«Amar a los enemigos», nos ha dicho Jesús. Nos lo ha dicho con mucha insistencia: «Vosotros debe amar a los enemigos, debe hacer bien y de prestar sin esperar nada a cambio». Todo el texto que acabamos de escuchar ha ido desglosando esa idea central.

Una idea que nos parece imposible. Y no nos excusa creer que no tenemos enemigos sino, en todo caso, adversarios. Aunque así fuera, quizás seríamos una excepción si teníamos sólo adversarios, rivales, concurrentes. La insistencia de Jesús es comprensible porque, cercanos o lejanos, todos tenemos enemigos. Donde hay odio vengativo allí hay enemigo, como “donde hay verdadero amor allí está Dios”.

El mundo es muy grande. Y si tenemos la suerte de pensar que no tenemos enemigos es porque quizás no somos suficientemente solidarios de nuestra humanidad, llena de rivalidades y agresiones. Por tanto, debemos partir de la base de que, si no tenemos enemigos personales, en algún lugar u otro hay gente que se odia y se hace la vida imposible. Es válido, pues, el precepto de Jesús «Amar a los enemigos».

Dejando ambiguas apreciaciones, debemos trabajar para amar a los enemigos. A este ideal casi inalcanzable podemos llegar, debemos llegar, pero por etapas, a palmos. Intentamos describirlo:

El primer paso es más bien de cariz humanitario. Para poder amar a los demás –y, pues, también a los enemigos– debemos empezar amándonos nosotros mismos. No de acuerdo con aquella declaración del egoísmo más sutil que dice: «La caridad bien entendida comienza por uno mismo». Esto sólo es aceptable si lo entendemos como base de poder amar a los demás. Una verdadera caridad bien entendida comienza, por supuesto, por la autoestima. Y esto significa que debemos aceptarnos tal y como somos, no para ir estirando de la mediocridad sino para asumir con agradecimiento la vida como un don de Dios. Aceptar la propia vida como don divino permite asumir la propia historia personal, nuestro pasado dulce o triste, nuestro presente a menudo difícil, nuestro futuro ciertamente incierto. De lo contrario no sólo no podremos amar a los demás sino que caeremos en el egoísmo sutil que sólo crea insatisfacción, desidia, esa falta de interés y de gusto hacia las cosas espirituales, la acidia que decían los antiguos.

Asumido el primer grado, nos será fácil el segundo, que ya encontramos como mandamiento en la Biblia: “Ama a los demás como a ti mismo” (Lv 19,18). Escribe san Pablo: “Nunca ha habido nadie que no amase el propio cuerpo; al contrario, todo el mundo le alimenta y lo viste” (Ef 5,29). El amor de sí mismo es evidente. ¿Quién de nosotros no se ama? Quizás ante ciertos sufrimientos…, pero en principio todo el mundo se quiere a sí mismo. Yo quiero. La mayoría de la gente que conozco tiene esta profunda autoestima. Ya es mucho si lo decimos con espíritu de acción de gracias por todos aquellos que han contribuido a ser lo que somos: Dios en primer lugar, pero también padres, abuelos, hermanos, amigos… aquellos que lo han dado todo para que seamos felices y llevemos a cabo nuestros ideales, el despliegue de nuestra libertad. En muchas iglesias cantan: “Gracias de esta aurora encendida, gracias de este nuevo día claro, gracias, porque las inquietudes en Ti les puedo abandonar”.

Pero todo esto es aún insuficiente. Pensamos que la meta es “amar a los enemigos”. Debemos ensanchar el amor a aquellos que están más lejos, que quizás no conocemos, pero que han sido creados y amados por Dios como nosotros. Más aún: la meta consiste en amar a los enemigos como lo hizo Jesús.

“Ante el misterio del mal y del odio, ante nuestras incomprensiones, la cólera de las injusticias, no hay otro remedio, ningún otro remedio,[…] que pedir a Dios con todas las fuerzas de amar como hizo Jesús , que amó a sus enemigos. Si no, es que no le sigamos” (M. Aupetit, Homilía de despedida de la diócesis de París, 10.12.21).

En la eucaristía, actualización de la muerte y de la resurrección de Jesucristo es donde encontramos la fuerza para llegar a la meta de amar a los enemigos. Dios ha venido al mundo, y en el mundo lo descubrimos. «En el corazón de los más débiles, de las personas, vulnerables, de los pobres» debemos reconocer la presencia del Señor. “Le reconozco en cada uno de vosotros que abre los corazones a la presencia de Dios. Aquí, ahora. Que podamos vivirlo de verdad y ayudarnos unos a otros a vivirlo juntos” (ibid.).

Jesús, hijo de Sira 27:4-7 / 1 Corintios 15:54-58 / Lucas 6:39-45

Estimados hermanos y hermanas,

El texto del evangelio que se acaba de proclamar es la continuación del fragmento que leímos el pasado domingo. Si lo recordáis, Jesús explicitaba que el alcance del amor llega hasta amar a los enemigos, al tiempo que espoleaba a sus discípulos a ser compasivos como lo es el Padre del cielo, ya que el juicio de Dios será en función de la medida que cada uno haya hecho a sus hermanos.

El texto de hoy, en cambio, no contiene, como en otras ocasiones, ninguna alusión ni a la fidelidad espiritual ni a la recompensa o el juicio en el mundo futuro. Se trata de un texto empapado de sensibilidad humana, de experiencia vivida, de valoración «desde el corazón». Un texto que nos hace dar cuenta de que en nuestra historia, tanto la personal, como la colectiva, el corazón, y el amor que se deriva, es el único espacio, el único lugar desde el que podemos hacer la experiencia de nuestra filiación divina y nuestra experiencia de fraternidad.

Siguiendo los tres apartados del texto: el ciego que es guiado por otro ciego, la astilla y la viga y el árbol que da buenos o malos frutos, hay tres palabras que nos pueden guiar en nuestra reflexión: discípulo-maestro , como una unidad; hermano y bondad.

¿Quién es un discípulo? El discípulo es aquel hombre y esa mujer, que habiendo oído la llamada de Jesús, se adhieren, desde el corazón, a su persona y a su mensaje. El discípulo es aquél que quiere hacer el camino de Jesús, para identificarse con él y darse a los demás hasta donde sea necesario. La imagen gráfica de un ciego guiando a otro ciego, nos da la clave para entenderlo. Las instrucciones de Jesús, las instrucciones del maestro, van dirigidas al corazón y no a la cabeza.

Por eso es necesario que el discípulo se conozca antes a sí mismo, ya que la tendencia natural del hombre es dejarse llevar para juzgar a los demás, es decir, ver la paja que está en el ojo del hermano y no ser consciente de la viga que empaña nuestra mirada y nuestro obrar. El propio conocimiento, el aprendizaje del seguimiento de Jesús, nunca da lugar a autoritarismo alguno. El seguimiento de Jesús, el aprendizaje de las bienaventuranzas dan siempre paso a la misericordia y a la bondad.

