.

 

 

 

Rom 8, 1-2

There is no longer any condemnation for those who are
in Christ Jesus, because the law of the spirit of life in
Christ Jesus freed me from the law of sin and
death.

 

Rm 8, 1-2

No hay ya condenación alguna para los que están
en Cristo Jesús, porque la ley del espíritu de vida en
Cristo Jesus me libró de la ley del pecado y de la
muerte.

 

 

 

 

• Matthew 8:5-17

Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús celebra la fe del centurión que le ha pedido sanar a su sirviente diciendo: “Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe”.

Podemos decir, junto con el centurión, que el Señor es roca, fortaleza, un lugar firme donde pararse. Dios no es una criatura más, cambiante e indefinida, sino la base del ser mismo; es un poder en quien podemos depender, un hacedor de alianzas en cuya Palabra podemos confiar.

En Su libertad y soberanía como Creador nuestro, Dios es un padre en cuyo regazo podemos encontrar nuestro descanso serenamente. Sin lugar a duda, lo que ha hecho de la creencia religiosa una parte tan indispensable de la conciencia y el comportamiento humano es esta garantía de seguridad.

 

No hay nada en el cosmos que, en algún momento, no nos decepcione. No hay lugar en el universo que, en algún momento, no sea sacudido. Pero se puede confiar en Dios, terreno autosuficiente de la existencia misma, que no decepciona ni traiciona.

“Ninguna tormenta puede sacudir mi calma más profunda, mientras que esté aferrado a esa Roca”, dice el autor del himno Shaker, dando testimonio extasiadamente de esta fidelidad divina. 

Nosotros vamos por este camino para encontrar al Señor». Por lo tanto, en el período de Adviento «caminamos para encontrarlo.

Encontrarlo con el corazón, con la vida; encontrarlo vivo, como Él es; encontrarlo con fe». En verdad, no es «fácil vivir con fe»,  «El Señor, en la palabra que hemos escuchad ,  se maravilló de este centurión. Se maravilló de la fe que tenía. Había hecho un camino para encontrar al Señor.

Pero lo había hecho con fe. Por ello no sólo encontró al Señor, sino que sintió la alegría de haber sido encontrado por el Señor.

Y éste es precisamente el encuentro que nosotros queremos, el encuentro de la fe. Cuando sólo nos limitamos a encontrar al Señor, «somos nosotros —pero esto digámoslo entre comillas— los “dueños” de este encuentro». Cuando, en cambio, «nos dejamos encontrar por Él, es Él quien entra dentro de nosotros» y nos renueva completamente. Y éste es precisamente el encuentro que nosotros queremos, el encuentro de la fe. Encontrar al Señor, pero dejarnos encontrar por Él. (Homilía Santa Marta, 2 diciembre 2013)

 

 

Oliverio Plunkett, Santo

Obispo y Mártir, 1 de julio
Por: Jesús María Barranquero Orrego
Fuente: www.mercaba.org


Martirologio Romano: En Londres, san Oliverio Plunkett, obispo de Armagh y mártir, que en tiempo del rey Carlos II, falsamente acusado de traición, fue condenado a la pena capital, y ante el patíbulo, que rodeaba una multitud, después de perdonar a sus enemigos, confesó con gran firmeza la fe católica († 1681).

Etimológicamente: Oliverio = Aquel que trae la paz, es de origen latino.

Breve Biografía

Hubo una época en la historia de Irlanda que se caracterizó por una sañuda persecución religiosa.



Como toda persecución organizada, ésta de la historia irlandesa tiene un nombre, un tirano y un mártir. El nombre es «época penal»; el tirano, O. Cromwell, y el mártir, Oliverio Plunket.



Esto no quiere decir que no hubo otros perseguidores ni otros mártires. Estos se cuentan a millares.



La historia religiosa de Irlanda, que ya en el siglo XI contenía en sus tres martirológios mil ochocientos santos, presenta, a partir de entonces, una pléyade de defensores de la fe que dan su vida generosamente por la religión católica.



