Matilde, Santa
Reina, 14 de marzo
Martirologio Romano: En Quedlinburg, Sajonia, Alemania, santa Matilde, esposa fidelísima del rey Enrique I, la cual, conspicua por la humildad y la paciencia, se dedicó a aliviar a los pobres y a fundar hospitales y monasterios. († 968)
Breve Biografía
Matilde era descendiente del célebre Widukind, capitán de los sajones en su larga lucha contra Carlomagno, como hija de Dietrich, conde de Westfalia y de Reinhild, vástago de la real casa de Dinamarca. Cuando la niña nació en el año 895, fue confiada al cuidado de su abuela paterna, la abadesa del convento de Erfut. Allí, sin apartarse mucho de su hogar, Matilde se educó y creció hasta convertirse en una jovencita que sobrepasaba a sus compañeras en belleza, piedad y ciencia, según se dice. A su debido tiempo se casó con Enrique, hijo del duque Otto de Sajonia, a quien llamaban «el cazador». El matrimonio fue excepcionalmente feliz y Matilde ejerció sobre su esposo una moderada, pero edificante influencia. Precisamente después del nacimiento de su primogénito, Otto, a los tres años de casados, Enrique sucedió a su padre en el ducado. Más o menos a principios del año 919, el rey Conrado murió sin dejar descendencia y el duque fue elevado al trono de Alemania. No cabe duda de que su experiencia de soldado valiente y hábil le resultó muy útil, puesto que su vida fue una lucha constante en la que triunfó muchas veces de manera notable.
El mismo Enrique y sus súbditos atribuyeron sus éxitos, tanto a las oraciones de la reina, como a sus propios esfuerzos. Esta seguía viviendo en la humildad que la había distinguido de niña. A sus cortesanos y a sus servidores, más les parecía una madre amorosa que su reina y señora; ninguno de los que acudieron a ella en demanda de ayuda quedó defraudado.
Su esposo rara vez le pedía cuentas de sus limosnas o se mostraba irritado por sus prácticas piadosas, con la absoluta certeza de su bondad y confiando en ella plenamente. Después de veintitrés años de matrimonio, el rey Enrique murió de apoplejía, en 936.
Cuando le avisaron que su esposo había muerto, la reina estaba en la iglesia y ahí se quedó, volcando su alma al pie del altar en una ferviente oración por él. En seguida pidió a un sacerdote que ofreciera el santo sacrificio de la misa por el eterno descanso del rey y, quitándose las joyas que llevaba, las dejó sobre el altar como prenda de que renunciaba, desde ese momento, a las pompas del mundo.
Habían tenido cinco hijos: Otto, más tarde emperador; Enrique el Pendenciero; San Bruno, posteriormente arzobispo de Colonia; Gerberga que se casó con Luis IV, rey de Francia y Hedwig, la madre de Hugo Capeto. A pesar de que el rey había manifestado su deseo de que su hijo mayor, Otto, le sucediera en el trono, Matilde favoreció a su hijo Enrique y persuadió a algunos nobles para que votaran por él; no obstante, Otto, resultó electo y coronado. Enrique no aceptó de buena gana renunciar a sus pretensiones y promovió una rebelión contra su hermano, pero fue derrotado y solicitó la paz. Otto lo perdonó y, por la intercesión de Matilde, le nombró duque de Baviera. La reina llevó desde entonces una vida de completo auto-sacrificio; sus joyas habían sido vendidas para ayudar a los pobres y era tan pródiga en sus dádivas, que dio motivo a críticas y censuras. Su hijo Otto la acusó de haber ocultado un tesoro y de mal gastar los ingresos de su corona; le exigió que rindiera cuentas de todo cuanto había gastado y envió espías a vigilar sus movimientos y registrar sus donativos.
Su sufrimiento más amargo fue descubrir que Enrique instigaba y ayudaba a su hermano en contra de ella. Lo sobrellevó todo con paciencia inquebrantable, haciendo notar, con un toque de patético humor, que por lo menos la consolaba ver que sus hijos estaban unidos, aunque sólo fuera para perseguirla. «Gustosamente soportaré todo lo que puedan hacerme, siempre que lo hagan sin pecar, si es que con ello se conservan unidos», solía decir, según se afirma.
Para darles gusto, Matilde renunció a su herencia en favor de sus hijos y se retiró a la residencia campestre donde había nacido. Pero poco tiempo después de su partida, el duque Enrique cayó enfermo y comenzaron a llover los desastres sobre el Estado. El sentimiento general era que tales desgracias se debían al trato que los príncipes habían dado a su madre; Edith, la esposa de Otto, lo convenció para que fuera a solicitar su perdón y le devolviera todo lo que le habían quitado. Sin que se lo pidieran, Matilde los perdonó y volvió a la corte, donde reanudó sus obras de misericordia. Pero no obstante que Enrique había cesado de importunarla, su conducta continuó causándole gran aflicción. El nuevamente se volvió contra Otto y, posteriormente castigó una insurrección de sus propios súbditos en Baviera con increíble crueldad; ni aun los obispos escaparon a su cólera.
En 955, cuando Matilde lo vio por última vez, le profetizó su próxima muerte y lo instó a arrepentirse, antes de que fuera demasiado tarde. En efecto, al poco tiempo, murió Enrique y la noticia causó un dolor muy profundo en la reina.
Emprendió la construcción de un convento en Nordhausen; hizo otras fundaciones en Quedlinburg, en Engern y también en Poehlen, donde estableció un monasterio para hombres. Es evidente que Otto jamás volvió a resentirse porque su madre gastara los ingresos en obras religiosas, pues cuando él fue a Roma para ser coronado emperador, dejó el reino a cargo de Matilde.
La última vez que Matilde tomó parte en una reunión familiar fue en Colonia, en la Pascua de 965, cuando estuvieron con ella el emperador Otto «el Magno», sus otros hijos y nietos. Después de esta reaparición, prácticamente se retiró del mundo, pasando su tiempo en una y otra de sus fundaciones, especialmente en Nodhausen. Cuando se disponía a tratar ciertos asuntos urgentes que la reclamaban en Quedlinburg, se agravó una fiebre que había venido sufriendo por algún tiempo y comprendió que pronto iba a llegar su último momento. Envió a buscar a Richburg, la doncella que la había ayudado en sus caridades y que era abadesa en Nordhausen. Según la tradición, la reina procedió a hacer una escritura de donación para todo lo que hubiera en su habitación, hasta que no quedó nada más que el lienzo de su sudario. «Den eso al obispo Guillermo de Mainz (que era su nieto). El lo necesitará primero que yo». En efecto, el obispo murió repentinamente, doce días antes de que ocurriera el deceso de su abuela, acaecido el 14 de marzo de 968. El cuerpo de Matilde fue sepultado junto con el de su esposo, en Quedlinburg, donde se la venera como santa desde el momento de su muerte.
