.

 

 

La oración del «Padre nuestro» hunde sus raíces en la realidad concreta del hombre. Por ejemplo, nos hace pedir el pan, el pan cotidiano: petición no sencilla pero esencial, que dice que la fe no es una cuestión «decorativa», separada de la vida, que interviene cuando se han cubierto todas las demás necesidades. Si acaso, la oración comienza con la vida misma.

 

 

La oración —nos enseña Jesús— no inicia en la existencia humana después de que el estómago está lleno: sobre todo anida en cualquier parte que haya un hombre, cualquier hombre, que tiene hambre, que llora, que lucha, que sufre y se pregunta «por qué». (…) Jesús, en la oración, no quiere apagar lo humano (…) No quiere que modifiquemos las preguntas y peticiones aprendiendo a soportar todo. En cambio, quiere que cada sufrimiento, cada inquietud, se lance hacia el cielo y se convierta en diálogo. (Audiencia General, 12 diciembre 2018)

 

 

• Matthew 6:7-15

Amigos, el Evangelio de hoy nos ofrece el rezo del Padre Nuestro. Allí pedimos que la voluntad de Dios se haga “así la tierra como en el Cielo”, pero la cosmología bíblica ve en estos dos reinos campos de fuerzas que se interpenetran. El Cielo, ruedo de Dios y los ángeles, entra en contacto y llama a la tierra habitada por humanos, animales, plantas y planetas.

La Salvación, por lo tanto, es cuestión de reunir al Cielo y la tierra, para que Dios reine profundamente aquí abajo como lo hace en lo alto. La gran oración de Jesús, que está constantemente en boca de todos los cristianos, tiene una inspiración distintivamente judía: “Venga a nosotros Tu reino, hágase Tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo”.

 

 

Esta, definitivamente, no es una oración que busca escapar de la tierra, sino que la tierra y el Cielo se unan. El Padre Nuestro eleva a un nivel nuevo, lo que el profeta Isaías había anticipado: “El conocimiento del Señor llenará la tierra como las aguas cubren el mar”.

Los primeros cristianos vieron la resurrección de Jesús como el comienzo de un proceso por el cual la tierra y el Cielo se reconciliaban. Se dieron cuenta que Cristo resucitado era quien traería la justicia del Cielo a este mundo.

 

 


Juan Fisher, Santo

Cardenal y Mártir, Junio 22



Juan Fisher nació el año 1469; fue hijo de un modesto mercero de Beberly, en el condado de York (Inglaterra); estudió teología en Canbridge, fue ordenado presbítero, por privilegio, cuando solo contaba veintidós años, y a los treinta y cinco ya era Vicecanciller de la Universidad.

Consumado humanista, fundó los Colleges de Cristo y de san Juan, amplió bibliotecas y fundó cátedras con la ayuda de Lady Margaret, madre de Enrique VII. Erasmo llegó a afirmar que no había en el país «hombre más culto, ni obispo más santo».



Fue nombrado obispo de Rochester en el año 1504, cargo que ejerció con una vida llena de austeridad y de entrega pastoral, visitando con frecuencia a los fieles de su grey. Se mostró como decidido apologista antiprotestante.

Mantuvo una postura firme y clara ante los proyectos de Enrique VIII sobre su anulación matrimonial, defendiendo la validez y la indisolubilidad del contraido con la reina Catalina de Aragón.

Miembro de la Cámara de los Lores, arremete contra ciertas medidas anticlericales y hace añadir una cláusula fatalmente restrictiva al nombramiento de Enrique VIII como Cabeza de la Iglesia en Inglaterra.

Su actitud le llevó a estar dos veces en la cárcel, a sufrir atentados e intentos de asesinato y a soportar bajas calumnias.

Por su negativa a prestar el juramento de Supremacía, se le encarceló en la Torre de Londres, le despojaron de su título episcopal y declararon a Rochester «sede vacante».


