El mensaje del Maestro es claro: mientras los grandes de la Tierra construyen «tronos» para el poder propio, Dios elige un trono incómodo, la cruz, desde donde reinar dando la vida:
«Tampoco el Hijo del Hombre —dice Jesús— ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos»
El camino del servicio es el antídoto más eficaz contra la enfermedad de la búsqueda de los primeros puestos; es la medicina para los arribistas, esta búsqueda de los primeros puestos, que infecta muchos contextos humanos y no perdona tampoco a los cristianos, al pueblo de Dios, ni tampoco a la jerarquía eclesiástica.
Por lo tanto, como discípulos de Cristo, acojamos este Evangelio como un llamado a la conversión, a dar testimonio con valentía y generosidad de una Iglesia que se inclina a los pies de los últimos, para servirles con amor y sencillez. (Ángelus, 21 octubre 2018)
• Matthew 20:20-28
Amigos, en el Evangelio de hoy, la madre de Santiago y Juan le pide a Jesús en nombre de ellos para que puedan desempeñarse en algo principal dentro de Su Reino. Este Evangelio nos muestra que estos hermanos están en un mal lugar espiritual. Tenemos que dejar el libreto de la obra que nosotros estamos escribiendo, dirigiendo y protagonizando a la obra que Dios dirige.
Para ser justos con ellos, el requerimiento tiene cierto sentido ya que esperaban que el Mesías fuera un nuevo David, y este David era un hombre de tremendo poder y honor. El poder es la capacidad de hacer las cosas; sin ello nada de valor hubiera sido logrado. El honor es una forma de señalar a los demás algo que vale la pena notar.
Pero Santiago y Juan están pidiendo estas dos cosas con el espíritu equivocado. Cuando el ego toma poder y honor para sí mismo las cosas se vuelven disfuncionales muy rápidamente. ¿Entonces, qué debemos hacer? En otras versiones de esta historia, Jesús coloca a un niño en medio de los Doce para mostrar a alguien que no tenía ni poder ni honor. Aquí Él simplemente dice “El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo”.
Santiago el Mayor, Santo
Apóstol, 25 de julio
Martirologio Romano: Solemnidad del apóstol Santiago, hijo del Zebedeo y hermano de san Juan Evangelista, que con Pedro y Juan fue testigo de la transfiguración y de la agonía del Señor. Decapitado poco antes de la fiesta de Pascua por Herodes Agripa, fue el primero de los apóstoles que recibió la corona del martirio (s. I).
Etimológicamente: Santiago = Dios, recompensara, es de origen hebreo
Breve Biografía
Santiago es uno de los doce Apóstoles de Jesús; hijo de Zebedeo. El y su hermano Juan fueron llamados por Jesús mientras estaban arreglando sus redes de pescar en el lago Genesaret.
Recibieron de Cristo el nombre «Boanerges», significando hijos del trueno, por su impetuosidad.
En los evangelios se relata que Santiago tuvo que ver con el milagro de la hija de Jairo. Fue uno de los tres Apóstoles testigos de la Transfiguración y luego Jesús le invitó, también con Pedro y Juan, a compartir mas de cerca Su oración en el Monte de los Olivos.
Los Hechos de los Apóstoles relatan que éstos se dispersaron por todo el mundo para llevar la Buena Nueva. Según una antigua tradición, Santiago el Mayor se fue a España. Primero a Galicia, donde estableció una comunidad cristiana, y luego a la cuidad romana de Cesar Augusto, hoy conocida como Zaragoza. La Leyenda Aurea de Jacobus de Voragine nos cuenta que las enseñanzas del Apóstol no fueron aceptadas y solo siete personas se convirtieron al Cristianismo. Estos eran conocidos como los «Siete Convertidos de Zaragoza». Las cosas cambiaron cuando la Virgen Santísima se apareció al Apóstol en esa ciudad, aparición conocida como la Virgen del Pilar. Desde entonces la intercesión de la Virgen hizo que se abrieran extraordinariamente los corazones a la evangelización de España.