Sembrador de amor
Santo Evangelio según san Lucas 6, 36-38. Lunes II de Cuaresma
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Vengo, Señor, a encontrarme contigo en la oración. Sé que estás aquí presente que me ves y que me escuchas. Gracias a esta meditación entraré a dialogar contigo, escucharé lo que me quieres decir y te conoceré más plenamente. Concédeme la dicha de amarte cada día más.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 6, 36-38
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den y se les dará: recibirán una medida buena, bien sacudida, apretada y rebosante en los pliegues de su túnica. Porque con la misma medida con que midan, serán medidos”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Cuando era niño jugaba un juego que decía: «Botellita de jerez, botellita de jerez, todo lo que me digas será al revés.» Es curioso, pero nunca se ha visto que alguien que siembre manzanas reciba mangos, o que alguien que plante un peral reciba al fin de la cosecha cocos. En el común de los casos cada uno recibe lo que ha sembrado.
Lo que Jesús nos enseña va más allá que una técnica de cultivo o una ley matemática.
Donde siembres amor, cosecharás amor. Todos sus mandatos se rigen bajo el criterio del amor y de la misericordia. Dios es amor y misericordia.
Este Evangelio debe darnos una gran paz en el alma. Dios, al final de nuestra vida nos dará solamente lo que nosotros le hemos dado a los demás. No es tiempo perdido. Aún es temporada de sembrar amor y misericordia. Es tiempo de perdonar, de disculpar, de no juzgar. Es tiempo de dar, de ser generosos, de ser compasivos, como nuestro Padre del Cielo es misericordioso.
Pidámosle a María que nos conceda la gracia de tratar a nuestros hermanos como ella trató a Jesús.
«Queridos hermanos y hermanas, la misericordia nunca puede dejarnos tranquilos. Es el amor de Cristo que nos “inquieta” hasta que no hayamos alcanzado el objetivo; que nos empuja a abrazar y estrechar a nosotros, a involucrar, a quienes tienen necesidad de misericordia para permitir que todos sean reconciliados con el Padre. No debemos tener miedo, es un amor que nos alcanza y envuelve hasta el punto de ir más allá de nosotros mismos, para darnos la posibilidad de reconocer su rostro en los hermanos. Dejémonos guiar dócilmente por este amor y llegaremos a ser misericordiosos como el Padre».
(Homilía de S.S. Francisco, 2 de abril de 2016).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Haré un acto de caridad, con una persona que me caiga mal, como si se lo hiciera al mismo Cristo.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
¿Todos merecemos el perdón de Dios?
Cuántas veces experimentamos la necesidad de decir: Perdóname Señor
Cuántas veces experimentamos la necesidad de decir: “Perdóname Señor”. Le pedimos que tenga piedad de nosotros. Que nos perdone más allá de la gravedad de nuestro pecado. Nos toca arrepentirnos de lo que hemos hecho. Luego, le pedimos perdón.
Sin embargo, solemos creer equivocadamente que: “Si ya me arrepentí, me tiene que perdonar”. Yo ya hice mi parte, Él tiene que hacer la suya. Como si Dios estuviese obligado a perdonarme porque yo lo quiero. Qué arrogancia y soberbia. Creer que Dios está obligado a perdonarnos, subyugado a nuestra voluntad. Como si yo pudiera exigirle su perdón.
Debemos entender algo muy bien. El perdón no es algo que por justicia lo merecemos. Por lo tanto no es algo que puedo exigir. El perdón es algo que va más allá de lo justo, y por lo tanto Dios nos lo concede gratuitamente. En otras palabras. El perdón que recibimos no es lo que merecemos por justicia, aunque nos hayamos arrepentido de corazón. Obviamente pensamos que Dios, por ser Dios, debe perdonar siempre, porque Él es Bueno. Sin embargo, si dependiera de nosotros, por justicia, deberíamos –aunque suene “duro” decirlo– alejarnos cada vez más Dios. Cerrarnos a la posibilidad de la Vida Eterna. Dios nos perdona porque Él así lo quiere. Dios es libre para perdonarnos o no. Estrictamente hablando el perdón de Dios no es algo justo que merezcamos luego de nuestro arrepentimiento. Lo justo a raíz de mi pecado es un castigo. Por eso, si Dios nos perdona, va más allá de lo justo. Su perdón es un regalo, un don, que Él nos quiere amorosamente conceder.
Pongamos un ejemplo para que se entienda más claramente. Cuando compro un carro a plazos, firmo un contrato y me comprometo a pagar puntualmente las cuotas en determinado día.
Si un día decido no pagar la cuota porque no tengo ganas, porque ya me cansé y decido arbitrariamente incumplir el contrato, tengo por justicia que atenerme a las consecuencias del contrato: el otro tiene todo el derecho a cobrarme una multa. Es su derecho. Es algo justo. Aunque pueda decirle al cajero del banco: “mira me levanté malgeniado, no sé qué me pasó y tomé una mala decisión, no seas malito y no me cobres la multa. Estoy arrepentido y por lo tanto, me tienes que perdonar la multa”. Cobrarme la multa no es algo malo, pues eso estaba estipulado en el contrato. Es justo pagar las consecuencias de mis actos. Esa justicia es buena, así no me guste, así yo desease que se me tratase distinto.
Pero Dios, en su infinito amor, no es así con nosotros. Si dependiese de nosotros, por justicia no debiéramos recibir el perdón. Deberíamos ser castigados por nuestros pecados. Recibir la “multa” por nuestros pecados. Pero Dios no es así con nosotros.
El Antiguo Testamento para ayudarnos a entender esta característica de Dios usa el vocablo hesed, que significa: Dios es “profundamente Bueno”. Es bueno porque es fiel a sí mismo y va más allá de lo justo. Más allá de nuestro pecado e infidelidad, Dios que siempre es fiel a sí mismo, sale a nuestro encuentro, nos busca y nos invita una y otra vez a la conversión. Por el amor que nos tiene, nos perdona gratuitamente.
