Luke 6:6-11
Amigos, en el Evangelio de hoy, los fariseos conspiran contra Jesús por haber curado a un hombre en el sabbat.
Los cristianos sabemos algo sobre Dios a través de fuentes filosóficas, mitológicas, históricas y poéticas, pero la comprensión más profunda sobre de Dios proviene de Jesús de Nazaret, el Logos, la Palabra hablada del Padre. Jesús era amigo de los marginados, sanador de los discapacitados y enfermos, defensor de los olvidados, perdonador de pecados. Su misión era llevar el fuego de la divina misericordia a todos los que estaban separados de Él.
Al hacerlo, incitó ira y oposición por parte de los poderosos, todos aquellos cuyo estatus dependía de una ideología de violencia, diferenciación y exclusión. Cuando Jesús nació, Herodes tembló; y cuando llegó a la escena pública, los fariseos y protectores del establecimiento tramaron y planearon acabar con Él.
Al final es asesinado por medio de una conspiración de las autoridades seculares y religiosas, y, en el momento de mayor peligro, fue traicionado, negado y abandonado incluso por sus amigos más queridos. Jesús no murió simplemente; fue ejecutado, eliminado. Y murió precisamente por la forma en que vivió.
En los Evangelios, muchas páginas relatan los encuentros de Jesús con los enfermos y su compromiso por curarlos. Él se presenta públicamente como alguien que lucha contra la enfermedad y que vino para sanar al hombre de todo mal: el mal del espíritu y el mal del cuerpo. (…) Jesús nunca se negó a curarlos. Nunca siguió de largo, nunca giró la cara hacia otro lado. Y cuando un padre o una madre, o incluso sencillamente personas amigas le llevaban un enfermo para que lo tocase y lo curase, no se entretenía con otras cosas; la curación estaba antes que la ley, incluso una tan sagrada como el descanso del sábado (cf. Mc 3, 1-6). Los doctores de la ley regañaban a Jesús porque curaba el día sábado, hacía el bien en sábado. Pero el amor de Jesús era dar la salud, hacer el bien: y esto va siempre en primer lugar.
(Audiencia general, 10 junio 2015)
Juan Gabriel Perboyre, Santo
Presbítero y Mártir, 11 de septiembre
Por: Redacción | Fuente: Clairval.com
Martirologio Romano: En la ciudad de Wuchang, de la provincia Hubei, en China, san Juan Gabriel Perboyre, presbítero de la Congregación de la Misión y mártir, que, dedicado a la predicación del Evangelio según costumbre del lugar, durante una persecución sufrió prolongada cárcel, siendo atormentado y, al fin, colgado en una cruz y estrangulado (1840).
Fecha de canonización: Beatificado el 10 de noviembre 1889 por el Papa León XIII, y canonizado por S.S. Juan Pablo II el 2 de junio de 1996.
Breve Biografía
La misión divina de la Iglesia se hace extensiva a toda la tierra y en todos los tiempos, según la frase de Jesús: Id, pues, y enseñad a todas las naciones. «Nuestra religión debe enseñarse en todas las naciones y propagarse incluso entre los chinos, a fin de que conozcan al verdadero Dios y posean la felicidad en el cielo», afirmaba con valentía San Juan Gabriel Perboyre, misionero en la China, ante un mandarín encargado de interrogarlo. Y este último agregó: «¿Qué puedes ganar adorando a tu Dios? – La salvación de mi alma, el cielo al que espero subir después de haber muerto».
El 2 de junio de 1996, con motivo de la canonización de San Juan Gabriel Perboyre, el Papa Juan Pablo II decía de él: «Tenía una única pasión: Cristo y el anuncio de su Evangelio. Y por su fidelidad a esa pasión, también él se halló entre los humillados y los condenados; por eso la Iglesia puede proclamar hoy solemnemente su gloria en el coro de los santos del cielo».
En 1817, a los 15 años de edad, Juan Gabriel ingresa, junto con su hermano mayor Luis, en el seminario menor de Montauban (Francia), dirigido por los Padres Lazaristas, hijos espirituales de San Vicente de Paúl. Allí siente el deseo de consagrarse a las misiones en países paganos. Después de terminar el noviciado en Montauban, lo mandan a París para realizar estudios de teología, y luego es ordenado sacerdote. En 1832, su hermano Luis, que se había embarcado como sacerdote lazarista hacia la misión de la China, muere de unas fiebres durante la travesía. Juan Gabriel anuncia inmediatamente a la familia su deseo de ocupar el sitio que la muerte de su hermano ha dejado vacante.
