Quizás además de toda la conciencia de la realidad que vivimos, podríamos preguntarnos si no deberíamos recapitular el camino de la Epifanía que hemos contemplado tal y como os lo he intentado describir, y, empezando por el final, por la conciencia de que sí, que Cristo se ha manifestado en todo el mundo, ir atrás hasta recuperar una experiencia como la de Santa María, que yo me atrevería a llamar una Epifanía interior, una manifestación de Jesús en nuestro corazón. Quizás podemos entender su manifestación a todas las naciones como la condición que hace posible que cada hombre y cada mujer puedan vivir esta epifanía interior, y desde ella una conversión a Dios y a su Reino: Un compromiso personal y definitivo a hacer la su voluntad. Porque quizás en el fondo todo comienza en un corazón sencillo y dispuesto a amar más allá de todo los límites. Y quién sabe, si eso quizás sí que cambie el mundo.

Mensaje del Papa Francisco para la XXX Jornada Mundial del Enfermo

«Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,36).

Queridos hermanos y hermanas:

Hace treinta años, san Juan Pablo II instituyó la Jornada Mundial del Enfermo para sensibilizar al Pueblo de Dios, a las instituciones sanitarias católicas y a la sociedad civil sobre la necesidad de asistir a los enfermos y a quienes los cuidan [1].

Estamos agradecidos al Señor por el camino realizado en las Iglesias locales de todo el mundo durante estos años. Se ha avanzado bastante, pero todavía queda mucho camino por recorrer para garantizar a todas las personas enfermas, principalmente en los lugares y en las situaciones de mayor pobreza y exclusión, la atención sanitaria que necesitan, así como el acompañamiento pastoral para que puedan vivir el tiempo de la enfermedad unidos a Cristo crucificado y resucitado. Que la XXX Jornada Mundial del Enfermo —cuya celebración conclusiva no tendrá lugar en Arequipa, Perú, debido a la pandemia, sino en la Basílica de San Pedro en el Vaticano— pueda ayudarnos a crecer en el servicio y en la cercanía a las personas enfermas y a sus familias.

1. Misericordiosos como el Padre

El tema elegido para esta trigésima Jornada, «Sean misericordiosos así como el Padre de ustedes es misericordioso»(Lc 6,36), nos hace volver la mirada hacia Dios «rico en misericordia» (Ef 2,4), que siempre mira a sus hijos con amor de padre, incluso cuando estos se alejan de Él. De hecho, la misericordia es el nombre de Dios por excelencia, que manifiesta su naturaleza, no como un sentimiento ocasional, sino como fuerza presente en todo lo que Él realiza. Es fuerza y ternura a la vez. Por eso, podemos afirmar con asombro y gratitud que la misericordia de Dios tiene en sí misma tanto la dimensión de la paternidad como la de la maternidad (cf. Is 49,15), porque Él nos cuida con la fuerza de un padre y con la ternura de una madre, siempre dispuesto a darnos nueva vida en el Espíritu Santo.

2. Jesús, misericordia del Padre

El testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito. ¡Cuántas veces los Evangelios nos narran los encuentros de Jesús con personas que padecen diversas enfermedades! Él «recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas de los judíos, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias de la gente» (Mt 4,23). Podemos preguntarnos: ¿por qué esta atención particular de Jesús hacia los enfermos, hasta tal punto que se convierte también en la obra principal de la misión de los apóstoles, enviados por el Maestro a anunciar el Evangelio y a curar a los enfermos? (cf. Lc 9,2).

Un pensador del siglo XX nos sugiere una motivación: «El dolor aísla completamente y es de este aislamiento absoluto del que surge la llamada al otro, la invocación al otro» [2]. Cuando una persona experimenta en su propia carne la fragilidad y el sufrimiento a causa de la enfermedad, también su corazón se entristece, el miedo crece, los interrogantes se multiplican; hallar respuesta a la pregunta sobre el sentido de todo lo que sucede es cada vez más urgente. Cómo no recordar, a este respecto, a los numerosos enfermos que, durante este tiempo de pandemia, han vivido en la soledad de una unidad de cuidados intensivos la última etapa de su existencia atendidos, sin lugar a dudas, por agentes sanitarios generosos, pero lejos de sus seres queridos y de las personas más importantes de su vida terrenal. He aquí, pues, la importancia de contar con la presencia detestigos de la caridad de Dios que derramen sobre las heridas de los enfermos el aceite de la consolación y el vino de la esperanza, siguiendo el ejemplo de Jesús, misericordia del Padre [3].  

3. Tocar la carne sufriente de Cristo

La invitación de Jesús a ser misericordiosos como el Padre adquiere un significado particular para los agentes sanitarios. Pienso en los médicos, los enfermeros, los técnicos de laboratorio, en el personal encargado de asistir y cuidar a los enfermos, así como en los numerosos voluntarios que donan un tiempo precioso a quienes sufren. Queridos agentes sanitarios, su servicio al lado de los enfermos, realizado con amor y competencia, trasciende los límites de la profesión para convertirse en una misión. Sus manos, que tocan la carne sufriente de Cristo, pueden ser signo de las manos misericordiosas del Padre. Sean conscientes de la gran dignidad de su profesión, como también de la responsabilidad que esta conlleva,

Bendigamos al Señor por los progresos que la ciencia médica ha realizado, sobre todo en estos últimos tiempos. Las nuevas tecnologías han permitido desarrollar tratamientos que son muy beneficiosos para las personas enfermas; la investigación sigue aportando su valiosa contribución para erradicar enfermedades antiguas y nuevas; la medicina de rehabilitación ha desarrollado significativamente sus conocimientos y competencias. Todo esto, sin embargo, no debe hacernos olvidar la singularidad de cada persona enferma, con su dignidad y sus fragilidades [4]. El enfermo es siempre más importante que su enfermedad y por eso cada enfoque terapéutico no puede prescindir de escuchar al paciente, de su historia, de sus angustias y de sus miedos. Incluso cuando no es posible curar, siempre es posible cuidar, siempre es posible consolar, siempre es posible hacer sentir una cercanía que muestra interés por la persona antes que por su patología. Por eso espero que la formación profesional capacite a los agentes sanitarios para saber escuchar y relacionarse con el enfermo .