El hombre no lo merece, porque somos nosotros mismos quien rechazamos a Dios. Es decir, o hago una opción consciente y voluntaria por alejarme de Dios. Le “tocaría” a Dios simplemente respetar esa decisión. Pero Dios que es “hesed”, bueno, misericordioso, fiel a sí mismo y por esta fidelidad nos perdona. Es decir, no tendría ninguna razón para hacerlo, pero sí lo hace. No porque lo merezcamos, sino porque Dios es fiel a sí mismo. Por lo tanto su perdón es un don gratuito, que brota de su bondad, como amor más fuerte que nuestra traición. «No lo hago por vosotros, casa de Israel, sino más bien por el honor de mi nombre» (Ez 36, 22). Son increíbles las palabras de San Pablo. (Rom 5, 20): “Dónde abunda el pecado, sobreabunda la gracia”. (Rom 6, 23) dice: “Porque la paga del pecado es muerte, más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”. Yo no puedo enviar un regalo y más tarde enviarte la cuenta. Un regalo es algo completamente gratuito.
El segundo vocablo, que en la terminología del Antiguo Testamento sirve para definir la misericordia de Dios, es rah-mim. Este tiene un matiz distinto del hesed. Mientras hesed pone en evidencia la fidelidad hacia sí mismo y de ser responsable del propio amor (que son caracteres en cierto modo masculinos), rah-min, ya en su raíz, denota el amor de la madre (rehem significa regazo materno). Quiere explicar el amor de Dios como la unidad que liga a la madre con el niño, por lo que brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior: es una exigencia del corazón. La madre no le pone ninguna condición al amor que tiene por el hijo de sus entrañas. Lo ama por el “simple” hecho de ser su hijo. Es una variante casi «femenina» de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. “Rah-mim” engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, fundamentales para la disposición a perdonar. Leemos en Isaías: «¿Puede acaso una mujer olvidarse del hijo que amamanta, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría» (Is 49, 15). Este amor, fiel e invencible gracias a la misteriosa fuerza de la maternidad, se expresa en los textos bíblicos de diversos modos: ya sea como salvación de los peligros, especialmente de los enemigos, ya sea también como perdón de los pecados. Finalmente, en la prontitud para cumplir la promesa y la esperanza (escatológicas), no obstante la infidelidad humana, como leemos en Oseas: «Yo curaré su rebeldía y los amaré generosamente» (Os 14, 5).
En el Nuevo Testamento vemos a Jesús, quien a lo largo de su vida tuvo gestos elocuentes que nos muestran el corazón de Dios. Él nos muestra ese amor y misericordia del Padre. Quién lo ve a Él, ve al Padre. Por ejemplo, cuando está en casa de Simón (el fariseo). (Lc 7, 36-50) Ahí Jesús es tocado por una pecadora pública que llora y moja sus pies, secándolos con sus cabellos y perfumándoselos. Ella sabe que es pecadora y ve en Jesús a Dios que es bueno y se compadece de los pecadores, perdonándolos. Sabe muy bien que no merece su Perdón, pero lo suplica, haciendo todo lo posible para que Jesús la perdone y pueda cambiar su vida, de la que siente vergüenza, y se arrepiente. Jesús la ama, y con el cariño de siempre, la acoge, deja que lo toque y la perdona. La perdona pues la ama. Por ese amor perdona sus pecados. Hay muchos otros pasajes dónde vemos ese perdón gratuito de Jesús. El capítulo 15 del Evangelio de Lucas nos muestra elocuentemente como Jesús se preocupa por nosotros pecadores. Un pastor que busca y perdona la oveja desobediente y perdida; un hijo pródigo que regresa a la casa del Padre, quien hace una fiesta, puesto que el hijo ya no está muerto, sino vivo. En esas dos parábolas vemos como Dios, no solamente nos busca, sino que está todo el tiempo dispuesto a perdonarnos. El hecho más evidente del amor que tiene Cristo por nosotros es su entrega en la Cruz. Él, siendo de condición divina, se hace pecado por nosotros en la cruz (Fil 2, 6ss). En esa nueva y eterna alianza tiene el hombre el perdón definitivo de los pecados.
«En esta Cuaresma despertémonos de nuestro letargo interior»
Ángelus del Papa Francisco, 13 de marzo de 2022.
El 13 de marzo, segundo domingo de Cuaresma, el Papa Francisco rezó la oración mariana del Ángelus asomado desde la ventana del Palacio Apostólico del Vaticano, junto a los fieles y peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro.
La Transfiguración de Jesús
Reflexionando sobre el Evangelio hodierno que narra la Transfiguración de Jesús (cf. Lc 9, 28-36) mientras rezaba en el monte Tabor, el Santo Padre recordó que Jesús cambia de aspecto, «sus vestidos se vuelven blancos y resplandecientes, y en la luz de su gloria aparecen Moisés y Elías, hablando con Él de la Pascua que le espera en Jerusalén».
Testigos de este extraordinario acontecimiento fueron los apóstoles Pedro, Juan y Santiago, que subieron al monte con Jesús, aunque el evangelista Lucas señala que «Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño»; por ello se adormecieron antes de que empezara la Transfiguración, justo cuando Jesús rezaba y luego «despertándose vieron su gloria» (cf. v. 32).
El sueño discordante de los discípulos
El Papa indicó que el sueño de los tres discípulos parece como una nota discordante: «Más tarde, estos mismos apóstoles se dormirán en Getsemaní, durante la oración angustiosa de Jesús, que les había pedido que velaran (cf. Mc 14, 37-41)», afirmó Francisco haciendo hincapié en que causa asombro esta somnolencia en momentos tan importantes.
Prosiguiendo con su alocución, el Pontífice invitó a los fieles a plantearse si «¿acaso este sueño fuera de lugar de los discípulos, no se parece a tantos sueños que nos entran en momentos que sabemos importantes?».
Tal vez por la tarde -continuó argumentando el Papa- cuando nos gustaría rezar, estar más despiertos, pasar un rato con Jesús después de un día de mil carreras y compromisos; o cuando es el momento de intercambiar unas palabras con la familia, ya no tenemos fuerzas.
Cuaresma: tiempo para reavivar el deseo de orar
Al respecto, Francisco puntualizó que precisamente el tiempo de la Cuaresma es una gran oportunidad en este sentido.