Un hecho evidente y un fenómeno extraordinario en la vida de un pueblo poco numeroso. Mientras los perseguidores triunfan en el orden político, militar y económico, fracasan en su intento de arrebatar la fe católica al pueblo sojuzgado.



La población de la «isla de los santos» pierde casi cuatro millones de habitantes a causa de la persecución, pero ésta ha contribuido a que una nación insignificante, que en la actualidad no alcanza los cuatro millones dentro de su territorio, haya lanzado a otros países, como Norteamérica, más de doce millones de católicos que están sembrando su espíritu y su psicología en otros pueblos jóvenes de grandes perspectivas en el porvenir.



 

Era preciso presentar este cuadro general en unas rápidas pinceladas para situar en su justo punto la figura del arzobispo de Armagh decapitado.



Un personaje histórico no puede considerarse independiente de su marco y de su época. Pierde talla. Un mártir es siempre un héroe de la fe, pero, cuando ese mártir representa una situación histórica, es, además, un símbolo.



Esta es la más saliente característica de Santo Oliverio Plunket. Es un símbolo.



Un símbolo de la unidad religiosa del pueblo irlandés, que no tolera la ruptura del cristianismo, iniciada en Alemania por Lutero y consumada en Inglaterra por Enrique VIII. Un símbolo de lealtad a la Iglesia de Roma. Un símbolo de constancia hasta la muerte.



Durante la «época penal» las leyes son ominosas. Se necesitaría mucho más espacio del que disponemos solamente para dar una idea de lo que fueron las «leyes penales». Los católicos no tenían derecho a la cultura ni a los cargos públicos. No había acceso a la universidad o a los centros educativos. No se podía hablar el idioma propio. No se podía tener posesiones. Solamente cuando la persecución amaina se tolera el que un católico posea un caballo, a condición de que su valor no exceda las cinco libras. Se persigue a los clérigos, se calumnia a los obispos, se destruyen pueblos enteros… Se trata de hacer de la población católica un grupo de ignorantes empobrecidos.



El lema de Cromwell es éste: «Los católicos, a Connor o… al infierno». Connor era la parte más pobre del país, donde la gente moría de miseria y de hambre.



Aún en el mismo siglo XVII pueden encontrarse hechos como la matanza del padre John Murphy (que, por cierto, estudió su carrera sacerdotal en la actual Casa de la Santa Caridad, de Sevilla, entonces seminario), a quien dividieron en pedazos, ofreciendo los trozos de su carne a un vecino católico «para que los comiera». Un monumento conmemorativo se halla actualmente cerca de Westford, lugar de su martirio.



 

Es sorprendente que un pueblo sobreviva indemne después de una persecución de siglos. Si se viaja por los lugares en donde, un día, estuvieron las cristiandades paulinas no se encuentra ni un superviviente ni un templo. Todo desapareció bajo la invasión de los turcos y después de la primera guerra europea. Solamente en las cavernas de los montes se hallan, a veces, restos de antiguos mosaicos.



En cambio, aquí, en la «Isla Esmeralda», el viajero contempla un pueblo rejuvenecido después de siglos de sufrimiento. Sus iglesias son espléndidas, mientras que las de sus viejos perseguidores están vacías, obscuras y polvorientas. No importa que éstos alardeen de tener las iglesias «tradicionales» del país. La «Iglesia» no es un edificio arrebatado por la fuerza, sino una fe y una sociedad perfecta instituida por Cristo. Y eso es lo que se descubre sobre los jaspes de los templos recientes de la católica Irlanda.




Cuando, en 1828, Daniel O´Connel consigue la emancipación, una nueva vida comienza para el catolicismo irlandés. La libertad de los 26 condados, lograda en 1921, ha hecho posible que la nueva generación sea la primera que experimente la conciencia de vivir.



Pero, como un fundamento de esta realidad, en la catedral de San Pedro de la ciudad de Drogheda se conserva, en una urna de cristal, la cabeza incorrupta del último Santo irlandés: Oliverio Plunket.



El día 8 de junio de 1681 llega a Londres el arzobispo de Armagh, removido de su silla, depuesto y confinado durante diez meses sin ninguna clase de juicio o investigación jurídica y sin posibilidad de obtener permiso para comunicarse con sus amigos o de buscar testigos.