 

 

Tomás Moro, Santo

Memoria Litúrgica, 22 de junio


Mártir inglés, patrono de los gobernantes y los políticos

 

Martirologio Romano: Santo Tomás Moro, mártir por haberse opuesto al rey Enrique VIII en la controversia sobre su matrimonio y sobre la primacía del Romano Pontífice, fue encarcelado en la Torre de Londres, en Inglaterra; padre de familia de vida integérrima y presidente del consejo real, por mantenerse fiel a la Iglesia Católica murió el día 6 de julio, uniéndose así al martirio del obispo San Juan Fisher († 1535).

Fecha de beatificación: Culto confirmado por el Papa León XIII el 29 de diciembre de 1886


Fecha de canonización: 19 de mayo de 1935 por el Papa Pío XI

Breve Biografía


Nació en Londres, su padre era juez de Derecho común. Estudió en Canterbury Hall en Oxford y enseño Derecho en Inns of Court; en el 1501, ingresó en el colegio de abogados. Se planteó hacerse cartujo o sacerdote diocesano, pero terminó prefiriendo “ser un fiel marido antes que un sacerdote infiel”. En 1504 se casó con Jane Colt, con la que tendría cuatro hijos. Muerta su esposa en 1511, se casó por segunda vez con Alice Middleton, viuda y madre de una hija. Fue padre de familia numerosa, rico, gran señor, enamorado ferviente del arte y la cultura, experto en leyes, político y estadista, y admirador de Pico della Mirándola, de quien escribió su biografía, y de los Santos Padres y santo Tomás de Aquino. Muy amigo de Erasmo de Rótterdam, que le dedicó “El Elogio de la locura”. Fue uno de los hombres más cultos de su época. Escribió “La Utopía” (1516), que es uno de los textos paradigmáticos de la filosofía política, en dialéctica con el contemporáneo “El príncipe” de Macchiavelli.

 

 

En 1510 fue miembro del primer parlamento de Enrique VIII, y en 1515 fue agregado comercial de la embajada de Flandes. En 1517 fue nombrado miembro del Consejo Real. Tuvo que acompañar a la familia real de palacio en palacio, lo que le obligó a ausencias penosas de su hogar. En 1521 fue vicetesorero, en 1523 “speaker” de la Cámara de los Comunes, y en 1525 canciller del ducado de Lancaster y además mayordomo de ambas univesidades. Después de haber contribuido al éxito diplomático de la paz de Cambrai (1529) gozó del favor de Enrique VIII, y tras la caída del cardenal Wolsey, le sucedió en 1529, en el cargo de lord canciller. Ayudó al rey en su oposición a Lutero, y escribió el libro “Diálogo sobre las Herejías” y su “Apologia”. Se encontró con la imposibilidad de sostener el divorcio del rey con Catalina de Aragón y, cuando en 1531, Enrique VIII adoptó el título de jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, renunció a su cargo y, cuando se negó al juramento de supremacía fue encarcelado en la Torre de Londres, desposeído de su fortuna, escribió “Diálogo de la fortaleza contra la tribulación”. Fue decapitado 15 meses más tarde en la plaza londinense de Tyburn.

 

                   Retrato familiar de Tomás Moro (ca. 1527), realizado por Hans Holbein el Joven.

 

Sus últimos momentos tuvieron la ironía graciosa que conceden los mártires. Cuando fue a subir al cadalso le dijo gentilmente al verdugo: «Sir, ¿quisiera ayudarme a subir? Para bajar pensaré solo». Dirigiéndose al mismo verdugo, le dijo: «Coraje amigo mío, no tengas miedo. Sobre todo recuerda que tengo el cuello corto. Pon atención, ¡va tu honor!» y luego al poner la cabeza en el cepo, la alzó para acomodarse la barba y dijo: «esta no ha traicionado, por lo tanto no debe cortarse». Murió sin rencor. «Orad a Dios por el rey, para que lo ilumine y lo inspire». Murió nueve días después del cardenal san Juan Fisher (aunque le dijeron que éste había jurado).

 

 

¿Cuál es el poder de la oración ante la Eucaristía?

Es que Cristo está allí realmente presente en el Sagrario y como Dios que es, nos conoce y nos llama.


