Referencias Bíblicas
• Luke 11:47-54
• Obispo Robert Barron
Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús lanza un feroz ataque contra los estudiosos de la Ley.
El Hijo enseña, sana, predica y perdona a quienes se sienten lejos de la misericordia de Dios. Él es la mano que el Padre extiende a los pecadores y a los que están perdidos. Y de la misma manera, Él es juez de un mundo pecador. Cuando aparece la Luz del Amor perdonador de Dios, las sombras del pecado se vuelven más profundas y obvias. A la luz de Él ya no hay dónde esconderse. Y Jesús, la Palabra del Padre, vocaliza este juicio: “¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso”.
El Hijo nos dice todos aquellos poderes que se oponen a las intenciones creativas y amorosas de Su Padre. Él habla con palabras de enjuiciamiento a un mundo que se vuelto acogedor al pecado. Él “canaliza” todos los sentimientos del Padre hacia el mundo: amor intenso y perdonador hacia todos aquellos que están perdidos, y un odio igualmente intenso hacia las estructuras de la oscuridad.
Ignacio de Antioquía, Santo
Obispo y Mártir, 17 de octubre
Por: Germán Sánchez // Isabel Orellana Vilches
Fuente: Catholic.net // Zenit.org
Martirologio Romano: Memoria de san Ignacio, obispo y mártir, discípulo del apóstol san Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, que en tiempo del emperador Trajano fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como víctima por Cristo. († c.107)
Breve Biografía
Las puertas se abren lentamente. Cuerpos como fantasmas caminan en la arena. Entornan los ojos que acostumbrados a vivir en las sombras de las mazmorras, reciben de golpe la luz del sol. El clamor de la multitud termina por despertarlos. Avanzan sin rumbo fijo, algunos cogidos de las manos, otros solos y tristes con los ojos reflejando pavor y desconcierto.
Suenan las trompetas. Ruidos de cadenas se oyen por todas partes y del centro de la tierra emergen fieras sedientas de sangre: panteras, leones africanos, hienas. ¡La fiesta ha comenzado!
Es el Circo Máximo que ofrece a los romanos el espectáculo de ver morir a cientos, quizás miles de cristianos, testigos de su fe en Cristo.
Son los tiempos del emperador Trajano, allá por los años 98 a 117 de nuestra era en donde ser cristiano implicaba dar la propia vida.
Charcos de sangre inundan el lugar, miembros despedazados y descuartizados por todas partes, algún quejido lastimero y doliente de alguno que ha sobrevivido. La noche ha llegado y cobija los pinos y cipreses de las colinas romanas. Y entre los lamentos y quejidos se oyen vibrar las palabras de un anciano, muerto y despedazado por un león. Son palabras que han quedado grabadas en los corazones de sus fieles, allá en la lejana Antioquia. Es Ignacio, el segundo sucesor de Pedro como obispo de Antioquia. «Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera… dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios.»
«Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie […]. Si no quieren atacarme, yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo […]. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aún cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir». Son palabras de la epístola que este apasionado y valeroso atleta de Cristo, Padre Apostólico, discípulo de los apóstoles san Juan y san Pablo, sospechando el glorioso fin que le aguardaba, dirigió a los cristianos de Roma. Y ciertamente fue condenado por el emperador Trajano a morir en el circo bajo las fauces de las fieras.
Ignacio de Antioquia sabía que la verdadera vida, era aquella que le esperaba después de la muerte, en donde podría contemplar cara a cara el rostro de Cristo, «dejad que pueda contemplar la luz». Él sabía que para llegar a contemplar esa luz era necesario ser testigo de la luz en este mundo sin importar las pruebas y los sufrimientos que fueran necesarios. Pruebas y sufrimientos que llevó dignamente pues los soldados no tuvieron piedad de él durante su largo y penoso viaje de Antioquia a Roma.
Pruebas y sufrimiento que cristalizaron con el derramamiento de su sangre y al que él veía como algo necesario: «soy trigo de Cristo, deberé ser triturado por los dientes de las bestias para convertirme en pan puro y santo».
Su vida
Los datos conocidos de su vida arrancan del momento en que los apóstoles Pedro y Pablo lo designaron sucesor de Evodio (que dejó este mundo hacia el año 69 d.C.) para ocupar como obispo la sede de Antioquia.