En los Hechos de los Apóstoles descubrimos fue el primer apóstol martirizado. Murió asesinado por el rey Herodes Agripa I, el 25 de marzo de 41 AD (día en que la liturgia actual celebra La Anunciación). Según una leyenda, su acusador se arrepintió antes que mataran a Santiago por lo que también fue decapitado. Santiago es conocido como «el Mayor», distinguiéndolo del otro Apóstol, Santiago el Menor.
La tradición también relata que los discípulos de Santiago recogieron su cuerpo y lo trasladaron a Galicia (extremo norte-oeste de España). Su restos mortales están en la basílica edificada en su honor en Santiago de Compostela. En España, Santiago es el mas conocido y querido de todos los santos. En América hay numerosas ciudades dedicadas al Apóstol en Chile, República Dominicana, Ecuador, Cuba y otros países.
El reto de estar junto a Cristo
Santo Evangelio según san Mateo 20, 20-28.
Santiago Apóstol
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Protégeme, Dios mío, porque me refugio en ti.
Yo digo al Señor, “Señor, Tú eres mi bien, no hay nada superior a ti”.
El Señor es la parte de mi herencia y mi cáliz, ¡Tú decides mi suerte!
Tengo siempre presente al Señor; con Él a mi derecha no vacilaré.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha (Salmo 16).
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 20, 20-28
En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo, junto con ellos, y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: “¿Qué deseas?” Ella respondió: “Concédeme que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino”. Pero Jesús replicó: “No saben ustedes lo que piden. ¿Podrán beber el cáliz que yo he de beber?”. Ellos contestaron: “Sí podemos”. Y él les dijo: “Beberán mi cáliz; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; es para quien mi Padre lo tiene reservado”. Al oír aquello, los otros diez discípulos se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: “Ya saben que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. Que no sea así entre ustedes. El que quiera ser grande entre ustedes, que sea el que los sirva, y el que quiera ser primero, que sea su esclavo; así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida por la redención de todos”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Es bastante obvio que Santiago y Juan eran ambiciosos. No les bastaba con el honor de estar en el selecto grupo de los Doce. Querían ser la mano derecha e izquierda del Maestro. Buscaban lo mejor en este nuevo Reino que Jesús anunciaba. No había límites en su objetivo y le expusieron claramente –por medio de su madre– aquello que deseaban.
¿Qué tipo de ambición es ésta? ¿Acaso buscaban un cargo de honor y poder en el Reino de la humildad y mansedumbre? Tal vez algo sí; somos humanos y se pueden colar intenciones egoístas de por medio. O tal vez no, sobre todo si recordamos el primer encuentro con Jesús. Juan había sido discípulo del Bautista, escuchó la exclamación «¡He aquí el Cordero de Dios!» y sin pensarlo dos veces se adhirió al grupo de seguidores de Jesús. En ese momento, Jesús da media vuelta, lo mira y le pregunta: «¿Qué buscas?» Tal vez, con el paso del tiempo, la búsqueda seguía siendo la misma: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1, 35-39). Un camino de descubrir y encontrarse profundamente con el Salvador, el Maestro, el Amigo.
Es cierto, de todas maneras, Santiago y Juan eran ambiciosos. Por algo se llamaban los «hijos del Trueno». Donde caen tienen que hacer ruido y deslumbrar. Y no sólo por el temperamento. Seguramente su mismo corazón era como de trueno, que nace de una fricción muy fuerte en las alturas y que conecta el cielo con la tierra. Su mismo amor era como un trueno: ¡A los pocos años el resplandor de Santiago llegaría hasta el extremo del imperio Romano, allá por España!
