.

 

 

¿Qué pasa cuando el día de san José cae en domingo?

Cuando el 19 de marzo cae en domingo, la Misa de la solemnidad de san José se traslada al día siguiente

 

 

La Iglesia católica honra la vida de san José, esposo de la Virgen María, el 19 de marzo de cada año. Es una de las pocas solemnidades jubilosas durante la temporada de Cuaresma y es un día de gran alegría.

Te puede interesar: Puedes comer carne la fiesta de san José aunque sea viernes de Cuaresma.

Sin embargo, esta fiesta de san José nunca reemplazará un domingo de Cuaresma. Si el 19 de marzo cae en domingo, se trasladará al siguiente lunes 20 de marzo.

La razón de este aplazamiento es que los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua tienen un rango superior a todas las solemnidades.

 

 

Hay excepciones locales ocasionales, como el permiso para celebrar la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe el 12 de diciembre, incluso si cae en domingo de Adviento, pero solo dentro de las diócesis de México.

Durante la Navidad y el Tiempo Ordinario se pueden celebrar solemnidades y fiestas menores del Señor en lugar de un domingo.

Si quieres celebrar a san José en Misa cuando el 19 de marzo cae en domingo, tendrás que ir a Misa el lunes 20 de marzo.

Si tu parroquia o alguna organización local organiza una celebración de la misa de san José, verifica si tendrá lugar el 19 o el 20 de marzo este año.

Estas fiestas se pueden celebrar el domingo

Algunas veces -pocas- la celebración dominical se sustituye por una fiesta. Esto puede pasar cuando se cumplen las siguientes condiciones:

1. Cuando una solemnidad del Señor, de la Virgen María, o de un santo cae en domingo.
2. Cuando una fiesta del Señor cae en domingo (es decir, la Transfiguración).
3. Cuando la fiesta de un patrón principal de un lugar, es decir, de la ciudad o estado, cae en domingo.
4. Cuando la dedicación de una iglesia en particular y su aniversario cae en domingo.
5. Cuando la solemnidad del título, o del fundador, o del patrono principal de una orden o congregación religiosa cae en domingo.
Para dar algunos ejemplos, aquí hay algunas fiestas y solemnidades que se pueden celebrar en domingo.
1. Presentación del Señor (2 de febrero)
2. Santos Pedro y Pablo (29 de junio)
3. Transfiguración del Señor (6 de agosto)
4. Asunción de la Santísima Virgen María (15 de agosto)
5. Exaltación de la Cruz (14 de septiembre)
6. Día de Todos los Santos (1 de noviembre)

Hay otras que no se enumeran aquí, pero esto da un breve resumen de las diversas fiestas en el año de la Iglesia que se celebran en días fijos. Cuando ese día es domingo, puede sustituir a la típica celebración de temporada.

No es suficiente, por lo tanto, preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar arrogancia e hipocresía. Pero, pregunto: ¿se puede rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Solamente debemos orar poniéndonos ante Dios así como somos. No como el fariseo que rezaba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos atrapados por las prisas del ritmo cotidiano, a menudo dejándonos llevar por sensaciones, aturdidos, confusos. Es necesario aprender a encontrar de nuevo el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí donde Dios nos encuentra y nos habla. (Audiencia general, 1 de junio de 2016)

 

 

Cirilo de Jerusalén, Santo

Memoria Litúrgica, 18 de marzo

Obispo y Doctor de la Iglesia

 

Martirologio Romano: San Cirilo, obispo de Jerusalén y doctor de la Iglesia, que a causa de la fe sufrió muchas injurias por parte de los arrianos y fue expulsado con frecuencia de la sede. Con oraciones y catequesis expuso admirablemente la doctrina ortodoxa, las Escrituras y los sagrados misterios (444).

Etimológicamente: Cirilo = Aquel que es un gran Rey, es de origen griego.

Breve Biografía

Desde el periodo apostólico hizo su aparición la herejía en la Iglesia; pero sin causar en las comunidades eclesiales esas profundas heridas producidas por el arrianismo y el nestorianismo en los siglos IV y V.

