorden.
En el Antiguo Testamento, los israelitas escapan de Egipto y se enfrentan a las aguas del Mar Rojo.
A través de la oración de Moisés, pueden caminar en medio de las olas.
Ahora, en el Nuevo Testamento, podemos encontrar este mismo simbolismo.
En los cuatro Evangelios, hay una versión de esta historia donde Jesús domina las olas.
El barco, con Pedro y los otros discípulos, evoca a la Iglesia, que son los seguidores de Jesús. Se mueve a través de las aguas, como la Iglesia se moverá a través del tiempo.
Inevitablemente surgirán todo tipo de tormentas: caos, corrupción, estupidez, peligro, y persecución.
Pero Jesús viene caminando sobre el mar. Esto tiene como propósito afirmar Su divinidad, pues, así como el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas al principio de los tiempos, así Jesús se cierne sobre ellas ahora.
Agapito I, Santo
LVII Papa, 22 de abril
Por: n/a | Fuente: Enciclopedia Católica || ACI Prens a
Martirologio Romano: En Constantinopla, nacimiento para el cielo de san Agapito I, papa, que trabajó enérgicamente para que los obispos fuesen elegidos libremente por el clero de la ciudad y se respetase la dignidad de la Iglesia. Enviado a Constantinopla por Teodorico, rey de los ostrogodos, ante el emperador Justiniano confesó la fe ortodoxa, ordenó a Menas como obispo de aquella ciudad y descansó en paz (536).
Etimológicamente: Agapito = Aquel que es amable, es de origen griego.
Breve Biografía
Papa del 535 al 536.
Su fecha de nacimiento es incierta; murió el 22 de abril del 536.
Fue hijo de Gordianus, un sacerdote Romano que había sido liquidado durante los disturbios en los días del Papa Symmachus.
Su primer acto oficial fue quemar en presencia de la asamblea del clero, el anatema que Bonifacio II había pronunciado en contra de Dioscurus, su último rival, ordenando fuera preservado en los archivos Romanos.
El confirmó el decreto del concilio sostenido en Cartago, después de la liberación de África, de la yunta de Vándalo, según los convertidos del Arrianismo, fueron declarados inelegibles a las Santas Ordenes y aquellos ya ordenados, fueron admitidos meramente para dar la comunión.
Aceptó una apelación de Contumeliosus, Obispo de Riez, a quien un concilio en Marsella había condenado por inmoralidad, ordenando a San Caesarius de Aries otorgar al acusado un nuevo juicio ante los delegados papales. Mientras tanto, Belisarius, después de la sencilla conquista de Sicilia, se preparaba para una invasión de Italia.
El rey Gótico, Theodehad, como último recurso, mendigó al viejo pontífice proceder a Constantinopla y traer su influencia para lidiar con el Emperador Justiniano.
Para pagar los costos de la embajada, Agapito se vio obligado a prometer las naves sagradas de la Iglesia de Roma.
Se embarcó en pleno invierno con cinco obispos y un séquito imponente. En febrero del 536, apareció en la capital del Este y fue recibido con todos los honores que convienen a la cabeza de la Iglesia Católica.
Como él había previsto sin duda, el objeto aparente de su visita fue condenado al fracaso. Justiniano no podría ser desviado de su resolución para restablecer los derechos del Imperio en Italia. Pero desde el punto de vista eclesiástico, la visita del Papa a Constantinopla marcó un triunfo escasamente menos memorable que las campañas de Belisario.
El entonces ocupante de la Sede Bizantino era un cierto Anthimus, quien sin la autoridad de los cánones había dejado su sede episcopal en Trebizond, para unir el cripto-Monophysites que, en unión con la Emperatriz Teodora, intrigaban para socavar la autoridad del Concilio de Calcedonia.
Contra las protestas del ortodoxo, la Emperatriz finalmente sentó a Anthimus en la silla patriarcal.
No bien hubo llegado el Papa, la mayoría prominente del clero mostró cargos en contra del nuevo patriarca, como un intruso y un herético. Agapito le ordenó hacer una profesión escrita de la fe y volver a su sede abandonada; sobre su negativa, rechazó tener cualquier relación con él.
Esto enfadó al Emperador, que había sido engañado por su esposa en cuanto a la ortodoxia de su favorito, llegando al punto de amenazar al Papa con el destierro. Agapito contestó con el espíritu: «Con anhelo ansioso vengo a mirar hacia el Emperador Cristiano Justiniano. En su lugar encuentro a un Dioclesiano, cuyas amenazas, sin embargo, no me aterrorizan.» Este atrevido idioma hizo que Justiniano tomara una pausa; siendo convencido finalmente de que Anthimus era poco sólido en la fe, no hizo ninguna objeción al Papa en ejercitar la plenitud de sus poderes a deponer y suspender al intruso, y, por primera vez en la historia de la Iglesia, consagrar personalmente a su sucesor legalmente elegido, Mennas.