La sana ambición es una fuente de energía. ¿Y si nuestra ambición tiene el único motivo del amor? Amar más, amar mejor, estar lo más cerca posible del Señor. Con esta fuerza como de un trueno, el amor deja de ser una idea bonita pero abstracta. El amor se traduce en beber el cáliz de la cruz; la ambición se hace carne en el servicio más humilde. Para el que ama de verdad a Cristo, no hay reto demasiado exigente.
«Ir por los caminos siguiendo la “locura” de nuestro Dios que nos enseña a encontrarlo en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el enfermo, en el amigo caído en desgracia, en el que está preso, en el prófugo y el emigrante, en el vecino que está solo. Ir por los caminos de nuestro Dios que nos invita a ser actores políticos, pensadores, movilizadores sociales. Que nos incita a pensar en una economía más solidaria que esta. En todos los ámbitos en los que nos encontremos, ese amor de Dios nos invita llevar la Buena Nueva, haciendo de la propia vida una entrega a él y a los demás. Esto significa ser valerosos, esto significa ser libres». (Discurso de S.S. Francisco, 30 de julio del 2016).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy pondré un esfuerzo especial en mi trabajo o responsabilidades, ofreciéndole al Señor lo mejor de mí.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Santiago el Mayor, al amor por el dolor
En la figura del Apóstol Santiago, el amor verdadero se curte en el dolor y en la cruz.
Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé (Mc 15,40), hermano del Apóstol Juan, fue uno de los tres discípulos más cercanos a Jesús: testigo de la curación de la suegra de Pedro (Mc 1,29-31), de la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,37-43), de la transfiguración de Cristo (Mc 9,2-8) y de la agonía de Getsemaní (Mt 26,37).
La vocación de Santiago está relatada de forma precisa: «Caminando adelante vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y a su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando las redes, y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron» (Mt 4, 21-22). Era de temperamento fuerte, pues enfadado por el rechazo de los pueblos samaritanos a Cristo, le proponen hacer bajar fuego del cielo (Lc 9,54-56). Cristo, ante la petición materna por sus hijos, le anuncia el martirio (Mt 20,21-28).
Vamos a contemplar en la figura del Apóstol Santiago cómo el amor verdadero se curte en el dolor y el la cruz. Sin duda, la cruz de Cristo es para nosotros el signo más evidente y claro del amor loco de Dios al hombre.
Amor y dolor constituyen dos términos de una misma realidad. Más aún, no puede existir el uno sin el otro. Un amor que no comportara sufrimiento, renuncia, sacrificio ya de entrada sería sospechoso. Un dolor que no se viviera con amor sería asimismo estéril e inútil. Justamente o el amor abre la puerta al dolor para demostrarse auténtico y el dolor se funde en el amor para vivirse en paz, o todo suena a patraña y a mentira. De hecho, cuando levantamos los ojos a la Cruz de Cristo, es cierto que vemos a un crucificado, pero sobre todo vemos en la Cruz el amor loco de Dios por nosotros. A través del dolor de Cristo comprendemos ese amor personal e infinito que nos tiene. Si en la cruz no hubiera amor, sería simplemente una estupidez. Por eso, como dice S. Pablo, la cruz es escándalo para los judíos , necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1, 23-24).
Al hombre de hoy de siempre la Cruz se le presenta como una realidad que inspira temor y rechazo. La sociedad siempre nos está prometiendo una vida fácil, cómoda, agradable, en la medida de lo posible ajena al sacrificio, al esfuerzo, al dolor. Por eso nos resulta tan difícil escoger el camino de Dios, y tan fácil seguir el derrotero del mundo. Sin embargo, la realidad es que nadie puede escapar a la presencia de la cruz y del dolor. Hay mucho tipo de cruces: cruces de todos los tamaños y de todos los colores, cruces más sangrantes y más profundas, cruces más llamativas y más calladas.
El destino del hombre sobre la tierra pasa por la cruz en su camino hacia Dios. Si es inútil el querer escapar de su presencia; es todavía más bochornoso el vivir la cruz sin esperanza, sin amor, porque entonces la cruz amarga la vida y produce rebeldía.
