St. Ignatius of Antioch
REFERENCIAS BÍBLICAS
Luke 12:13-21
En el Evangelio de hoy Jesús nos habla sobre un hombre rico que había tenido tanto éxito que no tenía suficiente espacio para almacenar su cosecha. Entonces derriba sus graneros y construye otros más grandes. Sin embargo, esa misma noche muere – y todo eso no sirvió para nada. “Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”.
No importa cuán bueno, cuán hermoso sea el estado de las cosas aquí abajo, está destinado a pasar y dejar de ser. Esa puesta de sol que disfruté anoche – esa exhibición hermosa – ahora se ha ido para siempre. Duró solo un tiempo. Esa persona hermosa – atractiva, joven, llena de vida, creativa, y alegre – eventualmente envejecerá, enfermará, y morirá.
Una imagen que siempre me viene a la mente cuando pienso en estas cosas son los espléndidos fuegos artificiales que se abren como una flor gigante y luego, en un abrir y cerrar de ojos, desaparece para siempre. Todo está poseído por el no ser. Todo es, finalmente, una burbuja.
Pero esto no es para deprimirnos, sino que tiene la intención de redirigir nuestra atención precisamente a las cosas que están “arriba”, a la eternidad de Dios.
Cuando el Señor bendice a una persona con las riquezas, la hace administrador de esas riquezas para el bien común y para el bien de todos, y no para su propio bien. Pero no es fácil llegar a ser un administrador honrado, porque existe siempre la tentación de la codicia, de llegar a ser importante: el mundo te enseña esto y nos lleva por este camino. Pensar en los demás, pensar que lo que tengo está al servicio de los demás, y que nada de lo que tengo podré llevar conmigo. Y si uso lo que el Señor me ha dado para el bien común, como administrador, esto me santifica, me hará santo. (Santa Marta, 19 junio 2015)
Ignacio de Antioquía, Santo
Obispo y Mártir, 17 de octubre
Martirologio Romano: Memoria de san Ignacio, obispo y mártir, discípulo del apóstol san Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, que en tiempo del emperador Trajano fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como víctima por Cristo. († c.107)
Breve Biografía
Las puertas se abren lentamente. Cuerpos como fantasmas caminan en la arena.
Entornan los ojos que acostumbrados a vivir en las sombras de las mazmorras, reciben de golpe la luz del sol. El clamor de la multitud termina por despertarlos. Avanzan sin rumbo fijo, algunos cogidos de las manos, otros solos y tristes con los ojos reflejando pavor y desconcierto. Suenan las trompetas. Ruidos de cadenas se oyen por todas partes y del centro de la tierra emergen fieras sedientas de sangre: panteras, leones africanos, hienas. ¡La fiesta ha comenzado! Es el Circo Máximo que ofrece a los romanos el espectáculo de ver morir a cientos, quizás miles de cristianos, testigos de su fe en Cristo. Son los tiempos del emperador Trajano, allá por los años 98 a 117 de nuestra era en donde ser cristiano implicaba dar la propia vida.
Charcos de sangre inundan el lugar, miembros despedazados y descuartizados por todas partes, algún quejido lastimero y doliente de alguno que ha sobrevivido. La noche ha llegado y cobija los pinos y cipreses de las colinas romanas. Y entre los lamentos y quejidos se oyen vibrar las palabras de un anciano, muerto y despedazado por un león. Son palabras que han quedado grabadas en los corazones de sus fieles, allá en la lejana Antioquia. Es Ignacio, el segundo sucesor de Pedro como obispo de Antioquia. «Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera… dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios.»
«Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie […]. Si no quieren atacarme, yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo […]. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aún cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir». Son palabras de la epístola que este apasionado y valeroso atleta de Cristo, Padre Apostólico, discípulo de los apóstoles san Juan y san Pablo, sospechando el glorioso fin que le aguardaba, dirigió a los cristianos de Roma. Y ciertamente fue condenado por el emperador Trajano a morir en el circo bajo las fauces de las fieras.