Pero si este pulular de herejías frenó un poco la evangelización de los paganos, suscitó también grandes figuras de pastores, de teólogos, de predicadores, de escritores que con sus obras, por medio de una catequesis sistemática, las homilías y los sermones, lograron exponer claramente la doctrina cristiana y penetrar en el mismo ambiente pagano. La defensa de la ortodoxia hizo más consciente y vívida la fe en el pueblo cristiano. Una de las figuras más representativas de este período de apasionadas batallas teológicas es la del obispo de Jerusalén, san Cirilo, que dirigió esa Iglesia desde el 350 hasta su muerte, en el 386.

 

Cirilo nació de padres cristianos en el año 315. Tuvo alguna simpatía por los arrianos; pero se separó de ellos muy pronto y se adhirió a los semiarrianos homoiusianos, esto es, a esa orientación teológica que se inclinaba a los convenios, que proponía el término “homoi-ousios” (de naturaleza semejante) en vez de “homo-ousios” (de la misma naturaleza, es decir, el Verbo de la misma naturaleza que el Padre): se trataba sólo de añadir una letra, pero era suficiente para eliminar la idea de la consubstancialidad entre el Padre y el Hijo. Cirilo abandonó también a los semiarrianos y se adhirió a la doctrina ortodoxa de Nicea. Por esto fue varias veces desterrado, bajo los emperadores Constancio y Valente. El primer concilio ecuménico de Constantinopla, en el que participó Cirilo, reconoció la legitimidad de su episcopado.

Las primeras incertidumbres de su pensamiento teológico demoraron, en Occidente, el reconocimiento de su santidad. En efecto, su fiesta fue instituida sólo en 1882. El Papa León XIII le concedió el título de doctor de la Iglesia por las 24 Catequesis que Cirilo compuso probablemente al comienzo de su episcopado y que él dirigía a los catecúmenos que se preparaban para recibir los sacramentos. De las primeras 19, trece están dedicadas a la exposición general de la doctrina, y cinco, llamadas mistagógicas, están dedicadas al comentario de los ritos sacramentales de la iniciación cristiana.

 

 

Las Catequesis de San Cirilo nos llegaron gracias a la transcripción de un estenógrafo, en la íntegra naturalidad y sencillez con que el santo obispo las comunicaba a la comunidad cristiana en los tres principales santuarios de Jerusalén, es decir, en los mismos lugares de la redención, en los que, según la expresión del predicador, no sólo se escucha, sino que “se ve y se toca”.

 

 

Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador

Santo Evangelio según san Lucas 18, 9-14.

Sábado III de Cuaresma

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

 

Gracias, Señor, por tu amor por mí, porque me permites cada día levantarme, ver la luz del sol y la sonrisa en el rostro de aquellos que amo. Aumenta mi fe para descubrirte en todo lo que me sucede. Aumenta mi esperanza para confiar en ti en los momentos difíciles. Aumenta mi amor para ser tu testigo fiel ante mis hermanos, los hombres.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por buenos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’. El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’. Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».

Palabra del Señor.

 

 

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

Jesús no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Quiere ayudarlo a regresar a la gracia y a la comunión con Dios y sus hermanos los hombres. Al final de la parábola, sin embargo, hay uno justificado y otro no.

Dios desea ardientemente envolvernos en su misericordia y restaurar aquello que hemos perdido por culpa del pecado. Sólo basta con decir como el publicano: «Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador», para que el Señor nos tienda la mano y comience a guiarnos en nuestro caminar.

Su amor llega al punto de dar la vida por nosotros, por cada uno de nosotros, y quiere que lo aceptemos libremente, reconociendo que tenemos necesidad de Él.

A este punto se borra la diferencia entre el justo y el pecador. Todos, todos, necesitamos a Dios, su amor y su misericordia.