Ésta era entonces una ciudad populosa, de gran importancia dentro del Imperio Romano, mosaico de creencias y vía de paso de gran atractivo para muchas personas. Los que se fueron afincando, en su mayoría procedentes de diversos puntos, habían dejado allí su impronta. Greco-paganos, judeocristianos helenistas, judíos ortodoxos, entre otros, junto a la nutrida comunidad cristiana conformaban el paisaje social de este núcleo gordiano «de las Iglesias de la gentilidad», con el que tuvo que lidiar san Ignacio. Y no le resultó fácil, como se percibe en sus ímprobos esfuerzos y llamamientos a la unidad.
Fue un pastor excepcional. Transmitió con fidelidad la doctrina heredada de los primeros apóstoles y defendió bravamente la fe contra herejías como el docetismo. En las siete epístolas que dirigió a las distintas Iglesias (algunas redactadas mientras viajaba para ser martirizado), no dejó de exhortar a los cristianos a dar la vida por Cristo, a ser fieles a las enseñanzas recibidas, a mantenerse firmes frente a los que pretendían socavarlas, así como a vivir la caridad y unidad entre todos. Cuando supieron que había sido hecho prisionero y viajaba para ser ajusticiado, como tantos mártires, iban saliéndole al encuentro (entre otros, san Policarpo); él los bendecía con paternal ternura, orando por ellos y por la Iglesia. Eusebio de Cesarea, al historiar ese momento, haciéndose eco del discurrir de Ignacio, puso de manifiesto el ardor apostólico del santo que no perdía ocasión para dar a conocer a Cristo. En las ciudades que atravesó se ocupó de fortalecer a los fieles recordándoles el mensaje evangélico, animándoles a vivir la santidad. Tras de sí dejaba la huella de la unidad entre las Iglesias, después de haber alertado contra las herejías que irrumpían con fuerza buscando la confusión y la ruptura con el magisterio eclesial que de ellas se deriva.
Particularmente relevante fue su paso por Esmirna, sede de san Policarpo, que había bebido las fuentes primigenias del cristianismo de manos de san Juan.
El edificante y rico legado de san Ignacio que amasó en ese lugar, además de las bendiciones que su presencia proporcionó a los cristianos de la ciudad, ha llegado a nuestros días. Se compone de una serie de cartas dirigidas a sus hermanos de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma, a través de las cuales dejaba oír la poderosa voz de la fe que inundaba sus entrañas. A la comunidad romana le había dicho:
«Trigo soy de Dios, molido por los dientes de las fieras, y convertido en pan puro de Cristo». No finalizó con estas misivas su encendida catequesis.
En Tróada, su siguiente escala, escribió a la comunidad de Filadelfia, a la de Esmirna, y a Policarpo. En estos textos vivos, pujantes de gozo –porque sabía que iba camino de su martirio y ansiaba derramar su sangre por Cristo, ya que de este modo se abrazaría a Él por toda la eternidad–, se percibe cuánto le urgía dejar bien sentadas las bases de la comunión apostólica, recordando las claves del seguimiento, coronadas siempre por la caridad.
La lucha, el esfuerzo, la entrega incesante, la fraternidad, el espíritu de familia, el ir todos a una, y ponerse a merced unos de otros, siempre mirando a quien presidía la comunidad, sin celos, rivalidades y envidias, alumbraron a los fieles a quienes las dirigió y a las sucesivas generaciones. El potente eco de su voz se abre paso en nuestras vidas y nos insta a seguir el camino hasta el fin, recordándonos el valor de la gracia que recibimos cuando nos afiliamos a la Iglesia: «¡Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas!».
El 20 de diciembre del año 107, aunque este extremo no está confirmado, compareció ante el prefecto. Fue un trámite fugaz, inútil, ya que todo estaba decidido de antemano, y sin dilación fue conducido al anfiteatro Flavio. Allí unos leones dieron fin a su vida. Las Actas de los mártires reflejan este cruento sacrificio del gran prelado de Antioquia, cuyo sobrenombre de «Theophoros» (portador de Dios) sintetiza el acontecer de ese testigo de Cristo que derramó su sangre por Él. Había sido el primero en denominar «católica» a la Iglesia, en utilizar la palabra «Eucaristía» refiriéndose al Santísimo Sacramento, y en escribir sobre el parto virginal de María. Ha dejado obras excepcionales mostrando que la doctrina eclesial procede de Cristo por medio de los apóstoles. Sus restos fueron llevados a Antioquia.