4. Los centros de asistencia sanitaria, casas de misericordia

La Jornada Mundial del Enfermo también es una ocasión propicia para centrar nuestra atención en los centros de asistencia sanitaria. A lo largo de los siglos, la misericordia hacia los enfermos ha llevado a la comunidad cristiana a abrir innumerables “posadas del buen samaritano”, para acoger y curar a enfermos de todo tipo, sobre todo a aquellos que no encontraban respuesta a sus necesidades sanitarias, debido a la pobreza o a la exclusión social, o por las dificultades a la hora de tratar ciertas patologías. En estas situaciones son sobre todo los niños, los ancianos y las personas más frágiles quienes sufren las peores consecuencias. Muchos misioneros, misericordiosos como el Padre, acompañaron el anuncio del Evangelio con la construcción de hospitales, dispensarios y centros de salud. Son obras valiosas mediante las cuales la caridad cristiana ha tomado forma y el amor de Cristo, testimoniado por sus discípulos, se ha vuelto más creíble.

Pienso sobre todo en los habitantes de las zonas más pobres del planeta, donde a veces hay que recorrer largas distancias para encontrar centros de asistencia sanitaria que, a pesar de contar con recursos limitados, ofrecen todo lo que tienen a su disposición. Aún queda un largo camino por recorrer y en algunos países recibir un tratamiento adecuado sigue siendo un lujo. Lo demuestra, por ejemplo, la falta de disponibilidad de vacunas contra el virus del Covid-19 en los países más pobres; pero aún más la falta de tratamientos para patologías que requieren medicamentos mucho más sencillos.

En este contexto, deseo reafirmar la importancia de las instituciones sanitarias católicas: son un tesoro precioso que hay que custodiar y sostener; su presencia ha caracterizado la historia de la Iglesia por su cercanía a los enfermos más pobres y a las situaciones más olvidadas [5]. ¡Cuántos fundadores de familias religiosas han sabido escuchar el grito de hermanos y hermanas que no disponían de acceso a los tratamientos sanitarios o que no estaban bien atendidos y se han entregado a su servicio! Aún hoy en día, incluso en los países más desarrollados, su presencia es una bendición, porque siempre pueden ofrecer, además del cuidado del cuerpo con toda la pericia necesaria, también aquella caridad gracias a la cual el enfermo y sus familiares ocupan un lugar central.

En una época en la que la cultura del descarte está muy difundida y a la vida no siempre se le reconoce la dignidad de ser acogida y vivida, estas estructuras, como casas de la misericordia, pueden ser un ejemplo en la protección y el cuidado de toda existencia, aun de la más frágil, desde su concepción hasta su término natural.

5. La misericordia pastoral: presencia y cercanía

A lo largo de estos treinta años el servicio indispensable que realiza la pastoral de la salud se ha reconocido cada vez más. Si la peor discriminación que padecen los pobres —y los enfermos son pobres en salud— es la falta de atención espiritual, no podemos dejar de ofrecerles la cercanía de Dios, su bendición, su Palabra, la celebración de los sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y maduración en la fe [6]. A este propósito, quisiera recordar que la cercanía a los enfermos y su cuidado pastoral no sólo es tarea de algunos ministros específicamente dedicados a ello; visitar a los enfermos es una invitación que Cristo hace a todos sus discípulos. ¡Cuántos enfermos y cuántas personas ancianas viven en sus casas y esperan una visita! El ministerio de la consolación es responsabilidad de todo bautizado, consciente de la palabra de Jesús: «Estuve enfermo y me visitaron» ( Mt 25,36).

Queridos hermanos y hermanas, encomiendo todos los enfermos y sus familias a la intercesión de María, Salud de los enfermos. Que unidos a Cristo, que lleva sobre sí el dolor del mundo, puedan encontrar sentido, consuelo y confianza. Rezo por todos los agentes sanitarios para que, llenos de misericordia, ofrezcan a los pacientes, además de los cuidados adecuados, su cercanía fraterna.

A todos les imparto con afecto la Bendición Apostólica.

Roma, San Juan de Letrán, 10 de diciembre de 2021, Memoria de la Bienaventurada Virgen María de Loreto.

Francisco

[1] Cf. Carta al Cardenal Fiorenzo Angelini, Presidente del Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios, con ocasión de la institución de la Jornada Mundial del Enfermo (13 mayo 1992).
[2] E. Lévinas, « Une éthique de la souffrance », en Souffrances. Corps et âme, épreuves partagées, J.-M. von Kaenel edit., Autrement, París 1994, pp. 133-135.
[3] Cf. Misal Romano, Prefacio Común VIII, Jesús, buen samaritano.
[4] Cf. Discurso a la Federación Nacional de los Colegios de Médicos y Cirujanos Dentales (20 septiembre 2019).
[5] Cf. Ángelus desde el Policlínico «Gemelli» de Roma (11 julio 2021).
[6] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 200.

Extensión del Amor de Cristo

Santo Evangelio según san Lucas 5, 12-16. Viernes después de Epifanía

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor, ayúdame para que en este día pueda yo ser reflejo de tu amor hacia el prójimo.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 5, 12-16

En aquel tiempo, estando Jesús en un poblado, llegó un leproso, y al ver a Jesús, se postró rostro en tierra, diciendo: «Señor, si quieres, puedes curarme». Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero. Queda limpio». Y al momento desapareció la lepra. Entonces Jesús le ordenó que no lo dijera a nadie y añadió: «Ve, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que Moisés prescribió. Eso les servirá de testimonio».

Y su fama se extendía más y más. Las muchedumbres acudían a oírlo y a ser curados de sus enfermedades. Pero Jesús se retiraba a lugares solitarios para orar.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Solo quiero que el día de hoy nos quedemos con una sola idea de este Evangelio, «y Jesús extendió la mano y lo tocó». Nuestro Señor rompió todas las barreras, traspasó los límites que la sociedad tenía contra los leprosos; no le importó que podían decir de Él y simplemente lo sano extendiendo su mano. Nosotros, como cristianos, podemos ayudar a tantos hermanos en Cristo, tan solo extendiendo nuestras manos hacia ellos, sin dejarnos llevar por el respeto humano, sin importar que digan los demás de nosotros, o de las obras buenas que podamos hacer por nuestros hermanos. Que realmente en nuestras vidas seamos la extensión del amor de Cristo hacia los demás: aquellos que más lo necesitan, los más desamparados, los marginados, los que no tienen un techo ni un hogar y de manera especial aquellos que necesitan del amor del Señor, todo a través de nuestras manos.

Pidamos el auxilio maternal de María santísima, que ella que siempre extendió sus manos hacia los más necesitados nos conceda la gracia de hacerlo como lo hizo su Hijo.