 

 


El sol ilumina, calienta, ejerce atracción sobre los planetas, es el centro del sistema solar. Me gusta imaginar a Cristo Eucaristía como un sol. La eucaristía es signo de la presencia viva del Resucitado.



Las custodias donde se expone el Santísimo Sacramento tienen forma de sol, la mayoría de las veces. En casa, aquí en Roma, tenemos adoración eucarística todos los días; la custodia es grande, como un sol, según se ve aquí en la foto.


Estar allí “expuestos al Sol”, frente a Él, es escuchar que te dice: “He venido a traer fuego a la tierra y qué quiero sino que arda” (Lc 12, 49).



En la órbita del Sol Eucarístico


En momentos de fuerte sufrimiento moral, de soledad, duda o confusión, la mayoría de nosotros, si no todos, sentimos una atracción especial hacia Cristo Eucaristía. Y es que Cristo está allí realmente presente en el Sagrario y como Dios que es, nos conoce y nos llama.


Para eso se quedó con nosotros, para ser compañero de camino, consuelo, alimento, luz y guía. La experiencia nos demuestra cómo después de esas visitas al Santísimo salimos de la capilla en paz. Tantas veces llegamos con el espíritu descompuesto y rebelde y después de quince minutos frente a Él recobramos la paz. No hicimos nada, simplemente estuvimos en su presencia, “expuestos al Sol”. Y Él hizo su labor. Sólo necesitaba tenernos delante, rendidos con fe en su presencia, como la hemorroísa: “Con que toque la orla de tu manto quedaré sana…” (cf Mt 9,21). No es magia, es la fuerza transformante del amor de Dios.



En muchos libros y predicaciones, al hablar de la unión con Dios y de la búsqueda de la perfección, se insiste en los medios que el hombre debe poner para lograr progreso espiritual: los actos de piedad, los ejercicios espirituales, los métodos de oración, etc. y da la impresión de que la acción de Dios se deja en segundo lugar. Pero el progreso en la oración es gracia, don de Dios. La acción principal es la que pone Dios. El “espíritu que da vida” (1 Cor 15,49) es Él, y a Él lo recibimos por los sacramentos que son la fuente de la vida espiritual.



Alimento espiritual



Al comer, el sistema digestivo transforma el alimento en nuestro mismo cuerpo. En el caso de la Eucaristía, al recibirla como alimento es Cristo quien nos transforma en sí mismo. Nos va haciendo como Él.



 

Para hablarnos de la unión con Él, Cristo nos propone la parábola de la vid y los sarmientos (cf Jn 15, 1-8) Para visualizar la imagen, ayudan los iconos que representan esta parábola. Se ve cómo la cepa, que es Cristo, alimenta los sarmientos con su savia. Esa savia, energía o vida que nos transmite la hostia consagrada lo hace en virtud de la presencia real de Cristo en ella, en cuerpo, alma y divinidad. Allí está Cristo entero escondido con todo su poder de Dios. (cf. Catecismo 1374)



Cuando comemos su cuerpo y bebemos su sangre, crece su presencia espiritual en nosotros, el amor va creciendo, nos va transformando y modelando, haciéndonos más y más semejantes a Él, manteniéndonos en vida espiritual.



La Eucaristía es vida, es “el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51) “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,54). “Mi carne verdaderamente es comida, y mi sangre verdaderamente es bebida.

Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él (Jn 6,56-57).



Cuanto más nos expongamos al calor del Sol, mejor



El maestro de oración es Cristo, aquel a quien buscamos en la oración es a Cristo. Por eso, si queremos mejorar nuestra comunicación con Dios lo mejor que podemos hacer es frecuentar a Cristo Eucaristía, visitarle y recibir la comunión. Hacer la meditación diaria en su presencia es excelente opción. Y así, poco a poco, será más grande nuestra unión con Él, toda nuestra persona se irá modelando conforme a Su imagen. Este es el poder de la oración ante Cristo Eucaristía.

