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Un punto de vista estándar hoy en día, que se muestra en prácticamente todos los rincones de nuestra vida cultural, es que la persona individual tiene la prerrogativa de crear sus propios valores. La libertad, especialmente la libertad de autodeterminación, es prácticamente inexpugnable. Francamente, ¡no se me ocurre nada más aburrido!

Si definimos nuestros propios valores, nuestra propia verdad, nuestro propio propósito, nos encerramos efectivamente en el pequeño espacio de lo que podemos imaginar o controlar. Cuando seguimos estos impulsos de nuestra cultura actual, nos convertimos en almas encogidas, lo que los filósofos medievales llamaban pusillae animae. Todo el sentido de una formación intelectual católica es producir magnae animae (almas grandes). Un alma grande no inventa sus propios valores, sino que intuye los maravillosos valores intelectuales, morales y estéticos que se encuentran en el orden objetivo, y luego responde a ellos con todo su corazón. De este modo, se expande de manera acorde con los bienes que la han cautivado.

Los pueblos primitivos de todo el mundo era convencer a un joven de que su vida no gira en torno a él. Por lo general, se le arrancaba de su cómodo entorno doméstico, se le escarificaba de alguna manera, se le instruía en las costumbres de su tribu y, después, equipado sólo con unas pocas provisiones, se le arrojaba a la selva o al bosque o a la tundra y se le decía que se las arreglara solo. No se trataba de una crueldad arbitraria; era una invitación a salir de su propio espacio y a descubrir los valores objetivos en la historia de su pueblo, en la naturaleza y, finalmente, en el orden espiritual.

Su generación, diría, está especialmente orientada al ámbito del valor en lo que respecta a dos áreas: las ciencias naturales y la justicia social. En el curso de mi trabajo evangélico, encuentro que hay, entre muchos jóvenes, una gran reverencia por las ciencias y la tecnología que han producido. Aunque demuestran cierta impaciencia con otras disciplinas, tienden a aceptar la física, la química, la medicina y la ingeniería como autoritativas. Al hacerlo, están reconociendo un ámbito de valor extraordinariamente significativo, a saber, la inteligibilidad objetiva. Ningún científico —físico, químico, astrónomo, psicólogo, etc.— podría poner en marcha su trabajo si no cree que el mundo que investiga está marcado por la forma, el patrón, la comprensibilidad. El investigador responsable no inventa la inteligibilidad; la encuentra, la sigue, se alegra de ella.

Y ustedes y sus compañeros son unos apasionados de las cuestiones de justicia social. Están deseando luchar contra la corrupción, la discriminación, los prejuicios raciales y la desigualdad; defienden la inclusión, la aceptación de la diversidad y la atención a los marginados de la sociedad. Al hacerlo, están reconociendo la existencia de ciertos valores morales que no has inventado y que se aplican en todas las circunstancias. Apuesto a que ninguno de ustedes diría que el racismo, el sexismo o la trata de seres humanos son aceptables en algunos contextos o que oponerse a ellos es simplemente una cuestión de opinión personal. No, en realidad, se sienten tan fuerte en estos asuntos precisamente porque saben que son absolutos morales que llaman su atención y exigen su aquiescencia. Al igual que la inteligibilidad del mundo, estas verdades morales objetivas los sacan de ustedes mismos y los llevan a la aventura espiritual.

 

Hay una historia que se cuenta de Tomás de Aquino. Hacia el final de su vida, Tomás se afanaba en la sección de la Suma Teológica que trata de la Eucaristía. 

Aunque en la actualidad se suele considerar una obra maestra, el propio Tomás se sentía incómodo con su tratado, convencido de que no hacía justicia al misterio que intentaba describir.

Así que colocó el texto a los pies del crucifijo y pidió la ayuda de Dios. Según la leyenda, una voz salió de la figura de Cristo crucificado: “Tomás, has escrito bien de mí. ¿Qué quieres como recompensa?”.

El gran hombre podría haber pedido cualquier cosa: fama, riqueza, un cargo poderoso. Pero, en cambio, dijo: “Non nisi te, Domine” (Nada excepto tú, Señor). 

El pasó su vida discerniendo y buscando valores objetivos, y sabía que todos esos bienes encuentran su fuente en el valor supremo de Dios. Su alma se extendió hacia las grandes cosas y finalmente hacia el Creador de esas grandes cosas.

 

 

Lucas 18:1-8

En nuestro Evangelio de hoy, Jesús les cuenta a sus discípulos “una parábola sobre la necesidad de orar siempre sin cansarse”: la parábola de la viuda insistente y persistente. Ella sigue insistiendo en su demanda contra el juez, y el juez, que no es ningún santo, finalmente cede a su persistencia.