«Hermanos y hermanas, ninguna enfermedad es causa de impureza: la enfermedad ciertamente involucra a toda la persona, pero de ningún modo afecta o le inhabilita para su relación con Dios. De hecho, una persona enferma puede permanecer aún más unida a Dios. En cambio, el pecado sí que te deja impuro. El egoísmo, la soberbia, la corrupción, esas son las enfermedades del corazón de las cuales es necesario purificarse, dirigiéndose a Jesús como se dirigía el leproso: “Si quieres, puedes limpiarme”».

(Homilía de S.S. Francisco, 11 de febrero de 2018).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hacer un acto de caridad con aquel que en mi alrededor está sufriendo y necesita del amor de Cristo.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Jesús y los enfermos

¿Qué decía Jesús a los enfermos? ¿Cómo les daba esperanza? ¿Por qué curaba a algunos?

Si uno lee con detención los Santos Evangelios descubre todo un mundo, un océano de dolor que parece rodear a Jesús. Parece un imán que atrae a cuanto enfermo encuentra en su paso por la vida. Él mismo se dijo Médico que vino a sanar a los que estaban enfermos. No puede decir «no» cuando clama el dolor. El amor de Jesús a los hombres es, en su última esencia, amor a los que sufren, a los oprimidos. El prójimo para Él es aquel que yace en la miseria y el sufrimiento (cf. Lc 10, 29 ss). La buena nueva que vino a predicar alcanzaba sobre todo a los enfermos.

El dolor y el sufrimiento no son una maldición, sino que tienen su sentido hondo. El sufrimiento humano suscita compasión, respeto; pero también atemoriza. El sufrimiento físico se da cuando duele el cuerpo, mientras que el sufrimiento moral es dolor del alma. Para poder vislumbrar un poco el sentido del dolor tenemos que asomarnos a la Sagrada Escritura que es un gran libro sobre el sufrimiento.(105) El sufrimiento es un misterio que el hombre no puede comprender a fondo con su inteligencia. Sólo a la luz de Cristo se ilumina este misterio. Desde que Cristo asumió el dolor en todas sus facetas, el sufrimiento tiene valor salvífico y redentor, si se ofrece con amor. Además, todo sufrimiento madura humanamente, expía nuestros pecados y nos une al sacrificio redentor de Cristo.

La enfermedad en tiempos de Jesús.

El estado sanitario del pueblo judío era, en tiempos de Jesús, lamentable. Todas las enfermedades orientales parecían cebarse en su país. Y provenían de tres fuentes principales: la pésima alimentación, el clima y la falta de higiene.

La alimentación era verdaderamente irracional. De ahí el corto promedio de vida de los contemporáneos de Jesús y el que veamos con tanto frecuencia enfermos y muertos jóvenes en la narración evangélica. Pero era el clima el causante de la mayor parte de las dolencias. En el clima de Palestina se dan con frecuencia bruscos cambios de calor y frío. El tiempo fresco del año, con temperaturas relativamente bajas, pasa, sin transición ninguna, en los «días Hamsin» (días del viento sur del desierto), a temperaturas de 40 grados a la sombra. Y, aun en esos mismos días, la noche puede registrar bruscos cambios de temperatura que, en casas húmedas y mal construidas como las de la época, tenían que producir fáciles enfriamientos, y por lo mismo, continuas fiebres. Y con el clima, la falta de higiene.

De todas las enfermedades la más frecuente y dramática era la lepra que se presentaba en sus dos formas: hinchazones en las articulaciones y llagas que se descomponen y supuran. La lepra era una terrible enfermedad, que no sólo afectaba al plano físico y corporal, sino sobre todo al plano psicológico y afectivo. El leproso se siente discriminado, apartado de la sociedad. Ya no cuenta. Vive aislado. Al leproso se le motejaba de impuro. Se creía que Dios estaba detrás con su látigo de justicia, vengando sus pecados o los de sus progenitores. Basta leer el capítulo trece del Levítico para que nos demos cuenta de todo lo que se reglamentaba para el leproso. ¡La lepra iba comiendo sus carnes y la soledad del corazón! Todos se mantenían lejos de los leprosos. E incluso les arrojaban piedras para mantenerlos a distancia.

¿Cuál era la postura de los judíos frente a la enfermedad? Al igual que los demás pueblos del antiguo Oriente, los judíos creían que la enfermedad se debía a la intervención de agentes sobrenaturales. La enfermedad era un pecado que tomaba carne. Es decir, pensaban que era consecuencia de algún pecado cometido contra Dios. El Dios ofendido se vengaba en la carne del ofensor. Por eso, el curar las enfermedades era tarea casi exclusivamente de sacerdotes y magos, a los que se recurría para que, a base de ritos, exorcismos y fórmulas mágicas, oraciones, amuletos y misteriosas recetas, obligaran a los genios maléficos a abandonar el cuerpo de ese enfermo. Para los judíos era Yavé el curador por excelencia (cf. Ex 15, 26).

Más tarde, vino la fe en la medicina (cf. Eclesiástico 38, 1-8). No obstante, la medicina estaba poco difundida y no pasaba de elemental. Por eso, la salud se ponía más en las manos de Dios que en las manos de los médicos.

Jesús ante el dolor, la enfermedad y el enfermo

Y, ¿qué pensaba Jesús de la enfermedad?

Jesús dice muy poco sobre la enfermedad. La cura. Tiene compasión de la persona enferma. La curación del cuerpo estaba unida a la salvación del alma. Jesús participa de la mentalidad de la primera comunidad cristiana (106) que vivió la enfermedad como consecuencia del pecado (cf. Jn 9, 3; Lc 7, 21). Por tanto, Jesús vive esa identificación según la cual su tarea de médico de los cuerpos es parte y símbolo de la función de redentor de almas. La curación física es siempre símbolo de una nueva vida interior.

Jesús ve el dolor con realismo. Sabe que no puede acabar con todo el dolor del mundo. Él no tiene la finalidad de suprimirlo de la faz de la tierra. Sabe que es una herida dolorosa que debe atenderse, desde muchos ángulos: espiritual, médico, afectivo, etc.

¿Y ante el enfermo?

Primero: siente compasión (cf. Mt 7, 26). Jesús admite al necesitado. No lo discrimina. No se centra en los cálculos de las ventajas que puede obtener o de la urgencia de atender a éste o a aquel. Alguien llega y Él lo atiende. Su móvil es aplacar la necesidad. Tiene corazón siempre abierto para cualquier enfermo.