“Es un período en el que Dios quiere despertarnos del letargo interior, esta somnolencia que no permite que el Espíritu se exprese. Porque —no lo olvidemos nunca— mantener el corazón despierto no depende solo de nosotros: es una gracia, y hay que pedirla. Los tres discípulos del Evangelio así lo demuestran: eran buenos, habían seguido a Jesús al monte, aunque solo con sus fuerzas no conseguían mantenerse despiertos. Pero se despiertan justo durante la Transfiguración”.
Podemos pensar -añadió Francisco- que fue la luz de Jesús la que los despertó. Como ellos, también nosotros necesitamos la luz de Dios, que nos hace ver las cosas de otra manera; nos atrae, nos despierta, reaviva el deseo y la fuerza para orar, para mirar hacia adentro y dedicar tiempo a los demás.
Para el Papa es posible vencer la fatiga del cuerpo con la fuerza del Espíritu de Dios, aprovechando esta Cuaresma para rezar «Ven, Espíritu Santo. Ayúdame: quiero encontrarme con Jesús; quiero estar alerta, despierto».
«Después de las fatigas de cada día -exhortó el Pontífice- nos hará bien no apagar la luz de la habitación sin antes ponernos bajo la luz de Dios. Démosle al Señor la oportunidad de sorprendernos y despertar nuestro corazón».
Dejémonos asombrar por la Palabra de Dios
Y para lograrlo, el Santo Padre nos propone, por ejemplo, rezar un poco antes de ir a dormir, abrir el Evangelio y dejarnos asombrar por la Palabra de Dios o mirar el Crucifijo y maravillarnos «ante el amor loco de Dios que nunca se cansa de nosotros y tiene el poder de transfigurar nuestros días, de darles un nuevo sentido, una luz diferente e inesperada».
Finalmente, Francisco se despidió de los fieles pidiendo a la Virgen María, «que nos ayude a mantener nuestro corazón despierto para acoger este tiempo de gracia que Dios nos ofrece».
Con María, caminando la Cuaresma…
María, muchas veces me quedo atrapada en mis miedos, mis dudas, mis ignorancias, pero me consuela saber que siempre encontraré tu mano.
Convertios, y creed en el Evangelio… repetirá una y otra vez, el sacerdote en la imposición de las cenizas. Convertios.
– Pero ¿No se supone, Madre querida, que ya estamos convertidos? Digo, estamos aquí, en misa, creemos en tu Hijo, ¿Por qué nos dice esto?.
Miro tu imagen, tu conocida y querida imagen, Señora de Luján, y te pido disculpas por mi ignorancia, pero mi amor a tu Hijo necesita respuestas….
– Hija querida, puedes preguntarme todo, todo lo que no comprendas, porque cada pregunta tuya, cada búsqueda de la verdad es una caricia a mi corazón entristecido. Y nada me hace más feliz que contestarte, mostrarte los caminos a mi Hijo, tomarte de la mano y llevarte a Él, pues muchas veces veo que no te atreves a caminar sola..
Es cierto, María, muchas veces me quedo atrapada en mis miedos, mis dudas, mis ignorancias, pero me consuela saber que puedo extender mi mano en la plenísima seguridad de que siempre hallare la tuya.
–Para aclarar tu duda te digo que ese “Convertios” que tanto te descoloca es como una puerta para comenzar a caminar tu cuaresma…
– ¿Mi Cuaresma, Señora?
– Sí, tu Cuaresma… como te hable un día de tu propio camino hacia la Navidad, debo hablarte ahora de tu propio camino de Cuaresma….
– Explícame, Señora
Me quedo mirando tu imagen fijamente, me abrazas el alma y me llevas de la mano a los lejanos parajes de Tierra Santa…
Era invierno (Jn 10,22). El viento helado cala hasta los huesos, caminamos entre la gente y te sigo, sin saber adónde. De repente nos encontramos frente a las escalinatas del Templo de Jerusalén. Allí Jesús se había sentado frente a las alcancías del Templo, y podía ver como la gente echaba dinero para el tesoro (Mc 12,41) Nos vamos acercando lentamente, yo temo de que alguien advierta mi presencia…
– No temas, nadie puede verte, solo Jesús y yo…-Recuerdo muchas veces en que creí que nadie podía verme, y siento vergüenza por todos mis pecados escondidos….
– Señora ¿qué hacemos aquí?.
– Quiero que comiences a caminar tu cuaresma, y que la vivas tan plenamente como te sea posible.
– Supongo que eso será muy bueno para mí.
– No sólo para ti . Verás, si todo el dolor de esta cuaresma de tu vida, lo depositas en mi corazón, si vives tu tristeza, tu angustia y tu soledad como un compartir la tristeza y soledad de mi Hijo, entonces, querida mía, no sólo será beneficioso para tu alma, sino que yo lo multiplicaré para otras almas….
Asombro, esa es la palabra que podría definir todos mis encuentros contigo… asombro; ante la magnitud de tu amor, ante la magnitud de la misericordia tuya y de tu Hijo… Asombro y alegría… una dulcísima alegría de saberme tan amada.
– Mira, hija, el rostro de Jesús….
Contemplo el amadísimo rostro. Su mirada está serena, aunque inmensamente triste.
– ¿Por qué esta triste el Maestro, Madre?
– Pregúntaselo hija, vamos anda….
Confieso que me tiemblan las piernas y el corazón amenaza con salir de mi pecho pero, increíblemente, una serena paz me inunda el alma….
– Señor- y no encuentro palabras. Sí, todas las palabras que transito diariamente y cuyos rostros y voluntades creo conocer, todas las palabras con la que he justificado mis olvidos, parecen desvanecerse antes de que pueda atraparlas. Vuelan, como pájaros espantados, no se sienten dignas, comprendo entonces que sólo el amor es digno. Por fin, atrapo las más puras…
– Señor, déjame compartir tu tristeza…
Oh, Señora mía, tu Hijo vuelve sus ojos mansos hacia mí y su mano se apoya en mi hombro…. mi alma se estremece ¿Quién soy yo, para merecer tal detalle de amor?
-¿Por qué me pides eso?
– Porque te amo, y no tengo nada digno para darte que te alivie-mi voz es apenas un susurro- Porque me amas y sé que estás pasando todo esto para que yo tenga vida eterna. Tú nos pides que carguemos la cruz y te sigamos, Maestro.. pero yo…¡yo no sé como se hace eso!- Y me deshago en llanto, y me siento pequeña, insignificante, tan pecadora e indigna que quisiera salir corriendo …pero ¿Adónde? Adonde iré, Señor mío, si sólo tú tienes palabras de vida eterna.
