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• Luke 19:41-44

Amigos, en el pasaje del Evangelio de hoy Jesús se lamenta por Jerusalén porque no lo ha reconocido. Él dijo: “Matarán a todos tus habitantes y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no aprovechaste la oportunidad que Dios te daba”. Esto es algo altamente subversivo para decir, algo conmocionante, que sacude. Algo así como si un presidente electo llegara a la Casa Blanca en medio de una multitud de partidarios y dijera: “Todo será destruido”.

 

 

Esto es precisamente lo que Jesús hace aquí. Sé que lo he dicho antes, pero lo diré nuevamente, porque está en el corazón del Evangelio, y Jesús lo repite una y otra vez: nada de este mundo perdura. Por lo tanto, nada de este mundo debería ser objeto de nuestros anhelos más profundos o compromisos más poderosos.

“Pero incluso hoy Jesús llora. Porque hemos preferido el camino de las guerras, el camino del odio, el camino de las enemistades. Estamos cerca de la Navidad: habrá luces, habrá fiestas, árboles luminosos… todo maquillado: el mundo sigue haciendo la guerra, haciendo las guerras. El mundo no ha entendido el camino de la paz. Nos hará bien también a nosotros pedir la gracia del llanto, por este mundo que no reconoce el camino de la paz. Que vive para hacer la guerra, con el cinismo de decir que no hay que hacerla. Pidamos la conversión del corazón (Homilía de Santa Marta, 19 de noviembre de 2015)

 

 

Isabel de Hungría, Santa

Memoria Litúrgica, 17 de noviembre

Por: Redacción | Fuente: Arquidiócesis de Madrid

Viuda

Martirologio Romano: Memoria de santa Isabel de Hungría, que siendo casi niña se casó con Luis, landgrave de Turingia, a quien dio tres hijos, y al quedar viuda, después de sufrir muchas calamidades y siempre inclinada a la meditación de las cosas celestiales, se retiró a Marburgo, en la actual Alemania, en un hospital que ella misma había fundado, donde, abrazándose a la pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos y de los pobres hasta el último suspiro de su vida, que fue a los veinticinco años de edad († 1231).

Breve Biografía

A los cuatro años había sido prometida en matrimonio, se casó a los catorce, fue madre a los quince y enviudó a los veinte. Isabel, princesa de Hungría y duquesa de Turingia, concluyó su vida terrena a los 24 años de edad, el I de noviembre de 1231. Cuatro años después el Papa Gregorio IX la elevaba a los altares. Vistas así, a vuelo de pájaro, las etapas de su vida parecen una fábula, pero si miramos más allá, descubrimos en esta santa las auténticas maravillas de la gracia y de las virtudes.

Su padre, el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, la había prometido por esposa a Luis, hijo de los duques de Turingia, cuando sólo tenia 11 años. A pesar de que el matrimonio fue arreglado por los padres, fue un matrimonio vivido en el amor y una feliz conjunción entre la ascética cristiana y la felicidad humana, entre la diadema real y la aureola de santidad. La joven duquesa, con su austeridad característica, despertando el enojo de la suegra y de la cuñada al no querer acudir a la Iglesia adornada con los preciosos collares de su rango: “¿Cómo podría—dijo cándidamente—llevar una corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?”. Sólo su esposo, tiernamente enamorado de ella, quiso demostrarse digno de una criatura tan bella en el rostro y en el alma y tomó por lema en su escudo, tres palabras que expresaron de modo concreto el programa de su vida pública: “Piedad, Pureza, Justicia”.

Juntos crecieron en la recíproca donación, animados y apoyados por la convicción de que su amor y la felicidad que resultaba de él eran un don sacramental: “Si yo amo tanto a una criatura mortal—le confiaba la joven duquesa a una de sus sirvientes y amiga—, ¿cómo debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?”.

A los quince años Isabel tuvo a su primogénito, a los 17 una niña y a los 20 otra niña, cuando apenas hacía tres semanas había perdido a su esposo, muerto en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Cuando quedó viuda, estallaron las animosidades reprimidas de sus cuñados que no soportaban su generosidad para con los pobres. Privada también de sus hijos, fue expulsada del castillo de Wartemburg. A partir de entonces pudo vivir totalmente el ideal franciscano de pobreza en la Tercera Orden, para dedicarse, en total obediencia a las directrices de un rígido e intransigente confesor, a las actividades asistenciales hasta su muerte, en 1231.

¿Quieres saber más? Consulta: Santa Isabél de Hungría de Jesús Martí Ballester.

 

 

Oportunidades para demostrar mi amor

Santo Evangelio según san Lucas 19, 41-44.

 

 

Jueves XXXIII del Tiempo Ordinario

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.

¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor, vengo ante ti para adorarte, para darte el lugar que te mereces en mi día. Quiero responder a tu invitación y por ello quiero orar y estar contigo. No quiero dejarte solo jamás. Dame la gracia de ser fiel a tu amor. Creo que eres mi Dios y mi Señor. Te amo con todo mi ser y quiero corresponder a tu amor. Sé que Tú nunca me dejarás defraudado. Todo, Señor, lo espero de ti.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Lucas 19, 41-44

En aquel tiempo, cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén y contempló la ciudad, lloró por ella y exclamó:

«¡Si en este día comprendieras tú lo que puede conducirte a la paz! Pero eso está oculto a tus ojos. Ya vendrán días en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán y te atacarán por todas partes y te arrasarán. Matarán a todos tus habitantes y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no aprovechaste la oportunidad que Dios te daba».

Palabra del Señor.

 

 

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

En este Evangelio puedo contemplar un elemento de tu humanidad y por lo tanto un elemento que me asemeja a ti. Tú, Dios, lloraste. Pareciera imposible creer algo así, pero es lo que sucede en este pasaje de hoy. Podría detenerme a imaginar esta escena en la cual, en la cima de una montaña, mientras observas Jerusalén, las lágrimas empañan tu vista, recorren tus mejillas y caen al piso.

¿Por qué lloras, Señor? Lloras ante un amor no correspondido. Habías amado tanto a Jerusalén, le habías demostrado con obras tu cariño, y sin embargo ella no se daba cuenta de ello y seguía en su pecado. Era como el enamorado que había estado detrás de aquella persona amada persiguiéndola con regalos, flores, chocolates e invitaciones pero la amada nunca supo valorar aquellos detalles. Así también pasa en mi vida. Tú me amas demasiado y buscas conquistarme. Dame la gracia, Señor, de no hacerte llorar con mi vida. Yo quiero corresponder a tu amor y hacerte feliz. Quiero valorar los dones que me das y aceptarlos para vivir una vida feliz contigo.

 

«Porque no aprovechaste la oportunidad que Dios te daba». Son muchas las oportunidades que me das para corresponder a tu amor. No necesito de grandes actos de heroísmo para demostrar el amor. Ayúdame a descubrir esas oportunidades que pones en mi vida para corresponder a tu amor y aprovecharlas.

Oportunidades sencillas como un acto de caridad, un buen rato de oración, una sonrisa al que la necesita, un abrazo a un familiar, un saludo a un compañero, un acto de cariño con el cónyuge, un poco de tiempo con los hijos, la buena realización de mi trabajo o estudio. Todas estas son oportunidades para demostrarte mi amor.

Gracias, Señor, por amarme como me amas. Dame la gracia de corresponder a tu amor.

«Él llora porque Jerusalén no había comprendido el camino de la paz y había elegido la senda de las enemistades, del odio, de la guerra. Hoy Jesús está en el cielo, nos mira y vendrá entre nosotros, aquí sobre el altar. Pero también hoy Jesús llora, porque nosotros hemos preferido el camino de las guerras, la senda del odio, la senda de las enemistades. Todo esto se comprende aún más ahora que estamos cerca de la Navidad: habrá luces, habrá fiesta, árboles luminosos, también pesebres… todo apariencia: el mundo sigue declarando la guerra, declarando la guerra. El mundo no ha comprendido la senda de la paz». (Homilía de S.S. Francisco, 27 de noviembre de 2015, en Santa Marta).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Me acercaré a esa persona de la que me he distanciado con un acto de servicio, una sonrisa, lo que crea que pueda iniciar un proceso de reconciliación.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!

¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.

Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.

 

 

¿Cómo tener paz después de tomar una decisión difícil?

¿Cómo quedarse en paz y no pensar que uno se ha equivocado?

 

 

Aveces me detengo a pensar. Miro hacia atrás y se me ocurren otras historias con otros desenlaces para mi vida. ¿Qué hubiera pasado si hubiera decidido otra cosa?

Entre dos bienes posibles no es fácil tomar un camino u otro. ¿Cómo encuentro la paz después de la decisión tomada? ¿Acierto en el camino emprendido?

Hay una paz que viene con el tiempo y no siempre de forma inmediata. El tiempo me hace pensar que sí, que era lo que Dios quería.

Pero ¿y si hubiera tomado el otro camino también posible, también bueno, sería feliz? Mi vida habría sido diferente, y quizás hubiera pensado que era de Dios.

Sé que nunca es fácil elegir un camino u otro. Busco señales claras, incluso les pido a otros su consejo tratando de aclarar mi corazón. No saben, o no tienen la respuesta.

 

Soy yo en mi interior el que tiene que descubrir el querer de Dios, percibir sus voces, claras o a veces confusas. Y optar por uno u otro camino. No importa cuál sea. Sólo en mi corazón lo sabré con certeza.

No habrá flechas claras como en el camino a Santiago. No tendré un Gps preciso que me indique el camino. Y no habrá ángeles que bajen del cielo por la noche para hacerme ver cómo seguir mis pasos.