Segundo: ve más hondo. Tras el dolor ve el pecado, el mal, la ausencia de Dios. La enfermedad y el dolor son consecuencias del pecado. Por eso, Jesús, al curar a los enfermos, quiere curar sobre todo la herida profunda del pecado. Sus curaciones traen al enfermo la cercanía de Dios. No son sólo una enseñanza pedagógica; son, más bien, la llegada de la cercanía del Reino de Dios al corazón del enfermo (cf. Lc 4, 18).

Tercero: le cura, si esa es la voluntad de su Padre y si se acerca con humildad y confianza. Y al curarlo, desea el bien integral, físico y espiritual (cf. Lc 7, 14). Por eso no omite su atención, aunque sea sábado y haya una ley que lo malinterprete (cf. Mc 1, 21; Lc 13, 14).

Cuarto: Jesús no se queda al margen del dolor. Él también quiso tomar sobre sí el dolor. Tomó sobre sí nuestros dolores.(107) A los que sufren, Él les da su ejemplo sufriendo con ellos y con un estilo lleno de valores (cf. Mt 11, 28).

Quinto: con los ancianos tiene comprensión de sus dificultades, les alaba su sacrificio y su desprendimiento, su piedad y su amor a Dios, su fe y su esperanza en el cumplimiento de las promesas divinas (cf. Mc 12, 41-45; Lc 2, 22-38).

Juan Pablo II en su exhortación «Salvifici doloris» (108) del 11 de febrero de 1984 dice que Jesucristo proyecta una luz nueva sobre este misterio del dolor y del sufrimiento, pues Él mismo lo asumió. Probó la fatiga, la falta de una casa, la incomprensión. Fue rodeado de un círculo de hostilidad, que le llevó a la pasión y a la muerte en cruz, sufriendo los más atroces dolores. Cristo venció el dolor y la enfermedad, porque los unió al amor, al amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva. En ella, en la cruz de Cristo, debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.

Al final de la exhortación, el Papa dice: «Y os pedimos a todos los que sufrís, que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles, pedimos que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la cruz de Cristo» (número 31).

Nosotros ante el dolor y la enfermedad

¿Cuál debería ser nuestra actitud ante el dolor, la enfermedad y ante los enfermos?

Primero, ante el dolor y la enfermedad propios: aceptarlos como venidos de la mano de Dios que quiere probar nuestra fe, nuestra capacidad de paciencia y nuestra confianza en Él. Ofrecerlos con resignación, sin protestar, como medios para crecer en la santidad y en humildad, en la purificación de nuestra vida y como oportunidad maravillosa de colaborar con Cristo en la obra de la redención de los hombres.

Y ante el sufrimiento y el dolor ajenos: acercarnos con respeto y reverencia ante quien sufre, pues estamos delante de un misterio; tratar de consolarlo con palabras suaves y tiernas, rezar juntos, pidiendo a Dios la gracia de la aceptación amorosa de su santísima voluntad.

Además de consolar al que sufre, hay que hacer cuanto esté en nuestras manos para aliviarlo y solucionarlo, y así demostrar nuestra caridad generosa(109) El buen samaritano nos da el ejemplo práctico: no sólo ve la miseria, ni sólo siente compasión, sino que se acerca, se baja de su cabalgadura, saca lo mejor que tiene, lo cura, lo monta sobre su jumento, lo lleva al mesón, paga por él. La caridad no es sólo ojos que ven y corazón que siente; es sobre todo, manos que socorren y ayudan.

Juan Pablo II en su exhortación «Salvifici doloris», sobre el dolor salvífico, dice que el sufrimiento tiene carácter de prueba.(110) Es más, sigue diciendo el Papa: «El sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación con los demás y, sobre todo, con Dios» (número 12).

CONCLUSIÓN

Así Jesús pasaba por las calles de Palestina curando hombres, curando almas, sanando enfermedades y predicando al sanarlas. Y las gentes le seguían, en parte porque creían en Él, y, en parte mayor, porque esperaban recoger también ellos alguna migaja de la mesa. Y las gentes le querían, le temían y le odiaban a la vez. Le querían porque le sabían bueno, le temían porque les desbordaba y le odiaban porque no regalaba milagros como un ricachón monedas. Pedía, a cambio, nada menos que un cambio de vida. Algo tiene el sufrimiento de sublime y divino, pues el mismo Dios pasó por el túnel del sufrimiento y del dolor…ni siquiera Jesús privó a María del sufrimiento. La llamamos Virgen Dolorosa. Contemplemos a María y así penetraremos más íntimamente en el misterio de Cristo y de su dolor salvífico.

Dejar de lado pretensiones y vanidades para dar espacio a Dios

Ángelus del Papa Francisco, 6 de enero de 2022.

“¿Todo un largo camino y tantos sacrificios para ver a un niño pobre?”. Una pregunta provocadora la del Papa Francisco que en su alocución antes del Ángelus, en esta Solemnidad de la Epifanía, recuerda que a pesar del extenuante viaje de los sabios, ricos y famosos Reyes Magos para adorar al “Rey de los Judíos”, cuando llegan a la esperada meta y ven a un niño con su madre, “no se escandalizan ni se sienten defraudados”, “no se quejan, se postran”, “se inclinan hasta el suelo” para adorarlo. Un gesto tan humilde que “sorprende” – prosiguió el Santo Padre – pues se trata de hombres ilustres acostumbrados en aquel entonces, y quizás ahora también, a postrarse ante la autoridad o el poder, “pero frente al Niño de Belén, no es fácil”.

“No es fácil adorar a este Dios, cuya divinidad permanece oculta y no parece triunfante. Significa acoger la grandeza de Dios, que se manifiesta en la pequeñez. Los magos se rebajan ante la inaudita lógica de Dios, acogen al Señor no como lo imaginaban, sino como es, pequeño y pobre. Su postración es el signo de quienes dejan de lado sus ideas y dan espacio a Dios”.

La verdadera riqueza está en la humildad

Volviendo al episodio de los Reyes Magos que, como relata el Evangelio según San Mateo (Mt 2,1-12), se postran y adoran al Señor, el Papa se centró en la palabra adoración:  “Los magos demuestran que acogen con humildad a Aquel que se presenta en la humildad” y se abren a la adoración de Dios, es decir, explicó el Pontífice, que los “cofres que abren” los Reyes Magos” son sus propios corazones, porque su “verdadera riqueza no consiste en la fama y el éxito, sino en la humildad, en el hecho de considerarse necesitados de salvación”.