Ignacio de Antioquia sabía que la verdadera vida, era aquella que le esperaba después de la muerte, en donde podría contemplar cara a cara el rostro de Cristo, «dejad que pueda contemplar la luz». Él sabía que para llegar a contemplar esa luz era necesario ser testigo de la luz en este mundo sin importar las pruebas y los sufrimientos que fueran necesarios. Pruebas y sufrimientos que llevó dignamente pues los soldados no tuvieron piedad de él durante su largo y penoso viaje de Antioquia a Roma. Pruebas y sufrimiento que cristalizaron con el derramamiento de su sangre y al que él veía como algo necesario: «soy trigo de Cristo, deberé ser triturado por los dientes de las bestias para convertirme en pan puro y santo».
Su vida
Los datos conocidos de su vida arrancan del momento en que los apóstoles Pedro y Pablo lo designaron sucesor de Evodio (que dejó este mundo hacia el año 69 d.C.) para ocupar como obispo la sede de Antioquia.
Ésta era entonces una ciudad populosa, de gran importancia dentro del Imperio Romano, mosaico de creencias y vía de paso de gran atractivo para muchas personas. Los que se fueron afincando, en su mayoría procedentes de diversos puntos, habían dejado allí su impronta. Greco-paganos, judeocristianos helenistas, judíos ortodoxos, entre otros, junto a la nutrida comunidad cristiana conformaban el paisaje social de este núcleo gordiano «de las Iglesias de la gentilidad», con el que tuvo que lidiar san Ignacio. Y no le resultó fácil, como se percibe en sus ímprobos esfuerzos y llamamientos a la unidad.
Fue un pastor excepcional. Transmitió con fidelidad la doctrina heredada de los primeros apóstoles y defendió bravamente la fe contra herejías como el docetismo. En las siete epístolas que dirigió a las distintas Iglesias (algunas redactadas mientras viajaba para ser martirizado), no dejó de exhortar a los cristianos a dar la vida por Cristo, a ser fieles a las enseñanzas recibidas, a mantenerse firmes frente a los que pretendían socavarlas, así como a vivir la caridad y unidad entre todos. Cuando supieron que había sido hecho prisionero y viajaba para ser ajusticiado, como tantos mártires, iban saliéndole al encuentro (entre otros, san Policarpo); él los bendecía con paternal ternura, orando por ellos y por la Iglesia.
Eusebio de Cesarea, al historiar ese momento, haciéndose eco del discurrir de Ignacio, puso de manifiesto el ardor apostólico del santo que no perdía ocasión para dar a conocer a Cristo. En las ciudades que atravesó se ocupó de fortalecer a los fieles recordándoles el mensaje evangélico, animándoles a vivir la santidad. Tras de sí dejaba la huella de la unidad entre las Iglesias, después de haber alertado contra las herejías que irrumpían con fuerza buscando la confusión y la ruptura con el magisterio eclesial que de ellas se deriva.
Particularmente relevante fue su paso por Esmirna, sede de san Policarpo, que había bebido las fuentes primigenias del cristianismo de manos de san Juan. El edificante y rico legado de san Ignacio que amasó en ese lugar, además de las bendiciones que su presencia proporcionó a los cristianos de la ciudad, ha llegado a nuestros días. Se compone de una serie de cartas dirigidas a sus hermanos de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma, a través de las cuales dejaba oír la poderosa voz de la fe que inundaba sus entrañas. A la comunidad romana le había dicho: «Trigo soy de Dios, molido por los dientes de las fieras, y convertido en pan puro de Cristo». No finalizó con estas misivas su encendida catequesis. En Tróada, su siguiente escala, escribió a la comunidad de Filadelfia, a la de Esmirna, y a Policarpo. En estos textos vivos, pujantes de gozo –porque sabía que iba camino de su martirio y ansiaba derramar su sangre por Cristo, ya que de este modo se abrazaría a Él por toda la eternidad–, se percibe cuánto le urgía dejar bien sentadas las bases de la comunión apostólica, recordando las claves del seguimiento, coronadas siempre por la caridad.
