• John 5:31-47
• Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús establece la autoridad de sus palabras y acciones.
Recordarán que cuando al comienzo el Señor habló en la sinagoga de Cafarnaúm lo que primero llamó la atención a la multitud no fue lo que dijo sino la manera en que lo dijo. ¿Qué notaron? “La gente estaba asombrada de Su enseñanza, porque Él les enseñó como alguien con autoridad y no como los escribas”.
Esto es algo que se podría haber escapado, sin embargo, el punto relevante aquí es que los rabinos y los escribas enseñaban a través de invocaciones a aquellas autoridades más allá de sí mismos, en última instancia a la autoridad de Moisés. Pero Jesús no hablaba de esta manera; más bien, hablaba con exousia (autoridad).
Lo que esto expresa, es que la Palabra, quien había hablado a Moisés, y a través de Moisés a todos los demás maestros de Israel, ahora estaba hablando en Su propia autoridad.
No creas a los que dicen que la divinidad de Jesús se afirma sólo en el prólogo del Evangelio de Juan. Aquella fue, para la audiencia judía de la época, una afirmación tan clara sobre la divinidad de Jesús como la que leemos en el Evangelio de Juan cuando nos dice que “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”.
«Todos nosotros, si hoy nos paramos un poco y miramos nuestro corazón, veremos cuántas veces — ¡cuántas veces! — hemos cerrado los oídos y cuántas veces nos hemos convertido en sordos».
«Cuando un pueblo, una comunidad, pero decimos también una comunidad cristiana, una parroquia, una diócesis —explicó el Pontífice— cierra los oídos y se hace sorda a la Palabra del Señor, busca otras voces, otros señores y termina con ídolos, los ídolos que el mundo, la mundanidad, la sociedad les ofrece». Se aleja, de hecho, «del Dios vivo». Es un proceso negativo que conduce del «no escuchar la Palabra de Dios» al alejarse, por tanto, al «corazón endurecido, cerrado en sí mismo», hasta perder «el sentido de la fidelidad». (…) es entonces que «nos convertimos en católicos “infieles”, católicos “paganos” o, más feo todavía, católicos “ateos”, porque no tenemos una referencia de amor al Dios viviente». Ese «no escuchar y dar la espalda» que «nos hace endurecer el corazón», lleva por tanto al hombre «en el camino de la infidelidad». (…) «cada uno de nosotros hoy puede preguntarse: “¿Me detengo para escuchar la Palabra de Dios, tomo la Biblia en las manos, y me está hablando?»; y también: «¿mi corazón se ha endurecido? ¿Me he alejado del Señor? ¿He perdido la fidelidad al Señor y vivo con los ídolos que me ofrece la mundanidad de cada día? ¿He perdido la alegría del estupor del primer encuentro con Jesús?». «Hoy es una jornada para escuchar. “Escuchad, hoy, la voz del Señor”, hemos rezado. “No endurezcáis vuestro corazón”». Y la sugerencia para la oración personal: «Pidamos esta gracia: la gracia de escuchar para que nuestro corazón no se endurezca». (Homilía Santa Marta, 23 de marzo de 2017).
Matilde, Santa
Reina, 14 de marzo
Martirologio Romano: En Quedlinburg, Sajonia, Alemania, santa Matilde, esposa fidelísima del rey Enrique I, la cual, conspicua por la humildad y la paciencia, se dedicó a aliviar a los pobres y a fundar hospitales y monasterios. († 968)
Breve Biografía
Matilde era descendiente del célebre Widukind, capitán de los sajones en su larga lucha contra Carlomagno, como hija de Dietrich, conde de Westfalia y de Reinhild, vástago de la real casa de Dinamarca. Cuando la niña nació en el año 895, fue confiada al cuidado de su abuela paterna, la abadesa del convento de Erfut. Allí, sin apartarse mucho de su hogar, Matilde se educó y creció hasta convertirse en una jovencita que sobrepasaba a sus compañeras en belleza, piedad y ciencia, según se dice. A su debido tiempo se casó con Enrique, hijo del duque Otto de Sajonia, a quien llamaban «el cazador». El matrimonio fue excepcionalmente feliz y Matilde ejerció sobre su esposo una moderada, pero edificante influencia. Precisamente después del nacimiento de su primogénito, Otto, a los tres años de casados, Enrique sucedió a su padre en el ducado. Más o menos a principios del año 919, el rey Conrado murió sin dejar descendencia y el duque fue elevado al trono de Alemania. No cabe duda de que su experiencia de soldado valiente y hábil le resultó muy útil, puesto que su vida fue una lucha constante en la que triunfó muchas veces de manera notable.