 

 

Cuando confiamos en nuestros propios poderes en la lucha espiritual contra la oscuridad, el odio y la división, fallamos. Pero cuando nos abrimos al poder infinito de Dios y confiamos en el poder de la oración, entonces la batalla sale bien. Como dice el Señor en la parábola: “¿No asegurará Dios los derechos de sus escogidos que claman a él día y noche? ¿Tardará en responderlas? Debemos canalizar un poder que va infinitamente más allá de nosotros mismos si queremos tener éxito.Dios quiere que persistamos en pedir su poder, su coraje y su fuerza. Esta verdad bíblica se repite una y otra vez en las Escrituras. La oración persistente es la clave del éxito en nuestro combate espiritual.

 

 


Dedicación de las Basílicas de San Pedro y San Pablo

Fiesta, 18 de noviembre




 

 

Dedicación de las basílicas de los santos Pedro y Pablo, apóstoles. La primera de ellas fue edificada por el emperador Constantino sobre el sepulcro de san Pedro en la colina del Vaticano, y al deteriorarse por el paso de los años fue reconstruida con mayor amplitud y de nuevo consagrada en este mismo día de su aniversario. La otra, edificada por los emperadores Teodosio y Valentiniano en la vía Ostiense, después de quedar aniquilada por un lamentable incendio fue reedificada en su totalidad y dedicada el diez de diciembre. Con su común conmemoración se quiere significar, de algún modo, la fraternidad de los apóstoles y la unidad en Iglesia (1626; 1854).

 

La actual Basílica de San Pedro en Roma fue consagrada por el Papa Urbano Octavo el 18 de noviembre de 1626, aniversario de la consagración de la Basílica antigua.

La construcción de este grandioso templo duró 170 años, bajo la dirección de 20 Sumos Pontífices. Está construida en la colina llamada Vaticano, sobre la tumba de San Pedro.

Allí en el Vaticano fue martirizado San Pedro (crucificándolo cabeza abajo) y ahí mismo fue sepultado. Sobre su sepulcro hizo construir el emperador Constantino una Basílica, en el año 323, y esa magnífica iglesia permaneció sin cambios durante dos siglos. Junto a ella en la colina llamada Vaticano fueron construyéndose varios edificios que pertenecían a los Sumos Pontífices. Durante siglos fueron hermoseando cada vez más la Basílica.

Cuando los Sumos Pontífices volvieron del destierro de Avignon el Papa empezó a vivir en el Vaticano, junto a la Basílica de San Pedro (hasta entonces los Pontífices habían vivido en el Palacio, junto a la Basílica de Letrán) y desde entonces la Basílica de San Pedro ha sido siempre el templo más famoso del mundo.

La Basílica de San Pedro mide 212 metros de largo, 140 de ancho, y 133 metros de altura en su cúpula. Ocupa 15,000 metros cuadrados. No hay otro templo en el mundo que le iguale en extensión.

Su construcción la empezó el Papa Nicolás V en 1454, y la terminó y consagró el Papa Urbano VIII en 1626 (170 años construyéndola). Trabajaron en ella los más famosos artistas como Bramante, Rafael, Miguel Angel y Bernini. Su hermosura es impresionante.

 

 

Hoy recordamos también la consagración de la Basílica de San Pablo, que está al otro lado de Roma, a 11 kilómetros de San Pedro, en un sitio llamado «Las tres fontanas», porque la tradición cuenta que allí le fue cortada la cabeza a San Pablo y que al cortársela cayó al suelo y dio tres golpes y en cada golpe salió una fuente de agua (y allí están las tales tres fontantas).


La antigua Basílica de San Pablo la habían construido el Papa San León Magno y el emperador Teodosio, pero en 1823 fue destruida por un incendio, y entonces, con limosnas que los católicos enviaron desde todos los países del mundo se construyó la nueva, sobre el modelo de la antigua, pero más grande y más hermosa, la cual fue consagrada por el Papa Pío Nono en 1854. En los trabajos de reconstrucción se encontró un sepulcro sumamente antiguo (de antes del siglo IV) con esta inscripción: «A San Pablo, Apóstol y Mártir».

 

 

Estas Basílicas nos recuerdan lo generosos que han sido los católicos de todos los tiempos para que nuestros templos sean lo más hermoso posible, y cómo nosotros debemos contribuir generosamente para mantener bello y elegante el templo de nuestro barrio o de nuestra parroquia.