Pero sus superiores no lo consideran conveniente a causa de su frágil salud, y es nombrado vicedirector del seminario parisino de los Lazaristas. Como activo ayudante de un director de seminario ya mayor, sigue el principio de enseñar más con el ejemplo que con la palabra. Comunica de ese modo a los novicios su amor por Jesús: «Cristo es el gran Maestro de la ciencia. Es el único que da la verdadera luz… Solamente existe una cosa importante: conocer y amar a Jesucristo, pues no sólo es la luz, sino el modelo, el ideal… Así que no basta con conocerle, sino que hay que amarle… Solamente podemos conseguir la salvación mediante la conformidad con Jesucristo». Escribe lo siguiente a uno de sus hermanos: «No olvides que, ante todo, hay que ocuparse de la salvación, siempre y por encima de todo».
Sin embargo, en su corazón guarda el ardiente deseo de partir hacia las misiones; al mostrar a los seminaristas los recuerdos traídos hasta París del martirio de François-Régis Clet, les dice: «He aquí el hábito de un mártir… ¡cuánta felicidad si un día tuviéramos la misma suerte». Y les pide lo siguiente: «Rezad para que mi salud se fortifique y que pueda ir a la China, a fin de predicar a Jesucristo y de morir por Él».
Obtiene finalmente de sus superiores el favor de salir hacia la China, donde llega el 10 de marzo de 1836. Su celo por la salvación de las almas le ayuda a soportar el hambre y la sed para la mayor gloria de Dios. Sea de día o de noche, siempre está dispuesto a acudir donde se solicite su ministerio, de tal forma que las fatigas y las vigilias no cuentan en absoluto. Además, es asaltado por violentas tentaciones de desesperanza, pero Nuestro Señor se le aparece y lo consuela, y el gozo vuelve al alma del apóstol.
Víctima de los sufrimientos
En 1839 se desencadena una persecución contra los cristianos. El 15 de septiembre, el padre Perboyre y su hermano el padre Baldus se hallan en su residencia de Tcha-Yuen-Keou. De repente les avisan de que llega un grupo armado. Los misioneros huyen cada uno por su lado para no caer los dos en manos de los enemigos. Juan Gabriel se esconde en un espeso bosque, pero al día siguiente un desdichado catecúmeno lo traiciona por una recompensa de treinta taeles (moneda china). Los soldados le desgarran las vestiduras, lo visten con harapos, lo amordazan y se van a la posada a celebrar su arresto.
Interrogado por el mandarín de la subprefectura, Juan Gabriel responde con firmeza que es europeo y predicador de la religión de Jesús. Empiezan entonces a torturarlo, pero por temor a que sucumba lo sientan en una banqueta y le atan fuertemente las piernas. Así pasa la noche el piadoso padre, bendiciendo a Jesús por concederle el honor de padecer sus mismos sufrimientos. Trasladado a la prefectura, al cabo de un penosísimo viaje a pie, con grilletes en el cuello, en las manos y en los pies, sufre cuatro interrogatorios. Para obligarlo a hablar, lo ponen de rodillas durante muchas horas sobre cadenas de hierro. A continuación, lo cuelgan de los pulgares y le golpean en la cara cuarenta veces con suelas de cuero para obligarle a renegar de su fe. Pero, reconfortado por la gracia de Dios, lo sufre todo sin quejarse.
Después es trasladado a Ou-Tchang-Fou, ante el virrey, donde debe responder en una veintena de interrogatorios. El virrey quiere obligarlo en vano a caminar sobre un crucifijo. Lo golpean con correas de cuero y con palos de bambú hasta el agotamiento, o bien lo levantan a gran altura con la ayuda de poleas y lo dejan desplomarse hasta el suelo. Pero el alma del piadoso padre permanece unida a Dios. «¿Así que sigues siendo cristiano? – ¡Oh, sí¡ ¡Y me siento feliz por ello!». Finalmente, el virrey lo condena al estrangulamiento; pero como quiera que la sentencia no puede ejecutarse hasta que sea ratificada por el emperador, Juan Gabriel Perboyre sigue en prisión durante algunos meses.
¡Irreconocible!