– Hermanita del alma-y tu voz mansa calma y disipa mis tempestades -si quieres seguirme, niégate a ti misma, carga con tu cruz de cada día y sígueme.
Jesús me mira y su mirada traspasa todas las corazas con las que intento cada día disfrazar mi corazón. Quisiera que viese el paisaje que Él espera, no el que mi tibieza y olvidos construyeron neciamente. Pero ya es tarde para pretender eso.. o no. Tu misericordia, Señor, es un torrente inagotable que puede sanar el corazón más destruido, el más olvidado, el más solitario.
Unos hombres se acercan. Probablemente sus apóstoles. Jesús se retira y María, que está a pocos pasos escuchando cada palabra, se acerca a mí. Tomándome por los hombros, me lleva a las afueras de la ciudad. Allí, en un reparo tibio doy rienda suelta a mi llanto….
Ella nada dice, sólo me mira con infinita ternura.
– Ay, Madre, Madre, ¡Cómo puedo ser tan torpe!. El Maestro es tan sencillo y claro para hablarme, que se supone debo entender ¡Pero no, no entiendo! ¡No sé como llevar a mi vida de cada día sus preciosísimos consejos! ¡Ayúdame, por piedad!..
Colocas delicadamente mi cabeza en tu hombro…¡Qué remanso para mi alma dolorida!…
– Hija, intentaré explicarte más detalladamente, no sólo para que comprendas sino para que te determines a caminar .
– Te escucho, Madre, mi corazón tiene tanta sed de tus palabras.
– Bien, comenzaremos por lo primero que te dijo Jesús: “¿Por qué me pides eso?”. Él sabe que tú no le pedirías caminos si no fuese que el Espíritu te ha creado esa necesidad. Tú no amaste a Jesús y Él te escuchó, sino que Él te amó primero. ¿Comprendes la diferencia?. Que tú le busques, le necesites, es una clara señal de que Él te ama. Luego te dijo las condiciones para seguirlo. Veamos esto parte por partes: ”Si quieres seguirme”. No se trata de que te acerques por interés de conseguir algo que deseas, porque te sientes sola y no encuentras nada mejor o porque se supone que debes hacerlo. Nada de eso.
Se trata de que “quieras” y ese querer parte de una gracia del Espíritu que tu corazón escucha y acepta. Luego te dijo: “Niégate a ti misma”. Allí te esta pidiendo que cultives, en lo más profundo de ti, la humildad y que la dejes crecer sin ahogarla con tu orgullo y vanidad.
– Para ello necesitaré mucho oración, supongo…
– Por cierto. Oración, pero oración que no es mera repetición de palabras. Puedes comenzar analizando tu actitud en la oración. ¿Cómo rezas? ¿Como el fariseo?. “Te doy gracias porque no soy como los demás”, creyendo que tu fe es mejor o mas valiosa a los ojos de Dios que la de una simple mujer que reza cada día el rosario en la soledad de la parroquia, con una voluntad y constancia que tú no posees. Hija, intenta rezar como el publicano, que se quedaba atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo: “Dios mío, ten piedad de mí que soy un pecador”. Renunciar a la tentación del aplauso, del halago. Renunciar a la vanidad de sentirse mejor que otros es difícil hija, mas no imposible. Cuando lo logras, las alas de tu alma se despliegan en vuelo límpido hacia cielos más altos.
– Madre, madre… cuánto he lastimado el Sagrado Corazón de tu Hijo, cuánto necesito de su misericordia. Continúa, que en este punto ya no quiero el retorno…
– “Toma tu cruz y sígueme”. Así, tal cual, hija. “Tu” cruz, no la ajena, no la que te gustaría, sino la tuya, la conocida, la que crees no merecer y que, sin embargo, te lleva a la eternidad. ”Sígueme” pero ¿Cómo piensas seguirle? ¿Rezongando y protestando por el peso de tu cruz, quejándote de que otros tienen cruces más livianas? ¡Cómo si pudieras tú ver el corazón sangrante o el alma doliente de tu hermano! ¿Le seguirás arrastrando la cruz para que deje marcas en la arena buscando la compasión de los demás?… Hija, debes abrazar tu cruz y amarla…
– ¿Cómo se ama la cruz, Señora?
– Se ama en aquél que te lastima con su indiferencia, en el que no te escucha, en la que te difama. Se ama construyendo cada día en tu familia aunque sientas que predicas en el desierto. Se ama sembrando, aunque sientas que el viento de la indiferencia arrastra la semilla. Tú nunca sabes si alguna quedó plantada y la misericordia de Dios hará que dé fruto, a su tiempo, cuando menos lo esperes. No temas la dureza del tiempo de siembra, piensa en la alegría de la cosecha… que llega, hija, llega, siempre.
Tu voz dulce, segura y pura riega la aridez de mi alma, abre puertas cerradas por tanto tiempo y el sol de la luz de Cristo entra a raudales en los más recónditos espacios de mi interior. Caminar la cuaresma, vencerme, cargar la cruz.¿Podré?¿Cuánto tiempo durará en mí este deseo de caminar tras Jesús?
– Tanto tiempo como lo alimentes. La Eucaristía, Jesús mismo, te dará la fuerza, la constancia, la paz. Y yo estaré siempre contigo, para secar tu frente, para enjugar tus lágrimas, aún cuando no me veas, aún cuando me creas lejos. Siempre.
Cae la tarde y el sol se esconde en el horizonte mientras yo me escondo en tu pecho en apretado abrazo. Cuando abro los ojos el sacerdote está por comenzar la ofrenda del pan y del vino. Miro tu imagen. Me sonríes desde ella. Un viento fresco entra por la ventana, el sol se termina de esconder en el horizonte y, por un exquisito regalo tuyo, siento que me continúas abrazando. Siempre.
Amigo que lees estas líneas. No temas recorrer tu propia Cuaresma, no reniegues de tu cruz. Cuando sientas que caes bajo su peso, levanta los ojos y verás la mano de tu madre, extendida. No le reproches nada, sólo tómala, y veras que tus heridas cicatrizan en medio del mas profundo amor.
NOTA:
«Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de «Cerrar los ojos y verla» o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna.»
5 fundamentos bíblicos del por qué veneramos a María
Los cristianos no estamos huérfanos, tenemos a María como nuestra madre
1. Jn 19,26-27. El deseo de un moribundo.
“Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.”
