- St. Agatha
- Mark 6:53-56
Amigos, el Evangelio de hoy nos cuenta que Jesús sanó a muchas personas en Gennesaret. Escuchamos que la gente traía enfermos de toda la región y todos se curaban. “En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados”.
Una gran cantidad de teólogos y comentaristas bíblicos contemporáneos han tratado de explicar los milagros de Jesús como símbolos espirituales. Quizás lo más notorio es que muchos predicadores intentaron explicar la multiplicación de los panes y los peces como un “milagro” de caridad, donde todos compartían lo poco que tenían.
¡Pero creo que es difícil negar que los primeros cristianos estaban intensamente interesados en los milagros de Jesús, y que no los veían como meros símbolos literarios! Los vieron por lo que realmente eran: acciones de Dios, irrumpiendo en nuestro mundo.
Jesús muestra una predilección particular por quienes están heridos en el cuerpo y en el espíritu: los pobres, los pecadores, los endemoniados, los enfermos, los marginados. Así, Él se revela médico, tanto de las almas como de los cuerpos, buen samaritano del hombre. Es el verdadero Salvador: Jesús salva, Jesús cura, Jesús sana. Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a llevar la luz de la palabra de Dios y la fuerza de la gracia a quienes sufren y a cuantos los asisten, familiares, médicos y enfermeros, para que el servicio al enfermo se preste cada vez más con humanidad, con entrega generosa, con amor evangélico y con ternura. La Iglesia madre, mediante nuestras manos, acaricia nuestros sufrimientos y cura nuestras heridas, y lo hace con ternura de madre. (Ángelus, 8 de febrero del 2015)
Job 7:1-4.6-7 / 1 Corintios 9:16-19.22-23 / Marco 1:29-39
Estimados hermanos y hermanas,
El fragmento evangélico que nos ha proclamado el diácono tiene, entre otros, dos temas de fondo. Por un lado el tema del mal y del sufrimiento que provoca la enfermedad, y por otro lado nos presenta el esquema de cómo serían las jornadas de Jesús, subrayando no tanto las actividades que llevaba a cabo, sino fijándose en el contenido y el significado de sus acciones y de su vivir.
En lo que se refiere al primer tema, nos damos cuenta de que una de las experiencias más desconcertantes de la vida humana es la del sufrimiento que a menudo se expresa a través de la enfermedad. El misterio del dolor que provoca parece que eche por tierra cualquier sentido que se le quiera dar a la existencia y más bien lo que pone de manifiesto un vacío que rasga el alma ya veces la vida misma. Ésta es la experiencia que hizo Job y que expresaba a sus amigos diciéndoles: “Recordad que mi vida no es sino un respiro: mis ojos no volverán a ver la felicidad”. Desgraciadamente son muchos los que podrían o podríamos identificarnos con estas palabras ya que son tantos los que viven situaciones similares
Si en el siglo XXI un dolor de muelas nos puede dejar muy tocados, es fácil imaginar las situaciones que debían vivir quienes estaban enfermos en tiempos de Jesús donde el conocimiento sobre las patologías era muy limitado al igual que los posibles remedios o medicamentos para curar -las. Sólo hace falta recordar el relato que nos reporta el mismo evangelista san Marcos (4, 25-30) de aquella mujer que tenía pérdidas de sangre desde hacía doce años y que “había sufrido mucho en manos de médicos, y se allí había gastado todo lo que tenía, pero no había obtenido mejora alguna, sino que iba de mal en peor”.
Leyendo y releyendo los textos proclamados me doy cuenta de que nos aportan una luz que nos permite situar el verdadero centro de la cuestión. Un monje de nuestra comunidad, fallecido hace ya unos años, decía que el mal y el sufrimiento no existen sino que lo que existen son hombres y mujeres, pequeños o mayores, que sufren. Es por tanto el hombre y la mujer enfermos que son objeto de la curación por parte de Jesús que entiende su vida como una misión al servicio de la vida, de la salud, de la esperanza, del bien de toda persona.
Lo que acabo de decir lo encontramos expresado en la ida de Jesús en la casa de Simón donde se encontró con la suegra de Pedro que estaba en la cama. No sé si se ha fijado, imagino que sí, en un detalle que podría pasarnos desapercibido: le dio la mano y la hizo quitar; la fiebre le desapareció y ella misma le sirvió en la mesa, es decir, la mano de Jesús la hizo apto de nuevo para el servicio.
Los evangelistas remarcan de manera particular los gestos que Jesús tenía hacia los enfermos y los necesitados, es decir, hacia quienes sufrían. En varias ocasiones la mano se convierte en la protagonista bien tocando, imponiendo las manos, bendiciendo.
Por eso, los cristianos podemos decir sin lugar a dudas que Jesús es la mano que Dios alarga a toda persona necesitada de fuerza, de apoyo, de compañía, de consuelo, de protección,… Nosotros a nuestro turno necesitamos preguntarnos qué hacemos de nuestras manos? ¿cómo las utilizamos? ¿a quién ayudamos? ¿Expresan la proximidad de Dios por quienes padecen cualquier tipo de enfermedad?