 

 

«Considero necesario dar un paso importante: no podemos analizar, reflexionar, y menos todavía rezar, sobre la realidad como si nosotros estuviésemos en orillas o senderos diversos, como si estuviésemos fuera de la historia. Todos tenemos necesidad de convertirnos, todos tenemos necesidad de ponernos delante del Señor y renovar siempre de nuevo la alianza con Él y decir junto con el publicano: Dios mío, ten piedad de mí que soy pecador. Con este punto de partida, quedamos incluidos en la misma “parte” —no separados, incluidos en la misma parte— y nos ponemos ante el Señor con una actitud de humildad y de escucha. Justamente, mirar a nuestras familias con la delicadeza con la que las mira Dios nos ayuda a poner nuestra conciencia en su misma dirección». (Homilía de S.S. Francisco, 16 de junio de 2016).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Hablaré con Dios sobre aquel pecado que me cuesta reconocer o me impide acercarme a Él.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

 

 

El sentido de la Penitencia y la Conversión

La misericordia de Dios y su justicia conviven perfecta y armoniosamente en este hecho

 

 

Como católicos reconocemos la gravedad del pecado en nuestras vidas, sin importar si sea venial o mortal sabemos que nos aleja de Dios, debilita nuestra relación con Él y conlleva consecuencias terribles en nuestra vida espiritual. Asimismo, sabemos todo lo que Jesucristo padeció y sufrió a causa de estos, el alto precio que tuvo que pagar para nuestra salvación. El reconocimiento de este hecho bastaría para alejarnos para siempre del mal, pero la realidad es que derivado de nuestra naturaleza caída o corrupta esto resulta bastante complejo. Gracias a la infinita misericordia de Dios podemos reconciliarnos con Él después de haber pecado a través del sacramento de la confesión. Y por supuesto que nuestros pecados son perdonados, pero no del todo expiados.

¿Qué significa esto?

La misericordia de Dios y su justicia conviven perfecta y armoniosamente en este hecho. Dios es infinitamente misericordioso capaz de perdonar nuestras faltas y ofensas, pero también es justo. Como el Papa Francisco cita en la bula Misericordiae vultus (2015) “Quien se equivoca deberá expiar la pena”. En el sacramento de la reconciliación después que tus pecados son perdonados por Cristo, existe una parte importantísima que es la penitencia. El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) establece el concepto de la penitencia interior, la cual “es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia”. Es decir, que no solo debemos de cumplir con la penitencia que el sacerdote nos dicte como: ofrecer la misa, rezar un rosario, pedir perdón, etc. Sino que verdaderamente tenemos que hacer una conversión de corazón profunda en dónde reconozcamos y sintamos profundamente el dolor y tristeza de nuestros pecados, de haber ofendido a nuestro Cristo y pedirle que nos otorgue la fortaleza para no volver a pecar. Los Padres de la Iglesia lo denominaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón).

 

 

Para poder tener un corazón contrito y arrepentido es necesario pedirle esa gracia a Dios para poder continuar en un estado de conversión. Adicionalmente, el CIC establece que existen distintas formas de expresión de penitencia interior que el cristiano puede practicar, las cuales son: el ayuno, la oración, la limosna. La primera práctica ayuda a dominar las pasiones humanas y permite conseguir una relación saludable consigo mismo, la segunda práctica, es muy importante porque es la relación que establecemos con Dios y finalmente la tercera nos permite estar conscientes de las necesidades de nuestros hermanos. Si analizamos las tres prácticas, podemos darnos cuenta de que el origen de éstas es el amor. El ayuno es una forma de violencia que uno mismo se impone para poder obtener dominio sobre las pasiones humanas, finalmente, es una forma de amarnos ordenadamente, sin dejarnos arrebatar por nuestras concupiscencias y esto indiscutiblemente nos ayuda a salirnos de nosotros mismos y nos acerca más a Dios. La oración es la forma de relacionarnos con Dios, la oración es un encuentro de amor con Cristo, nos ayuda a seguir en el camino correcto y ser santos. La limosna nos ayuda a salirnos de nosotros para darnos a los demás, compartir las bendiciones que Dios nos ha regalado.