“Si en la base de todo nos ponemos siempre a nosotros con nuestras ideas y presumimos de tener algo de qué jactarnos antes Dios, nunca lo encontraremos plenamente, no llegaremos a adorarlo. Si no caen nuestras pretensiones y vanidades, nuestro pundonor y deseo de sobresalir, es posible que acabemos adorando a alguien o algo en la vida, ¡pero no será el Señor!”.

¿Cómo está mi humildad?

Francisco reiteró que, “si abandonamos nuestra pretensión de autosuficiencia, si nos hacemos pequeños por dentro” podremos redescubrir a “el asombro de adorar a Jesús”, una adoración que nace en la humildad de corazón, para notar la presencia del Señor y que no sea ignorado, mientras se vive el “afán de avanzar”.  

Para ello, el Papa invitó a los fieles a plantearse algunas interrogantes:

“¿Cómo está mi humildad? ¿Estoy convencido de que el orgullo impide mi progreso espiritual? ¿Estoy convencido que el orgullo impide mi progreso personal? ¿Qué el orgullo manifiesto u oculto, ese orgullo, detiene el impulso hacia Dios? ¿Trabajo sobre mi docilidad, para estar disponible para Dios y los demás, o estoy siempre centrado en mí mismo y en mis exigencias? ¿Sé dejar de lado mi punto de vista para abrazar el de Dios y el de los demás? Y finalmente, ¿rezo y adoro solo cuando necesito algo, o lo hago constantemente porque creo que siempre necesito a Jesús?”.

Mira la estrella y camina

Una reflexión que el Pontífice dejó en manos de la Virgen María, antes del rezo mariano, para que nos enseñe a redescubrir la necesidad vital de la humildad y el ardiente deseo de la adoración, para que nos enseñe a mirar la estrella y a caminar como los Reyes Magos que comenzaron su viaje mirando una estrella y encontraron a Jesús.

“Hoy podemos seguir este consejo: mira la estrella y camina. Nunca dejes de caminar, pero nunca dejes de mirar la estrella. Este es el consejo fuerte de hoy: mira la estrella y camina, mira la estrella y camina”.

Las 6 batallas de la juventud que ningún adulto debe olvidar

José Martín Descalzo, advierte sobre los peligros de vivir una vida arrastrada por el mundo.

La vida pasa rápido. De pronto estás jugando en la calle con apenas una decena de años y hoy ya eres un hombre entrando en los grandiosos cuarenta años.

¿Qué paso con tus ilusiones de juventud, con tus sueños y tus ideales?, ¿aún los recuerdas, los conservas? ¿Pasaste por la vida siguiendo lo que el camino te iba trayendo?, ¿o te abrazaste a tus ideales y no perdiste la fe? Es a esta reflexión a la que nos invita José Martín Descalzo con este hermoso texto que hoy presentamos.

Lejos de querer mostrar una visión negativa de la vida, José Martín, advierte sobre los peligros de vivir una vida arrastrada por el mundo. Ilustra claramente las batallas, que sin saber, el hombre adulto va perdiendo en la vida. Es como un llamado de atención a no vivir a tientas sino a tomar la vida que se nos ha regalado en nuestras manos y responder a los anhelos del corazón, que llevan inscritos como un código, ese plan maestro que el creador  ha confiado a cada uno de nosotros.

¿A qué derrota llegas muchacho?

“Me ha angustiado tu carta de hoy, muchacho. ¡Te muestras tan seguro de ti mismo, te sientes tan gozoso de «haber madurado»! Te juro que he temblado al percibir esa punta de desprecio con la que hablas de tus años juveniles, de tus sueños, de aquellos ideales que —dices— «eran, si?, hermosos, pero irrealizables». Ahora, me explicas, te has adaptado a la realidad y, con ello, has triunfado. Tienes un nombre, una buena casa, un cierto capital, una familia… Exhibes todo eso como si fueran joyas en el escote de una dama. So?lo, en medio de tanto orgullo, se te escapa un diminuto relámpago de nostalgia al reconocer que: «aquellos absurdos suen?os eran, cuando menos, hermosos.»

Tu carta ha evocado en mí un viejo texto del doctor Schweitzer que desde hace veinte años me persigue.  Me gustaría que te lo aprendieras de memoria, porque puede ser tu última tabla de salvación:

Lo que comúnmente nos hemos acostumbrado a ver como madurez en el hombre es, en realidad, una resignada sensatez. Uno se va adaptando al modelo impuesto por los demás al ir renunciando poco a poco a las ideas y convicciones que le fueron más caras en la juventud. Uno creía en la victoria de la verdad, pero ya no cree. Uno creía en el hombre, pero ya no cree en él. Uno creía en el bien y ahora no cree. Uno luchaba por la justicia y ha cesado de luchar por ella. Uno confiaba en el poder de la bondad y del espíritu pacífico, pero ya no confía. Era capaz de entusiasmos, ya no lo es. Para poder navegar mejor entre los peligros y las tormentas de la vida se ha visto obligado a aligerar su embarcación. Y ha arrojado por la borda una cantidad de bienes que no le parecían indispensables. Pero que eran justamente sus provisiones y sus reservas de agua. Ahora navega, sin duda, con mayor agilidad y menos peso, pero se muere de hambre y de sed.

Leí estas palabras cuando yo era poco más que un muchacho. Y no me han abandonado nunca. Porque he visto en ellas el retrato exactísimo de cientos de vidas. ¿Es cierto, entonces, que crecer es tan terrible? ¿Vivir es simplemente ir abandonando? ¿Eso que llamamos «madurez» es casi siempre puro envejecimiento, simple resignación, ingreso en los cuarteles de la mediocridad? Me gustaría, amigo, que antes de exhibir tanto orgullo te atrevieras a repasar esa lista de seis batallas y te preguntaras a ti mismo a que? derrota llegas, seguro de que de ahí deducirás lo que te queda de humano:

La primera batalla se da en el campo del amor a la verdad. Suele ser la primera que se pierde. Uno ha asegurado en sus años de estudiante que vivirá con la verdad por delante. Pero pronto descubre uno que, en esta tierra, es más útil y rentable la mentira que la verdad; que, con ésta, «no se va a ninguna parte» y que, aunque diga el refrán que la mentira tiene las piernas muy cortas, los mentirosos saben avanzar muy bien en coche. Abres los ojos y ves cómo a tu lado progresan los babosos, los lamedores. Y un día tu? también, muchacho, sonríes, tiras de la levita, abres puertas, sirves de alfombra, tiras por la borda la incomoda verdad. Ese día, muchacho, sufres la primera derrota, das el primer paso que te aleja de tu propia alma. 