 

 

El encuentro de los corazones

Santo Evangelio según San Lucas 18, 1-8.

 

 

Sábado XXXII del Tiempo Ordinario.





En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!



Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)



Señor Jesús, por favor enséñame a disfrutar cada momento de unión contigo a través de mi humilde oración.



Evangelio del día (para orientar tu meditación)


Del santo Evangelio según san Lucas 18, 1-8



En aquel tiempo, para enseñar a sus discípulos la necesidad de orar siempre y sin desfallecer, Jesús les propuso esta parábola: «En cierta ciudad había un juez que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Vivía en aquella misma ciudad una viuda que acudía a él con frecuencia para decirle: ‘Hazme justicia contra mi adversario’. Por mucho tiempo, el juez no le hizo caso, pero después se dijo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, por la insistencia de esta viuda, voy a hacerle justicia para que no me siga molestando'». Dicho esto, Jesús comentó: «Si así pensaba el juez injusto, ¿creen acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, y que los hará esperar? Yo les digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen que encontrará fe sobre la tierra?».



Palabra del Señor.


Medita lo que Dios te dice en el Evangelio



En determinadas ocasiones, es muy fácil decir que no sabemos qué nos pide Dios, inclusive afirmamos, que no le oímos, o peor aún que no nos habla, pero ¿qué tanto nos preparamos para entablar un diálogo de corazón a corazón con Aquél que nos ama? ¿Qué tanto le buscamos? ¿Qué tanto insistimos en el momento de pedir algo? ¿Nos hemos preguntado, alguna vez, si realmente pedimos aquello que necesitamos? ¿Aquello que verdaderamente nos conviene?


Gran enseñanza nos quiere dar Jesús mediante esta parábola, pues quiere disponer nuestro corazón para tener un verdadero encuentro con Él. Quiere que hagamos la experiencia de unos hijos que sienten en su corazón la necesidad de pedir y agradecer a un Padre que está siempre a la escucha de sus pequeños. En todo momento y ante cualquier circunstancia, sea buena o sea mala, el Señor está a la escucha. Lo que no comprendemos muchas veces, es que hay ocasiones en las cuales el Señor ve que lo que pedimos no es conveniente para nosotros, o puede pasar que no insistimos suficiente, quizá sea que nos falta paciencia, esa paciencia de la cual hablaba santa Teresa «Confianza y fe viva, mantenga el alma, que quien cree y espera, todo lo alcanza». Pues Dios, que es un gran Padre y no descuida a ninguno de sus hijos no es ajeno a aquello que le pidamos desde el fondo de nuestro corazón.

 

 

No dudemos jamás y no nos cansemos de pedir, pues la esperanza debe de ser esa flama viva que alimenta nuestra confianza a través de la oración, pidámosle ante todo al Señor que nos enseñe a orar, pues como nos recuerda constantemente el Papa Francisco: «Es necesario orar siempre y sin desanimarse».



«Como Jesús en Getsemaní, tenemos que orar confiándolo todo al corazón del Padre, sin pretender que Dios se amolde a nuestras exigencias, modos o tiempos, esto provoca cansancio o desánimo, porque nos parece que nuestras plegarias no son escuchadas. Si, como Jesús, confiamos todo a la voluntad del Padre, el objeto de nuestra oración pasa a un segundo plano, y se manifiesta lo verdaderamente importante: nuestra relación él. Este es el efecto de la oración, transformar el deseo y modelarlo según la voluntad de Dios, aspirando sobre todo a la unión con él, que sale al encuentro de sus hijos lleno de amor misericordioso».
(Catequesis de S.S. Francisco, 25 de mayo de 2016).



Diálogo con Cristo


 

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.


Propósito


Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.


Hoy dialogaré con Jesús sobre todo aquello que llevo en mi corazón. Sea bueno, sea malo, lo dejaré en sus manos y tendré la esperanza y la certeza de que serán oídas con mucho amor.


Despedida


Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

 

 

Las Basílicas de San Pedro y San Pablo en Roma

No se conservan las tumbas de los mártires de los dos primeros siglos pero hay dos excepciones: la tumba de San Pedro y la de San Pablo




 

 

Durante el siglo III los cristianos comienzan a dar culto litúrgico a los mártires, sus hermanos en la fe, que amaron a Dios más que a su propia vida. El culto empieza en las mismas tumbas. La comunidad cristiana se reúne lo más cerca posible del sepulcro para conmemorar el aniversario del martirio. En estas reuniones se celebraba la santa misa y un testigo presencial relataba las vicisitudes del martirio o bien se leían las actas. No era raro ver en primera fila al hijo, al padre o a la esposa del glorioso mártir. La tumba de un mártir constituye una gloria local, y, visitada en un principio por parientes y amigos, acaba por convertirse en centro de peregrinación. En el siglo IV, cuando la Iglesia goza de paz después del azaroso período de persecuciones, se levantan bellas basílicas en honor de los mártires, procurando siempre que el altar central (el único que había entonces en las iglesias) se asiente encima del sepulcro, aunque para ello tengan que nivelar el terreno o inutilizar otras sepulturas. Desde la iglesia se podía descender por escaleras laterales hasta la cámara sepulcral o cripta, situada debajo del presbiterio, en donde estaba el cuerpo del mártir.