 

 

Es muy importante recalcar que todas estas acciones ameritan un sacrificio, una mortificación en el alma para que verdaderamente aflijan nuestro corazón de piedra y así le permitamos a Dios convertirlo en uno de carne. Estas prácticas penitenciales nos irán convirtiendo cada día más, nos mantendrán alertas y vigilantes ante las ocasiones de pecado, nos facilitarán el proceso de discernimiento y nos recordarán nuestra mortalidad y temporalidad en este mundo, de esta manera si Dios nos concede la gracia podamos estar eternamente en su presencia. La penitencia es una gracia extendida de la misericordia de Dios que nos concede para poder expiar nuestros pecados y, por lo tanto, debemos de estar conscientes de ello y aprovecharla en esta vida terrenal para, ojalá evitar expiarlos en el purgatorio. El Papa Francisco es muy claro al respecto de lo anterior (2015): “La misericordia no es contraria a la justicia, sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y creer”. La conversión la podemos vivir diariamente a través de las obras de misericordia corporales y espirituales, asimismo mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (el legítimo deber ser), el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos y el padecimiento de la persecución a causa de la justicia.

“Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia” (CIC, 1262)

 

 

San Cirilo de Jerusalén, obispo y Doctor de la Iglesia

Famoso por sus catequesis

 

 

San Cirilo nació en el año 315 en una población cercana a Jerusalén. Sus padres eran cristianos y se preocuparon por darle una excelente educación. Fruto de ello, fue gran conocedor de las Sagradas Escrituras y de las Humanidades, y un gran comunicador de la fe.

Esto lo convirtió en Padre griego y Doctor de la Iglesia, por su profundidad teológica y su maestría en transmitir la fe.

Fue ordenado sacerdote y se le encomendó formar a los catecúmenos, una tarea que llevó a cabo durante años.

Más tarde sería obispo y arzobispo de Jerusalén.

Al batallar contra la herejía del arrianismo, fue desterrado cinco veces en la época de los emperadores Constantino y Valente. En total, una condena de dieciséis años.

De él conservamos 18 discursos catequéticos (se les llama Catequesis de san Cirilo), un sermón, la carta al emperador Constantino y algunos textos fragmentarios. Los textos de catequesis no los escribió él sino alguien que transcribía con rapidez lo que san Cirilo predicaba.

Fragmento de la Catequesis II de San Cirilo: Invitación a la Conversión

 

«Entonces, dirá alguno, ¿hemos perecido engañados? ¿no habrá salvación alguna? Caímos, ¿podremos levantarnos? (Jer 8,4). Hemos quedado ciegos ¿podremos recuperar la vista? Estamos cojeando, ¿no hay esperanza de que caminemos correctamente alguna vez? Diré en resumidas cuentas: ¿No podremos alzarnos después de haber caído? (cf.Sal 41,9) ¿Es que acaso quien resucitó a Lázaro, con hedor ya de cuatro días (Jn 11,39), no te resucitará vivo también a ti? Quien derramó su preciosa sangre por nosotros nos liberará del pecado para que no claudiquemos de nosotros mismos (cf. Ef 4,19)11, hermanos, cayendo en un estado de desesperación.

Mala cosa es no creer en la esperanza de la conversión. Quien no espera la salvación acumula el mal sin medida; pero el que espera la curación, fácilmente es misericordioso consigo mismo. Igualmente el ladrón que no espera que se le haga gracia llega hasta la insolencia; pero, si espera el perdón, a menudo termina por hacer penitencia.

Si incluso una serpiente puede mudar la piel, ¿no depondremos nosotros el pecado? También la tierra que produce espinas se vuelve feraz si se la cultiva con cuidado: ¿Acaso podremos obtener nosotros de nuevo la salvación? La naturaleza es, pues, capaz de recuperación, pero para ello es necesaria la aceptación voluntaria.

Dios ama a los hombres, y no en escasa medida. No digas tú entonces: He sido fornicario y adúltero, he cometido grandes crímenes, y ello no sólo una vez sino con muchísima frecuencia. ¿Me perdonará, o más bien se olvidará de mí? Escucha lo que dice el salmista: «¡Qué grande es tu bondad, Señor!» (Sal 31,20).

Pecados acumulados no vencen a la multitud de las misericordias de Dios. Tus heridas no pueden más que la experiencia del médico supremo. Entrégate sencillamente a él con fe; indícale al médico tu enfermedad; di tú también con David: «Sí, mi culpa confieso, acongojado estoy por mi pecado» (Sal 38,19). Y se cumplirá en ti lo que también se dice: «Y tú has perdonado la malicia de mi corazón» (Sal 32,5)».