 

 



“Podría decirse que la vida eucarística conduce a una transformación de toda la sensibilidad, permitiendo la aparición de los sentidos espirituales: la vista se transforma por la contemplación, el gusto se hace capaz de percibir las realidades espirituales y la dulzura de Dios, el olfato siente el aroma de la divinidad.” (cfr. Teología espiritual, Charles André Bernard)




Santo Tomás compuso un himno extraordinario dedicado a la Eucaristía cantado en Gregoriano: Pange lingua- Solesmes

 

 

El Sagrado Corazón de Jesús

Adoramos el Corazón de Cristo porque es el corazón del Verbo encarnado, del Hijo de Dios hecho Hombre


Una devoción permanente y actual


La Iglesia celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús el viernes posterior al II domingo de pentecostés. Todo el mes de junio está, de algún modo, dedicado por la piedad cristiana al Corazón de Cristo.



Hay quien podría pensar que la devoción al Sagrado Corazón es algo trasnochado, propio de otras épocas, pero ya superado en el momento actual. Sin embargo, el Papa Juan Pablo II, en la carta entregada al Prepósito General de la Compañía de Jesús, P. Kolvenbach, en la Capilla de San Claudio de la Colombière, el 5 de octubre de 1986, en Paray-le-Monial, animaba a los Jesuitas a impulsar esta devoción:



«Sé con cuánta generosidad la Compañía de Jesús ha acogido esta admirable misión y con cuánto ardor ha buscado cumplirla lo mejor posible en el curso de estos tres últimos siglos:

ahora bien, yo deseo, en esta ocasión solemne, exhortar a todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo».



Esta exhortación a promover con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro tiempo, se fundamenta, según el pensamiento del Papa, en dos motivos, principalmente:



1) Los elementos esenciales de esta devoción «pertenecen de manera permanente a la espiritualidad propia de la Iglesia a lo largo de toda la historia», pues, desde siempre, la Iglesia ha visto en el Corazón de Cristo, del cual brotó sangre y agua, el símbolo de los sacramentos que constituyen la Iglesia; y, además, los Santos Padres han visto en el Corazón del Verbo encarnado «el comienzo de toda la obra de nuestra salvación, fruto del amor del Divino Redentor del que este Corazón traspasado es un símbolo particularmente expresivo».



2) Tal como afirma el Vaticano II, el mensaje de Cristo, el Verbo encarnado, que nos amó «con corazón de hombre», lejos de empequeñecer al hombre, difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y, fuera de Él, nada puede llenar el corazón del hombre (cf Gaudium et spes, 21). Es decir, junto al Corazón de Cristo, «el corazón del hombre aprende a conocer el sentido de su vida y de su destino».



Se trata, por consiguiente, de una devoción a la vez permanente y actual.


Esta exhortación de Juan Pablo II enlaza con la enseñanza de sus predecesores. Como es sabido, existe un rico magisterio pontificio dedicado a explicar los fundamentos y a promover la devoción al Corazón de Jesús: desde las encíclica “Annum Sacrum” y «Tametsi futura», de León XIII; pasando por «Quas primas» y «Miserentissimus Redemptor», de Pío XI; hasta «Summi Pontificatus» y «Haurietis aquas», del Papa Pío XII.

Igualmente, Pablo VI dirigió en 1965 una Carta Apostólica a los Obispos del orbe católico, «Investigabiles divitias».

En ella animaba a:



«actuar de forma que el culto al Sagrado Corazón, que – lo decimos con dolor – se ha debilitado en algunos, florezca cada día más y sea considerado y reconocido por todos como una forma noble y digna de esa verdadera piedad hacia Cristo, que en nuestro tiempo, por obra del Concilio Vaticano II especialmente, se viene insistentemente pidiendo…»



Al honrar el corazón de Jesús, la Iglesia venera y adora, en palabras de Pío XII, «el símbolo y casi la expresión de la caridad divina» . Poco después del Gran Jubileo de los 2000 años del nacimiento de Jesucristo, meditar sobre la devoción al Corazón de Jesús es un medio propicio para secundar la iniciativa del Papa que nos invitaba a contemplar el acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano.