El juicio en Londres es dirigido por Maynard y Jefries contra toda consideración de justicia y en violación flagrante de toda forma legal. Un «agente de la Corona», cuyo nombre se da como Gorman, es introducido «por un desconocido» en la sala ante el tribunal y «voluntariamente» hace de testigo en favor del reo. El conde de Essex intercede ante el rey en su favor, pero Carlos responde casi con las mismas palabras de Pilatos: «No le puedo perdonar porque… no me atrevo. Su sangre caiga sobre vuestra conciencia. Vosotros le podíais salvar si quisierais».



 

Solamente un cuarto de hora de deliberación fue preciso para que el jurado diera el veredicto: Se le condena a ser ahorcado y descuartizado el día 1 de julio de 1681. El mártir solamente pronunció dos palabras ante esta sentencia: «Deo gratias».



Hay un hecho extraño, como todos los acontecimientos providenciales de la historia. Ocho años más tarde, en el mismo día exacto en que San Oliverio Plunket había sido decapitado, el último de los reyes Estuardos era lanzado de su trono y su dinastía eliminada para siempre.



La acusación urdida contra el Santo era ésta: Mantener correspondencia «traidora» con Roma y con Francia, y también con los irlandeses del Continente; preparar una insurrección en Armagh, Monagham, Cavan, Louth y otros condados, organizar en Carlingford el recibimiento de fuerzas francesas y haber dirigido varias reuniones para levantar hombres con estos propósitos.



Podría fácilmente hacerse una defensa histórica frente a estos cargos, pero no es de la incumbencia de esta obra. La semejanza con la persecución y condenación de jerarcas de la Iglesia en nuestros mismos tiempos puede ser una ilustración de la identidad de métodos empleados por los perseguidores de la fe cuando tratan de acusarlos bajo pretextos económicos o políticos.



He aquí algunos párrafos tomados del juicio celebrado contra él:



El juez: «Considerad, señor Plunket que habéis sido acusado del más grave crimen: la traición». Y continúa: «Estáis manteniendo vuestra falsa religión, que es diez veces peor que todas las supersticiones». El Santo responde: «Mis principios religiosos son tales que el mismo Dios todopoderoso no puede dispensar de ellos». El juez concluye: «Veo con disgusto que persistís en profesar los principios de esa religión».



El delito de traición no era más que un pretexto, como se ve, para condenar al primado de Irlanda por la defensa de la fe católica.



 

El juez insiste: «Se os aconseja que tengáis algún ministro para atenderos, algún ministro protestante». Por fin ante la insistencia del Santo, se le autoriza a recibir los auxilios de algún sacerdote católico de los que están encerrados en la prisión y él hace esta última declaración: «Puesto que soy un hombre muerto a este mundo y puesto que espero misericordia en el otro, quiero declarar que Jamás he sido culpable de traición ni de ninguno de los cargos que se me han hecho, como su señoría sabrá algún día».



A pesar de su confesión fue sentenciado a muerte. El efecto de esta sentencia fue tal que un torrente de personas, católicos y protestantes, se agolpó ante su celda pidiendo su bendición o admirando su heroísmo. Hasta altas personalidades del protestantismo declararon que «Inglaterra iba a volver pronto a ser «papista» si el Gobierno persistía en condenar a muerte a personas de tanta constancia».



De una carta escrita por el mártir en su celda de muerte tomamos estas edificantes líneas: «Se ha dictado contra mí sentencia de muerte. Los que me perseguían han conseguido su intento. Como San Esteban quiero clamar: «Señor, no les imputes este pecado».



Y de otra carta escrita en aquellos mismos momentos: «Siento la responsabilidad de ser el primer irlandés y tener que dar ejemplo de morir sin temor. Pero veo que Nuestro Redentor sintió temor y tristeza ante la muerte y me pregunto por qué yo no la siento. Es que Cristo, con su pasión, mereció para mí el no tenerla ante mi muerte».