Sólo Dios en mi alma y otras percepciones de su voluntad en personas, en sucesos, en mociones del Espíritu me muestran su querer. Y sabré más o menos por dónde ir. Con miedo, con paz, con calma y con llanto.

Y me pondré a andar que es lo importante. Sabiendo que voy con Dios aunque a menudo no sepa bien hacia dónde. Elegiré un camino y no dejaré al azar los pasos que doy.

Dios no me deja

Me gusta pensar que cada día vuelvo a elegir mi camino de felicidad. Con riesgo a confundirme de nuevo. Con paz porque sé que Dios no se baja nunca de mi barca, no me deja solo en mis pasos.

Siento que todo hombre sufre las mismas dudas y siente los mismos miedos. ¿Acertaré siempre?

No creo que se trate de acertar o de fallar. La vida es mucho más que eso.

Dios es mucho más grande que todas mis decisiones. No me mira en mis fracasos para echarme en cara mi ineptitud. Mira mi vida entera, con su grandeza y su pobreza y se conmueve, tiembla ante mí feliz y enamorado.

Esa imagen de Dios es la que me salva siempre. Incluso en esos momentos en los que dudo y no sé bien el camino a seguir. Cuando la vida es incierta y la tormenta arrecia. Me hace bien decidir con otros, discernir escuchando y compartiendo, encontrar salidas, oyendo dentro de mí y dentro de otros.

Me hace bien escuchar a otros en mis búsquedas. Abrirme a la opinión y juicios de los que van a mi lado. No tienen la respuesta correcta, seguro, porque esa es mía.

Soy yo el que decido, pero escuchar ensancha mi alma y me hace más diestro en la búsqueda del querer de Dios.

Amar es la clave

Caminar con otros y amar en profundidad a las personas que van conmigo es lo que me hace más sabio. El amor me hace más conocedor de la vida. Cuanto más amo a Dios, más capacidad tengo para percibir sus deseos. Igual que cuando amo a una persona, con solo mirar sus ojos sé muy bien lo que desea.

Como dice S. Agustín: «Conocemos en la medida en la que amamos». El amor me hace más conocedor de la vida y de las personas. Y amando a Dios cada día más me vuelvo más capaz de descubrir sus deseos, su voluntad.

No es tan sencillo pero es el camino de mi vida. Navegar a tientas, buscar luces en la oscuridad y voces en medio del silencio. No acertaré siempre, eso lo tengo claro, no entenderé cada paso que doy. Pero sé que la vida se juega en decisiones pequeñas.

Cuando voy caminando en medio de la vida buscando el querer más sagrado de ese Dios que va conmigo. Vivir sin miedo a equivocarme es imposible. Pero saber que de mis errores aprendo es el camino para ser feliz.

 

 

Si me equivoco no es el fin del mundo. Puedo volver a empezar. Puedo retomar el paso con alegría. Y puedo avanzar en medio de la noche tomado de la mano de Dios. Puedo mirar las estrellas y confiar.

Desde lo alto Dios me cuida. Desde lo más hondo de mi alma me sostiene. Su voz, apenas perceptible, es más audible cuando callo. Cuando me quedo en silencio aguardando. Dios sabe mejor lo que me conviene. Y yo asiento esperando su abrazo.

 

 

Santa Isabel de Hungría, la reina de los pobres

Conoce a la patrona de la enfermería

 

 

Nació el año 1207. Pertenecía a la Casa de Árpad, que ofreció al mundo muchos santos y grandes personalidades.

Era hija de Andrés, rey de Hungría, y se casó con Luis, landgrave de Turingia-Hesse, con quien tuvo tres hijos.

Se dedicó a la familia, a una responsable gestión política y a ayudar a los más necesitados.

 

 

Al quedar viuda muy pronto, erigió un hospital en el que ella misma servía a los enfermos.

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Falleció muy joven, en 1231.
A santa Isabel de Hungría se la festeja en todo el mundo el 17 de noviembre, aunque en Argentina y Uruguay, se celebra su memoria el día 19 de noviembre.

Santa patrona

Santa Isabel de Hungría es patrona de la enfermería.

Oración

Oh Dios misericordioso:
alumbra nuestros corazones
y por las peticiones de santa Isabel,
haz que despreciemos los éxitos vacíos,
y sintamos siempre los consuelos del cielo.
Oh dulce Isabel,
tú que superaste el sufrimiento
con la alegría de elevar himnos a Dios,
danos tu espíritu de paciencia ante la adversidad
y el don de saber perdonar.
Líbranos de las pasiones dañinas,
de manera que podamos seguir sirviendo al Señor
con todo el corazón,
con toda el alma,
con todas las fuerzas.
Que así sea.
Por nuestro Señor Jesucristo.
Amén.