El amor se convierte, por ello, en la única respuesta válida a todos los sacrificios, sufrimientos, luchas y trabajos del hombre. No se puede evitar la cruz en cualquiera de sus formas, pero siempre se puede vivirla con amor para darle sentido. Si esto se entendiera, los seres humanos verían en las dificultades de la vida, cualquiera de ellas, una forma de amor. Los problemas cotidianos de un matrimonio son ocasiones maravillosas para demostrarse un amor genuino y auténtico; los sufrimientos por los hijos se transforman en modos de amor más profundos que el simple cariño; los esfuerzos que exige la fe adquieren para ella el brillo de la autenticidad y de la verdad; el sacrificio en el seguimiento de Dios nos demuestra que Dios es demasiado grande y maravilloso para nosotros. Hay que sospechar generalmente de realidades que no cuestan, de matrimonios que no cuestan, de evangelios que no cuestan, de pertenencias a la Iglesia que no cuestan, de amores que no cuestan.
El dolor es, pues, la garantía del verdadero amor. Sólo es capaz de sufrir el que ama. Contemplamos así la vida de tantas personas que en el silencio de sus vidas, día a día, es el amor el que las impulsa a ir adelante, a pesar de todo y contra todo. Van adelante en su vida espiritual, aunque les atenace la sequedad; se humillan en el matrimonio esperando mejores momentos para solucionar las crisis; rezan con confianza a Dios cuando los hijos están pasando por momentos especialmente complicados; perseveran en las decisiones buenas, aunque a veces parezca que carecen de fuerza para seguir adelante. Sería extrañísimo e incluso desilusionador el amar sin tener que sufrir. Mas aun, el que ama se complace en el sufrir por aquél a quien ama. Hay santos que del cielo lo único que no les gusta es el no poder sufrir ya.
El Evangelio a través de dos evangelistas nos refiere de forma parecida, pero con matices diversos, una simpática escena en la que se pide para Santiago y Juan, su hermano, un lugar privilegiado en el Reino de Cristo. En Mt 20,21-28 es la madre de éstos, Salomé, quien eleva esta petición a Cristo. Y en Mc 10, 35-45 son ellos mismos directamente quienes hacen esta petición. Jesús en ambos relatos les dice que no saben lo que están pidiendo y les lanza esa misteriosa pregunta si pueden beber del cáliz que él va a beber. Ellos afirman que sí. Pero Jesús les anuncia que efectivamente van a beber el cáliz, pero respecto al sitio a su derecha e izquierda es para aquellos para quienes esté preparado.
«Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10, 37). No hay duda de que es el amor el que impulsa a estos dos hermanos a pedirle a Cristo un privilegio tan extraordinario. Por el carácter apasionado, al menos de Santiago, suena lógico que quisiera estar cerca del Maestro en su gloria. El amor empuja hacia el amado de una forma irresistible. Sin embargo, para Santiago en este momento todavía el amor es un sentimiento, un impulso, una inclinación.
Es bello, pero no ha sido probado por el dolor. Aunque posteriormente se enfaden los demás por esta petición tan osada, no hay que quitarle valor a este deseo de los dos hermanos. Y Cristo la comprende. ¿Quién de los Apóstoles no desearía algo tan maravilloso? A Santiago no le bastaba la cercanía; quería la intimidad, la posesión, la totalidad.
«¿Podéis beber la copa que yo voy a beber o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» (Mc 10, 38). Cristo enseguida trata de hacerle comprender con esta dura pregunta que para poder decir que se ama es necesario decirlo con el dolor. Si quiere de veras amarlo a Él, estar cerca de Él, compartir todo con Él, tendrá que beber su cáliz, cáliz que es Getsemaní, cáliz que es la muerte en la Cruz, cáliz que es la renuncia total a sí mismo. De esta forma Cristo toca la verdad más hermosa del amor: no se puede amar, cuando el amor no cuesta, o también el dolor es el modo más genuino y auténtico de amar. Seguramente en la vida es así: hasta que el amor no ha sido purificado por el dolor, no se puede decir que se ama en serio.