El martirio de hoy
Un martirio nada lejano a nosotros en los que hoy en día se nos pide a los católicos ser mártires incruentos, es decir mártires que no derraman su sangre física, sino la sangre de la fidelidad a los mandamientos de la Iglesia. Es el martirio de la vida diaria, de los que como Ignacio proclaman con su ejemplo cotidiano que «no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien». De aquellos que aman tanto a Cristo y a la Iglesia «que respetan sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves y prefieren la propia muerte antes de traicionar esos mandamientos». (Cfr. Veritatis Splendor n. 90-91)
Son los mártires que en silencio saben ser católicos hasta las últimas consecuencias: la esposa que ante el «horror» de comunicar al marido que ha quedado embarazada nuevamente en circunstancias económicas desfavorables, saber ser valiente y consecuente con su realidad de católica y nunca piensa en el aborto como la medida «más fácil y segura» para no tener problemas con el marido. Jóvenes que llevan una vida impecable de castidad y pureza, guardando sus cuerpos limpios hasta el matrimonio, «sufriendo» el martirio de la presión avasallante de los medios de comunicación y los amigos que invitan al sexo como a una diversión y pasatiempo «seguros, sin consecuencias graves». Hombres de empresa y obreros que ante la posibilidad de hacer un negocio «no tan limpio» o «hacerle una pequeña trampa al patrón» prefieren seguir con orgullo y con la frente en alto aquel mandamiento que para muchos es viejo y anticuado: «no matarás». Y así tenemos un ejemplo, una fila interminable de mártires del siglo XXI que se presentan todos los días como san Ignacio de Antioquía, ante las nuevas fieras del Circo Máximo y que escuchan también todos los días, las palabras que escuchó san Ignacio con el último rugido del león: «Venid a mí, bendito de mi Padre… hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Una religiosidad sin amor es vacía
Santo Evangelio según San Lucas 11, 47-54.
Jueves XXVIII del tiempo ordinario.
Por: Iván Yoed González Aréchiga, LC
Fuente: somosrc.mx
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Jesús, Tú me otorgas un don, mayor que cualquiera que el mundo pueda darme. Tú me otorgas el obsequio de la verdadera sabiduría. Quiero aprender de ti y recibir tu gracia. Quiero vivir según la sabiduría de la caridad.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 11, 47-54
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos y doctores de la ley: «¡Ay de ustedes, que les construyen sepulcros a los profetas que los padres de ustedes asesinaron! Con eso dan a entender que están de acuerdo con lo que sus padres hicieron, pues ellos los mataron y ustedes les construyen el sepulcro. Por eso dijo la sabiduría de Dios: Yo les mandaré profetas y apóstoles, y los matarán y los perseguirán, para que así se le pida cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas que ha sido derramada desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que fue asesinado entre el atrio y el altar. Sí, se lo repito: a esta generación se le pedirán cuentas. ¡Ay de ustedes, doctores de la ley, porque han guardado la llave de la puerta del saber! Ustedes no han entrado, y a los que iban a entrar les han cerrado el paso». Luego que Jesús salió de allí, los escribas y fariseos comenzaron a acosarlo terriblemente con muchas preguntas y a ponerle trampas para ver si podían acusarlo con alguna de sus propias palabras.
Palabra del Señor
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
¿Son pocos los que aún creen en el cielo, el purgatorio y el infierno? ¡Qué duras son estas realidades para muchos oídos de estos días! Muchas preguntas se quedan sin respuesta si nos movemos siempre en el mero diálogo horizontal. Si contemplamos estas realidades sólo desde este mundo, perdemos toda visión sobrenatural. Si no dirigimos nuestra mirada hacia el cielo, si no dotamos nuestro pensamiento de una visión vertical, hacia Dios, no hay salida para ninguna pregunta. Deja de existir la justicia, deja de existir toda verdad, deja de existir el amor; y con ellos, infierno, purgatorio e infierno.