La lucha, el esfuerzo, la entrega incesante, la fraternidad, el espíritu de familia, el ir todos a una, y ponerse a merced unos de otros, siempre mirando a quien presidía la comunidad, sin celos, rivalidades y envidias, alumbraron a los fieles a quienes las dirigió y a las sucesivas generaciones. El potente eco de su voz se abre paso en nuestras vidas y nos insta a seguir el camino hasta el fin, recordándonos el valor de la gracia que recibimos cuando nos afiliamos a la Iglesia: «¡Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas!».
El 20 de diciembre del año 107, aunque este extremo no está confirmado, compareció ante el prefecto. Fue un trámite fugaz, inútil, ya que todo estaba decidido de antemano, y sin dilación fue conducido al anfiteatro Flavio. Allí unos leones dieron fin a su vida. Las Actas de los mártires reflejan este cruento sacrificio del gran prelado de Antioquia, cuyo sobrenombre de «Theophoros» (portador de Dios) sintetiza el acontecer de ese testigo de Cristo que derramó su sangre por Él. Había sido el primero en denominar «católica» a la Iglesia, en utilizar la palabra «Eucaristía» refiriéndose al Santísimo Sacramento, y en escribir sobre el parto virginal de María. Ha dejado obras excepcionales mostrando que la doctrina eclesial procede de Cristo por medio de los apóstoles. Sus restos fueron llevados a Antioquia.
El martirio de hoy
Un martirio nada lejano a nosotros en los que hoy en día se nos pide a los católicos ser mártires incruentos, es decir mártires que no derraman su sangre física, sino la sangre de la fidelidad a los mandamientos de la Iglesia. Es el martirio de la vida diaria, de los que como Ignacio proclaman con su ejemplo cotidiano que «no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien». De aquellos que aman tanto a Cristo y a la Iglesia «que respetan sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves y prefieren la propia muerte antes de traicionar esos mandamientos». (Cfr. Veritatis Splendor n. 90-91)
Son los mártires que en silencio saben ser católicos hasta las últimas consecuencias: la esposa que ante el «horror» de comunicar al marido que ha quedado embarazada nuevamente en circunstancias económicas desfavorables, saber ser valiente y consecuente con su realidad de católica y nunca piensa en el aborto como la medida «más fácil y segura» para no tener problemas con el marido. Jóvenes que llevan una vida impecable de castidad y pureza, guardando sus cuerpos limpios hasta el matrimonio, «sufriendo» el martirio de la presión avasallante de los medios de comunicación y los amigos que invitan al sexo como a una diversión y pasatiempo «seguros, sin consecuencias graves». Hombres de empresa y obreros que ante la posibilidad de hacer un negocio «no tan limpio» o «hacerle una pequeña trampa al patrón» prefieren seguir con orgullo y con la frente en alto aquel mandamiento que para muchos es viejo y anticuado: «no matarás». Y así tenemos un ejemplo, una fila interminable de mártires del siglo XXI que se presentan todos los días como san Ignacio de Antioquía, ante las nuevas fieras del Circo Máximo y que escuchan también todos los días, las palabras que escuchó san Ignacio con el último rugido del león: «Venid a mí, bendito de mi Padre… hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Mi verdadero tesoro
Santo Evangelio según san Lucas 12, 13-21. Lunes XXIX del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Jesús, gracias por este momento que me regalas para estar contigo. Tú me has traído con tu mano amorosa. Aquí me tienes, tal cual soy. Delante de ti puedo ser quien soy sin ningún tapujo. Me conoces y me amas así como soy. Aumenta mi fe en ti. Quiero creer de verdad en el amor que me tienes; deseo experimentar todo el cariño de quien me amó – y ama – tanto, que se entregó por mí en una cruz y se me da todos los días en la Eucaristía. Ayúdame a confiar en ti. Quiero dejar de tener miedo al futuro, al dolor y permitirte que hagas en mi vida según tu voluntad. Enséñame a amar como Tú. Mi corazón anhela amar y ser amado. No dejes que las dificultades y las heridas de mi corazón frenen esos deseos de dar mi vida por amor. Dame tu Corazón y enciende en mí el fuego de tu amor. Amén.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?”.
Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.
Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: ‘¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha? Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’. Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”. Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Hoy, Jesús, me dices que mi vida no depende de las riquezas y que la codicia no es la solución a mis problemas. En el fondo, Jesús, el problema con el dinero es que me hace poner mi confianza en las cosas que no pueden llenarme. Hoy me hablas del dinero, pero lo mismo me dices sobre el placer desmedido, sobre la soberbia, sobre la confianza desmedida en mí mismo… todas estas cosas me prometen colmar mi vida a precio de que te abandone a ti. Muchas son las voces que me invitan a ya no trabajar por tu Reino.
Me dicen que es una tontería, que nada puede cambiar, que no desperdicie mi vida con algo tan iluso, que es muy difícil, que no vale la pena… ¡ayúdame a confiar en ti, amado Jesús ! Creo que, aunque parezca que no vale la pena trabajar por ti y por tu Reino en esta vida, en la otra, la recompensa será la mayor que nunca podría siquiera imaginar: Tú mismo.
No permitas, Jesús, que me deje seducir por el resplandor de las monedas cuando Tú eres el mayor tesoro.
«El dinero es importante, sobre todo cuando no hay y de eso depende la comida, la escuela, el futuro de los hijos. Pero se convierte en ídolo cuando se convierte en el fin.
La avaricia, que no es por casualidad un pecado capital, es pecado de idolatría porque la acumulación de dinero en sí se convierte en el fin del propio actuar».
(Homilía de S.S. Francisco, 4 de febrero de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy buscaré poner mi verdadero tesoro en Dios, dedicando un momento extra a la oración.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
¡Cristo, Rey nuestro! ¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Las promesas, bendiciones y beneficios del Rosario
Las promesas del Rosario
1. Aquellos que recen con enorme fe el Rosario recibirán gracias especiales.
2. Prometo mi protección y las gracias más grandes a aquellos que recen el Rosario.
3. El Rosario es una arma poderosa para no ir al infierno, destruirá los vicios, disminuirá los pecados, y defendernos de las herejías.
4. Se otorgará la virtud y las buenas obras abundarán, se otorgará la piedad de Dios para las almas, rescatará a los corazones de la gente de su amor terrenal y vanidades, y los elevará en su dedeo por las cosas eternas. Las mismas almas se santificarán por este medio.
5. El alma que se encomiende a mi en el Rosario no perecerá.
6. Quien rece el Rosario devotamente, y lleve los misterios como testimonio de vida no conocerá la desdicha. Dios no lo castigará en su justicia, no tendrá una muerte violenta, y si es justo, permanecerá en la gracia de Dios, y tendrá la recompensa de la vida eterna.
7. Aquel que sea verdadero devoto del Rosario no perecerá sin los Sagrados Sacramentos.
8. Aquellos que recen con mucha fe el Santo Rosario en vida y en la hora de su muerte encontrarán la luz de Dios y la plenitud de su gracia, en la hora de la muerte participarán en el paraíso por los méritos de los Santos.
9. Libraré del purgatorio a quienes recen el Rosario devotamente.
10. Los niños devotos al Rosario merecerán un alto grado de Gloria en el cielo.
11. Obtendrán todo lo que me pidan mediante el Rosario.
12. Aquellos que propaguen mi Rosario serán asistidos por mí en sus necesidades.
13. Mi hijo me ha concedido que todo aquel que se encomiende a mi al rezar el Rosario tendrá como intercesores a toda la corte celestial en vida y a la hora de la muerte.