El segundo tema que nos ofrece el evangelio de este domingo nos explica lo que hoy llamaríamos la “jornada tipo” de la vida y de la actividad de Jesús. Con tres cuadros muy breves y muy rápidos llenos de dinamismo por los verbos que los construyen, san Marcos, dibuja los rasgos del rostro de Jesús, es decir, un hombre que cura, que reza y anuncia. Durante toda la jornada hasta la puesta del sol Jesús es un donador de vida convirtiéndose así en memoria de Dios por los hombres y mujeres de su tiempo y también de nuestro evidentemente. Durante la noche y el amanecer Jesús es el hombre de la búsqueda de Dios y es la memoria de los hombres para Dios.
En el texto de hoy encontramos todavía toda una serie de verbos que confieren al relato un dinamismo: saliente; se fue, dio, la hizo levantar, curó… Todo ese dinamismo que marcaba su día a día donde era buscado por una multitud de gente que buscaba curación tiene su momento álgido cuando por la mañana, cuando todavía era oscuro, se levantó, se fue a un lugar solitario y se quedó orando. La oración es el mayor milagro del Hijo de Dios, que en la soledad de la noche o del amanecer dialoga con el Padre del cielo, se encuentra a sí mismo y encuentra la acogida en el corazón del Padre, como Hijo eterno amado desde siempre.
Si Jesús actúa así significa que estos momentos de intimidad con Dios son fundamentales e irrenunciables en la vida de sus seguidores. Sólo la oración hace que haya equilibrio incluso en medio del sufrimiento, ya que la oración es el espacio donde se convierte en el milagro cotidiano de sabernos queridos por Dios, porque somos mucho más importantes que todas nuestras llagas y enfermedades.
Simón y sus compañeros viendo que no estaba en casa, salieron a buscarlo y por su sorpresa Jesús les dice: “Vamos a otros lugares, al Es a pueblos vecinos, y también predicaré, que ésta es mi misión». Y fue por toda Galilea, predicando en las sinagogas de cada lugar y sacando a los demonios”, es decir, de la oración ha sacado la fuerza para ir siempre más allá hacia los lugares que necesitan manos que ayuden a levantarse. Por eso Jesús hoy sigue yendo a otros lugares, también donde estamos cada uno de nosotros y si estamos atentos nos daremos cuenta de que su Palabra, como la que hoy hemos escuchado, es la mano que necesitamos para continuar el camino. Que así sea.
Santoral
Águeda o Ágata, Santa
Memoria Litúrgica, 5 de febrero
Virgen y Mártir
Patrona de las enfermeras
Martirologio Romano: Memoria de santa Águeda, virgen y mártir, que en Catania, ciudad de Sicilia, siendo aún joven, en medio de la persecución mantuvo su cuerpo incontaminado y su fe íntegra en el martirio, dando testimonio en favor de Cristo Señor (c. 251).
Etimología: Águeda = Ágata = Aquella que es buena y virtuosa, es de origen griego.
Breve Biografía
Santa Águeda de Catania fue una virgen y mártir según la tradición cristiana. Su día se celebra el 5 de febrero.
Fue una joven siciliana de una familia distinguida y de singular belleza que vivió en el siglo III. El senador Quintianus intentó poseerla aprovechando las persecuciones que el emperador Decio realizó contra los cristianos. El Senador fue rechazado por la joven que ya se había comprometido con Jesucristo. Quintianus intentó con ayuda de una mala mujer, Afrodisia, convencer a la joven Águeda, pero esta no cedió.
El Senador en venganza por no conseguir sus placeres la envía a un lupanar, donde milagrosamente conserva su virginidad. Aún más enfurecido, ordenó que torturaran a la joven y que le cortarán los senos. La respuesta de la luego Santa fue «Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?». Aunque en una visión vio a San Pedro y este curó sus heridas, siguió siendo torturada y fue arrojada sobre carbones al rojo vivo en la ciudad de Catania, Sicilia (Italia). Además se dice que lanzó un gran grito de alegría al expirar, dando gracias a Dios.
Según cuentan el volcán Etna hizo erupción un año después de la muerte de la Santa en el 250 y los pobladores de Catania pidieron su intervención logrando detener la lava a las puertas de la ciudad. Desde entonces es patrona de Catania y de toda Sicilia y de los alrededores del volcán e invocada para prevenir los daños del fuego, rayos y volcanes. También se recurre a ella con los males de los pechos, partos difíciles y problemas con la lactancia. En general se la considera protectora de las mujeres. En el País Vasco se le atribuye una faceta sanadora.
Es la Patrona de las enfermeras y fue meritoria de la palma del martirio con la que se suele representar.
Iconografía
Se la ha representado en el martirio, colgada cabeza abajo, con el verdugo armado de tenazas y retorciendo su seno. También sosteniendo ella misma la tenaza y un ángel con sus senos en una bandeja o ella misma portando la bandeja con sus pechos. La escena de la curación por San Pedro también se ha representado.
A menudo se la representa como protectora contra el fuego, con lo que lleva una antorcha o bastón en llamas, o una vela, intentado extinguir el incendio.