El criterio para discernir el propio corazón, primero, y el de los demás, después, son los frutos que produce nuestra conducta. La calidad del fruto nos hace saber el valor del árbol, el tipo de fruto, su procedencia. La calidad y el tipo de nuestra conducta nos hará saber el valor y la auténtica raíz de nuestra vida cristiana. Toda persona tiene impresa en su corazón la posibilidad de hacer de su vida un proyecto fundamentado en el amor. La fuerza del Evangelio es la que dinamiza el proyecto y le lleva a su plenitud. Cuando uno ama desde el tesoro que llevamos dentro de nosotros y sobre lo que el Evangelio empuja, las palabras resultan sanadoras y fraternas. Así, el corazón y la boca se unifican dando lugar al fruto maduro de la persona que sabe amar.

En la oración colecta de este domingo hemos pedido a Dios que guíe el curso del mundo por los caminos de la paz según sus designios. Estas palabras resuenan hoy con mucha fuerza ante la barbarie bélica entre Rusia y Ucrania, que como toda guerra no tiene ningún sentido. La paz es un don que Dios nos concede. A nosotros, a todos, nos corresponde acogerlo para que sea realidad, en todos los niveles y situaciones, a través de gestos, palabras, acciones que alejen las actitudes violentas que son siempre una forma bélica.

Finalmente, el próximo miércoles iniciaremos la Cuaresma. Será un tiempo favorable para iniciar de nuevo el proceso de nuestra conversión, injertándonos de la Cepa, que es Jesucristo. Unidos con Él, nos reconoceremos hermanos unos de otros, hijos de un mismo Padre. Y esto es lo que ahora celebramos en la Eucaristía.

Román de Condat, Santo

Abad, 28 de febrero

Martirologio Romano: En los montes del Jura, en Francia, sepultura del abad san Román, que, siguiendo los ejemplos de los antiguos cenobitas, primeramente abrazó la vida eremítica y llegó después a ser padre de numerosos monjes ( 460).

Breve Biografía

A los treinta y cinco años de edad, san Román se retiró a los bosques del Jura, en la frontera de Francia y Suiza para vivir como ermitaño. Llevó consigo las «Vidas de los Padres del desierto» de Casiano, algunos útiles de trabajo y un poco de semilla y se abrió camino hasta la confluencia del Bienne y el Aliére. En aquellas escarpadas montañas de difícil acceso, encontró la soledad que buscaba. A la sombra de un gigantesco pino, pasaba el día en la oración, la lectura espiritual y el cultivo de la tierra. Al principio, sólo las bestias y uno que otro cazador turbaban su retiro; pero pronto fueron a reunírsele su hermano, Lupicino y uno o dos compañeros más. Después llegaron otros muchos aspirantes a la vida eremítica, entre ellos una hermana de san Román y varias otras mujeres.

Los dos hermanos construyeron los monasterios de Condal y Leuconne, a tres kilómetros de distancia uno del otro y, para las mujeres, erigieron el monasterio de La Baume, donde actualmente se levanta el pueblecito de Saint-Roman-de-la-Roche. Los dos hermanos desempeñaban simultáneamente el cargo de abad, en perfecta armonía, aunque Lupicino tendía a ser más estricto.

Este último habitaba generalmente en el monasterio de Leuconne; al enterarse de que los monjes de Condal empezaban a comer un poco mejor, se presentó en el monasterio y les prohibió tal innovación. Aunque el ideal de san Román y san Lupicino era imitar a los anacoretas del oriente, las diferencias de clima les obligaron a modificar ciertas austeridades.

Los galos eran muy dados a los placeres de la mesa; a pesar de ello, jamás probaban los monjes la carne, y sólo comían huevos y leche cuando estaban enfermos. Pasaban gran parte del día en duros trabajos manuales, vestían pieles de animales y usaban suecos. Esto les protegía de la lluvia, pero no del cruel frío del invierno, ni de los ardientes rayos del sol en el verano, reflejados por las rocas.

San Román hizo una peregrinación al actual Saint-Maurice de Valais para visitar el sitio del martirio de la Legión Tebana. En el camino curó a dos leprosos; la fama del milagro llegó antes que él a Ginebra y, al pasar por la ciudad, el obispo, el clero y el pueblo salieron a saludarle. Su muerte ocurrió el año 460. Según su deseo, fue sepultado en la iglesia del convento gobernado por su hermano, Lupicino. Este le sobrevivió cerca de veinte años, y su fiesta se celebra por separado, el 21 de marzo. La biografía latina habla sobre todo, de las austeridades de Lupicino, pero cuenta también grandes maravillas de la bondad de Román para con los monjes y de su espíritu de fe. En una época de hambre, obtuvo con sus oraciones la multiplicación del grano que quedaba en el monasterio. Cuando sus monjes, cediendo a la tentación, empezaban a pensar en abandonar la vida religiosa o la abandonaban realmente, el santo no les trataba con dureza, sino que les alentaba a perseverar en su vocación.

Cuando las riquezas pueden ser un obstáculo

Santo Evangelio según san Marcos 10, 17-27. Lunes VIII del Tiempo Ordinario

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Dame la gracia, Señor, de callar el ruido de mis pensamientos, de mi corazón y sólo escuchar tu silencio. Ahí donde sólo estamos Tú y yo…

Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Marcos 10, 17-27

En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó corriendo un hombre, se arrodilló ante él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, no cometerás fraudes, honrarás a tu padre y a tu madre”.

Entonces él le contestó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy joven”. Jesús lo miró con amor y le dijo: “Sólo una cosa te falta: Ve y vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro en los cielos. Después, ven y sígueme”. Pero al oír estas palabras, el hombre se entristeció y se fue apesadumbrado, porque tenía muchos bienes.

Jesús, mirando a su alrededor, dijo entonces a sus discípulos: “Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!”. Los discípulos quedaron sorprendidos ante estas palabras; pero Jesús insistió: “Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas, entrar en el Reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios”.

Ellos se asombraron todavía más y comentaban entre sí: “Entonces, ¿quién puede salvarse?” Jesús, mirándolos fijamente, les dijo: “Es imposible para los hombres, mas no para Dios. Para Dios todo es posible”.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Grande misterio es la libertad del hombre; capaz de rechazar aun lo que más desea. Es un grande y hermoso misterio…Sólo en la libertad puede existir el amor.

Dios ve, ama; fija su mirada e invita. Nunca presiona. Muestra el camino del amor tal como es: radical. El amor es donación total. Al verlo de frente, el hombre pide más…más amor. Al encontrarse, no con migajas de amor, sino con el verdadero amor…siente vértigo, siente miedo.

¿Qué habrá pasado con aquel joven? Sabía que lo que buscaba sólo en Cristo se encontraba. Sabía que aquello que tenía, no satisfacía lo que su alma pedía. Aun así pone en acto su libertad y escoge las migajas de amor. Escoge las cosas de Dios pero no a Dios.

¿Qué habrá pasado con aquel joven? No lo sé…pero lo entiendo; lo comprendo. El amor verdadero da vértigo. El abandonarse en Dios es sencillo pero no es fácil. La cima es muy alta y no se sabe dónde se caerá. La libertad escoge quedarse y no lanzarse hacia el amor. Este abandono en ti no lo puedo hacer sin ti; es imposible para mí.

Llévame de la mano, Señor. No dejes de fijar en mí tu mirada de amor. Quiero decirte siempre sí…lo deseo, de verdad lo quiero. Soy débil y mi pobre amor es lo que te entrego.

¿Qué habrá pasado con aquel joven?… ¿Aquél a quien Dios miró con amor…aquél a quien Dios invitó? Sé que ese joven puedo ser yo…Aquél que escoge las cosas de Dios, pero no a Dios.