Este memorable ejercicio de la prerrogativa papal no se olvidó pronto por los Orientales, que, junto con los Latinos, lo veneran como un santo.
Para purificarlo de cualquier sospecha de ayudar a la herejía, Justiniano entregó al Papa una confesión escrita de la fe, que el último aceptó con la juiciosa cláusula, «aunque no pudiera admitir en un laico el derecho de enseñar la religión, observaron con placer que el afán del Emperador estaba en perfecto acuerdo con las decisiones de los Padres».
Poco después Agapito cayó enfermo y murió, después de un glorioso reinado de diez meses.
Sus restos fueron introducidos en un ataúd y dirigidos a Roma, siendo depositados en San Pedro.
Una pequeña barca en medio de la tormenta
Santo Evangelio según san Juan 6, 16-21.
Sábado II de Pascua
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
«Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava (…) porque ha hecho en mi favor cosas grandes el poderoso». Con María quiero alabarte, Señor. Todo lo que tengo y todo lo que soy te lo debo a ti y por eso vengo a agradecerte y te bendigo con todo mi corazón en este rato de oración.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Juan 6, 16-21
Al atardecer del día de la multiplicación de los panes, los discípulos de Jesús bajaron al lago, se embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafarnaúm. Ya había caído la noche y Jesús todavía no los había alcanzado. Soplaba un viento fuerte y las aguas del lago se iban encrespando. Cuando habían avanzado unos cinco o seis kilómetros, vieron a Jesús caminando sobre las aguas, acercándose a la barca, y se asustaron.
Pero él les dijo: “Soy yo, no tengan miedo”. Ellos quisieron recogerlo a bordo y rápidamente la barca tocó tierra en el lugar a donde se dirigían.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
Pensemos en una pequeña barca, en la noche, en medio de una tormenta, con pescadores que remaban con todas sus fuerza, aun estando el viento en su contra. Y pensemos que vamos nosotros dentro. En ello va nuestra vida, en dejarnos llevar o en luchar. ¡Qué impotencia! Qué ganas tendríamos de hacer las cosas rápido y llegar al otro lado sin problemas y con un sol primaveral. Pero no, la vida del cristiano se caracteriza por dos cosas, la lucha y el dejarse llevar. Tal vez contradictorias pero no del todo.
Veamos a María. Su vida fue una muestra de estas dos actitudes. Por un lado la lucha. No me puedo imaginar a la Virgen indiferente, a una mujer que ante los problemas quedaba inmóvil. Más bien pienso que María ponía todo su esfuerzo en cumplir la voluntad de Dios, aunque a veces fuese difícil, e incluso el viento y la tormenta fuesen contrarias. Pienso, por ejemplo, en María yendo a Egipto, en la madrugada, con un pequeño entre sus brazos y sin comprender nada ¡Qué fortaleza! O al pie de la cruz, cuando todo era oscuro y no veía nada ¡Qué fidelidad y perseverancia!
Por otro lado, María se sabía pequeña y reconocía que era débil. Conocía su pequeña barca y por eso sabía ser dócil a la Voluntad de Dios. Sabía que no podía sola y que necesitaba del auxilio divino. Y Dios era su fortaleza, fue Él quien la sostuvo al pie de la cruz y quien la condujo en medio de la oscuridad. Fue Él quien la llevó a puerto y la sostuvo.
El cristiano no va solo. A veces puede pensar que rema a contra corriente y que, por más que luche, el mantenerse en el camino parece un reto imposible. Pero no es así. Si por un lado tenemos que poner todo lo que está de nuestra parte, tenemos que aprender a dejarnos llevar por Espíritu Santo que nos indica el camino que hay que seguir en medio de la noche. Si bien somos débiles, pequeños y frágiles es justo eso el testimonio del poder de Dios. Porque llevamos un «tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2 Corintios 4, 7).
«El gran anuncio de la Resurrección infunde en el corazón de los creyentes una íntima alegría y una esperanza invencibles. ¡Cristo ha verdaderamente resucitado! También hoy la Iglesia sigue haciendo resonar este anuncio gozoso: la alegría y la esperanza siguen reflejándose en los corazones, en los rostros, en los gestos, en las palabras. Todos nosotros cristianos estamos llamados a comunicar este mensaje de resurrección a quienes encontramos, especialmente a quien sufre, a quien está solo, a quien se encuentra en condiciones precarias, a los enfermos, los refugiados, los marginados.