¿Pero qué se esconde detrás de estas realidades? ¿Quería Jesús crear peso en las conciencias de las personas para poder introducir su doctrina y llevar a cabo sus planes? De ese modo piensan muchos hoy en día. Sin embargo, si se mira a Cristo, si se mira su vida, si se mira el amor que desbordaba su persona, ¿podríamos dar cabida a tal argumento? Poco parece que Jesús hubiese venido a esclavizar al hombre. No quería generar en nuestros corazones ninguna cadena, sino más bien regalarles la libertad que viene de Dios, que viene del amor.
Si Cristo habló en algún momento de que «está generación tendría que dar cuenta», no parece que lo hubiese hecho con doble intención. Quería solo despertar corazones endurecidos. Así como los nuestros en estos días. Y qué poco lo escuchamos incluso ahora. Qué poco confiamos en Él. Quizá sus palabras puedan despertarnos un poco, también. Y no pensemos tanto en la culpa, sino en lo que viene después de ella. Recordemos que la culpa no es mala, es un primer paso hacia el bien. Dios quiere interpelar nuestro corazón para enseñarnos a amar como Él nos amó.
«Si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón y detesta la hipocresía. Para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita». (Homilía de S.S. Francisco, 29 de abril de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Voy a examinar mi corazón y miraré si hay algo que no es conforme a los mandamientos para corregirme, recordando que los mandamientos son un camino para aprender a amar mejor.
Despedida
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cuando la Virgen María escribió una carta a San Ignacio de Antioquía
Según la tradición, el discípulo de San Juan Apóstol recibió una carta de la Santísima Madre
¿La Virgen María escribió alguna carta? Si bien no hay evidencia concluyente de que ella haya escrito algo durante su vida, existe una tradición que afirma que San Ignacio de Antioquía escribió a la Santísima Madre, y que ella le respondió.
San Ignacio nació en Siria alrededor del año 35 dC, y se cree que fue discípulo de San Juan Apóstol. Finalmente, Ignacio fue ordenado obispo de Antioquía y se convirtió en un miembro destacado de la Iglesia cristiana primitiva.
No existe una fecha definitiva de la Asunción de la Santísima Madre al Cielo, pero los expertos dicen que podría haber sido como muy pronto en el año 44, y como muy tarde, en el año 55. En cualquier caso, Ignacio probablemente estaba vivo cuando la Virgen María dejó esta tierra, y no es imposible que le escribiera una carta. Si él era un discípulo de San Juan (el discípulo que llevó a la Santísima Madre a su casa), ciertamente tenía un medio para transmitir su mensaje. Incluso pudo haber conocido a la Virgen María durante su vida.
Cualquiera sea el caso, el documento medieval llamado Legenda Aurea relata el siguiente intercambio entre los dos. En primer lugar, San Ignacio escribe a la Santísima Madre.
A María, la portadora de Cristo, su Ignacio. Debes fortalecerme y consolarme, como neófito y discípulo de tu Juan, de quien he aprendido muchas cosas acerca de tu Jesús, cosas maravillosas que contar, y estoy estupefacto al escucharlas. El deseo de mi corazón es estar seguro de estas cosas que he escuchado de ustedes, que siempre estuvieron tan íntimamente cerca de Jesús y compartieron sus secretos. Adiós y deja que los neófitos que están conmigo se fortalezcan en la fe, por ti, a través de ti y en ti.
La Santísima Madre tuvo la amabilidad de ofrecer una respuesta.
Para mi querido compañero discípulo Ignacio, esta humilde sierva de Cristo Jesús. Las cosas que has escuchado y aprendido de Juan son ciertas. Créelas, consérvalas, sé firme en el cumplimiento de su compromiso cristiano y da forma a tu vida y conducta. Iré a verte con Juan, a ti y a los que están contigo. Mantente firme y actúa valientemente en la fe. No dejes que las dificultades de la persecución te hagan vacilar, y que tu espíritu sea fuerte y alegre en Dios tu salvación. Amén.
No está claro dónde se originaron estas “cartas”, solo que la historia se transmitió a través de los años.
Independientemente de su autenticidad, las letras son una meditación fascinante. Podemos imaginarnos en el siglo primero y preguntarnos si hubiéramos escrito una carta a María, la Madre de Dios. Era conocida en la Iglesia primitiva y habría sido una consejera solicitada, ansiosa por ayudar a otros a amar a su Hijo.