¿Qué hubiera pasado si te hubiera dicho sí Señor? Creo que eso sí lo puedo saber…Ayúdame a que siempre opte por ti, Señor…

«Las riquezas no son algo absoluto. Algunos creen en lo se llama la teología de la prosperidad, es decir, Dios te hace ver que tú eres justo si te da muchas riquezas. Pero es un error. Por ello también el salmista dice: “A las riquezas no apeguéis e corazón”. Y es este precisamente el problema que implica a cada uno de nosotros: ¿está mi corazón apegado a las riquezas, o no? ¿Cómo es mi relación con la riqueza?. Al respecto Jesús habla de “servir: no se puede servir a Dios y a las riquezas; son opuestos. En sí mismas son buenas, pero si tú prefieres servir a Dios, las riquezas pasan a un segundo plano: al sitio justo. En el episodio evangélico del joven rico que Jesús amó, porque era justo, él era bueno pero estaba apegado a las riquezas y esas riquezas, al final, para él se convirtieron en cadenas que le quitaron la libertad de seguir a Jesús».

(Homilía de S.S. Francisco, 19 de mayo de 2016, en santa Marta).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Rezar un Angelus a lo largo del día pidiéndole a María que me enseñe a decir sí, con alegría y amor, a aquello que Dios me pida y me pueda pedir.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

¿Realmente se puede vender el alma al demonio?

Teológica o filosóficamente hablando no es algo factible, veamos el porqué

Hace días pasó en mi ciudad en Monterrey Nuevo León, que a una mujer joven durante un rito satánico que hacían en su casa, le pidieron que ofreciera a su hijo, un pequeño de 3 años, y sin piedad lo quemó vivo dentro de su casa. ¿Qué dice la Iglesia sobre estas almas que por otras son ofrecidas al demonio? Era un niño, creo yo que a su edad aún no conocía el pecado, ¿qué pasa con él entonces? ¿Se condena o entra en la justicia divina y confiamos esté en la casa de Dios? ¿Podemos hacer algo por esas almas? 

La tragedia de Fausto es una obra de teatro basada en una historia escrita por Goethe en la que este doctor vende su alma al diablo para conseguir poder y conocimiento. Fausto hace un trato con el diablo: venderle su cuerpo y alma para recibir placeres y poderes sobrenaturales durante algunos años.

El diablo, aceptando el trato, le concede al Dr. Faustus el goce de los placeres del pecado durante esa temporada, y su destino parece estar sellado. Pero cuando se cumple el plazo, Fausto intenta frustrar los planes del diablo, enfrentándose a una muerte espantosa.

Esta historia es pues una leyenda que funciona bien como una metáfora de la paga del pecado, aunque no tenga ningún asidero bíblico ni teológico.

En la sagrada escritura no existe ningún caso de una persona que haya literalmente “vendido” su alma a Satanás. Tampoco teológica o filosóficamente hablando es algo factible.

A partir de aquí hay que tener pues en cuenta 5 cosas:

1. Nadie puede pactar con el diablo para ofrecerle o venderle la propia vida (o el alma) o una vida ajena, por la sencilla razón que no nos pertenecemos a nosotros mismos, como tampoco nadie nos pertenece; todos le pertenecemos a Dios, somos suyos (Sal 8, 6-7; Ef 2, 10).

Cuando se escucha decir que una persona le ha vendido el alma al diablo se está diciendo simplemente que dicha persona, para conseguir a toda costa sus objetivos, ha preferido recurrir a medios non sanctos (pecados graves) sin importarle su condenación; es solo una figura metafórica. Por otra parte, no es posible firmar ningún tipo de contrato con el diablo y menos aún protocolizarlo ante notario.

En el mismo sentido también son erróneas aquellas afirmaciones de muchos cuando, por ejemplo, dicen: “Yo con mi cuerpo hago lo que quiero”, o “yo tengo derecho a decidir sobre mi cuerpo”. El espíritu, alma y cuerpo (la totalidad) no le pertenecen a la persona humana, sino a Dios su creador; en consecuencia cada uno está llamado sólo a respetar y administrar los dones de Dios comenzando por el don de la vida.

2. Aunque le pertenezcamos a Dios, Él no nos obliga a estar a su lado, en su casa, como expresa la parábola del Padre misericordioso (conocida también como del hijo pródigo) (Lc 15,11-22), en que, muy a su pesar, el padre deja marchar a su hijo menor.

Si optamos conscientemente por estar lejos del Padre, Él, aunque no quiera, permite que nos vayamos, nos deja ir para sufrir. Cristo nos liberó para que seamos libres; nosotros debemos mantenernos firmes en esa libertad para no someternos otra vez al yugo de la esclavitud (Ga 5, 1).

3. Y hablando concretamente del bebé que “supuestamente” fue ofrecido al diablo, siendo asesinado por su propia madre al arrojarlo al fuego, pues ese bebé no tendrá un destino de condenación haya o no recibido el sacramento del Bautismo.

Ese niño le pertenece a Dios su creador, y la madre, en un acto de demencia, tampoco tenía la posibilidad, como se ha dicho antes, de ofrecerlo al diablo porque no es suyo, no le pertenece aunque sea “su” hijo.

En caso de que el bebé en cuestión no hubiera recibido el sacramento del bautismo, él tiene un camino de salvación (Catecismo, 1261). “El Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de ser asociados, del modo queDios conoce, al misterio pascual” (Gaudium et spes, 22).

4. No le podemos ofrecer a nadie lo que no nos pertenece. Una persona puede ofrecer lo que ha hecho consciente y voluntariamente con sus propias manos. Y Dios objetivamente sólo puede recibir lo que esté de acuerdo con su voluntad. Las ofrendas a Dios han de ser lo mejor de lo mejor, recordemos la ofrenda de Abel (Gn 4, 4).

Dios sólo recibe lo bueno; ni Él puede recibir lo malo ni el diablo puede recibir lo bueno (la santa e inocente vida de ese bebé de tres años).

5.- Y finalmente recordemos que el poder de Satanás está limitado por la voluntad de Dios (Jb 1, 10-12; 1 Co 10, 13). Él defiende lo suyo y Él ha provisto los medios para defendernos contra los ataques de Satanás y contra su poder (Ef 6, 11-12).

Como Jesús, no busquemos en los demás el mal sino el bien

Ángelus del Papa Francisco, 27 de febrero de 2022.

En su alocución previa a la oración Ángelus del VIII domingo del tiempo ordinario, el Papa Francisco reflexionó sobre el Evangelio del día en el que Jesús nos invita a detenernos sobre la importancia de nuestra mirada y de nuestro hablar.

El Señor, explicó el Santo Padre, nos habla del riesgo que corremos de concentrarnos en mirar la brizna de paja en el ojo del hermano sin darnos cuenta de la viga que hay en el nuestro (cfr. Lc 6,41). Es decir, “estamos muy atentos a los defectos de los demás, incluso a los que son pequeños como una brizna de paja, e ignoramos serenamente los nuestros otorgándoles poco peso”.

“Encontramos siempre motivos para culpabilizar a los demás y justificarnos a nosotros mismos. Y muchas veces nos quejamos de las cosas que no funcionan en nuestra sociedad, en la Iglesia, en el mundo, sin cuestionarnos antes a nosotros mismos y sin comprometernos en primer lugar a cambiar”.