El mismo Enrique y sus súbditos atribuyeron sus éxitos, tanto a las oraciones de la reina, como a sus propios esfuerzos. Esta seguía viviendo en la humildad que la había distinguido de niña. A sus cortesanos y a sus servidores, más les parecía una madre amorosa que su reina y señora; ninguno de los que acudieron a ella en demanda de ayuda quedó defraudado. Su esposo rara vez le pedía cuentas de sus limosnas o se mostraba irritado por sus prácticas piadosas, con la absoluta certeza de su bondad y confiando en ella plenamente. Después de veintitrés años de matrimonio, el rey Enrique murió de apoplejía, en 936. Cuando le avisaron que su esposo había muerto, la reina estaba en la iglesia y ahí se quedó, volcando su alma al pie del altar en una ferviente oración por él. En seguida pidió a un sacerdote que ofreciera el santo sacrificio de la misa por el eterno descanso del rey y, quitándose las joyas que llevaba, las dejó sobre el altar como prenda de que renunciaba, desde ese momento, a las pompas del mundo.
Habían tenido cinco hijos: Otto, más tarde emperador; Enrique el Pendenciero; San Bruno, posteriormente arzobispo de Colonia; Gerberga que se casó con Luis IV, rey de Francia y Hedwig, la madre de Hugo Capeto. A pesar de que el rey había manifestado su deseo de que su hijo mayor, Otto, le sucediera en el trono, Matilde favoreció a su hijo Enrique y persuadió a algunos nobles para que votaran por él; no obstante, Otto, resultó electo y coronado. Enrique no aceptó de buena gana renunciar a sus pretensiones y promovió una rebelión contra su hermano, pero fue derrotado y solicitó la paz. Otto lo perdonó y, por la intercesión de Matilde, le nombró duque de Baviera. La reina llevó desde entonces una vida de completo auto-sacrificio; sus joyas habían sido vendidas para ayudar a los pobres y era tan pródiga en sus dádivas, que dio motivo a críticas y censuras. Su hijo Otto la acusó de haber ocultado un tesoro y de mal gastar los ingresos de su corona; le exigió que rindiera cuentas de todo cuanto había gastado y envió espías a vigilar sus movimientos y registrar sus donativos.
Su sufrimiento más amargo fue descubrir que Enrique instigaba y ayudaba a su hermano en contra de ella. Lo sobrellevó todo con paciencia inquebrantable, haciendo notar, con un toque de patético humor, que por lo menos la consolaba ver que sus hijos estaban unidos, aunque sólo fuera para perseguirla. «Gustosamente soportaré todo lo que puedan hacerme, siempre que lo hagan sin pecar, si es que con ello se conservan unidos», solía decir, según se afirma.
Para darles gusto, Matilde renunció a su herencia en favor de sus hijos y se retiró a la residencia campestre donde había nacido. Pero poco tiempo después de su partida, el duque Enrique cayó enfermo y comenzaron a llover los desastres sobre el Estado. El sentimiento general era que tales desgracias se debían al trato que los príncipes habían dado a su madre; Edith, la esposa de Otto, lo convenció para que fuera a solicitar su perdón y le devolviera todo lo que le habían quitado. Sin que se lo pidieran, Matilde los perdonó y volvió a la corte, donde reanudó sus obras de misericordia. Pero no obstante que Enrique había cesado de importunarla, su conducta continuó causándole gran aflicción.
El nuevamente se volvió contra Otto y, posteriormente castigó una insurrección de sus propios súbditos en Baviera con increíble crueldad; ni aun los obispos escaparon a su cólera.
En 955, cuando Matilde lo vio por última vez, le profetizó su próxima muerte y lo instó a arrepentirse, antes de que fuera demasiado tarde. En efecto, al poco tiempo, murió Enrique y la noticia causó un dolor muy profundo en la reina.
Emprendió la construcción de un convento en Nordhausen; hizo otras fundaciones en Quedlinburg, en Engern y también en Poehlen, donde estableció un monasterio para hombres. Es evidente que Otto jamás volvió a resentirse porque su madre gastara los ingresos en obras religiosas, pues cuando él fue a Roma para ser coronado emperador, dejó el reino a cargo de Matilde.
La última vez que Matilde tomó parte en una reunión familiar fue en Colonia, en la Pascua de 965, cuando estuvieron con ella el emperador Otto «el Magno», sus otros hijos y nietos. Después de esta reaparición, prácticamente se retiró del mundo, pasando su tiempo en una y otra de sus fundaciones, especialmente en Nodhausen. Cuando se disponía a tratar ciertos asuntos urgentes que la reclamaban en Quedlinburg, se agravó una fiebre que había venido sufriendo por algún tiempo y comprendió que pronto iba a llegar su último momento.