El fundamento del culto al Corazón de Jesús: la Encarnación



 

El fundamento del culto al Corazón de Jesús lo encontramos precisamente en el misterio de la Encarnación del Verbo, quien, siendo «consustancial al Padre», «por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».



Adoramos el Corazón de Cristo porque es el corazón del Verbo encarnado, del Hijo de Dios hecho hombre, de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana para realizar nuestra salvación. El Corazón de Jesús es un corazón humano que simboliza el amor divino.

La humanidad santísima de Nuestro Redentor, unida hipostáticamente a la Persona del Verbo, se convierte así para nosotros en manifestación del amor de Dios. Sólo el amor inefable de Dios explica la locura divina de la Encarnación: «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que el que crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Es el misterio de la condescendencia divina, del anonadamiento de Aquel que «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 6 ss).



El Corazón de Cristo transparenta el amor del Padre



En la vida de Jesucristo se transparenta el amor del Padre: «Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9): «Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino…» (“Dei Verbum”, 4).



Toda su existencia terrena remite al misterio de un Dios que es Amor, comunión de Amor, Trinidad de Personas unidas por el recíproco amor, que nos invita a entrar en la intimidad de su vida.



La ternura de Jesús



El Evangelio deja constancia de la ternura de Jesús. Él es «manso y humilde de corazón». Es compasivo con las necesidades de los hombres, sensible a sus sufrimientos. Su amor privilegia a los enfermos, a los pobres, a los que padecen necesidad, pues «no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos».



La parábola del hijo pródigo resume muy bien su enseñanza acerca de la misericordia de Dios. El Señor, con su actitud de acogida con respecto a los pecadores, da testimonio del Padre, que es «rico en misericordia» y está dispuesto a perdonar siempre al hijo que sabe reconocerse culpable. «Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, ha podido revelarnos el abismo de su misericordia de una manera a la vez tan sencilla y tan bella» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1439).



La parábola del hijo pródigo es, a la vez, una profunda enseñanza acerca de la condición humana. El hombre corre el riesgo de olvidarse del amor de Dios y de optar por una libertad ilusoria. Por el pecado se aleja de la casa del Padre, donde era querido y apreciado, para ir a vivir entre extraños. El mal seduce prometiendo una felicidad a corto plazo. El hombre sigue así un camino que lleva a la esclavitud y a la humillación.



Nuestra época constituye un testimonio claro de este engaño. Vivimos en una cultura que margina positivamente lo religioso, que, dejando a Dios de lado, prefiere rendir culto a los ídolos falsos del poder, del placer egoísta, del dinero fácil.



Es importante – lo recordaba el Papa – ayudar a descubrir en la propia alma la «nostalgia de Dios». En el fondo de todo hombre resuena una llamada del Amor; una llamada que no debe ser desoída. Quizá el ruido externo no permite captarla y por eso es urgente crear espacios que no ahoguen la dimensión espiritual que todo ser humano posee en tanto que creado por Dios y llamado a la comunión de vida con Él.



Nuestras iglesias, nuestras comunidades, pueden ser uno de estos espacios propicios para escuchar la brisa en la que Dios se manifiesta. Al entrar en una iglesia, el hombre de nuestro tiempo debe tener aún la posibilidad de preguntarse sobre el motivo que anima a quienes la frecuentan. La vida de los cristianos debe ser para todos un indicador que apunta hacia Dios, una señal de que por encima de todo está Él.



El misterio de la Cruz

 



»Con amor eterno nos ha amado Dios; por eso, al ser elevado sobre la tierra, nos ha atraído hacia su corazón, compadeciéndose de nosotros» (Antífona 1 de las I Vísperas del Sagrado Corazón).



La Cruz del Señor es el momento supremo de la manifestación de su inmenso amor al Padre en favor nuestro. El Señor nos «amó hasta el extremo»(Jn 13,1), ya que «nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).