14. Son mis niños aquellos que recitan el Rosario, y hermanos y hermanas de mi único hijo, Jesucristo.
15. La devoción a mi Rosario es una gran señal de profecía.
Bendiciones del Rosario
1. Los pecadores son perdonados.
2. Las almas sedientas son refrescadas.
3. Aquellos que son soberbios encuentran la sencillez.
4. Aquellos que sufren encontrarán consuelo.
5. Aquellos que estan intranquilos encontrarán paz.
6. Los pobres encontrarán paz.
7. Los religiosos son reformados.
8. Los vivos aprenderán a sobrepasar el orgullo.
9. Los muertos (las almas santas) aliviarán sus dolores por privilegios.
Los beneficios del Rosario
1. Nos otorga gradualmente un conocimiento completo de Jesucristo.
2. Purifica nuestras almas, lavando nuestras culpas.
3. Nos da la victoria sobre nuestros enemigos.
4. Nos facilita practicar la virtud.
5. Nos enciende el amor a Nuestro Señor.
6. Nos enriquece con gracias y méritos.
7. Nos provee con lo necesario para pagar nuestras deudas a Dios y a nuestros familiares cercanos, y finalmente, se obtiene toda clase de gracia de nuestro Dios todopoderoso.
Ignacio de Antioquía: Conoció a los apóstoles y les siguió
Uno de los cristianos más destacados de la Iglesia primitiva famoso por sus cartas, ¿le respondería una la Virgen María?
San Ignacio nació en Siria alrededor del año 35 dC, y se cree que fue discípulo del apóstol san Juan Apóstol.
Ignacio fue ordenado obispo de Antioquía y se convirtió en un miembro destacado de la Iglesia cristiana primitiva.
De hecho está considerado Padre de la Iglesia. Concretamente se cuenta entre los Padres apostólicos, los que muestran cómo empieza el camino de la Iglesia en la historia.
Conocido como «Theophorus» (portador de Dios), dejó varios escritos, que aportaron mucha luz a la Iglesia católica entre el siglo I y el II.
Fue condenado a muerte a causa de su fe, y llevado a morir a Roma donde fue devorado por las fieras a principios del siglo II, siendo emperador Trajano.
PD
«¡Bello es que el sol de mi vida se vuelva hacia Dios a fin de que en él yo amanezca!», escribió.
¿Se carteó con la Virgen María?
No existe una fecha definitiva de la Asunción de la Santísima Madre al Cielo, pero los expertos dicen que podría haber sido como muy pronto en el año 44, y como muy tarde, en el año 55.
En cualquier caso, Ignacio probablemente estaba vivo cuando la Virgen María dejó esta tierra, y no es imposible que le escribiera una carta.
Si él era un discípulo de san Juan (el discípulo que llevó a la Santísima Madre a su casa), ciertamente tenía un medio para transmitir su mensaje. Incluso pudo haber conocido a la Virgen María durante su vida.
Cualquiera sea el caso, el documento medieval llamado Legenda Aurea relata el siguiente intercambio entre los dos. En primer lugar, san Ignacio escribe a la Santísima Madre.
A María, la portadora de Cristo, su Ignacio. Debes fortalecerme y consolarme, como neófito y discípulo de tu Juan, de quien he aprendido muchas cosas acerca de tu Jesús, cosas maravillosas que contar, y estoy estupefacto al escucharlas.
El deseo de mi corazón es estar seguro de estas cosas que he escuchado de ustedes, que siempre estuvieron tan íntimamente cerca de Jesús y compartieron sus secretos.
Adiós y deja que los neófitos que están conmigo se fortalezcan en la fe, por ti, a través de ti y en ti.
La Santísima Madre tuvo la amabilidad de ofrecer una respuesta.
Para mi querido compañero discípulo Ignacio, esta humilde sierva de Cristo Jesús. Las cosas que has escuchado y aprendido de Juan son ciertas. Créelas, consérvalas, sé firme en el cumplimiento de su compromiso cristiano y da forma a tu vida y conducta. Iré a verte con Juan, a ti y a los que están contigo. Mantente firme y actúa valientemente en la fe. No dejes que las dificultades de la persecución te hagan vacilar, y que tu espíritu sea fuerte y alegre en Dios tu salvación. Amén.No está claro dónde se originaron estas «cartas», solo que la historia se transmitió a través de los años.
Independientemente de su autenticidad, las letras son una meditación fascinante. Podemos imaginarnos en el siglo primero y preguntarnos si hubiéramos escrito una carta a María, la Madre de Dios.
Era conocida en la Iglesia primitiva y habría sido una consejera solicitada, ansiosa por ayudar a otros a amar a su Hijo.