Las últimas líneas que escribió a vuelapluma en una breve nota fueron éstas: «Se me ha comunicado que mañana seré ejecutado. Estoy contento de que sea en viernes y en la octava de San Juan, y de que se me haya concedido el tener un sacerdote en esa última hora».



 

Desde que en 1533 Enrique VIII separó la iglesia de Inglaterra de la unidad de Roma hasta este momento de 1681, habían pasado muchos años de odios y persecuciones a los defensores de la fe católica. Después de la ejecución de Carlos I en 1649, y durante los años de Cromwell, de 1653 a 1659, la persecución de los católicos irlandeses fue intensa hasta el exterminio.

El reinado de Carlos II —a partir de 1675— se caracterizó por la debilidad y la indecisión. Las diferencias de fechas históricas sobre la vida de San Plunket deben explicarse por la oposición de Inglaterra a adoptar las reformas del calendario gregoriano.

Mientras que casi toda Europa las había aceptado desde 1582, todavía en 1681 Inglaterra vivía diez días retrasada, y al mismo sol que en Roma señalaba el amanecer del 11 de julio marcaba, media hora después, en Londres, el día primero. Hasta en estos pormenores aparecía el exceso de nacionalismo religioso y anglicano del siglo XVII.



Ya, desde el cadalso, Oliverio Plunket leyó su último sermón, que le había costado muchas horas de meditación, y el texto fue entregado al embajador de España en Londres, quien lo hizo imprimir y traducir a varios idiomas confirmando su fidelidad. Después de una fervorosa oración, en la que de nuevo perdonó a sus acusadores, murió con la paciencia y constancia de los mártires.



La persecución se hizo tan violenta que no fue posible protestar públicamente por la injusticia de su degollación. Pero sus restos fueron recogidos y venerados inmediatamente, y Roma envió al superior de los franciscanos irlandeses una orden de la Sagrada Congregación de Propaganda en que se excomulgaba a dos religiosos apóstatas, McMoyer y Duffy, que habían tenido parte en la acusación del arzobispo de Armagh.



 

El 23 de mayo de 1920 fue beatificado y en el mismo corazón de Londres una fervorosa procesión de católicos honró su memoria.



Comenzar la vida de un mártir por el relato de su martirio no es ninguna infidelidad histórica, porque teológicamente el martirio es suficiente prueba de la heroicidad de las virtudes.



Oliverio Plunket era hijo de una noble familia avecindada en el condado irlandés de Meath. Allí nació, en 1629, en la localidad de Loughcrew. Su madre pertenecía a la nobleza de Roscommon y su padre a la de Fingall.



Su infancia se desarrolló en un ambiente de luchas y persecuciones y entre escenas de matanzas y feroces batallas. De Irlanda pasó a Roma, en donde vivió durante ocho años estudiando filosofía, teología y derecho civil y eclesiástico, siendo uno de los primeros alumnos del Colegio Irlandés en Roma «Ludovisi» y uno de los primeros irlandeses en la universidad romana «La Sapienza».

Una vez ordenado de sacerdote continuó en Roma, y el 20 de noviembre de 1669 se anunció en Irlanda que Oliverio Plunket había sido nombrado obispo de Armagh. A pesar de la amnistía que siguió a los años de Cromwell, aún perduraban muchas de las leyes isabelinas. La vida de un sacerdote católico estaba valorada en el mismo precio que la de un lobo, y las cinco libras estipuladas se pagaban, en uno y otro caso, en el momento de la presentación de sus cabezas.



En 1649 había veintiséis obispos irlandeses residentes en sus sillas y en 1669 sólo quedaban cinco vivos y otros tres en el destierro. En cuanto se conoció la elección de Oliverio Plunket para obispo de Armagh el virrey, lord Roberts, recibió una comunicación en que se le decía que, si podía hallarlo y apresarlo, habría realizado un «aceptable servicio». Durante algún tiempo pudo acogerse a la hospitalidad de Bélgica, hasta que le fue posible navegar a Londres y de allí a Irlanda, en donde tomó posesión de su silla de Armagh. A la muerte del virrey presbiteriano lord Roberts, su sucesor, lord Berkeley, cambió la política en pacifista y trató incluso con cortesía a algunos miembros del clero. Esto facilitó la labor pastoral del arzobispo de Armagh, que pronto llegó a ser primado al declararse Armagh sede primada de toda Irlanda.