Su Corazón es un corazón traspasado a causa de nuestros pecados y por nuestra salvación. Un corazón que nos ama personalmente a cada uno. Toda la humanidad está incluida en ese corazón infinitamente dilatado. Ya nadie puede sentirse solo o desamparado, pues al ser amado por Cristo es amado por Dios.



No hay fronteras ni límites que contengan el alcance de la redención: Él se ha puesto en nuestro lugar, ha cargado con todo el pecado y la culpa de la humanidad, para expiar con su muerte nuestro alejamiento de Dios. Él es el Cordero Inmaculado que con su entrega obediente repara nuestra desobediencia.



En el sufrimiento y en la muerte, «su humanidad se convierte en el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. De hecho, Él ha aceptado libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: `Nadie me quita la vida, sino que yo la doy voluntariamente´ (Jn 10, 18)» (Catecismo de la Iglesia Católica, 609) .


En la Cruz se expresa la «riqueza insondable que es Cristo». En la Cruz se comprende «lo que trasciende toda filosofía»: el amor cristiano, un amor que, muriendo, da la vida.



Una inagotable abundancia de gracia



En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide a Dios todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con nosotros, nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito «una inagotable abundancia de gracia». Del Corazón traspasado de Cristo muerto en la Cruz brotan el agua y la sangre, dando nacimiento a la Iglesia y a los sacramentos de la Iglesia.



La Iglesia, Esposa de Cristo, es hoy presencia viva en el mundo del amor compasivo de Dios. A imagen de su Señor, la Iglesia debe hacerse obediente hasta la muerte, sirviendo a los hombres para que puedan «acercarse al corazón abierto del Salvador» y «beber con gozo de la fuente de la salvación».



El motor que mueve a la Iglesia no es otro que el amor. Lo expresó bellamente Teresa de Lisieux en sus “Manuscritos autobiográficos”:



«Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, un corazón ardiente de Amor.

Comprendí que sólo el Amor impulsa a la acción a los miembros de la Iglesia y que, apagado este Amor, los Apóstoles ya no habrían anunciado el Evangelio, los Mártires ya no habrían vertido su sangre…

Comprendí que el Amor abrazaba en sí todas las vocaciones, que el Amor era todo, que se extendía a todos los tiempos y a todos los lugares… en una palabra, que el Amor es eterno» (“Manuscritos autobiográficos”, B 3v).



Los sacramentos



Los sacramentos que edifican la Iglesia son los cauces de gracia a través de los cuales nos llega la vida nueva de la redención.



El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo. Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que podamos conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia Él como meta de nuestra existencia por la esperanza.



 

Dios es el que nos otorga, por pura gracia, la posibilidad de amarle sobre todas las cosas y de amar a los hermanos por amor a Él. Si somos dóciles y no obstaculizamos la acción del Espíritu Santo, la caridad irá poco a poco informando nuestra vida, animándola con un principio nuevo que unificará nuestra acción, a fin de que nuestro corazón se vaya asimilando progresivamente al de Cristo.



De este modo será un corazón engrandecido en el que todos tendrán cabida, pues nos dolerán las almas y desearemos ardientemente que todos conozcan el amor de Dios.


La Eucaristía nos alimenta con el pan de la inmortalidad. Dentro de poco celebraremos la Solemnidad del Corpus Christi. En este «sacramento admirable» el Señor quiso dejarnos el «memorial de su Pasión». La Eucaristía es una muestra excelsa de los «beneficios del amor de Dios para con nosotros». El Señor quiso dejarnos esta prueba de su amor, quiso quedarse con nosotros, realmente presente bajo las especies del pan y del vino, para hacernos partícipes de su Pascua.



La Penitencia renueva nuestra alma para que podamos presentarnos ante Dios, cuando Él nos llame, limpios de nuestros pecados. Igualmente, el sacerdocio es un don del Corazón de Jesús.



El envío del Espíritu Santo



Acerquémonos al Corazón de Cristo. Respondamos con amor al Amor. Que nuestra vida sea un homenaje – callado y humilde – de amor y de cumplida reparación. «Quiero gastarme sólo por tu Amor», escribía Santa Teresita del Niño Jesús.