Una de las cosas más sagradas que existen es el deseo de un moribundo, es un deseo que se debe cumplir tal como lo pidió la persona que estaba a punto de fallecer. Pues bien, el último deseo de Jesús lo expresó en esta cita: “Ahí tienes a tu madre”. Y dicho regalo se lo dejó “al discípulo amado”. Esto nos hace concluir que el “verdadero discípulo” es aquel que recibe a María en su casa, así como Jesús deseó.
2. Lc 1, 26-28. El saludo “del Ángel”.
“Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, .a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»”
Estas palabras las dice el ángel Gabriel, pero recordemos que un ángel es un mensajero de Dios, es decir, lo que hace es transmitir lo que aquella persona emisora le dice que transmita a la receptora; por lo tanto, el saludo es de Dios, no del ángel; es decir, que el primero que la bendijo y el primero que la alabó fue el mismo Dios a través de este mensajero (el ángel): “llena eres de gracia”.
3. Lc 1,41. El saludo de María
“Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo”.
El hijo al que se refiere la cita bíblica es Juan El Bautista. De él se había anunciado: que iba a ser grande, que anunciaría al mesías y que estaría lleno del espíritu santo. Pues bien, sucede que este llenarse del espíritu santo se da cuando María saluda a Isabel. Dice el versículo: el niño saltó de gozo en su vientre e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. La presencia de María y su saludo les llevan el Espíritu Santo a Isabel y Juan el Bautista (casi lo mismo sucede con los discípulos en Pentecostés).
4. Lc 1,42. El Ave María.
“y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno;”
¿A qué te suena esta frase? ¡Es el Ave María! La primera que rezó el rosario (que es venerar a María) fue Isabel, y quién impulsó a bendecir a María fue el Espíritu Santo. Muy bien podemos afirmar entonces que quien ataca a María, está atacando al Espíritu Santo, pues fue él, el que movió a Isabel a alabar y a venerar a María por primera vez en la historia.
Otro detalle interesante es que la primera alabanza se hace a María (“bendita tú”) y después es al fruto de su vientre (Jesús). Es el Espíritu Santo el que mueve a Isabel a reconocer la grandeza de esta mujer. Los que insultan a María, insultan lo que Jesús alabó y lo que el Espíritu inspiró a Isabel.
5. Lc 1,48. Bienaventurada
“porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.
“El Magníficat” es uno de los cánticos más famosos, María lo hace después de su encuentro con su prima Isabel. En el encontramos como la “biografía” de María, y una de las palabras claves es la profecía que María hace de sí misma: “desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”. Cumplir con la palabra de Dios, es llamar a María “bienaventurada”.
…
Por todo lo dicho anteriormente, no tengamos miedo de alabar a María, de rezar el rosario, de venerar a María, pues el primero que la alabó fue Dios; después lo hizo Isabel, después muchos otros… cumpliendo esa profecía de Lc 1, 48.
María fue uno de los regalos más queridos y especiales de parte de Jesús, uno de sus últimos deseos. Como diría el papa Francisco: “los cristianos no estamos huérfanos, tenemos a María como nuestra madre”; venerarla, alabarla, no es quitarle espacio a Dios, pues al acercarnos a María, lo único que hace es reconducirnos a Jesús (“hagan lo que Él les diga”).
No temas llevarte a María a tu casa, no temas tener a María como tu madre o intercesora. Ella es uno de los más preciados regalos que nos dejó el mismo Dios.
12. Aurora
Él no me agrada del todo físicamente
12. AURORA:
ÉL NO ME AGRADA DEL TODO FÍSICAMENTE
Reverendo Padre:
Mi nombre es Aurora y vivo en Patagonia, Argentina. Primero que nada le agradezco por el blog que ha creado para la ayuda de muchos.
Le quiero hacer una consulta. Resulta que nos conocimos hace casi un año y llevamos casi cinco meses de noviazgo.
Yo me decidí por él, porque que él es un hombre bueno, de buen corazón, inteligente, de carácter agradable, dulce y sobre todo: él es religioso y ama a Dios. Y él me ama.
El problema que yo tengo es que físicamente no me agrada.
Anteriormente y para que conozca un poco más acerca de mí, yo he sido una mujer muy temerosa en el amor. Nunca lograba estar con un chico que «me gustara». No sabía amar. Me dejaba llevar por mis gustos del momento. Tenía aventuras hasta con chicos que no me atraían pero igualmente tenía relaciones con ellos. Otras veces quería conquistar así el amor de algún chico, pero sin resultado. Todo eso me dejó al final muy herida en cuanto a mi relación con Dios, conmigo misma y con el varón. Pero yo no comprendía que buscando el amor estaba buscando a Dios. Pero lo fui como comprendiendo y empecé a buscarlo, porque el amor que buscaba en los chicos me dejaba vacía. Hasta que al fin lo encontré a Dios. O mejor dicho, Él que me venía buscando, terminó de manifestárseme y de encontrarme.
Desde esa fecha que fue hacia el final del año 2008, mi vida cambió. Llegué a estar casi enamorada de Jesús, de su amor infinito y de lo misericordioso que había sido conmigo. ¡Cómo me rescató, como a la Magdalena! Yo creo que entiendo lo que le pasaba a ella.
Entonces estuve sola y por primera vez estuve en paz con mi soledad y sin miedo de seguir estándolo. Estaba realmente feliz. Hasta que después de un tiempo conocí al que ahora es mi novio. Con él no he tenido relaciones. Sin embargo, hace unos meses casi caímos. Creo que fui yo la que induje la situación de peligro. Yo me sentía insegura de quererlo y de que él me quisiera. Era algo tan nuevo para mí, que me preguntaba si eso que había en él y en mí podía ser verdaderamente el amor. Porque me estaba pasando algo que nunca antes me había pasado. Algo tan inexplicable, tan sereno e interior, tan poco apasionado.
Y comparando esta relación con las que había tenido en mi pasado de pecado se me producía un estado de confusión. Entonces, un día yo me dejé llevar, porque quería descubrir si tenía deseos de estar con él y forcé un poco mis sentidos. Y lo que es peor, lo excité a él. Así que ese día casi caímos los dos, mejor dicho, casi lo hice caer. Eso no ha vuelto a pasar porque lo conversamos y yo entendí los temores que me habían impulsado y nos pusimos medios para no caer.
Como resultado de que él no me agrada al contacto físico, a veces yo no soy muy cariñosa, es decir, no tengo la iniciativa de besarle, o no le pongo mucha pasión a los besos. Yo no me daba cuenta de eso, pero el últimamente se ha empezado a quejar y me dice que lo trato fríamente y sin cariño. Incluso me pregunta si me nace besarlo y me pide que sea más demostrativa de mi afecto.