 

Su caridad para con sus sacerdotes y su humildad y modestia se hicieron proverbiales y caracterizaron todo su apostolado y gobierno. Su celo y actividad por la organización de su diócesis fue incansable. Aunque eran muchas las diócesis sufragáneas —en total once—, él consiguió reunir en sínodos a los obispos dependientes de la metrópoli tratándolos como hermanos y no como forasteros. Recorrió su diócesis en visitas pastorales, congregó a sus sacerdotes con afecto de pastor y sencillez de amigo, hablándoles con verdadera veneración y agradeciéndoles sus servicios, y soportó con entereza las injusticias que, en algunos lugares de su diócesis, fueron impuestas contra los católicos aun bajo el moderado virreinato de lord Berkeley.



La pobreza y la austeridad presidían la vida del arzobispo. En realidad, los católicos habían quedado empobrecidos. Una de las tácticas de la persecución fue las llamadas «plantaciones» o traídas de protestantes escoceses, que se hacían dueños de las propiedades que antes tuvieron los católicos. Aún en 1672 el arzobispo primado denunciaba el abuso de que los católicos fueran obligados a pagar a los ministros protestantes dos chelines por cada hijo que se bautizaba en una iglesia católica. Su bondad para con sus fieles y sacerdotes se convertía en valentía y tenacidad cuando tenía que defender, frente a las injusticias, los derechos de la verdad y la fe.



Conociendo ahora estas virtudes características del primado irlandés y el marco histórico de su vida, es fácil comprender que la persecución haría presa en él sin demasiada dilación. La atmósfera tormentosa y la audacia de su espíritu explican suficientemente por qué fue detenido y apartado de sus fieles. La acusación de felonía y traición, y la sumisión a un tribunal inglés, eran igualmente elementos de la trama urdida contra su fe. Nunca Irlanda consideró legal el traslado del arzobispo a Londres y su juicio por los jurados ingleses. Desde 1495 las leyes inglesas carecían de vigor en Irlanda, a no ser que fueran aprobadas por las decisiones del Parlamento de Dublín, y la disposición de Enrique VIII de someter a los tribunales ingleses a cualquier acusado de traición que viviera en uno de los dominios de la Corona había prescrito ante el uso de los juristas desde que el Parlamento había sustituido a las Cortes.



 

No obstante todo este cúmulo de factores ilegales, Oliverio Plunket fue sacado un día de su diócesis y llevado a Inglaterra para, después de las formalidades acostumbradas por todos los tribunales injustos de la historia, escuchar, de boca del juez inglés, la palabra definitiva: Guilty (¡Culpable!). La misma estratagema e idéntico procedimiento, con especie de legalidad, que un día llevara al sanedrín a proclamar ante el más Justo de los acusados su «Reus est mortis» (Reo es de muerte).



Sus dos únicas palabras de respuesta: «Deo gratias» (gracias a Dios) resuenan todavía bajo los arcos de la catedral de Drogheda y su cabeza incorrupta, en parte ennegrecida por las llamas a que fue entregado su cuerpo después de degollado, es el mejor clamor que los siglos han podido conservar para la posteridad.



Terminemos con estas palabras tomadas de la declaración de la Sagrada Congregación de Propaganda en el mismo año de 1681: «Las conjuras en Inglaterra pretendieron ser dirigidas contra la vida del rey o como intentos de las conspiraciones irlandesas, pero, en realidad, no había más que una finalidad: atacar el establecimiento de la fe».



Oliverio Plunket pasará a la posteridad como un símbolo de constancia en defensa de la fe católica y como una prueba de la voluntad indestructible de un pueblo, tradicionalmente fiel a Roma, por conservar a toda costa su unidad religiosa.



Fue canonizado el 12 de octubre de 1975 por el Papa Pablo VI.