También nosotros le pedimos al Señor la gracia de corresponder – en la medida de nuestras pobres fuerzas – a su infinita compasión para con el mundo. Señor, ¡qué nos gastemos sólo por tu Amor». Qué prendamos en las almas el fuego de tu Amor.



 

La primera señal del amor del Salvador es la misión del Espíritu Santo a los discípulos, después de la Ascensión del Señor al cielo, recuerda Pío XII (“Haurietis aquas”, 23). El Espíritu Santo es el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, y es enviado por ambos para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina. Esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón del Salvador, en el cual «están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3).



Al Espíritu Santo se debe el nacimiento de la Iglesia y su admirable propagación. Este amor divino, don del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es el que dio a los apóstoles y a los mártires la fortaleza para predicar la verdad y testimoniarla con su sangre.



A este amor divino, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se difunde por obra del Espíritu Santo en las almas de los creyentes, San Pablo entonó aquel himno que ensalza el triunfo de Cristo y el de los miembros de su Cuerpo: «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo?, ¿la persecución?, ¿la espada?… Mas en todas estas cosas triunfamos soberanamente por obra de Aquel que nos amó. Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni poderíos, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna será capaz de apartarnos del amor de Dios manifestado en Jesucristo nuestro Señor» (Rm 8, 35.37-39).



El Espíritu Santo nos ayudará a conocer íntimamente al Señor y a descubrir, junto al Corazón de Cristo, el sentido verdadero de nuestra vida, a comprender el valor de la vida verdaderamente cristiana, a unir el amor filial hacia Dios con el amor al prójimo. «Así – como pedía el Papa Juan Pablo II – sobre las ruinas acumuladas del odio y la violencia, se podrá construir la tan deseada civilización del amor, el reino del Corazón de Cristo» (Carta al P. Kolvenbach).



 

Comentarios al autor en (Catecismo de la Iglesia Católica, 609) .



En la Cruz se expresa la Una inagotable abundancia de gracia



En la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide a Dios todopoderoso que, al recordar los beneficios de su amor para con nosotros, nos conceda recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito «Los sacramentos

».

 

Los sacramentos que edifican la Iglesia son los cauces de gracia a través de los cuales nos llega la vida nueva de la redención.



El agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo.

Dios infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que podamos conocerle por la fe, amarle por la caridad, tender hacia la esperanza.

 

 

Nardo del 22 de Junio



¡Oh Sagrado Corazón, Corazón Eucarístico!


 

 

Meditación: ¡Oh Señor, Oh Mi Amor!. Que aquel Jueves Santo te quisiste quedar entre nosotros perpetuado en el Pan Sagrado. Señor, te conviertes en nuestro Alimento para que algún día veamos el Cielo. Cuántos hoy del Supremo Regalo se han olvidado y lo han despreciado, cuántos hermanos están profanando Tu Cuerpo Santo. Sabes, Señor, muy pocos creen que estás en el Pan Vivo, que el Vino en Tu Sacratísima Sangre se ha convertido…¡oh Mi Cristo, cuántos corazones perdidos!.
Señor que nos obsequias en las Especies Santas la Vida de las almas, qué pocas de ellas Te besan cuando en ellas entras. Jacinta de Fátima te llamaba el Jesús Escondido, al saber que estabas en el Pan Bendito. ¡Oh Señor, que renuevas el Supremo Sacrificio y te ofreces permanentemente para nuestra salvación!. Te pido perdón por todos los que no sabemos verte presente en el Pan de Dios y no te damos permanente adoración!.



Jaculatoria:¡Enamorándome de Ti, mi Amado Jesús!
¡Oh Amadísimo, Oh Piadosísimo Sagrado Corazón de Jesús!, dame Tu Luz, enciende en mí el ardor del Amor, que sos Vos, y haz que cada Latido sea guardado en el Sagrario, para que yo pueda rescatarlo al buscarlo en el Pan Sagrado, y de este modo vivas en mí y te pueda decir siempre si. Amén.