Envió a buscar a Richburg, la doncella que la había ayudado en sus caridades y que era abadesa en Nordhausen. Según la tradición, la reina procedió a hacer una escritura de donación para todo lo que hubiera en su habitación, hasta que no quedó nada más que el lienzo de su sudario. «Den eso al obispo Guillermo de Mainz (que era su nieto). El lo necesitará primero que yo». En efecto, el obispo murió repentinamente, doce días antes de que ocurriera el deceso de su abuela, acaecido el 14 de marzo de 968. El cuerpo de Matilde fue sepultado junto con el de su esposo, en Quedlinburg, donde se la venera como santa desde el momento de su muerte.
Reproches y testigos
Santo Evangelio según San Juan 5, 31-47.
Jueves IV de Cuaresma
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Que tu mano sostenga al que está a tu derecha; devuélvenos la vida e invocaremos tu Nombre.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Juan 5, 31-47
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: «Si yo diera testimonio de mí, mi testimonio no tendría valor; otro es el que da testimonio de mí y yo bien sé que ese testimonio que da de mí, es válido. Ustedes enviaron mensajeros a Juan el Bautista y él dio testimonio de la verdad. No es que yo quiera apoyarme en el testimonio de un hombre. Si digo esto, es para que ustedes se salven. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y ustedes quisieron alegrarse un instante con su luz. Pero yo tengo un testimonio mejor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar y que son las que yo hago, dan testimonio de mí y me acreditan como enviado del Padre. El Padre, que me envió, ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro, y su palabra no habita en ustedes, porque no le creen al que él ha enviado. Ustedes estudian las escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues bien, ellas son las que dan testimonio de mí. ¡Y ustedes no quieren venir a mí para tener vida! Yo no busco la gloria que viene de los hombres; es que los conozco y sé que el amor de Dios no está en ellos. Yo he venido en nombre de mi Padre y ustedes no me han recibido. Si otro viniera en nombre propio, a ése sí lo recibirían. ¿Cómo va a ser posible que crean ustedes, que aspiran a recibir gloria los unos de los otros y no buscan la gloria que sólo viene de Dios? No piensen que yo los voy a acusar ante el Padre; ya hay alguien que los acusa: Moisés, en quien ustedes tienen su esperanza. Si creyeran en Moisés, me creerían a mí, porque él escribió acerca de mí. Pero, si no dan fe a sus escritos, ¿cómo darán fe a mis palabras?».
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Las palabras en el Evangelio de hoy son duras de asimilar. Cristo asume una actitud severa, casi de enfado y reproche ante aquellos que no lograban abrirse a creer en Él. No deja de insistir en su anuncio de conversión. ¡Él de verdad quiere que todos los hombres y mujeres se salven!
Si somos honestos, vemos también en nosotros mismos que hay aspectos que todavía no agradan a Jesús del todo. Tal vez son cosas pequeñas, detalles; pero para el corazón que ama ningún detalle es demasiado pequeño. Tal vez son hábitos ya consolidados; pero para el corazón que ama nunca es tarde, nunca nada es demasiado duro. Y quién sabe si ésta será la Cuaresma en que hemos podido crecer un poco más en el amor…
El Señor reprocha sin reservas. No lo hace por una especie de amor propio herido; lo hace porque viene a hablarnos del amor del Padre; lo hace porque viene a darnos lo que en el fondo del alma tanto ansiamos… ¡Ojalá escuchemos hoy su voz! ¡Ojalá su reproche no sea en vano!
Éstos son los testigos del reproche: un Padre que ama infinitamente, y un alma –¡nuestra propia alma! – que tiene sed de vida eterna. El reproche es duro, y pensar en ello nos incomoda, sin duda. Pero sabemos que en la corrección hay esperanza de cambio, y que Cristo es el primer interesado en nosotros. ¡Acudamos a Él para tener Vida!
«El testimonio: éste es la gran misionariedad heroica de la Iglesia. ¡Anunciar a Jesucristo con la propia vida! Me dirijo a los jóvenes: piensa qué quieres hacer con tu vida. Es el momento de pensar y pedir al Señor que te haga sentir su voluntad. Pero sin excluir, por favor, esta posibilidad de llegar a ser misionero, para llevar el amor, la humanidad y la fe a otros países. No para hacer proselitismo, no. Eso lo hacen quienes persiguen otra cosa. La fe se predica antes con el testimonio y después con la palabra. Lentamente». (Audiencia de S.S. Francisco, 2 de diciembre de 2015).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy trabajaré por corregir un defecto en mi manera de tratar a los demás (palabras, actitudes…).