 

No se conservan las tumbas de los mártires de los dos primeros siglos por la sencilla razón de que aún no se les daba culto. Hay, empero, dos excepciones, y son la tumba de San Pedro, primer papa, y la de San Pablo, apóstol de los gentiles. Ambos fueron martirizados en Roma hacia el año 67, en distinta fecha, aunque la liturgia celebre su fiesta el mismo día 29 de junio. San Pedro fue crucificado, según tradición, y los cristianos le dieron sepultura en un cementerio público de la colina Vaticana, junto a la vía Aurelia, mientras que San Pablo murió decapitado (tuvieron con él esta deferencia por tratarse de un ciudadano romano), siendo enterrado en la vía Ostiense, muy cerca del Tíber. Tenían los dos mucha importancia en la fundación de la Iglesia romana para que los cristianos perdieran el recuerdo de sus tumbas.

Efectivamente, hacia el año 200, el sacerdote romano Gayo, en una discusión con Próculo, representante de la secta montanista, le decía a éste: «Yo te puedo mostrar los restos de los apóstoles; pues, ya te dirijas al Vaticano, ya a la vía Ostiense, hallarás los trofeos de quienes fundaron aquella Iglesia» (Eusebio, Hist. Ecl., II, 25,7.)

Cesaron las persecuciones y Constantino subió al trono imperial. Por aquellos días gobernaba la Iglesia el papa San Silvestre. Su biógrafo, en el Liber Pontificalis, dice que el emperador construyó, a ruegos del Papa, la basílica sobre la tumba de San Pedro. La empresa no fue fácil, pues el sepulcro estaba en una pendiente bastante pronunciada de la colina. Tuvieron que levantar altos muros a un lado, ahondar el terreno en otro y nivelar el conjunto hasta obtener una gran plataforma. El Papa la dedicó en el año 326 y, según se lee en el Breviario Romano, erigió en ella un altar de piedra, al que ungió con el sagrado crisma, disponiendo además que, en adelante, tan sólo se consagraran altares de piedra. Era una basílica grandiosa, a cinco naves, con un pórtico en la entrada, y que perduró por toda la Edad Media. Debajo del altar, a unos metros de profundidad había la cripta con la tumba del apóstol, la cual fue recubierta con una masa de bronce y una cruz horizontal encima, toda ella de oro, de 150 libras de peso, debido a la munificencia de Constantino. La cripta era inaccesible, pero los peregrinos para confiarse al Santo se acercaban a la ventanilla de la confesión (una abertura que había en la parte delantera del altar), y desde allí, por un conducto interior, hacían descender lienzos y otros objetos que tocaran el sepulcro. Dichos objetos eran conservados como recuerdo y venerados a modo de reliquias. Así como la basílica de Letrán, edificada también por Constantino y dedicada en un principio al Salvador, era considerada como la catedral de Roma y fue residencia de los Papas por toda la Edad Media, la de San Pedro venía a ser la catedral del mundo. En ella se reunían los fieles en las principales festividades del año litúrgico: Navidad, Epifanía, Pasión, Pascua, Ascensión y Pentecostés. El nuevo Papa recibía la consagración en San Pedro y allí era sepultado al morir. En ella eran ordenados los presbíteros y diáconos romanos.

Constantino cuidó también de la edificación de la basílica de San Pablo sobre la tumba de éste apóstol en la vía Ostiense. Era un edificio más bien pequeño; por eso algunos años después, en tiempo del emperador Valentiniano, construyeron otra mucho mayor a cinco naves, de orientación contraria a la anterior, sin tocar, no obstante, el altar primitivo. Todavía se conservan hoy, en la mesa del altar, los agujeros por los que en otros tiempos se hacían descender los lienzos y los incensarios para fumigar el sepulcro.