Un ciego no puede guiar a otro ciego

“Haciendo esto – afirmó a continuación el Papa –  nuestra mirada es ciega. Y si estamos ciegos no podemos pretender ser guías y maestros para los demás: de hecho, un ciego no puede guiar a otro ciego”

Limpiar nuestra mirada

El Pontífice indicó que, en primer lugar, debemos mirar “nuestro interior para reconocer nuestras miserias. Porque si no somos capaces de ver nuestros defectos, tenderemos siempre a exagerar los de los demás. En cambio, si reconocemos nuestros errores y nuestras miserias, se abre para nosotros la puerta de la misericordia”.

Mirar a los demás como lo hace Jesús

La invitación de Jesús es por tanto “mirar a los demás como lo hace Él, que no ve antes que nada el mal sino el bien”, añadió el Papa y precisó:

Dios nos mira así: no ve en nosotros errores irremediables, sino hijos que se equivocan. Dios distingue siempre la persona de sus errores. Cree siempre en la persona y está siempre dispuesto a perdonar los errores. Y nos invita a hacer lo mismo: a no buscar en los demás el mal, sino el bien.

Las palabras que usamos dicen la persona que somos

A continuación, el Papa se refirió a la segunda invitación de Jesús, que llama a reflexionar sobre nuestro modo de hablar. El Señor explica que “de la abundancia del corazón habla la boca”.

Las palabras que usamos dicen la persona que somos. Sin embargo, a veces prestamos poca atención a nuestras palabras y las empleamos de modo superficial. Pero las palabras tienen un peso: nos permiten expresar pensamientos y sentimientos, dar voz a los miedos que sentimos y a los proyectos que queremos realizar, bendecir a Dios y a los demás.

Con las palabras podemos destruir a los hermanos

Pero, lamentó el Papa, las palabras también pueden herir como un arma:

“Con la lengua también potemos alimentar los prejuicios, alzar barreras, agredir e incluso destruir a los hermanos: ¡las murmuraciones hieren y la calumnia puede ser más cortante que un cuchillo! Hoy en día, especialmente en el mundo digital, las palabras corren veloces; pero demasiadas vehiculan rabia y agresividad, alimentan noticias falsas y aprovechan los miedos colectivos para propagar ideas distorsionadas”.

¿Hablamos con mansedumbre o contaminamos el mundo esparciendo venenos?

Francisco recordó también las palabras de Dag Hammarskjöld, diplomático suizo que fue Secretario General de Naciones Unidas de 1953 al 1961 y ganó el premio Nobel de la Paz, quien afirmó: “abusar de la palabra equivale a despreciar al ser humano”. Y concluyó su catequesis con una invitación a preguntarnos «qué tipo de palabras utilizamos».

¿Palabras que expresan atención, respeto, comprensión, cercanía, compasión? ¿o más bien palabras cuya finalidad principal es hacernos quedar bien ante los demás? ¿hablamos con mansedumbre o contaminamos el mundo esparciendo venenos: ¿criticando, lamentándonos, alimentando la agresividad difusa?

Corrupción y educación moral

El problema de la corrupción es un problema de educación. No de instrucción, sino de educación.

Una de las mayores preocupaciones que tenemos los españoles radica en los casos de corrupción que se destapan un día sí y otro también: EREs falsos en Andalucía, el caso Gürtel, Urdangarín, Pujol… Parece que no hay partido político que no esté salpicado por corruptelas y choriceos de todo tipo.

Y lo que a mí me surge inmediatamente es preguntarme por las causas y las soluciones. Me pregunto cómo se sentirán los padres de esos tipos que se han forrado a base de robar. Yo me sentiría abochornado si fuera el padre de cualquiera de esos ladrones y me preguntaría en qué habría fallado en la educación de mis hijos.

Y los hijos de todos esos delincuentes, ¿qué pensarán de sus padres? Supongo que no se podrán sentir muy orgullosos de ellos. Yo me avergonzaría si supiera que el pan que he recibido de mis padres proviene del robo o de la estafa.

Porque al final, el problema de la corrupción es un problema de educación. No de instrucción, sino de educación. Porque el latrocinio y la mentira no tienen que ver con el grado de estudios de las personas: hay sinvergüenzas en todos los estratos sociales, con carrera universitaria y sin ella; con cinco posgrados o sin estudios. El problema no se soluciona con leyes educativas ni con Bolonia ni mejorando los resultados de PISA. Ni siquiera endureciendo el código penal (que tampoco estaría mal). El problema de la corrupción es un problema de educación moral y en esa tarea, la escuela es subsidiaria de la familia. Un buen colegio puede colaborar en la labor de infundir unos determinados principios éticos a los alumnos, pero la moral y los principios se maman en casa.

Papá y mamá son quienes tienen la obligación de enseñar a los niños a no mentir, a no robar, a no abusar de los compañeros en el patio del colegio (ahora a eso se le llama “bullying”, que queda más fino y más moderno); a ser responsables de sus actos, a reprimir sus deseos caprichosos, a respetar a los compañeros y a ayudarlos siempre que sea necesario. Papá y mamá son quienes tienen que inculcar a los niños desde pequeños la necesidad de sacrificio y esfuerzo para alcanzar las metas que se hayan fijado o para superar los obstáculos que la vida les vaya poniendo por delante. Porque sin sacrificio, sin disciplina, sin esfuerzo, sin fuerza de voluntad no se consigue nada. Pero la voluntad y el carácter hay que forjarlo. El niño tiene que ser capaz de dominarse a sí mismo para no ser títere de sus propios instintos, de la vagancia o de sus pasiones desordenadas.

Así pues, si la educación moral es una de las responsabilidades básicas de los padres, la conclusión inmediata a la que podemos llegar es que el origen de la corrupción radica en buena medida en la crisis de la familia: divorcios, familias desestructuradas; niños desatendidos por padres que trabajan jornadas interminables y delegan sus obligaciones en abuelos, niñeras o guarderías (¿de qué vale ganar el mundo entero si pierdes los más importante?); padres irresponsables que prefieren cumplir todos los caprichos a sus hijos para evitar conflictos o para acallar su mala conciencia por el tiempo que no les dedican. Y en casos extremos, padres impresentables que maltratan, torturan o abandonan a sus hijos.

Hemos cambiado los valores y principios que sustentaron nuestra civilización durante siglos por contravalores que nos están conduciendo de nuevo a la ley de la selva. Pero, ¿cuáles son esos principios que debemos recuperar, que debemos vivir y transmitir a nuestros hijos? Sin ánimo de ser exhaustivo, yo apuntaría los siguientes:

1.- El amor es lo primero. El bienestar, el lujo, el dinero, los viajes, los coches, las casas, no son lo más importante. Lo más importante, lo que nos puede hacer realmente felices, es el amor: amar y sentirse amado. Amar a la esposa, a los hijos, a los padres, a los amigos, a los vecinos… Darse, entregarse, desgastarse por los demás. No hay otro camino hacia la felicidad. Lo más importante de la vida no se compra ni se vende. Lo que hará felices a tus hijos será el amor que tú les des, no los juguetes que les compres ni los viajes a los parques temáticos. Tus hijos necesitan tu tiempo, tu atención; que juegues con ellos, que les leas cuentos, que les mimes, que los abraces, que los beses. Para vivir con dignidad no hacen falta muchas cosas. Tal vez deberíamos revisar nuestra lista de prioridades y plantearnos vivir con menos cosas, con mayor austeridad, pero con más tiempo para disfrutar de los hijos.