Ningún cristiano había podido llegar junto a él mientras los mandarines lo torturaban; sin duda se vanagloriaban con la esperanza de que, al privarlo de cualquier ayuda, conseguirían vencer su constancia con mayor facilidad. Pero esa severa consigna es suavizada después del último interrogatorio. Uno de los primeros en poder penetrar en la cárcel es un religioso lazarista chino llamado Yang. ¡Qué desgarrador espectáculo aparece ante su mirada! Enmudece, derrama abundantes lágrimas y apenas consigue dirigir unas palabras al mártir. El padre Juan Gabriel desea confesarse, pero dos oficiales del mandarín que se hallan constantemente a su lado se lo impiden. Ante la petición de un cristiano que acompaña al padre Yang, consienten en apartarse un poco, y el misionero puede entonces confesarse.
Los demás prisioneros, encarcelados a causa de delitos comunes, testigos de la piadosa vida del padre Juan Gabriel, no tardan en apreciarlo; ideas hasta entonces desconocidas se abren paso en sus endurecidas almas. Admiradores de tantas virtudes, proclaman que tiene derecho a todo tipo de respeto. Él, por su parte, se halla completamente feliz en medio de los sufrimientos, porque lo vuelven más conforme con su divino modelo.
«Es todo lo que deseaba»
Por fin, el 11 de septiembre de 1840, después de un año entre grilletes y torturas, es conducido hasta el lugar de la ejecución. Le atan brazos y manos a la barra transversal de una horca en forma de cruz, y le sujetan ambos pies a la parte baja del poste, sin que toquen el suelo. El verdugo le pone en el cuello una especie de collar de cuerda en el que introduce un trozo de bambú. Con calculada lentitud, el verdugo aprieta dos veces la cuerda alrededor del cuello de la víctima. Una tercera torsión más prolongada interrumpe la plegaria continua del mártir, haciéndolo entrar en el inmenso y eterno gozo de la corte celestial. Tiene 38 años. Una cruz luminosa aparece en el cielo, visible hasta Pekín. Ante el asombro de todos, contrariamente a lo que sucede con los rostros de los ajusticiados por estrangulamiento, el de Juan Gabriel está sereno y conserva su color natural.
«El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana» (CIC, 2473). El sacrificio de San Juan Gabriel Perboyre produjo muchos frutos espirituales, muchos de los cuales son visibles: al igual que él, muchos cristianos chinos dieron su vida por Cristo, y la religión cristiana se desarrolló en China hasta requerir la construcción de catorce vicarías apostólicas. Más recientemente, las persecuciones del régimen comunista no han conseguido extinguir la fe.
San Juan Gabriel nos recuerda a nosotros mismos que «Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación» (CIC, 2472). Ese testimonio no siempre conduce al martirio de la sangre, pero supone la aceptación de la cruz de cada día. Empeñémonos en llevarla con amor, con la ayuda de la Santísima Virgen, y alcanzaremos el cielo, arrastrando con nosotros multitud de almas: «Más allá de la cruz, no hay otra escala por la que podamos subir al cielo» (Santa Rosa de Lima). Es la gracia que, en este comienzo de año, pedimos a San José, para Usted y para todos sus seres queridos, vivos y difuntos.
Reproducido con autorización expresa de Abadía San José de Clairval
¡Felicidades a quien lleve este nombre!
Una pregunta que interpela
Santo Evangelio según San Lucas 6, 6-11. Lunes XXIII del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, he aprendido que la fe crece pidiéndola y transmitiéndola. Y Tú nos dices «pidan y se les dará». Por eso vengo hoy a decirte: ¡Aumenta mi fe para creer en ti!.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 6, 6-11
Un sábado, entró Jesús en la sinagoga a enseñar. Había allí un hombre que tenía parálisis en el brazo derecho. Los escribas y los fariseos estaban al acecho para ver si curaba en sábado, y encontrar de qué acusarlo. Pero él, sabiendo lo que pensaban, dijo al hombre del brazo paralítico: «Levántate y ponte ahí en medio». Él se levantó y se quedó en pie. Jesús les dijo: «Os voy a hacer una pregunta: ¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o el mal, salvar a uno o dejarlo morir?» Y, echando en torno una mirada a todos, le dijo al hombre: «Extiende el brazo.» Él lo hizo, y su brazo quedó restablecido. Ellos se pusieron furiosos y discutían qué había que hacer con Jesús.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
¿Cuántas concepciones tengo de Dios?, ¿cómo lo veo? A veces lo veo como un Dios misericordioso, otras veces como un Dios paciente. Lo veo como un Dios justo pero compasivo, un Dios que es todo amor. Y me parece, sobre todo, un Dios que no reclama, que no dice mucho o que es incluso silencioso.