Desde un principio, ambas basílicas ofrecen una historia parecida. Son los dos templos más visitados de Roma y se convierten en centros mundiales de peregrinación. Desde todas partes del orbe cristiano se iba a rendir homenaje a los Príncipes de los Apóstoles (ad limina apostolorum). Era tal la concurrencia de peregrinos que el papa San Simplicio, en el siglo V, estableció en ambas basílicas un servicio permanente de sacerdotes para administrar el bautismo y la penitencia. Cuando Alarico sitió la ciudad de Roma en el año 410, prometió a los romanos que las tropas respetarían a quienes se refugiasen en las basílicas apostólicas. A propósito de esto nos cuenta San Jerónimo que la noble dama Marcela huyó de su palacio del Aventino y corrió a la basílica de San Pablo «para hallar allí su refugio o su sepultura». En invasiones posteriores, los romanos no tuvieron tanta suerte, y las basílicas apostólicas fueron saqueadas más de una vez. A fin de evitar tantos desastres, León IV, en el siglo IX, hizo amurallar la basílica vaticana y los edificios contiguos, creando la que en adelante se llamó Ciudad Leonina. Lo propio hizo luego el papa Juan VIII con la basílica de San Pablo. El nuevo recinto tomó el nombre de Joanópolis.

 

 

La confesión y el altar de San Pedro sufrieron diversas restauraciones en el decurso de los siglos. Al final de la Edad Media, la basílica vaticana, además de resultar pequeña, amenazaba ruina; por lo cual, el papa Nicolás V determinó la construcción de la actual. Tomaron parte en los trabajos los arquitectos más destacados de la época y los mejores artistas. La obra duró varios pontificados, hasta que fue consagrada por el papa Urbano VIII en 18 de noviembre de 1626, exactamente a los trece siglos de haber sido erigida la anterior. La actual basílica tiene la forma de cruz latina con el altar en el centro de los brazos y en el mismo sitio que ocupaba el anterior, pero en un plano más elevado. Ocupa un espacio que rebasa los quince mil metros cuadrados. La longitud total, comprendiendo el pórtico, es de doscientos once metros y medio. La nave transversal tiene ciento cuarenta metros. La cúpula se eleva a ciento treinta y tres metros del suelo, con un diámetro de cuarenta y dos metros. No hay que decir que es la mayor iglesia del mundo. En las recientes excavaciones llevadas a cabo por indicación del papa Pío XII, se hallaron las capas superpuestas de las distintas restauraciones; de modo que las noticias que se tenían sobre la historia de la tumba han sido admirablemente confirmadas por los vestigios monumentales que han ido apareciendo en el decurso de las excavaciones. Debajo del altar actual apareció la confesión y el altar construido por Calixto II en el siglo xii. Debajo de éste había otro altar, el que edificó el papa San Gregorio el Magno hacia el año 600. Más abajo estaba la construcción sepulcral del tiempo de Constantino. Y, ahondando más, dieron con el primer revestimiento de la tumba, que, según la tradición, había sido hecha en tiempo del papa Anacleto, pero que el estudio atento de los materiales empleados ha puesto en claro que fue en tiempos, del papa Aniceto, hacia el año 160. La equivocación de estos dos nombres en documentos posteriores es por demás comprensible. Finalmente, debajo de la memoria del papa Aniceto se halló una humilde fosa excavada en la tierra y recubierta con tejas (según costumbre) con los restos del apóstol.

 

 

La basílica de San Pablo, también a cinco naves separadas por veinticuatro columnas de mármol, enriquecida con mosaicos y por los famosos medallones de todos los Papas, era considerada en la Edad Media como la basílica más bella de Roma. Pero, en 1823, un incendió la destruyó casi por completo. León XII ordenó la reconstrucción siguiendo el mismo plano y aprovechando lo que había salvado de la antigua, entre otras cosas, el famoso mosaico del arco triunfal del tiempo de Gala Placidia. La consagró el papa Pío IX el 10 de diciembre de 1854, con asistencia de muchos cardenales y obispos de todo el orbe que habían acudido a Roma para la proclamación del dogma de la Inmaculada, que tuvo lunar dos días antes. Se estableció, sin embargo, que el aniversario de la consagración continuase celebrándose el 18 de noviembre. De esta forma se ha respetado una vez más el interés de la sagrada liturgia en unir en un mismo día (29 de junio) la fiesta y la dedicación (18 de noviembre) de los dos apóstoles columnas de la Iglesia, tan dispares en su origen (el uno apóstol y el otro perseguidor), tan diversos en su apostolado (el uno representa la tradición y el otro la renovación), pero unidos ambos por el martirio bajo una misma persecución, y unidos, sobre todo, por el mismo amor ardiente y sincero a Jesús.