«Sí, podemos» (Mc 10,39). Del corazón decidido y generoso de Santiago salen estas palabras que confirman por un lado que ha entendido lo que el Maestro le ha enseñado acerca del amor a él y por otro que está dispuesto a seguir la suerte del Maestro hasta donde sea necesario, incluida la muerte. Jesús le confirma que efectivamente va a beber la copa que él va a beber y a ser bautizado con ese bautismo de sangre que será su muerte, pero le anuncia que sentarse a su derecha o a su izquierda no puede él concederlo. De alguna manera, todavía Cristo le orienta hacia un amor desprendido. El premio del que ama sólo es amar. Así el amor llega a su plenitud. Si se muere por él, no es para conseguir un lugar privilegiado en su Reino, sino simplemente para poder demostrar el grado de amor que invade su corazón, pues «no hay mayor amor que dar la vida por los amigos».
Para nosotros cristianos se convierte en una prioridad absoluta el aceptar la cruz y el dolor como la expresión más auténtica y genuina de nuestro amor a Dios, de nuestro amor a los demás y de nuestro amor a nosotros mismos. En todos estos campos se sigue realizando aquel camino de «a la luz por la cruz». Queremos que nuestro amor a Dios no se quede en meras palabras, deseamos que nuestro amor a los demás no se convierta simplemente en uso de los demás para nuestro egoísmo, pretendemos crecer como personas en el bien auténtico, tenemos que aceptar la cruz, amarla intensamente y vivirla en todas sus exigencias.
Nos tenemos que convencer de que el amor a Dios no son simplemente palabras, como nos enseña Cristo. El amor a Dios nos tiene que doler, es decir, tiene que vivirse en los momentos más difíciles para nosotros: cuando sentimos la oscuridad en la fe, cuando sentimos la desgana ante las cosas espirituales, cuando nos cuesta especialmente alguna exigencia del Evangelio como el perdón o la humildad, cuando tenemos que renunciar a nosotros mismos para aceptar el misterio de Dios, cuando tenemos que doblegar nuestro racionalismo ante la evidencia de la fe, cuando tenemos que aceptar el hecho de que el perdón de los pecados se confiera a través del sacramento del perdón, cuando en la persona del Vicario de Cristo tenemos que ver a Cristo mismo, cuando en el Magisterio de la Iglesia tenemos que reconocer a Cristo Maestro que nos habla por medio de sus representantes. Cuando me cueste amar a Dios, entonces estaré afirmando que mi amor a él es auténtico. Por el contrario, tenemos que sospechar cuando el amor a Dios nos resulte fácil, cómodo, tranquilo. Entonces no estaremos amando a Dios, sino buscándonos a nosotros mismos.
Y, ¿qué decir del amor a los demás? La esencia del amor es darse y entregarse, lo cual va en contra necesariamente de esa tendencia tan habitual en el hombre que es el egoísmo. Cada acto de amor es como una renuncia a uno mismo, lo cual se experimenta como dolor, aunque el amor sea capaz de darle un hermoso sentido. Por ello, tenemos que decidirnos a pasar por encima de nuestro egoísmo, aunque nos duela, cuando en casa nos resulte complicado sacrificarnos por los hijos o salir de nuestro mundo para entrar en contacto con el mundo de la mujer, cuando en el mundo profesional sintamos ganas o deseos de complicar la vida a cualquier precio a quienes compiten contra nosotros, cuando en la vida diaria sentimos que otros han pisoteado nuestros sentimientos y nos encontramos dolidos, cuando tenemos que mortificar nuestra lengua o nuestro pensamiento para no caer en el juicio temerario o en la crítica frívola, cuando hay que levantarse de la comodidad para servir y colaborar. Es natural que el amor a los demás esté hecho de renuncias propias, es decir, de gotas de dolor que, en este caso, sólo embellecen la propia vida.