Pues bien, aquí me confronto con una cara distinta de Dios, que viene y me interpela. Sí, a veces es bueno mirar a la bondad de Dios que jamás se cansa, mirar a la clemencia que jamás se agota. Pero, ¿es que a un niño siempre se le trata así? Quien sabe educar, sabe que al niño no siempre debe concedérsele todo, que no siempre le ayuda la condescendencia. Puede parecer virtud por parte del de la madre, del padre o del tutor, pero en realidad es ingenuidad.
El corazón de toda persona necesita tanto de momentos en que pueda ejercer su libertad sin ninguna coacción, como también de momentos en que se le interpele. En pocas palabras, qué bien me hace cuando me dirigen un «¿qué haces?», «¡abre los ojos!», «¡piensa en tus hijos!», «¡no vayas por ahí!» o también «¡qué bien lo hiciste!», «¡sigue así!», «no te des por vencido», «mira a tu futuro»… Somos humanos. Necesitamos de otros. Y Cristo era muy humano.
Hoy la pregunta se dirige a los fariseos. Podemos llamarla una pregunta «retórica». Una pregunta que va más allá de la sola respuesta. Una pregunta que busca sacudir. Dios viene a presentárseme hoy, sí, como justo, misericordioso y todo amor; pero especialmente como Padre que me busca interpelar. Y ¡cómo lo necesito!
«El único camino para vencer el mal es la misericordia. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. ¡Cómo quisiera que todos nos uniéramos en oración unánime, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones, que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero!».
(Homilía de S.S. Francisco, 28 de septiembre de 2015).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Cuando acuda a la Santa Misa buscaré abrir el corazón para escuchar la voz de Dios en las lecturas, en el sermón, dejando que me interpele.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
De corazón de piedra a corazón de carne
Dejaré que Jesús me extirpe ese corazón duro, de piedra, para darme un corazón de carne.
Golpes de la vida, traiciones, engaños, o simplemente el paso del tiempo, endurecen corazones, apagan entusiasmos, destruyen alegrías.
A veces por culpa de otros, muchas otras veces por nuestra propia culpa, hemos dejado que el corazón empiece a secarse. Entonces nos hacemos insensibles a las penas del amigo, a las necesidades de familiares, a los problemas de quienes viven cerca o lejos, a los sufrimientos de Jesús en el Calvario.
Caemos en esa dureza que nos lleva a juzgar, a condenar, a mirar con desprecio. Desconfiamos de los demás. Incluso al mirar al cielo, parece que tenemos para Dios más reproches que alabanzas.
Es entonces cuando necesitamos acercarnos al Corazón de Cristo. Un Corazón lleno de amor al Padre y a los hombres. Un Corazón que vino no por los justos, sino por los pecadores. Un Corazón que siente pena profunda al ver a tantos hombres y mujeres perdidos, abandonados, solos, como ovejas que deambulan sin pastor (cf. Mt 9,36).
Ese Corazón me enseñará a ver el mundo con ojos distintos. Quitará de mis ojos escamas de avaricia, y pondrá el brillo de la mirada luminosa de un niño que confía plenamente en su Padre. Quitará de mis arterias rencores que envenenan, y pondrá una sangre limpia y dispuesta a servir a los hermanos. Quitará de mi inteligencia cálculos retorcidos y egoístas, y me dará fuerzas para pensar en grande, con una mente como la del mismo Cristo.
Ese Corazón me invitará a ser manso y humilde (cf. Mt 11,29). Manso ante quienes, tal vez con intenciones buenas (sólo Dios sabe lo que hay dentro de cada uno) me hacen daño, me insultan, me desprecian. Manso ante quienes son vengativos y llenos de odios hacia los demás o hacia mí. Manso ante quienes provocan con violencia y pueden ser vencidos con el bálsamo del perdón y de la acogida benévola.
También me ayudará a ser humilde. Humilde para no desanimarme ante esas faltas que no llego a expulsar de mi alma. Humilde para no envidiar a quien va “delante” y parece vivir rodeado de triunfos, y para no despreciar a quien tal vez ha caído en un pecado que parece más grande que los míos. Humilde para reconocer que todos los dones vienen de Dios, que por mí mismo no puedo dar un solo paso en el camino de la gracia. Humilde para acudir, las veces que haga falta, al sacramento de la confesión, con lágrimas sinceras y con la confianza del hijo que busca a quien vino no para juzgar, sino para salvar (cf. Jn 12,47).