Yo creo que él me ama y también que le gusto mucho físicamente. Pero a mí no me pasa eso mismo con él.
Yo he superado mi duda acerca de si lo quiero. Creo que sí lo quiero: por su buen corazón, por cómo me quiere y me entiende, además porque también ama a Dios. Y sigo con él de novia porque me parece – aunque no estoy segura y por eso le pregunto a usted su parecer – que el hecho de que «me guste», pasa a un segundo plano en el matrimonio. Y me parece que posiblemente sean solamente tonterías mías. Por eso no se lo he contado a nadie y es usted el primero a quien consulto por estos sentimientos míos. Sin embargo, sí me angustian, porque pronto me voy a casar con él y no quiero equivocarme. Usted deme por favor su consejo.
Saludos y muchas gracias.
Aurora
Mi respuesta
Querida Aurora:
Si él te ama y tú, reconociendo su amor, lo has aceptado, entonces es el esposo a quien el Señor te destina para que, en prenda de tu amor, le des hijos. Lee varias veces este párrafo y grábatelo en la inteligencia, porque me parece que aún no lo tienes como el hilo conductor de tu pensamiento.
En el designio de ese Dios que te ama y a quien amas, tú eres para él y no él para ti.
No es la mujer la que elige al varón. Es Dios quien la destina a uno de sus hijos, a quien le pone en el corazón el amor por ella, entre todas las posibles.
Cuando tú anduviste eligiendo chicos, bien lo dices, te fue mal. Tú buscabas en ellos el amor y encontrabas solamente la decepción y la humillación.
Ahora parece que apareció en tu vida el hombre a quien Dios le ha puesto en el corazón el amor por ti. Tú así lo intuyes y por eso le has dado el sí.
Entonces, de lo que se trata es de aceptar que el Padre te destina a ese hombre, como destinó a Eva a Adán, para que fuera «un auxilio de Dios para él en su presencia y frente a él». Ese hombre, si verdaderamente te ama, es una misión de Dios para ti. Lee esto y medítalo y métetelo en el corazón.
Entonces creo que se te relativizará mucho la dificultad física que encuentras, que es totalmente secundaria y que debe ser de los sacrificios que exige el amor. Estás experimentando y me lo dices, que sus cualidades interiores te atraen más hacia él de lo que logran esos rasgos físicos separarte de él o tenerle una aversión invencible.
Algún pequeño sacrificio te puede exigir el amor. Porque un verdadero amor sabe sacrificar algo. Un amador que no sabe sacrificarse por amor, no es amador verdadero. Su amor no es puro sino todavía muy mezclado de amor propio.
¿Qué hacía que Teresa de Calcutta movida por el amor divino pudiera soportar por amor a Cristo el mal olor de los mendigos moribundos tirados en las calles sucias de Calcutta? El amor sacrifica. Si te vas a casar por la Iglesia, no vas a contraer un lazo puramente humano y natural de matrimonio. Vas a contraer un «sacramento» en el que los esposos son ministros el uno para el otro. Ministros, no de su propio amor, sino de un amor que el Padre ha puesto en ellos, para que lo ejerciten no como cosa propia, sino como ministros de un amor ajeno. Como ministros del amor de Cristo, que ama al esposo con el amor de la esposa y ama a la esposa en el amor del esposo.
Tu amor será el amor de Cristo traducido en lenguaje de amor de mujer, para tu futuro esposo, Ese Jesús que inflamó tu amor hasta sentirte casi enamorada de él puede enseñarte cómo sufrió por los que amaba y cómo es capaz de sufrir por los que ama, entre ellos por ti. Cristo se aguantó el olor de los doce apóstoles y de los mendigos… por amor.
El bien del matrimonio no es el placer sexual o la concupiscencia. Sino que, como enseña San Agustín, el bien del matrimonio son 1) los hijos, 2) la fidelidad mutua y 3) el sacramento. El deseo sexual y la concupiscencia son algo secundario que tiene categoría de medio para esos fines. Y a veces, los medios, pueden no ser del todo agradables. Como los re-medios amargos o dolorosos se toman por el fin que es la salud.
Es bien claro que lo tuyo es una tentación del demonio, porque estuvo a punto de hacerte caer en pecado a ti y de inducir a pecado mortal a tu novio. ¿Por qué? Examínate bien. Tú misma lo dices: «porque tú querías saber si tenías deseos de tener relaciones con él». Como hija de Eva, que también quería saberlo todo por sí misma, aún desobedeciendo. Por eso comió del fruto de la ciencia del bien y del mal. También tú querías saber algo, independientemente y aún en contra de la voluntad de Dios. En vez de preguntárselo al Señor, querías averiguarlo por ti misma y tus malos hábitos pasados casi te traicionan y dañas a tu novio.
En todo tu correo electrónico, en ningún momento te planteas con claridad esta pregunta, que, sin embargo es la decisiva y ante la cual todo lo demás tiene que ceder el paso: «¿Es éste el hijo de Dios a quien el Padre me destina como esposa. para madre de sus hijos?». Si logras asumir en fe ese planteo, todo se iluminará para ti con luz de Dios. Sabrás que tu novio es portador de un amor divino hacia ti y que tú debes cultivar y cuidar ese amor. Un amor que se te entrega para que lo cuides y mantengas vivo. Para que lo «sirvas» y así reines, porque «servir» por amor, es «reinar».
La atracción o repulsión física, dentro de los límites que se te plantean, es secundaria. Porque el amor – lo estás experimentando por primera vez en tu vida – no es algo físico e instintivo – sino algo principalmente espiritual y desde allí englobante y hasta redentor de lo físico y lo instintivo. El Espíritu Santo dirige, gobierna y también, si es conveniente para alcanzar los fines sagrados, “sacrifica” – es decir: “hace sacro o sagrado” – lo instintivo.
Además, hay que considerar que el amor fundado en la consideración de las buenas cualidades interiores y del alma, es algo que crece con el tiempo y el ejercicio.
En cambio, eso que hoy experimentas como un obstáculo, irá perdiendo importancia y desvaneciéndote, hasta que un día te preguntes cómo pudiste verlo como un impedimento para el amor.