 

Y se acercó

Santo Evangelio según san Mateo 8, 5-17.

 

 

Sábado XII del Tiempo Ordinari
o

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!



Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)


Madre mía, en este día me pongo en tu regazo y me confío a tus brazos protectores. Quiero que Tú me lleves a Jesús y me enseñes a amarlo con todo mi corazón. Solamente Tú sabes muy bien lo que a Él le gusta, por lo que te pido que me acompañes en este rato de oración para que pueda conocer más profundamente a tu Hijo, para que pueda darle generosamente cada día lo que me pueda pedir.



Evangelio del día (para orientar tu meditación)


Del santo Evangelio según san Mateo 8, 5-17


 

En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaúm, se le acercó un oficial romano y le dijo: “Señor, tengo en mi casa un criado que está en cama, paralítico, y sufre mucho”. Él contestó: “Voy a curarlo”. Pero el oficial le replicó: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa; con que digas una sola palabra, mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; cuando le digo a uno: ‘¡Ve!’, él va; al otro: ‘¡Ven!’, y viene; a mi criado: ‘¡Haz esto!, y lo hace”. Al oír aquellas palabras, se admiró Jesús y dijo a los que lo seguían; “Yo les aseguro que en ningún israelita he hallado una fe tan grande. Les aseguro que muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos. En cambio, a los herederos del Reino los echarán fuera, a las tinieblas. Ahí será el llanto y la desesperación”. Jesús le dijo al oficial romano:

“Vuelve a tu casa y que se te cumpla lo que has creído”. Y en aquel momento se curó el criado. Al llegar Jesús a la casa de Pedro, vio a la suegra de éste en cama, con fiebre. Entonces la tomó de la mano y desapareció la fiebre. Ella se levantó y se puso a servirles. Al atardecer le trajeron muchos endemoniados. Él expulsó a los demonios con su palabra y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo dicho por el profeta Isaías: Él hizo suyas nuestras debilidades y cargó con nuestros dolores.


Palabra del Señor.



Medita lo que Dios te dice en el Evangelio



«Se le acercó un oficial romano». Puede pasarnos como a tantas personas del tiempo de Jesús que estando tan cerca de Él, en realidad estaban muy lejos. Escuchaban sus palabras, lo seguían por los caminos, veían sus milagros e incluso algún favor habrían recibido de Él. Pero ¿qué nos enseña este romano del siglo primero? ¿Qué podemos aprender de Él?



 

 

Lo primero es que se acercó. Pero lo hizo con todo su ser y con toda la conciencia de saber delante de quién se encontraba. Estaba con toda su mente y corazón delante de alguien más poderoso que Él. Quería estar ahí y sabía la motivación que lo impulsaba a presentarse a Jesús. Y se pone delante con sus necesidades y preocupaciones. Se sabe pecador, pues era un pagano, pero conoce a ese Maestro que desde que lo miró lo amó.

 

 



«No soy digno de que entres en mi casa» Estas palabras han quedado como emblema de todo fiel que se acerca a la Eucaristía, porque aun conociendo el pecado y la miseria personal sabe que necesita de ese Dios que pueda curar sus enfermedades. ¿Quién es digno de recibir al mismo Dios en el corazón? Sin embargo, el cristiano, como lo hizo en su momento el centurión, se acerca sabiendo delante de quién se encuentra y de la gran necesidad que tiene de ese amor tan grande y poderoso que es capaz de sanar cualquier herida del corazón.

 

 



Y he ahí que muchas veces, antes de que podamos decir cualquier cosa y declarar nuestra miseria personal, nos encontramos con que Jesús ya se ha acercado y nos ha abrazado y nos ha llenado de amor, porque si nos acercamos a Jesús con un poco de sed, Él no tarda en salir a nuestro encuentro y colmarnos de su gracia.



 

 

«Él, ante el problema que lo afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no quiere molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es “manso y humilde de corazón”. En efecto, Dios, que es amor, llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores».
(Homilía de S.S. Francisco, 29 de mayo de 2016).



Diálogo con Cristo


Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.


Propósito


Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.