Entonces será posible el milagro: dejaré que Jesús extirpe de mis entrañas ese corazón duro, de piedra, para darme un corazón de carne (cf. Ez 11,19; 36,26); un corazón revestido “de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia” (Col 3,12). Un corazón nuevo, que confía como un niño en el amor constante del Padre, que se deja levantar como oveja rescatada por el Hijo, que se inflama de gratitud y de esperanza en el Espíritu.
Oración de Consagración al Sagrado Corazón de Jesús
Señor Jesucristo, arrodillados a tus pies, consagramos alegremente nuestra familia a tu Divino Corazón.
Sé, hoy y siempre, nuestro Guía,
el Jefe protector de nuestro hogar,
el Rey y Centro de nuestros corazones.
Bendice a nuestra familia, nuestra casa, a nuestros vecinos, parientes y amigos.
Ayúdanos a cumplir fielmente nuestros deberes, y participa de nuestras alegrías y angustias, de nuestras esperanzas y dudas, de nuestro trabajo y de nuestras diversiones.
Danos fuerza, Señor, para que carguemos nuestra cruz de cada día y sepamos ofrecer todos nuestros actos, junto con tu sacrificio, al Padre.
Que la justicia, la fraternidad, el perdón y la misericordia estén presentes en nuestro hogar y en nuestros grupos de amigos de estudio y trabajo.
Queremos ser instrumentos de paz y de vida.
Que nuestro amor a tu Corazón compense,
de alguna manera, la frialdad y la indiferencia, la ingratitud y la falta de amor de quienes no te conocen, te desprecian o rechazan.
Sagrado Corazón de Jesús, tenemos confianza en Ti.
Confianza profunda, ilimitada.
«Cuando un hermano comete una falta contra ti, corrígelo a solas»
Ángelus del Papa Francisco, 10 de septiembre de 2023.
Por: Mireia Bonilla | Fuente: Vatican News
El Santo Padre ha ofrecido el camino a seguir cuando nos encontramos en la situación en la que un hermano comete una falta contra nosotros. Antes de explicar los pasos que dar, según nos enseña Jesús, ha advertido de la “plaga de las habladurías”: “Por desgracia, lo primero que se suele crear en torno a quien se equivoca son habladurías, en las que todos se enteran del error, con todos los detalles, ¡menos la persona afectada! Esto no está bien y no agrada a Dios” y no se cansa de repetir que “los chismes son una plaga en la vida de las personas y de las comunidades, porque traen división, sufrimiento y escándalo, y nunca ayudan a mejorar y a crecer”. A continuación, los pasos que propone el Papa cuando un hermano nos ha ofendido:
En primer lugar: Hablar cara a cara con mansedumbre y amabilidad
Tras advertir de “las habladurías”, ha explicado cómo comportarse con el hermano que ha cometido la falta contra nosotros, según nos enseña Jesús: «Si tu hermano comete una falta contra ti, ve y repréndelo entre tú y él a solas«. Lo primero que nos pide hoy Francisco es: Hablar cara a cara, lealmente, para ayudarlo a entender en qué se equivoca.
“Hazlo por su bien, superando la vergüenza y encontrando el verdadero valor, que no es hablar mal de él a sus espaldas, sino decirle las cosas a la cara con mansedumbre y amabilidad” explica el Pontífice.
Si no funciona: Buscar ayuda en otras personas cercanas
A veces este paso puede ser suficiente, pero en otras ocasiones no. Por tanto, si nuestro hermano aun “no entiende” el Papa aconseja “buscar ayuda” en otras personas: “Pero, ¡cuidado! ¡No la del grupito que chismea! Jesús dice: «Toma contigo una o dos personas» refiriéndose a personas que realmente quieran ayudar a ese hermano o hermana que ha errado”
¿Y si sigue sin entender?
Si después de estos pasos, nuestro hermano sigue sin entender, entonces nos queda el último cartucho: la comunidad. Pero también en este caso, el Papa advierte: “no se trata de poner a la persona en la picota, de avergonzarla públicamente, sino de unir los esfuerzos de todos para ayudarla a cambiar”. El Papa explica que “señalar con el dedo a las personas no es bueno, de hecho, a menudo hace más difícil que quien se ha equivocado reconozca su propio error”, más bien, la comunidad debe hacerle sentir a él o a ella que, al tiempo que condena el error, “le está cerca con la oración y el afecto, siempre dispuesta a ofrecer el perdón y a empezar de nuevo”.
“Que María, que siguió amando incluso cuando escuchaba a la gente condenar a su Hijo, nos ayude a buscar siempre el camino del bien” es el deseo final del Santo Padre.