Por fin, él también podría quizás ver un obstáculo en tu naturaleza de mujer y los fenómenos propios de esa naturaleza, que tú misma, como todas, de alguna manera deplora y oculta, cubre y disimula, con higiene y perfumes. Si varón y mujer se rechazaran por eso solamente, no estaríamos ni tú ni yo en este mundo. Dar la vida es algo grandioso y pide algún pequeño sacrificio, tan natural como nuestra naturaleza corpórea. Nuestra corporeidad reporta aspectos íntimos repugnantes que, sin embargo, la fuerza del amor ha vencido desde siempre.
Si te quedan dudas consúltame de nuevo. Y si se te aclararon, tendré gusto en saberlo.
Te bendigo como padre de todo corazón y te agradezco la confianza que has depositado en mí para consultarme algo tan íntimo.
Padre Horacio
2. Estimado Padre:
Le agradezco muchísimo su respuesta, la leí y empecé a meditar en lo que usted me decía y hasta ahora me queda grabado que yo tengo una misión con mi novio, y es la misión que Dios me ha dado, y que yo por el fruto de mi amor le tengo que dar hijos.
Por ahora estoy meditando en la primera, «Dios me ha dado una misión con el».
También pensé mucho en que yo fui elegida para él, y así como María debo ser dócil y aceptar lo que Dios quiere en mí. Dios ha puesto amor por mí en el corazón de un hombre tan bueno, que a veces yo me sorprendo de lo bueno que es, y cuando me pongo a meditar eso, meditarlo y contemplarlo me pone feliz.
Me ha ayudado muchísimo lo que usted me hablaba del amor, de la Madre Teresa, cómo ella se acercaba a tanta gente y no le importaba si tenían mal aspecto, eran feos y olían mal, y vi lo mío como algo tan insignificante, algo que sí puedo soportar bien.
Gracias padre por su consejo, que el Señor siempre lo bendiga.
Aurora
Matilde: La reina que se convirtió en santa
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Utilizó siempre sus riquezas para apoyar a los mas pobres y fundar iglesias y conventos
Matilde de Ringelheim era hija del duque de Westfalia y Reinhild (actual Alemania). De pequeña la llevaron a vivir con su abuela, quien era abadesa del monasterio de Erfurt tras haber enviudado.
Allí, las monjas se encargaron de su educación y Matilde adquirió grandes virtudes cristianas.
Cuenta la leyenda que, tras un día de cacería, el duque de Sajonia, Enrique I, entró a la abadía a rezar y quedó maravillado con la belleza de Matilde.
Pidió su mano en matrimonio y, tras la boda, se enamoró aún más de ella por las cualidades de su alma. Era una mujer de gran bondad, piedad y humildad.
La corona de Matilde
En el año 918, escogieron a su esposo para suceder al rey de Francia Orientalis, Conrado I.
Fue así como Enrique I se convirtió en el primer rey alemán de la dinastía sajona y Matilde en su reina.
Sin embargo, ella no se dejó deslumbrar por las riquezas de la corona ni dejó sus modos humildes y piadosos de vivir; al contrario, vio en su posición una oportunidad para ayudar a más gente y ser más generosa.
Como una madre para los necesitados
Mientras su marido peleaba por defender su patria de los ejércitos extranjeros, Matilde se dedicó a visitar y brindar consuelo a los enfermos y heridos.
Les habló de Dios a los pueblos paganos de los alrededores, repartió limosna a los pobres (y el rey jamás le pidió rendirle cuenta de sus gastos porque confiaba plenamente en ella y más bien se maravillaba con su obra), visitaba a los prisioneros (pagaba las deudas de los que estaban presos por eso para dejarles en libertad) y se aseguraba de que cualquier persona que fuera al palacio real en búsqueda de ayuda fuera atendida.
Más que una monarca, era como una madre protectora. Incluso Enrique I pensaba que muchas de sus victorias eran gracias a los rezos y consejos de su amada Matilde.
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Tras 23 años de feliz matrimonio, el rey murió, y Matilde ofreció a Dios desprenderse de todas sus joyas por el alma de su esposo. A lo largo de su vida sólo las utilizó para fundar conventos y repartir ayuda a los pobres.
Problemas en la familia
Pero no todo fue color de rosa. Matilde tuvo cinco hijos con su esposo (Otón, emperador de Alemania; Enrique, duque de Baviera; San Bruno, arzobispo de Baviera; Gernerga, esposa de un gobernante; y Eduvigis, madre de rey francés Hugo Capeto).
Y cuando Otón asumió el trono y fue proclamado emperador por ser el mayor, expulsó a Matilde del palacio.
Porque creía que ella prefería a Enrique, que se había rebelado porque decía que era él quien mercería ser el rey, al ser el primer hijo varón que había nacido cuando su padre ya era monarca.
Matilde se fue a vivir a un convento, donde no paró de rezar por la reconciliación de sus dos hijos.
Los hermanos finalmente resolvieron sus diferencias (es allí cuando a Enrique lo nombran duque de Baviera).
Pero entonces humillaron a su madre, porque no creían que ella había repartido sus riquezas a los pobres como decía, sino que pensaban que se las había quedado para su disfrute personal.
“Es verdad que se unieron contra mí, pero por lo menos se unieron”, bromeaba Matilde incluso en esos momentos difíciles.
Pero tanto a Otón como a Enrique les empezó a ir muy mal. Y en el reino lo atribuyeron a la forma en que habían tratado a la reina madre, y a su avaricia.
Reina venerada
Ambos le pidieron perdón a Matilde y ella regresó feliz al palacio. Otón le permitió volver a repartir limosna como lo hacía cuando ella era reina, porque se dio cuenta de que Dios lo retribuía siempre con más bendiciones.
Él comenzó a gobernar como lo habían hecho sus padres: haciendo justicia, amparando a la Iglesia, protegiendo a los sabios y ayudando a los más necesitados.
Y Matilde fundó muchísimas iglesias y conventos. Por eso muchas veces se le representa con una edificación en una de sus manos.
Finalmente, decidió retirarse sus últimos años al convento de San Servacio y San Dionisio en Quedlinburg (hoy en día de la iglesia luterana tras la Reforma).
Ese lugar lo había fundado Otón a petición de Matilde, para consagrarlo a la memoria de su esposo.
Falleció el 14 de marzo del año 968 y fue sepultada allí junto a él.
Matilde fue venerada como santa poco tiempo después de su muerte. Muchos la consideran la más completa, la más cristiana y la más virtuosa reina de su siglo.
Por su historia de vida, muchos le piden su intercesión cuando tienen algún problema en su matrimonio o disputas familiares, cuando son acusados injustamente y por los pobres.