A todos hagamos llegar un rayo de la luz de Cristo resucitado, un signo de su poder misericordioso». (Homilía de S.S. Francisco, 10 de abril de 2016).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy, Señor, voy rezar un rosario con mi familia para agradecer tu ayuda a lo largo de este mes.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
¿Cuál es el poder de la oración ante la Eucaristía?
Es que Cristo está allí realmente presente en el Sagrario y como Dios que es, nos conoce y nos llama.
El sol ilumina, calienta, ejerce atracción sobre los planetas, es el centro del sistema solar. Me gusta imaginar a Cristo Eucaristía como un sol. La eucaristía es signo de la presencia viva del Resucitado.
Las custodias donde se expone el Santísimo Sacramento tienen forma de sol, la mayoría de las veces. En casa, aquí en Roma, tenemos adoración eucarística todos los días; la custodia es grande, como un sol, según se ve aquí en la foto.
Estar allí “expuestos al Sol”, frente a Él, es escuchar que te dice: “He venido a traer fuego a la tierra y qué quiero sino que arda” (Lc 12, 49).
En la órbita del Sol Eucarístico
En momentos de fuerte sufrimiento moral, de soledad, duda o confusión, la mayoría de nosotros, si no todos, sentimos una atracción especial hacia Cristo Eucaristía. Y es que Cristo está allí realmente presente en el Sagrario y como Dios que es, nos conoce y nos llama.
Para eso se quedó con nosotros, para ser compañero de camino, consuelo, alimento, luz y guía. La experiencia nos demuestra cómo después de esas visitas al Santísimo salimos de la capilla en paz. Tantas veces llegamos con el espíritu descompuesto y rebelde y después de quince minutos frente a Él recobramos la paz. No hicimos nada, simplemente estuvimos en su presencia, “expuestos al Sol”. Y Él hizo su labor. Sólo necesitaba tenernos delante, rendidos con fe en su presencia, como la hemorroísa: “Con que toque la orla de tu manto quedaré sana…” (cf Mt 9,21). No es magia, es la fuerza transformante del amor de Dios.
En muchos libros y predicaciones, al hablar de la unión con Dios y de la búsqueda de la perfección, se insiste en los medios que el hombre debe poner para lograr progreso espiritual: los actos de piedad, los ejercicios espirituales, los métodos de oración, etc. y da la impresión de que la acción de Dios se deja en segundo lugar. Pero el progreso en la oración es gracia, don de Dios. La acción principal es la que pone Dios. El “espíritu que da vida” (1 Cor 15,49) es Él, y a Él lo recibimos por los sacramentos que son la fuente de la vida espiritual.
Alimento espiritual
Al comer, el sistema digestivo transforma el alimento en nuestro mismo cuerpo. En el caso de la Eucaristía, al recibirla como alimento es Cristo quien nos transforma en sí mismo. Nos va haciendo como Él.
Para hablarnos de la unión con Él, Cristo nos propone la parábola de la vid y los sarmientos (cf Jn 15, 1-8) Para visualizar la imagen, ayudan los iconos que representan esta parábola. Se ve cómo la cepa, que es Cristo, alimenta los sarmientos con su savia. Esa savia, energía o vida que nos transmite la hostia consagrada lo hace en virtud de la presencia real de Cristo en ella, en cuerpo, alma y divinidad. Allí está Cristo entero escondido con todo su poder de Dios. (cf. Catecismo 1374)
Cuando comemos su cuerpo y bebemos su sangre, crece su presencia espiritual en nosotros, el amor va creciendo, nos va transformando y modelando, haciéndonos más y más semejantes a Él, manteniéndonos en vida espiritual.
La Eucaristía es vida, es “el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51) “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,54). “Mi carne verdaderamente es comida, y mi sangre verdaderamente es bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él (Jn 6,56-57).
Cuanto más nos expongamos al calor del Sol, mejor
El maestro de oración es Cristo, aquel a quien buscamos en la oración es a Cristo. Por eso, si queremos mejorar nuestra comunicación con Dios lo mejor que podemos hacer es frecuentar a Cristo Eucaristía, visitarle y recibir la comunión. Hacer la meditación diaria en su presencia es excelente opción. Y así, poco a poco, será más grande nuestra unión con Él, toda nuestra persona se irá modelando conforme a Su imagen. Este es el poder de la oración ante Cristo Eucaristía.
“Podría decirse que la vida eucarística conduce a una transformación de toda la sensibilidad, permitiendo la aparición de los sentidos espirituales: la vista se transforma por la contemplación, el gusto se hace capaz de percibir las realidades espirituales y la dulzura de Dios, el olfato siente el aroma de la divinidad.” (cfr. Teología espiritual, Charles André Bernard)