Ello no empece – sobra decirlo – que sea necesario que los padres tengan un trabajo decente y un salario digno con el que llevar el pan a casa honradamente. El paro atenta gravemente contra la dignidad de las personas y pone en riesgo a la familia. No es que el dinero no sea importante: claro que lo es. Pero no es lo más importante: lo realmente determinante es el amor a la esposa o al esposo, a los hijos y al prójimo.

2.- La responsabilidad: somos responsables de nuestra vida y también de la de los demás. Pongámonos en el lugar del otro. Comportémonos con los demás como quisiéramos que los demás se comportaran con nosotros. Los demás también son asunto mío.

Somos responsables de nuestros actos, para bien y para mal; responsables de nuestros errores y de nuestros pecados. Estamos demasiado acostumbrados a buscar culpables y a echarle la culpa de todo a los demás, a la sociedad, al gobierno, a los políticos, a los profesores que le tienen manía a nuestros hijos… Y somos reacios a asumir la propia responsabilidad. Vivimos en una sociedad que exalta la libertad como derecho absoluto. Somos libres, sí; pero también responsables de nuestras decisiones. Aceptemos y afrontemos las consecuencias de nuestras decisiones y enseñemos a nuestros hijos a hacer lo mismo y a vivir su vida sabiendo que sus actos y sus decisiones tienen consecuencias para bien o para mal.

3.- La honradez: no se roba ni se engaña. Es fácil, ¿no? Ni en lo mucho ni en lo poco. No vale enriquecerse de cualquier manera. Además de ser un delito, quedarte con lo que no es tuyo resulta indecente. Recuperar la decencia es una necesidad imperiosa. Y la honradez no debe ser producto exclusivamente del miedo a que te acaben pillando con las manos en la masa. Uno debe ser honrado para estar en paz con su conciencia. Yo no robaría en unos grandes almacenes ni en un banco aunque tuviera todas las facilidades para ello y supiera a ciencia cierta que nadie se iba a enterar. No se roba por principios, por dignidad, por decencia. No se roba ni se traiciona a los demás ni se engaña ni se miente para que uno pueda mirarse en el espejo cada mañana sin que se te caiga la cara de vergüenza; para que uno pueda mirarles a los ojos a los hijos sin sentir el rubor de la culpa en la cara.

4.- La honestidad: no se miente ni se traiciona a los demás. La verdad, sea la que sea, nos perjudique o nos beneficie, es sagrada. El origen de todos los males es la mentira: de la corrupción, del adulterio… Un hombre vale lo que vale su palabra. Educar a nuestros hijos para que no mientan ni engañen resulta primordial. Hemos de recuperar y reivindicar el honor, la coherencia y la autenticidad. Engañar, mentir, traicionar, resulta indigno de una persona como Dios manda. Da igual que sea el presidente del gobierno que el tendero de la esquina. Hoy se tolera y se entiende que la gente mienta: “todo el mundo lo hace”, “es normal”… Pero la mentira y la traición resultan intolerables: más intolerables aún si esas mentiras y esas traiciones de dan dentro del matrimonio.

5.- La fidelidad: el matrimonio se basa en el amor. Pero estamos confundiendo el amor con el sentimentalismo barato de las novelas románticas. El amor no es un mero sentimiento pasajero. El amor implica compromiso y fidelidad. Si no, no es amor auténtico. Las infidelidades – el adulterio – están en el origen de la mayoría de los divorcios. Y las separaciones provocan dolor y sufrimiento en los propios cónyuges y en los hijos. ¡Cuántas vidas dañadas encontramos en los colegios a causa de las separaciones! Una persona que no cumple con la palabra dada no es de fiar.

6.- El respeto. La dignidad de todo ser humano es sagrada desde la concepción hasta su muerte natural. Respetemos la vida – también la del no nacido. Respetemos la dignidad de los ancianos y enfermos; la de los que sufren cualquier tipo de limitación. Respetemos a los niños y a las mujeres.

Enseñemos a los niños a respetar a sus semejantes, a los adultos, a sus propios padres. Enseñémoslos a ser educados: a ceder el asiento en los transportes públicos, a dejar pasar a las señoras delante, a ser corteses y atentos; a no interrumpir a los demás cuando hablan, a comportarse correctamente en la mesa; a vestirse adecuadamente según las circunstancias; a saber hablar en público y a dirigirse correctamente a los demás con el debido respeto (y sin tuteos impertinentes). Enseñemos a nuestros hijos a ser puntuales en sus citas y compromisos; a cuidar su aspecto y su aseo por respeto a los demás.

Enseñemos a nuestros hijos a ser respetuosos con las demás personas, con los animales, con la naturaleza. Enseñémosles a ser respetuosos con quienes piensan diferente, o viven de otra manera; o con quienes profesan otra religión.

Pero enseñemos también a nuestros hijos a ser intolerantes con el mal, con cualquier ideología o con cualquier comportamiento que menoscabe la dignidad de las personas: intolerantes con el terrorismo, con el machismo, con la violencia contra las mujeres o contra los niños (también los no nacidos), con las ideologías totalitarias y populistas que viven de la demagogia y el engaño; seamos todos intolerantes con la explotación laboral, con la trata de seres humanos, con las mafias, con la prostitución y la pornografía, que degradan la dignidad de las personas. Toda persona decente tiene la obligación de combatir el mal y defender a los más débiles.

7.- La cultura. Cultivar el buen gusto, la inteligencia y la sensibilidad es tarea diaria no sólo de los centros de enseñanza, sino también prioritariamente de la familia. El gusto por aprender, por comprender el mundo y por conocerse a sí mismo debe adquirirse desde la cuna. La literatura, la filosofía, las artes plásticas, la música o el conocimiento de la historia contribuyen decisivamente a formar el buen gusto y la sensibilidad. Con ello combatimos la vulgaridad, la zafiedad y la ramplonería. Cuando uno se acostumbra desde pequeño a los manjares, huye de la basura.

El conocimiento de las ciencias, por su parte, contribuye al desarrollo de la inteligencia y nos ayuda a comprender la realidad de cuanto nos rodea: nos acerca a la verdad. Y cuanto más cerca estemos del conocimiento de la verdad, más cerca estaremos de Dios.

Me resulta difícil imaginar a un amante de Bach o de Garcilaso de la Vega o de Velázquez haciendo mal a los demás. Quien ama la belleza y busca la verdad probablemente – a buen seguro – será capaz de llevar una vida más digna y decente.

Para concluir, estoy convencido de que la corrupción no es un problema exclusivamente político o legal. La corrupción forma parte de cada uno de nosotros: es un problema personal. Es consecuencia de ese defecto de fábrica que llamamos pecado original. Todos tendemos a la corrupción y al pecado. Y el único que puede solucionar ese problema es Dios. La crisis que vivimos es una crisis de fe. Y mientras no volvamos a Cristo por el camino de la conversión, no habrá solución. Jesús sacrificó su vida para salvarnos de nuestra propia corrupción personal. Pero nosotros somos libres de aceptar su salvación o no. Cristo es el camino, la verdad y la vida. Nada podemos sin Él, pero con Él nada es imposible. El actual secularismo nos aparta de Dios. Y en la medida en que nos apartamos de Dios, nuestra sociedad degenerará cada día más hacia la podredumbre, el vicio y la corrupción. No hay más camino que la conversión. Yo al menos no encuentro otro. La mejor educación moral se recibe ante el Sagrario, mirando al Señor, cara a cara, a los ojos: “Señor mío y Dios mío: ten compasión de mí, que soy un pobre pecador”.