Florecilla: Ofrezcamos una mortificación al Señor por todos los ultrajes y sacrilegios cometidos contra Su Santísimo Cuerpo y Sacratísima Sangre.

Oración: Diez Padre Nuestros, un Ave María y un Gloria.


 

 

Santos Juan Fisher y Tomás Moro, mártires de Enrique VIII

Un obispo y un laico que murieron mártires por mantenerse fieles al Papa y desobedecer al rey de Inglaterra que quería anular su matrimonio con Catalina de Aragón

 

 

Juan Fisher nació en 1569 en el condado de York. Estudió Teología en Cambridge. Era obispo de Rochester.

Se le conocía por su erudición (a los 35 años ya era vicecanciller de su Universidad) y por su estilo de vida ejemplar.

Era austero y tenía gran preocupación por sus fieles, a quienes visitaba con frecuencia.

Fundó los Colleges de Cristo y de San Juan, amplió bibliotecas y fundó cátedras con ayuda de Lady Margaret, madre de Enrique VII.

Luchó contra el protestantismo.

 

Era miembro de la Cámara de los Lores cuando Enrique VIII pretendió anular su matrimonio con Catalina de Aragón, romper con el Papa de Roma y proclamarse cabeza de la Iglesia en Inglaterra.

Entonces Fisher protestó contra algunas medidas anticlericales y logró añadir una cláusula que hizo enfurecer al rey.

Por su postura, fue arrestado y encarcelado dos veces, sufrió atentados y calumnias.

Finalmente, al negarse a prestar el juramento de Supremacía de Enrique VIII, lo llevaron a la Torre de Londres, lo despojaron del título episcopal y declararon Rochester «sede vacante».

El papa Pablo III, en cambio, trató de ayudarle desde Roma nombrándolo cardenal.

 

Juan Fisher fue decapitado el 22 de junio de 1535.

Tomás Moro, hombre de leyes y padre de familia

Tomás Moro nació en 1477. Era laico, abogado, padre de familia y lord canciller de Enrique VIII de Inglaterra.

Completó sus estudios en Oxford, se casó y tuvo un hijo y tres hijas. Se distinguía por su saber humanista, por ser un excelente padre de familia y por su buen humor.

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Era católico de fuertes convicciones y amigo personal del rey. Entre sus obras destaca Utopía.

Cuando Enrique VIII decidió anular su matrimonio con su esposa Catalina de Aragón, Tomás Moro consideró incompatible su cargo con la fe, así que presentó su dimisión al monarca.

Esperaba que así podría llevar una vida tranquila apartado de las convulsiones políticas. Sin embargo, fue detenido y encarcelado en la Torre de Londres.

El rey quería que prestara el Juramento de Supremacía, pero él se negaba porque iba contra su conciencia.

Sus amigos no lograron que cambiara de opinión en los 15 meses que pasó en prisión. Ni tampoco su esposa.

Cuando esta le pidió que pensara en conservar la vida a toda costa, éste le dijo: «¿Cuántos años crees que podría vivir en casa?». «Por lo menos veinte, porque no eres viejo», dijo ella. Moro dijo entonces: «Muy mal negocio, porque quieres que cambie por veinte años toda la eternidad«.

Tomás Moro fue decapitado pocos días después que el obispo Juan Fisher: el 6 de julio de 1535. Sus últimas palabras fueron:

«Muero siendo el buen servidor del rey, pero de Dios primero».

La fiesta de estos dos santos se celebra el 22 de junio.

Patronazgo

Santo Tomás Moro fue proclamado patrono de gobernantes y políticos por el papa san Juan Pablo II.  

Oración

Oh, Dios, que has hecho del martirio
la expresión de la fe verdadera,
concédenos, por tu bondad,
que, fortalecidos por la intercesión de los
santos Juan Fisher y Tomás Moro,
ratifiquemos con el testimonio de vida
la fe que profesamos de palabra.
Por nuestro Señor Jesucristo.
Amén.