Hoy voy a dedicar un momento para orar en la presencia de Jesús. Muchas veces voy corriendo de un lado a otro solucionando un sinfín de problemas y poco a poco mi corazón se va secando. Quiero acercarme a su presencia como lo hizo el soldado romano para que sane mis heridas y sacie mi sed.


Despedida


Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!

¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

 

 

No soy digno

Dios no nos llama por nuestros méritos sino porque quiere.


 

Si se entiende bien, ante este tipo de dificultades para responder a la vocación diría que se puede pasar por alto la incompetencia, pero no la pusilanimidad: alma encogida, insuficiencia moral, desmoralización. Me explicaré -espero- de modo que se comprenda, trayendo a nuestra consideración un conocido pasaje del Evangelio.



San Lucas relata que Jesús se subió un día a la barca de Pedro para predicar desde allí a la multitud y, al terminar, pidió a Pedro que llevara la barca mar adentro (es el Duc in altum!, ¡mar adentro!, que nos ha repetido Juan Pablo II como consigna para el tercer Milenio cristiano) y echara las redes para pescar. Pedro le respondió que habían estado toda la noche bregando y no habían pescado nada, pero añadió: «sin embargo porque tú lo dices echaré la red». Así lo hizo y quedó atónito, impresionado, al ver que casi no podían sacar la red del agua de tantos peces como habían cogido. Entonces se echó de rodillas a los pies de Jesús, con la cabeza inclinada hasta el suelo, y le dijo: «apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 1-11).



Al ver el prodigio que había hecho Jesús contando con su obediencia, Pedro se asustó, porque se consideraba indigno de servir de instrumento a tales milagros. Pero Jesús le dijo: «no temas. Desde ahora serán hombres lo que tendrás que pescar». No sólo no considera que la indignidad de Pedro sea un obstáculo, sino que se apoya en su humildad para hacerle capaz de atraer a Dios a una muchedumbre incontable de hombres y mujeres, como sucedió ya durante su vida.



Por supuesto que somos indignos de que Dios nos elija para servirse de nosotros como instrumentos: sería grotesco que no nos diéramos cuenta. Pero ya hemos dicho que Dios no nos llama por nuestros méritos (Pedro, con toda su experiencia y su dominio del oficio, había estado toda la noche faenando en vano), sino porque quiere; por eso basta que reconozcamos nuestra indignidad y le hagamos caso, fiándonos de Él, para dar con nuestra vida obediente un fruto maravilloso.



 

 

Me parece muy lúcida esta manera de explicar cómo la indignidad y la humildad de los santos hacen que Dios se luzca en los frutos: «Un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí. Un santo es un pobre que hace su fortuna desvalijando las arcas de Dios. Un santo es un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza. Un santo es un imbécil del mundo -stulta mundi- que se ilustra y se doctora con la sabiduría de Dios. Un santo es un rebelde que a sí mismo se amarra con las cadenas de la libertad de Dios. Un santo es un miserable que lava su inmundicia en la misericordia de Dios. Un santo es un paria de la tierra que planta en Dios su casa, su ciudad y su patria. Un santo es un cobarde que se hace gallardo y valiente, escudado en el poder de Dios. Un santo es un pusilánime que se dilata y se acrece con la magnificencia de Dios. Un santo es un ambicioso de tal envergadura que sólo se satisface poseyendo cada vez más y más ración de Dios… Un santo es un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle. Y Dios se deja saquear por sus santos. Ése es el gozo de Dios. Y ése, el secreto negocio de los santos» (P. Urbano, El hombre de Villa Tevere).



Ya se ve que lo decisivo aquí es el amor impresionante de Dios por el hombre, que nos da motivos para esperarlo todo de Él. El quid de la santidad es una cuestión de fe, de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el «yo hago», «yo lo haré», como el «hágase en mí» de aquella muchacha desconocida de Nazaret a la que Dios comunicó que la había elegido para ser Madre de su Hijo.



Las realidades grandes empiezan con humildad:

«No te elegí porque seas grande, por el contrario eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido porque te amo» dice el Señor al Pueblo de Israel en el Antiguo Testamento.