La segunda batalla tiene lugar en los terrenos de la confianza. Uno entra en la vida creyendo que los hombres son buenos. ¿Quién podría engañarnos? Si de nadie somos enemigos, ¿cómo lo sería alguien nuestro? Y ahí? esta? ya esperándonos el primer batacazo. Es una zancadilla estúpida o, incluso, una traición que nos desencuaderna el alma precisamente porque no logramos entenderla. Y nuestra alma, herida, bascula de punta a punta. El hombre es malo, pensamos. Rodeamos de hilo espinado nuestro castillo interior, ponemos puente levadizo para llegar a nuestra alma, a nuestro corazón ya no se podrá? entrar si no es con pasaporte. El alma forrada de cuchillos es la segunda derrota.

La tercera es más grave porque ocurre en el mundo de los ideales. Uno ya no esta? seguro de las personas, pero cree aún en las grandes causas de su juventud: en el trabajo, en la fe, en la familia, en tales o cuales ideales políticos. Se enrola bajo esas banderas. Aunque los hombres fallen, éstas no fallarán. Pero pronto se ve que no triunfan las banderas mejores, que la demagogia es más «útil» que la verdad y que, con no poca frecuencia, bajo una gran bandera hay un cretino más grande. Se descubre que el mundo no mide la calidad de las banderas, sino su éxito. ¿Y quién no prefiere una mala causa triunfante a una buena derrotada? Ese día otro trozo del alma se desgaja y se pudre.

La cuarta batalla es la más romántica. Creemos en la justicia y la santa indignación se nos sube a los labios. Gritamos. Gritar es fácil, llena nuestra boca, da la impresión de que estamos luchando. Luego descubrimos que el mundo nunca cambia con gritos y que, si alguien quiere estar con los despellejados, ha de perder su piel. Y un día descubrimos que no se puede conseguir la justicia completa y empezamos a pactar con pequeñas injusticias, con grandes componendas. Ese día caemos derrotados en la cuarta pelea.

No pasara? mucho tiempo sin que decidamos «imponer» nuestra paz violenta, nuestras santísimas coacciones. Todavía creemos en la paz. Pensamos que el malo es recuperable, que el amor y las razones serán suficientes. Pero pronto se nos eriza el alma, comenzamos a desconfiar de la blandura, decidimos que puede dialogarse con éstos si?, pero no con aquéllos. No pasara? mucho tiempo sin que decidamos «imponer» nuestra paz violenta, nuestras santísimas coacciones. Es la quinta derrota. ¿Queda aún algo de nuestra juventud? Quedan aún algunas ráfagas de entusiasmo, leves esperanzas que rebrotan leyendo un libro o viendo una película. Pero un día las llamamos «ilusiones», un día nos explicamos a nosotros mismos que «no hay nada que hacer», que «el mundo es así?», que «el hombre es triste».

Perdida esta sexta batalla del entusiasmo, al hombre ya sólo le quedan dos caminos: engañarse a si? mismo creyendo que ha triunfado, taponando con placer y dinero los huecos del alma en los que habito? la esperanza, o conservar algo de corazón y descubrir que nuestro barco marcha a la deriva y que estamos hambrientos y vacíos, sin peso de ilusiones, sin alma. Me gustaría que, al menos, te quedara esta angustia, amigo que hoy me escribes. Y que tuvieras aún el valor suficiente para preguntarte a que? derrota has llegado, muchacho.”  

José Martín Descalzo

Los digitales, nueva generación de jóvenes

Se trata de la nueva generación de jóvenes del tercer milenio. Su tiempo libre se dedica a navegar por Internet. A los educadores se les imponen enseñanzas y comportamientos nuevos y una pedagogía que hay que inventar.

Se trata de la nueva generación de jóvenes del tercer milenio. Su tiempo libre se dedica a navegar por Internet. A los educadores se les imponen enseñanzas y comportamientos nuevos y una pedagogía que hay que inventar.

Los tiempos televisivos son agua pasada. El distintivo de la nueva generación de jóvenes y niños es la informática; el nuevo horizonte es e virtual. Y los nuevos habitantes del mundo de la electrónica son los » digitales».
Internet es el espacio que hay que ocupar, el océano por el que navegar, la selva por explorar, la sala de juegos para disfrutar, la plaza para charlar, la play station para matar el tiempo.

Existe una generación de jóvenes para quienes la página web es la vida. La llaman también la generación de los internautas, la que pasa mucho de su tiempo libre ante el ordenador. Internet está creando un enorme gap generacional y está aislando a los adolescentes: están un buen tiempo ante un mundo virtual, en detrimento del real. Con los digitales se encuentran como en casa.

¿Cómo ocupan el tiempo con los digitales? En primer lugar con el correo. Es mucho más rápido y les permite crear un nuevo lenguaje, distinto del que aprenden en la escuela. Una segunda forma de emplear el tiempo es chattare. Es una costumbre que está modelando la generación «chat».

El tercer «trabajo» de los digitales es la música para muchos jóvenes. Para otros es el videogame, un catalizador importantísimo que se ha convertido para muchos en una obsesión. Junto a ello están las visitas turísticas a lugares escabrosos de los que es mejor no hablar. A buen entendedor. Parece que en Japón hay facultades de medicina que enseñan cómo curar con el ordenador. Puede ser un estímulo para los educadores. Y lo es para quienes empleen el Sistema Preventivo. Los digitales se encuentran frente a problemas inéditos, el primero de todos la globalización: la tentación a explorar como nuevos Cristóbal Colón o Magallanes, colonizar los territorios y formar un único y gran pueblo a su disposición.

El sociólogo Di Masi escribe: «Una generación que encuentra del todo normal vivir virtualmente relaciones intensas (intelectuales, creativas y eróticas) con personas lejanas… Es la generación que cultiva sensaciones estéticas basadas más en la originalidad y en el estupor que no en la belleza tranquilizante del pasado; una generación que vive la sexualidad independiente de la procreación; una generación que considera la noche como espacio por colonizar con ganas inmensas de vivir; una generación que ve la gran separación del mundo no entre ricos y pobres sino entre intelectuales e ignorantes. Cosas buenas. Los internautas aprecian la ecología, no tienen prejuicios de razas, color, piel, clase social; hacen nuevas amistades, ven el mundo desde su butaca; se comunican más con el rock con la lengua de Shakespeare. Pero no tienen ideologías fuertes, intelectualmente son vulnerables. Tienen los sueldos de papá.. El Papa ha hablado acerca de la Etica del Internet. A los educadores les aguarda un gran trabajo.