Cremación o entierro, ¿cómo resucitaremos?

Nuestra resurrección no será como la de Lázaro: un tiempo extra en la Tierra, sino como la de Jesús, a una nueva vida.

Si me incineran y la mitad de mis cenizas se quedan en el horno crematorio ¿cómo resucitaré?

Cuando pensamos en nuestra resurrección, puede ser que nos venga a la mente la imagen evangélica de los habitantes de Betania, junto con Marta y María que han ido a la tumba de Lázaro. El Maestro, Jesús, ha querido acompañarlas en su dolor y visitar el lugar donde pusieron a su amigo. De pronto y ante el estupor de Marta, pide que quiten la piedra que servía de entrada a la última morada de Lázaro y con voz potente le ordena: “¡Lázaro, sal fuera!” (Jn. 11, 43). Y así, “resucita” a Lázaro, ante los ojos estupefactos de la multitud.

Puede ser que nos hayamos quedado con esta idea de la resurrección: los muertos saldrán de sus tumbas y volverán a esta tierra, como lo hizo Lázaro.

Pero esta no es la clase de resurrección que proclamamos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.

Mientras que la resurrección de Lázaro fue una extensión de su vida temporal, algo así como vivir un “tiempo extra” en esta vida, la resurrección al final de los tiempos será para otra vida distinta a ésta, para la vida eterna.

Cuando hablamos de la resurrección de los muertos deberíamos pensar en Cristo después de su muerte que se aparece a sus amigos en forma de peregrino en el camino de Emaús (Lc. 24, 13-35), a María Magdalena (Mc. 16, 1-8), cuando come con ellos un pedazo de pez asado (Lc. 24, 41-42).

El cuerpo de Cristo resucitado no vuelve a la vida terrenal como el de Lázaro, pues ya no está sujeto a las leyes de la naturaleza: puede presentarse en un lugar u otro sin necesidad de caminar, puede traspasar las paredes, puede aparecer y desaparecer a la vista de sus amigos. Hablamos entonces de un cuerpo glorioso, de un cuerpo resucitado a otra vida, a la vida eterna.
No es nada fácil pensar en la resurrección de nuestro cuerpo. Éste ha sido uno de los puntos más controvertidos del cristianismo. Desde tiempos de San Pablo era difícil creer en la resurrección. Incluso los griegos, uno de los pueblos más cultos de la historia, se reían ante la predicación de San Pablo: “Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: ´Sobre esto ya te oiremos otra vez´”. (Hch.17, 32-34). Para los sabios griegos la resurrección era inconcebible.

Los católicos creemos en la resurrección de los muertos porque Cristo resucitó y Él mismo lo afirmó cuando dijo: “Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos”. (Mc.12, 26-27).

Y por si esto fuera poco, Jesús nos dice que todos, buenos y malos, vamos a resucitar: “… y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio”. (Jn. 5,29)

La resurrección, según nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 997 sucede de la siguiente manera: “En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia, dará definitivamente a nuestro cuerpo la vida incorruptible, uniéndolo a nuestras alma, por la virtud de la Resurrección de Jesús”.

Al final de los tiempos, es decir, el día del juicio universal, vendrá Cristo y unirá nuestra alma a un cuerpo glorioso.
¿Cómo será este cuerpo? No lo sabemos con certeza, sólo lo podemos imaginar contemplando el cuerpo de Cristo resucitado: un cuerpo con ciertas similitudes al cuerpo terrenal, pero no sujeto a sus leyes, un cuerpo perteneciente a otra dimensión, a la dimensión de la vida eterna.
Entonces, contestando a la pregunta inicial, si las cenizas de mi cuerpo se pierden en el horno crematorio, si mis huesos se pudren en mi tumba y se convierten en polvo, o si caigo al mar y mi cuerpo es devorado por los tiburones, no tengo de qué preocuparme.

En el momento de la muerte se me juzgará y si soy digno de la vida eterna mi alma irá a la gloria. Después, en el día del juicio universal cuando todos los muertos resuciten, el poder de Cristo unirá mi alma incorruptible, que ya ha estado gozando del Cielo, a un cuerpo transfigurado en cuerpo de gloria (Flp. 3, 21), un cuerpo espiritual (1Co. 15, 44).
Será, por el valor salvífico de la Resurrección de Cristo, que volverán a juntarse los restos de ese cuerpo destrozado por los tiburones, o dispersado por el polvo de los años o perdido en el horno crematorio. Será como una nueva creación. No en vano los primeros cristianos la llamaban “paleo génesis” que significa precisamente eso: nueva creación.

Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Esta afirmación de San Pablo nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida, en el tiempo y en la eternidad.

La formación para la paz

Si orientamos la vida hacia el ideal de la unidad y solidaridad, instauramos paz

Ante la hecatombe provocada por la primera guerra mundial (1914-1918) se planteó dramáticamente la pregunta de quién fue el culpable de tal horror. Afanosos de buscar las últimas causas, diversos pensadores sentenciaron que la culpa radical no debe ser atribuida a uno u otro de los contendientes sino a la condición espiritual del hombre. De ella surge el poder de pensar y proyectar. El animal mata lo necesario para subsistir, pero no monta guerras. No hemos visto nunca a una horda de guepardos planear una guerra contra una horda de leones. El hombre no recibe la vida planificada: debe él programarla, y para ello dispone de las condiciones necesarias.

Esta es la gran cuestión que debemos aclarar si queremos plantear debidamente el tema de la paz. El espíritu puede planificar conflictos de todo orden, pero ¿lo hace necesariamente?¿No puede, asimismo realizar proyectos de paz? ¿En qué casos lleva a cabo lo uno o lo otro? Quiero manifestar desde el principio mi posición al respecto: Si consagramos las fuerzas del espíritu a realizar el ideal del dominio y la posesión, provocamos conflictos. Si orientamos la vida hacia el ideal de la unidad y solidaridad, instauramos paz.

Durante los cuatro siglos de la Edad Moderna -sumamente fecunda en muchos aspectos-, el hombre occidental vivió y trabajó a impulsos del ideal que implica el llamado mito del eterno progreso. El conocimiento científico da lugar al conocimiento técnico; éste permite dominar la realidad en torno, producir artefactos, lograr bienestar y felicidad. Elevando esta progresión a la enésima potencia, se concluye que un saber científico muy elevado dará lugar a una medida correlativa de poder técnico, de dominio de la realidad, de creación de artefactos y de logro de felicidad. En el año 1914, una ciencia y una técnica asombrosas dieron lugar al mayor conflicto de la historia, no a situaciones de felicidad altísima. Millones de jóvenes inocentes pagaron al precio de sus vidas un error de sus mayores: suponer que es automática la vinculación entre el dominio de cosas y personas y el sentimiento de felicidad. No repararon en que el cultivo de la ciencia y la técnica, si se realiza con una actitud egoísta, no une a los hombres y los pueblos; los escinde y enfrenta. Con profunda razón pudo decir el gran humanista y científico Albert Einstein: “La fuerza desencadenada del átomo lo ha cambiado todo, menos nuestra forma de pensar. Por eso nos encaminamos hacia una catástrofe sin igual».