Ciertamente, Dios no nos elige por nuestra grandeza; al contrario, la grandeza de Dios entra en nuestra vida cuando nos abrimos humildemente a sus planes amorosos, como nos enseña la Virgen María, que después de haber concebido en su seno purísimo al Hijo de Dios, canta, llena de humilde alborozo:

«Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se llena de gozo en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Desde ahora me llamarán bendita todas las generaciones, porque el Todopoderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1, 46-49).

 

 

Santa Ester, la reina que evitó un genocidio judío

Una mujer hebrea que guió a su pueblo con sabiduría de profetisa

 

 

Santa Ester fue una mujer hebrea que se convirtió en reina y guió a su pueblo con gran sabiduría.

Ella era una valiente y bella joven huérfana a quien su primo Mardeoqueo adoptó como su hija. Él era un judío fiel a sus tradiciones que la ayudó en su misión.

Cuando Ester se casó con el rey Asuero, se convirtió en la reina de Persia. Y logró prevenir un genocidio contra su pueblo, al revertir una matanza originalmente dirigida contra los judíos.

La victoria sobre las injusticias de Aman, brazo derecho del Rey, la obtuvo gracias a la convocatoria de ayuno y oración que ella realizó con su pueblo.

Los judíos recuerdan todavía este acontecimiento -y a ella- en la fiesta de Purim (fiesta de las Suertes).

Y los cristianos la ven como una mujer que intercede por su pueblo como más tarde lo fue la Virgen María.

La historia de esta sabia mujer aparece en el Libro de Ester de la Biblia. En él aparece esta bella oración que la reina rezó en un momento difícil y hoy cualquiera puede rezar:

Oración

«Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. 
Ven en mi socorro, que estoy sola y no tengo socorro sino en ti, y mi vida está en peligro. 
Yo oí desde mi infancia, en mi tribu paterna, 
que tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos, 
y a nuestros padres de entre todos sus mayores 
para ser herencia tuya para siempre cumpliendo en su favor cuanto dijiste.

Ahora hemos pecado en tu presencia y nos has entregado a nuestros enemigos 
porque hemos honrado a sus dioses. ¡Justo eres, Señor! 
Mas no se han contentado con nuestra amarga esclavitud, 
sino que han puesto sus manos en las manos de sus ídolos 
para borrar el decreto de tu boca y destruir tu heredad; 
para cerrar las bocas que te alaban y apagar la gloria de tu Casa y de tu altar; 
para abrir las bocas de las gentes en alabanza de sus dioses 
y admirar eternamente a un rey de carne.

No entregues, Señor, tu cetro a los que son nada; 
que no se regocijen por nuestra caída, 
mas vuelve en contra de ellos sus deseos, 
y el primero que se alzó contra nosotros has que sirva de escarmiento.
Acuérdate, Señor, y date a conocer en el día de nuestra aflicción; 
y dame a mí valor, rey de los dioses y señor de toda autoridad. 
Pon en mis labios palabras armoniosas cuando esté en presencia del león; 
vuelve el odio de su corazón contra el que nos combate para ruina suya 
y de los que piensan como él.

Líbranos con tus manos y acude en mi socorro, 
que estoy sola, y a nadie tengo, sino a ti, Señor. 
Tú que conoces todas las cosas, 
sabes que odio la gloria de los malos, 
que aborrezco el lecho incircunciso y el de todo extranjero.

Tú sabes bien la necesidad en que me hallo, 
que me asquean los emblemas de grandeza que ciñen mi frente los días de gala 
como asquea el paño menstrual, y que no me los pongo en días de retiro. 
Que tu sierva no ha comido a la mesa de Amán, 
que no he tenido a honra los regios festines, ni bebido el vino de las libaciones. 
Que no tuvo tu sierva instante de alegría, desde su encumbramiento hasta el día de hoy, 
sino sólo en ti, Señor y Dios de Abraham.

Oh Dios, que dominas a todos, oye el clamor de los desesperados, 
líbranos del poder de los malvados y líbrame a mí de mi temor».