Y finalmente, el amor verdadero a uno mismo tiene que aliarse con el dolor. Generalmente, porque nos atenaza la comodidad y no queremos sufrir, nos privamos a nosotros mismos de grandes posibilidades. No cultivamos nuestra mente, porque nos cuesta leer y formarnos, no desarrollamos los talentos que Dios ha depositado en nosotros, porque afirmamos que la vida en sí misma es ya muy complicada, no cuidamos muchas veces hasta nuestra misma salud porque no queremos renunciar a nuestros gustos y caprichos. Amarse correctamente a uno mismo es disponerse a luchar y a sufrir con el objetivo de crecer como persona, pasando por encima de criterios de comodidad y de pereza. En cambio, el amor a nosotros mismos, que nos destruye, es ese amor que nos lleva a buscar en cada momento lo fácil, lo barato, lo vulgar, en todo lo cual no hay renuncia, sacrificio, esfuerzo.
La Cruz de Cristo se ha convertido a lo largo de los siglos en ese monumento, visible desde todas partes, del amor loco de Dios al hombre. Pero sería triste que la Cruz sólo suscitara en nosotros admiración. La Cruz debe inspirar seguimiento. La Cruz con Cristo para nosotros se convierte en camino de salvación y de progreso espiritual. La Cruz nos es necesaria en la vida para poder autentificar el amor a Dios. La Cruz nos es fundamental en la vida para poder demostrar a los demás la sinceridad de nuestro amor. La Cruz nos es clave en la vida para poder salvarnos y ser felices en nuestro peregrinar por la tierra. Dígamosle a Cristo con las palabras de Santiago Apóstol que queremos bebeR el cáliz que él va a beber y ser bautizados con el bautismo que él va a ser bautizado.
Juicio Final. La Resurrección
Cremación o entierro, ¿cómo resucitaremos?
Nuestra resurrección no será como la de Lázaro: un tiempo extra en la Tierra, sino como la de Jesús, a una nueva vida.
Si me incineran y la mitad de mis cenizas se quedan en el horno crematorio ¿cómo resucitaré?
Cuando pensamos en nuestra resurrección, puede ser que nos venga a la mente la imagen evangélica de los habitantes de Betania, junto con Marta y María que han ido a la tumba de Lázaro. El Maestro, Jesús, ha querido acompañarlas en su dolor y visitar el lugar donde pusieron a su amigo. De pronto y ante el estupor de Marta, pide que quiten la piedra que servía de entrada a la última morada de Lázaro y con voz potente le ordena: “¡Lázaro, sal fuera!” (Jn. 11, 43). Y así, “resucita” a Lázaro, ante los ojos estupefactos de la multitud.
Puede ser que nos hayamos quedado con esta idea de la resurrección: los muertos saldrán de sus tumbas y volverán a esta tierra, como lo hizo Lázaro.
Pero esta no es la clase de resurrección que proclamamos en el Credo: “Creo en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.
Mientras que la resurrección de Lázaro fue una extensión de su vida temporal, algo así como vivir un “tiempo extra” en esta vida, la resurrección al final de los tiempos será para otra vida distinta a ésta, para la vida eterna.
Cuando hablamos de la resurrección de los muertos deberíamos pensar en Cristo después de su muerte que se aparece a sus amigos en forma de peregrino en el camino de Emaús (Lc. 24, 13-35), a María Magdalena (Mc. 16, 1-8), cuando come con ellos un pedazo de pez asado (Lc. 24, 41-42).
El cuerpo de Cristo resucitado no vuelve a la vida terrenal como el de Lázaro, pues ya no está sujeto a las leyes de la naturaleza: puede presentarse en un lugar u otro sin necesidad de caminar, puede traspasar las paredes, puede aparecer y desaparecer a la vista de sus amigos. Hablamos entonces de un cuerpo glorioso, de un cuerpo resucitado a otra vida, a la vida eterna.