¿En qué consiste cambiar la «forma de pensar»? En cambiar el ideal. La sociedad occidental se encontró en 1918 sin razón de ser, sin el impulso que la había llevado a conseguir increíbles éxitos en muchos órdenes. Una sociedad sin ideal es un velero sin timón en medio de una tormenta. No puede Vd. Figurarse -me dijo en una ocasión Romano Guardini, el gran guía de la juventud alemana- cómo encontré a los jóvenes alemanes cuando me hice cargo del Movimiento de Juventud. Su ideal consistía en encerrarse en las cervecerías, espesar el aire con el humo del tabaco y jugar a las cartas”.

La falta de ideal conduce al desconcierto. El desconcierto anula en buena medida la capacidad creadora, la capacidad sobre todo de fundar auténticos vínculos personales y darle así sentido pleno a la vida. Esta falta de sentido se traduce en tedio y vacío existencial, la conciencia difusa y amarga de no tener razón de ser. A esta conciencia se debe, según el psicólogo vienés Viktor Frankl, la mayoría de los desarreglos psíquicos que padece el hombre actual(1).

Nada extraño que los espíritus más lúcidos hayan pedido clamorosamente un cambio de ideal. Ya sabemos que el ideal no es una mera idea. Es una idea motriz, una idea que implica un valor tan alto que constituye la clave de bóveda de todo el edificio personal. Del ideal pende todo en la vida del hombre, porque decide nuestro sistema de valoraciones. Lamentablemente, el desfondamiento espiritual típico de la post-guerra no permitió realizar el cambio de ideal que se solicitaba, el paso del ideal de la posesión y el dominio al ideal de la unidad y la solidaridad. Y sobrevino la segunda gran guerra (1939-1945). Tras ella, Europa se encontró en el “desierto”, imagen que significa el grado cero de creatividad y de esperanza.

La paz, como actitud creativa

Para levantar el ánimo de sus derrotados compatriotas franceses, ese hombre lúcido que fue Antoine de Saint-Exupéry escribió El principito, y su mensaje se cifra en un sencillo ruego: “¡Por favor, dibújame un cordero!”, es decir: elévate al plano de la vida creativa(2). Te hallas en el desierto; tu avión -lo único que te queda de cuanto poseías- ha fallado y se halla reducido a la condición de cacharro inútil. Pero todavía es posible darle sentido a la vida. Ese sentido brota en el encuentro, la relación interpersonal que no fue posible ni con el vanidoso, ni con el bebedor, ni con el hombre de negocios obsesionado por poseer y tener; pero puede surgir en el desierto de la humillación absoluta.

Este gran escritor, que iba a sucumbir muy pronto en la última de las misiones de guerra que le habían permitido realizar, entendió muy bien cómo hay que superar las consecuencias de los conflictos y las causas do los mismos: elevándose de nivel, del nivel del dominio de artefactos al nivel de la creación de lazos personales. Su mensaje, trasmitido en plena contienda mundial, no habló de rencor ni de revancha, sentimientos propios de espíritus resentidos, sino de dar el salto a un plano de creatividad en el que florece el encuentro personal, que es lo único que puede transfigurar la vida del hombre y cuanto le rodea. Una vez que se hicieron amigos el piloto y el principito, éste debía volver con los suyos, y para ello tenía que soportar el trauma de la muerte, que le iba a provocar la serpiente. Por eso le dice al piloto: Tú no vengas, porque vas a creer que sufro, y no sufro, tengo la satisfacción de volver a casa; va a parecerte que muero, y no muero, vivo un tránsito… El encuentro transfigura el dolor y la muerte. Pero transfigura también el desierto, que se convierte en el paisaje más bello de la tierra, porque en él surgió una bella amistad, y transfigura los espacios siderales ya que, una vez que se vaya el principito, en una de las estrellas habrá un amigo que sabe reír…

De manera genialmente sencilla se nos sugiere aquí que la paz es una actitud creativa; crea vínculos estables, fuertes, entrañables. No se reduce a mera falta de conflictos. De ahí la necesidad ineludible de configurar un auténtico Humanismo de la unidad si queremos cultivar la paz. Es una tarea de gran empeño que supone un reto para las generaciones actuales.

Esta colosal tarea apenas ha sido abordada por la sociedad. De hecho, el mensaje de Saint- Exupéry no fue escuchado, y hoy nos hallamos en la misma situación de incertidumbre, apatía y desánimo de las dos últimas posguerras. ¿Por dónde hemos de empezar la labor? Se nos dice actualmente que debemos formar a los niños y jóvenes para la paz. Es un gran propósito, pero hemos de estudiar a fondo todo lo que implica para ir a lo esencial y tener garantía de éxito. Si no ahondamos en los problemas y los planteamos con todo rigor no lograremos resolverlos. En un plano de superficialidad triunfan inevitablemente los manipuladores, los que halagan al pueblo para someterlo luego a vasallaje.

Si queremos realizar una auténtica formación para la paz, hemos de estudiar cuidadosamente cómo estamos constituidos los seres humanos, cuáles son las leyes de nuestro verdadero desarrollo como personas y como seres comunitarios. Si cumplimos esas leyes, tenemos seguridad de configurar un clima de encuentro y, por tanto, de paz.

El ser humano y el encuentro

La ciencia biológica más cualificada nos enseña actualmente que los hombres somos «seres de encuentro», vivimos como personas, nos desarrollamos y perfeccionamos creando toda serie de encuentros. Para encontrarnos, debemos cumplir ciertas exigencias: generosidad, apertura al otro, disponibilidad, veracidad, fidelidad, sencillez, cordialidad, libertad interior… Soy libre de verdad cuando no estoy sometido a mis apetencias inmediatas, sino cuando tomo distancia de éstas y elijo en función del ideal de la unidad y solidaridad. Entonces puedo encontrarme de verdad con otras personas. El concepto de encuentro ha de ser entendido, rigurosamente, como el entreveramiento de dos realidades que son centros de iniciativa y se ofrecen posibilidades con el fin de enriquecerse mutuamente. Este enriquecimiento tiene lugar cuando instauramos formas elevadas de unidad. Por eso no hay nada que nos una tanto como compartir el deseo de hacer el bien en común(3).

Este deseo es suscitado por el ideal de la unidad. Es un ideal que debemos descubrir y asumir como algo propio y profundo, lo más profundo y lo más propio de nuestro ser. A veces, ese descubrimiento se realiza súbitamente, merced a un testimonio elocuente. Tras la última guerra mundial se formaron en Centroeuropa diversos campos de refugiados para albergar a quienes habían huido del Este y se hallaban en una situación límite. Un buen día apareció en uno de esos campos un hombre desconocido -el hoy legendario P. Werenfried van Straaten-, y en nombre de un Dios que es amor les repartió alimentos y vestidos. Entre los refugiados se hallaba una niña de seis años, que actualmente sirve en la India como religiosa a los más pobres.

«Aquel día se decidió mi vocación -confesó-. Hasta entonces nunca había oído la palabra amor, ni había experimentado lo que era sentirse amada. Como por un relámpago, descubrí que éste era el ideal de mi vida: servir a ese Dios que es capaz de vencer el odio con el amor».