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Matilde: La reina que se convirtió en santa
Utilizó siempre sus riquezas para apoyar a los mas pobres y fundar iglesias y conventos
Matilde de Ringelheim era hija del duque de Westfalia y Reinhild (actual Alemania). De pequeña la llevaron a vivir con su abuela, quien era abadesa del monasterio de Erfurt tras haber enviudado.
Allí, las monjas se encargaron de su educación y Matilde adquirió grandes virtudes cristianas.
Cuenta la leyenda que, tras un día de cacería, el duque de Sajonia, Enrique I, entró a la abadía a rezar y quedó maravillado con la belleza de Matilde.
Pidió su mano en matrimonio y, tras la boda, se enamoró aún más de ella por las cualidades de su alma. Era una mujer de gran bondad, piedad y humildad.
La corona de Matilde
En el año 918, escogieron a su esposo para suceder al rey de Francia Orientalis, Conrado I.
Fue así como Enrique I se convirtió en el primer rey alemán de la dinastía sajona y Matilde en su reina.
Sin embargo, ella no se dejó deslumbrar por las riquezas de la corona ni dejó sus modos humildes y piadosos de vivir; al contrario, vio en su posición una oportunidad para ayudar a más gente y ser más generosa.
Como una madre para los necesitados
Mientras su marido peleaba por defender su patria de los ejércitos extranjeros, Matilde se dedicó a visitar y brindar consuelo a los enfermos y heridos.
Les habló de Dios a los pueblos paganos de los alrededores, repartió limosna a los pobres (y el rey jamás le pidió rendirle cuenta de sus gastos porque confiaba plenamente en ella y más bien se maravillaba con su obra), visitaba a los prisioneros (pagaba las deudas de los que estaban presos por eso para dejarles en libertad) y se aseguraba de que cualquier persona que fuera al palacio real en búsqueda de ayuda fuera atendida.
Más que una monarca, era como una madre protectora. Incluso Enrique I pensaba que muchas de sus victorias eran gracias a los rezos y consejos de su amada Matilde.
Tras 23 años de feliz matrimonio, el rey murió, y Matilde ofreció a Dios desprenderse de todas sus joyas por el alma de su esposo. A lo largo de su vida sólo las utilizó para fundar conventos y repartir ayuda a los pobres.
Problemas en la familia
Pero no todo fue color de rosa. Matilde tuvo cinco hijos con su esposo (Otón, emperador de Alemania; Enrique, duque de Baviera; San Bruno, arzobispo de Baviera; Gernerga, esposa de un gobernante; y Eduvigis, madre de rey francés Hugo Capeto).
Y cuando Otón asumió el trono y fue proclamado emperador por ser el mayor, expulsó a Matilde del palacio.
Porque creía que ella prefería a Enrique, que se había rebelado porque decía que era él quien mercería ser el rey, al ser el primer hijo varón que había nacido cuando su padre ya era monarca.
Matilde se fue a vivir a un convento, donde no paró de rezar por la reconciliación de sus dos hijos.
Los hermanos finalmente resolvieron sus diferencias (es allí cuando a Enrique lo nombran duque de Baviera).
Pero entonces humillaron a su madre, porque no creían que ella había repartido sus riquezas a los pobres como decía, sino que pensaban que se las había quedado para su disfrute personal.
«Es verdad que se unieron contra mí, pero por lo menos se unieron«, bromeaba Matilde incluso en esos momentos difíciles.
Pero tanto a Otón como a Enrique les empezó a ir muy mal. Y en el reino lo atribuyeron a la forma en que habían tratado a la reina madre, y a su avaricia.
Reina venerada
Ambos le pidieron perdón a Matilde y ella regresó feliz al palacio. Otón le permitió volver a repartir limosna como lo hacía cuando ella era reina, porque se dio cuenta de que Dios lo retribuía siempre con más bendiciones.
Él comenzó a gobernar como lo habían hecho sus padres: haciendo justicia, amparando a la Iglesia, protegiendo a los sabios y ayudando a los más necesitados.
Y Matilde fundó muchísimas iglesias y conventos. Por eso muchas veces se la representa con una edificación en una de sus manos.
Finalmente, decidió retirarse sus últimos años al convento de San Servacio y San Dionisio en Quedlinburg (hoy en día de la iglesia luterana tras la Reforma).
Ese lugar lo había fundado Otón a petición de Matilde, para consagrarlo a la memoria de su esposo.
Falleció el 14 de marzo del año 968 y fue sepultada allí junto a él.
Matilde fue venerada como santa poco tiempo después de su muerte.
Muchos la consideran la más completa, la más cristiana y la más virtuosa reina de su siglo.
Por su historia de vida, muchos le piden su intercesión cuando tienen algún problema en su matrimonio o disputas familiares, cuando son acusados injustamente y por los pobres.