No es nada fácil pensar en la resurrección de nuestro cuerpo. Éste ha sido uno de los puntos más controvertidos del cristianismo. Desde tiempos de San Pablo era difícil creer en la resurrección. Incluso los griegos, uno de los pueblos más cultos de la historia, se reían ante la predicación de San Pablo: “Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: ´Sobre esto ya te oiremos otra vez´”. (Hch.17, 32-34). Para los sabios griegos la resurrección era inconcebible.
Los católicos creemos en la resurrección de los muertos porque Cristo resucitó y Él mismo lo afirmó cuando dijo: “Y acerca de que los muertos resucitan, ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? No es un Dios de muertos, sino de vivos”. (Mc.12, 26-27). Y por si esto fuera poco, Jesús nos dice que todos, buenos y malos, vamos a resucitar: “… y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio”. (Jn. 5,29)
La resurrección, según nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 997 sucede de la siguiente manera: “En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia, dará definitivamente a nuestro cuerpo la vida incorruptible, uniéndolo a nuestras alma, por la virtud de la Resurrección de Jesús”.
Al final de los tiempos, es decir, el día del juicio universal, vendrá Cristo y unirá nuestra alma a un cuerpo glorioso.
¿Cómo será este cuerpo? No lo sabemos con certeza, sólo lo podemos imaginar contemplando el cuerpo de Cristo resucitado: un cuerpo con ciertas similitudes al cuerpo terrenal, pero no sujeto a sus leyes, un cuerpo perteneciente a otra dimensión, a la dimensión de la vida eterna.
Entonces, contestando a la pregunta inicial, si las cenizas de mi cuerpo se pierden en el horno crematorio, si mis huesos se pudren en mi tumba y se convierten en polvo, o si caigo al mar y mi cuerpo es devorado por los tiburones, no tengo de qué preocuparme.
En el momento de la muerte se me juzgará y si soy digno de la vida eterna mi alma irá a la gloria.
Después, en el día del juicio universal cuando todos los muertos resuciten, el poder de Cristo unirá mi alma incorruptible, que ya ha estado gozando del Cielo, a un cuerpo transfigurado en cuerpo de gloria (Flp. 3, 21), un cuerpo espiritual (1Co. 15, 44).
Será, por el valor salvífico de la Resurrección de Cristo, que volverán a juntarse los restos de ese cuerpo destrozado por los tiburones, o dispersado por el polvo de los años o perdido en el horno crematorio. Será como una nueva creación.
No en vano los primeros cristianos la llamaban “paleo génesis” que significa precisamente eso: nueva creación.
Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. Esta afirmación de San Pablo nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida, en el tiempo y en la eternidad.
Reza a Santiago apóstol para tener fuerza y llegar a tu meta
Una oración que fue hecha para quienes emprenden el camino de Santiago, pero que puede ser rezada por todos los peregrinos del mundo
Reza esta oración al gran apóstol Santiago, referencia de tantos peregrinos, para que te ayude a tener fuerza y llegar a la meta:
Santísimo Santiago,
Luz de Europa,
estrella resplandeciente,
atraednos por el camino de la verdad.
Santísimo Santiago,
tú que dejaste todo para seguir al Maestro,
desata los lazos
que nos retienen lejos de tus caminos
Santísimo Santiago,
ardiente misionero,
convierte a tus peregrinos
y protégelos de los peligros del camino.
Santísimo Santiago,
primer apóstol mártir,
dadnos audacia, coraje y fortaleza
para ir siempre más lejos
a anunciar que Jesús está vivo …
¡ULTREÏA!*
*Saludo entre peregrinos del Camino de Santiago. Del latín ultra (más allá) y eia (mover), significa «Vamos más allá»; «Sigue adelante». Hoy en día, también se utiliza «¡buen Camino!»