¿Provoca Dios los males naturales?

Dios diseña la naturaleza y su funcionamiento de forma que sea el adecuado a sus designios: que el ser humano madure y crezca espiritualmente

Por: Christian | Fuente: www.apologia21.com

Cuando hablamos del mal hay que hacer una diferencia clara entre los males causados por el hombre (mal moral) y los males causados por la naturaleza (mal físico). Los males causados por el hombre son producto del libre albedrío, y eso es un principio sagrado que Dios respeta siempre, pues de lo contrario la existencia del hombre no tendría sentido (¿para qué crear una panda de marionetas sin voluntad?). Este tipo de mal ya lo hemos explicado en el Apéndice A del artículo: ¿De verdad responde Dios a nuestras oraciones?

(vaya a los apéndices al final de ese artículo). Si lee primero ese artículo entero y su teoría sobre “las líneas de Dios y del hombre” entenderá mejor el enfoque que desarrollamos aquí.

En este artículo nos encargaremos ahora del otro tipo de males, los males provocados por la naturaleza.

DAÑO NATURAL CAUSADO POR EL HOMBRE

Por un lado tendríamos que diferenciar aquellos sucesos naturales en los que el hombre tiene alguna responsabilidad y aquellos en los que no. Si un alpinista se va de escalada a los Alpes y hay un alud, podemos decir que en la práctica de cualquier deporte de riesgo hay un peligro libremente asumido por el individuo y por tanto las desgracias que puedan afectarle son responsabilidad suya. Si cerca de un millón de personas deciden libremente vivir sobre una falla a punto de reventar, como San Francisco, y un día un enorme terremoto mata a cientos de miles de personas, eso también es fruto del libre albedrío (y quizá de la estupidez humana).

Si la sobreexplotación de recursos, las guerras, la deforestación, el cambio climático, producen hambrunas, inundaciones, sequías, etc., eso también es fruto del hombre, cuya codicia, falta de justicia y amor afecta no solo a otros hombres sino a la naturaleza entera. Así que cuando ves en la televisión niños muriendo de hambre no te preguntes ¿cómo puede Dios permitir esto? Pregúntate más bien ¿por qué la humanidad permite esto? y piensa qué es lo que puedes hacer tú para ayudar a paliarlo (como mínimo orar). No culpes a Dios de los desastres de los hombres, a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. No podemos querer ser libres y al mismo tiempo que Dios nos impida hacer maldades. La libertad tiene un precio.

Pero por otro lado hay también sufrimiento y muerte causado por la naturaleza sin que el ser humano tenga nada que ver, y ahí podemos otra vez caer en la tentación de culpar a Dios por haber producido ese sufrimiento o por no haberlo querido evitar.

DAÑO NATURAL CAUSADO POR… DIOS?

El universo que tenemos ahora no lo creó Dios como patio de recreo (eso será, es, el Paraíso) sino como aulas de aprendizaje, y para madurar y crecer espiritualmente es imprescindible convivir con el sufrimiento y la imperfección, así que el presente universo imperfecto es perfecto para su función, lo que no evita que Dios sufra con tu sufrimiento del mismo modo que un padre que envía a su hijo pequeño a un campamento por primera vez, para que madure y se independice un poco, sabe que el sufrimiento de su hijo por estar fuera de casa no es en realidad un mal, sino un bien (por eso le envía allí), pero igualmente sufrirá sabiendo que su hijo está sufriendo.

Cuando tú sufres un acontecimiento traumático en tu vida, como por ejemplo la pérdida de un hijo, parece que Dios ha decidido ese acontecimiento sin importarle tu sufrimiento. Probablemente la respuesta es que esa desgracia viene determinada porque en el diseño global para el universo, la vida de ese hijo se ha visto condicionada por acontecimientos naturales que tenían que suceder, porque Dios tuvo que hacerlo así para mantener el equilibro global del universo, el plan divino, porque lo que le pase o no a cada uno influirá en las vidas de otras personas y viceversa, así que mientras aquí el padre ve solo la muerte de su hijo, Dios ha tenido que tener en cuenta miles, millones de factores a la hora de planificar esos acontecimientos, y optó por el mal menor –aunque probablemente para ese padre sin duda será “un mal mayor” y excesivo que no estaba dispuesto a pagar, ni siquiera por el bien de la humanidad. Pero Dios sí porque es padre de todos, no solo de uno.

Dios diseña la naturaleza y su funcionamiento de forma que el Diseño global sea el adecuado a sus designios (que buscan el bien de todos), y para ello tiene en cuenta todos los factores implicados. Sin embargo como el mundo es imperfecto continuamente los peligros nos acechan. Se pueden planificar esos acontecimientos de forma que el sufrimiento se minimice, pero sería imposible hacer un diseño que elimine el sufrimiento porque en ese caso el universo se convertiría en un sitio perfecto, el cielo, y entonces ya perdería la función que tiene de ser “escuela de almas”.

Esta perspectiva global es la que nos permite conjugar dos cosas que a menudo se consideran opuestas: si Dios nos ama y es omnipotente, ¿por qué permite que suframos?. Por supuesto a quien le toca sufrir puede que no le convenza mucho la idea, porque él se centra en su dolor, pero Dios sopesa el sufrimiento de la humanidad entera y ordena las cosas de la mejor forma posible para que ese sufrimiento global sea el mínimo posible dentro de la necesidad. Es por eso que podemos seguir creyendo en un Dios Padre omnipotente que nos ama y al mismo tiempo aceptar las palabras del profeta cuando dice:

¿No es acaso por mandato del Altísimo que acontecen las cosas buenas y las calamidades? (Lamentaciones 3:38)

NOTA: observe que dice “calamidades” o “lo malo”, no “la maldad (moral)”, aunque algunas traducciones lo presentan de modo que parece que hablase del mal moral, lo cual no es posible porque entonces se estaría negando el libre albedrío.

DIOS SACA BIEN DEL MAL

Dios no desea el mal ni el sufrimiento, ni se alegra con ello, pero en su omnipotencia, sabe convertir el mal en un instrumento útil a sus designios, usando el mal que llega para crear un bien mayor, como cuando José, vendido como esclavo por sus hermanos, les dice al darles el trigo, ya como virrey de Egipto:

Vosotros pensasteis hacerme mal, pero Dios cambió todo para bien, para hacer lo que hoy vemos, que es darle vida a mucha gente. (Génesis 50:20).