El ideal del amor, cuando resplandece en un testimonio vivo, eclipsa el poderío devastador del odio y la destrucción. Si realizo un encuentro auténtico, aunque sólo sea una vez en la vida, tengo luz para toda la vida, luz para comprender dónde está mi verdadero ideal, y cuál es en consecuencia mi auténtica vocación y mi auténtica misión.

Al encontrarnos de verdad, se crea un campo de juego común, y en éste sucede algo magnífico: se superan las divisiones entre lo mío y lo tuyo, la independencia y la solidaridad, el interior y el exterior, el dentro y el fuera… Si me encuentro contigo y soy amigo tuyo, tus problemas son mis problemas, tus gozos son mis gozos, pues yo no estoy aquí y tú estás ahí fuera de mi; ambos nos hallamos creando un ámbito de interacción, de ayuda mutua, de comprensión y participación. Entonces es posible una forma penetrante de empatía, que me permite verte por dentro, ponerme en tu situación, contemplar la vida desde tu perspectiva y adoptar tus puntos de vista.

Cuando creamos auténticos encuentros, tenemos hogar, en el sentido profundo en que utilizan este vocablo los pedagogos actuales. Nietzsche declaró amargamente: «¡Ay de aquel que no tenga hogar! «. Carece de hogar el que no crea vínculos interpersonales, el que no “habita en sentido transitivo”, el que no funda espacios de comprensión, de amistad e intercambio.

Condiciones para instaurar la paz

En esquema, formarse para la paz supone las actividades siguientes:

1. Aceptarse uno a sí mismo, a la propia realidad personal con todo cuanto implica.

2. El ser humano es un «ser de encuentro». Sólo se desarrolla y realiza cabalmente cuando cumple las condiciones del encuentro: generosidad, fidelidad, cordialidad, veracidad, respeto… Respetar al otro en lo que es, en su condición de persona, es disponerse para la concordia. Reducirlo de rango es prepararse para el ataque. Cuando se reduce a una persona o un pueblo a mero obstáculo en el camino, estamos en franquía para intentar anularlo. Es el preludio de todos los conflictos.

3. Las condiciones del encuentro las cumplimos decididamente cuando encaminamos nuestra vida hacia el ideal de la unidad. Se nos viene pidiendo desde la primera guerra mundial que cambiemos el ideal. Si de manera expresa o tácita seguimos orientados hacia el viejo ideal de la posesión y el dominio, estaremos colaborando a crear un clima de conflicto. Del ideal pende todo: nuestro sistema de valoración, nuestra escala de preferencias, nuestras pretensiones. Si nuestro ideal es el ajustado a nuestro ser personal, seremos fundadores de paz. Si es un ideal falso, generaremos lucha y conflicto, porque nosotros mismos estaremos desgarrados internamente entre lo que somos y lo que debiéramos ser. Para fundar paz, hay que empezar por conseguir el equilibrio personal y la armonía interior.

4. Este equilibrio armónico es destruido por la caída del hombre en las diferentes formas de vértigo o fascinación. Proclamar que uno está contra la guerra y a favor de la paz y fomentar a la vez la actitud de hedonismo egoísta -fuente de las experiencias de vértigo– es una grave incoherencia. La sociedad está desgarrada hoy día por toda suerte de incoherencias de este género.

5. Ese equilibrio interior es conseguido cuando se entrega uno a las experiencias de éxtasis, que son experiencias de creatividad y encuentro. En la unidad valiosa que implica el encuentro se halla la verdad profunda del ser humano. Podríamos decir, pues, con todo rigor que formarse para la paz es formarse para amar la verdad incondicionalmente, desinteresadamente. La verdad no es objeto de posesión. No tiene sentido hablar de mi verdad. La verdad no la poseo; soy nutrido por ella. No puedo mercadear con la verdad, como si fuera objeto de canje. El mentiroso juega con la verdad porque la rebaja a condición de medio para sus fines. El hombre veraz se atiene a la verdad porque confía en su valor, en su capacidad de orientar debidamente su vida. Si la verdad dependiera de él, si no fuera absoluta sino relativa, no podría comprometerlo en lo más íntimo porque no suscitaría una confianza incondicional. Por eso el hombre veraz celebra que la verdad sea estable, absoluta, ab-soluta, libre de todo condicionamiento, ya que sólo puede obligarse a lo que merece confianza absoluta debido a su solidez inquebrantable. Es necesario para el crecimiento de la persona que haya verdades absolutas que constituyan para el hombre puntos últimos de referencia que den sentido a su vida.

Por eso el relativismo y el subjetivismo destruyen el verdadero diálogo, que consiste en buscar la verdad en común, una verdad que conceda a las propias ideas auténtica densidad y valor. El relativismo parece en principio muy tolerante, pero es la raíz última de las actitudes intransigentes, pues el que no se adhiere a la verdad acaba dominado por los propios intereses. El relativista suele ser intransigente en la defensa de que todo es relativo.

De lo antedicho se deduce que ser tolerante no equivale a ser permisivo, condescendiente a ultranza por la convicción de que la validez de las opiniones y las actitudes no pende de un canon externo al hombre sino del modo de ser de cada sujeto. Este tipo de permisividad no implica tolerancia sino más bien indiferencia; denota una falta de compromiso con los valores y con la verdad.

Estas condiciones de la paz exigen todo un proceso formativo, riguroso y sistemático. Es la tarea de la Escuela de Pensamiento y Creatividad, un proyecto formativo que estoy promoviendo en España e Iberoamérica desde 1987 con el fin de incrementar el desarrollo humano y lograr una verdadera paz(4).

Santos por atender a los contagiados de una epidemia

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Se les considera mártires de la caridad porque murieron asistiendo a enfermos de peste en Alejandría en el siglo III

En el año 262 d.C., la ciudad egipcia de Alejandría formaba parte del Imperio Romano.

Era una época de crecimiento y paz para el cristianismo, que no sufría graves persecuciones desde décadas atrás. El emperador era Galieno.

Sin embargo, se declaró una gravísima epidemia de peste en la ciudad fundada por Alejandro Magno.

Entonces, los sacerdotes, diáconos y laicos decidieron entregarse al servicio de los enfermos y moribundos.

«Escuela para probarnos»

Esto provocó muertes entre ellos que, sin embargo,  entendieron aquello como una llamada de Dios a dar testimonio de amor a Cristo y al prójimo.

El entonces obispo de Alejandría, san Dionisio, escribió que lo consideraba una “escuela para probarnos”.

Los que murieron fueron Plutarco, Sereno, Heráclides (catecúmeno), Herón (neófito), otro Sereno, Heraidis (catecúmena), Potamiena y Marcela, su madre. Todos ellos eran discípulos de Orígenes.

Tras ver cómo habían ayudado a los contagiados sabiendo que arriesgaban su vida y morían, la comunidad cristiana superviviente los consideró mártires enseguida.

Estos santos de Alejandría son posiblemente los primeros santos no mártires de sangre de la Historia de la Iglesia, y son mártires de la caridad (por su obra).

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Oración

Oh, Dios,
que iluminaste de modo admirable el misterio de la Cruz en tus santos mártires, concédenos, por tu bondad, que, fortalecidos por este sacrificio,
permanezcamos siempre fieles a Cristo y trabajemos en la Iglesia por la salvación de todos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Amén.