Eso por supuesto no implica que el hombre no tenga libertad ni responsabilidad ante el mal creado, del mismo modo que la traición de Judas resultó útil al plan de Redención, y aún así dijo Jesús:

El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre será entregado: más le valdría no haber nacido! (Mateo 26:24)

Aún lidiando con la imperfección del mundo (o más bien gracias a ella), Dios logra completar un diseño general en el que todo avanza hacia la salvación y la regeneración y en el que, en última instancia “todo es para nuestro bien” (Romanos 8:28). Y si alguien, en medio del sufrimiento, le reprocha a Dios que no lo elimine, que recuerde que Dios mismo tuvo que soportar ver morir a su Hijo inocente de la forma más cruel. ¿Acaso no pudo Dios evitarlo? Claro que sí, pero salvar a su hijo anularía el libre albedrío de sus enemigos y rompería el Diseño de Dios para la humanidad. Lo que hizo Dios fue convertir esa muerte injusta en un gran bien para el mundo, pero no evitó esa muerte porque las consecuencias negativas hubieran sido mayores que las positivas, y también porque esa fue su forma de solidarizarse con nuestro propio sufrimiento y demostrarnos hasta qué punto nos ama.

¡AY SI ME TOCA!

Pero esto es la explicación filosófica de este asunto. Puede resultarle convincente o no, pero lo que está claro es que cuando un drama personal le da a usted de lleno, puede que ninguna teoría le traiga consuelo. Esto también es bueno. El sufrimiento, creemos los cristianos, tiene un sentido, nos ayuda a crecer, o al menos nos da la oportunidad de hacerlo, pero para que esa lección sea aprovechada y aprendida cada uno tiene que procesarlo y asimilarlo de un modo único y personal, como todas las grandes lecciones de la vida. Si pierdes a un hijo en la guerra o en un accidente o enfermedad o terremoto o asesinato, tendrás que buscar tu propia manera de encontrarle a ello algún sentido, y unos culparán a Dios y se rebelarán contra Él, otros por el contrario encontrarán en ese mismo Dios, que también perdió a su Hijo de forma atroz, el único consuelo posible, otros pensarán que todo fue una desgraciada casualidad o mala fortuna o lo que sea. Cada uno creará su propio camino dentro de ese sufrimiento y como consecuencia cada uno logrará de ello su propio aprendizaje, que fortalecerá su alma y lo acercará más a Dios o todo lo contrario. Ese proceso personal y subjetivo necesario en la práctica, existe al margen de este proceso universal y objetivo que estamos aquí intentando explicar conjugando la lógica y la revelación. Este artículo se dirige a su cerebro, pero si es su corazón el que en estos momentos sufre en exceso puede que nuestra teoría le resulte, en el mejor de los casos, irrelevante. O tal vez no.

En cualquier caso tenga presente que a veces Dios se sirve del sufrimiento para ayudarnos a madurar, pero otras veces Dios no ha elegido que usted cargue con ello, simplemente la línea de su vida se cruzó con las líneas de acontecimientos cuya dirección no era posible cambiar so pena de causar un mal mayor del que usted desearía haberse librado; es lo que podríamos describir en cierto modo como “mala suerte”.

EN REALIDAD ¿LO MALO ES SIEMPRE MALO?

Alberto de la Hera (revista Alfa y Omega) hace su propia reflexión sobre el tema de Dios y el mal y enfatiza una idea que nos parece también fundamental: Lo que nosotros llamamos malo tiene en realidad poco que ver con lo que realmente es malo desde la perspectiva de Dios. Para el niño de 9 años tenerse que quedar en casa preparando un examen en vez de salir a jugar con sus amigos puede ser percibido como algo malo, motivo de sufrimiento, incluso como un castigo, pero sus padres, que tienen una perspectiva mucho mayor, saben que eso es bueno para él y necesario. Pues si entre la mentalidad de un niño y sus padres hay una diferencia tan radical a la hora de percibir qué es bueno y qué es malo, imagínense qué diferencia no habrá entre nuestra diminuta mentalidad y la mentalidad infinita de Dios. Por ejemplo la muerte es nuestro nacimiento en el cielo, ¿es eso malo?

CONCLUSIÓN

Dios permite el mal físico y moral porque permite la imperfección y el libre albedrío, pero no lo desea. Sin embargo Dios sabe valerse de ese mal para llevar a cabo sus planes, así que podemos decir que transforma el mal en bien. Además, ante el mal y el sufrimiento, el hombre tiene una oportunidad para crecer, está en su mano saberla aprovechar bien o no. En realidad podríamos decir que el sentido del mal es ese: dar al hombre una oportunidad para crecer y aprender a amar, en un mundo perfecto no se aprende nada… tampoco a amar.

Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo impera en la tierra. Porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo; y los de su partido pasarán por ella. (Sabiduría 1:13-15;2_23-24)

Pero al final de los tiempos, cuando todos hayamos completado nuestro aprendizaje, la imperfección y el sufrimiento ya no serán necesarios y entonces se llegará a la plenitud de los planes de Dios para con nosotros y para el universo, la consumación del Reino de Dios con la aparición de un nuevo cielo y una nueva tierra (Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar no existe ya. [Apocalipsis 21:1]) en donde:

Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó. (Apocalipsis 21:4)

San Raimundo de Peñafort, un dominico experto en Derecho Canónico

Aleteia

Gran evangelizador dominico, es muy conocido por la anécdota de la «barca milagrosa»

Presbítero de la Orden de Predicadores (dominico) y eximio maestro en Derecho Canónico.

Escribió de forma destacada sobre el sacramento de la penitencia. Sus obras han ayudado durante siglos a confesores y moralistas.

Fue elegido tercer maestro general de la Orden y preparó la redacción de las nuevas Constituciones.

Fue confesor y asesor personal del papa Gregorio IX y amigo del rey Jaime I. Con el monarca y con san Pedro Nolasco colaboró en la fundación de la orden de la Merced.

Nació en Peñafort en torno al año 1175 y falleció en Barcelona, se cree que a los 100 años, en 1275. Sus restos mortales reposan en la catedral de esta ciudad de España.

Santo patrón

San Raimundo de Peñafort es patrón de juristas, canónigos, abogados y colegios de abogados.

Oración

Querido padre mío san Raimundo,
tú conoces la necesidad de mi alma
y el consuelo que necesito,
ayúdame delante de Dios
para que por tus méritos
alcance la gracia que busco,
si ha de ser para mayor gloria de Dios
para servirle y amarle más.

Amén.