María Magdalena, Santa
Memoria Litúrgica, 22 de julio
Discípula del Señor
Martirologio Romano: Memoria de santa María Magdalena, que, liberada por el Señor de siete demonios y convertida en su discípula, le siguió hasta el monte Calvario y mereció ser la primera que vio al Señor resucitado en la mañana de Pascua y la que se lo comunicó a los demás discípulos (s. I).
Breve Biografía
Hoy celebramos a Santa María Magdalen, debemos referirnos a tres personajes bíblicos, que algunos identifican en una sola persona: María Magdalena, María la hermana de Lázaro y Marta, y la pecadora anónima que unge los pies de Jesús.
Tres personajes para una historia
María Magdalena, así, con su nombre completo, aparece en varias escenas evangélicas. Ocupa el primer lugar entre las mujeres que acompañan a Jesús (Mt 27, 56; Mc 15, 47; Lc 8, 2); está presente durante la Pasión (Mc 15, 40) y al pie de la cruz con la Madre de Jesús (Jn 19, 25); observa cómo sepultan al Señor (Mc 15, 47); llega antes que Pedro y que Juan al sepulcro, en la mañana de la Pascua (Jn 20, 1-2); es la primera a quien se aparece Jesús resucitado (Mt 28, 1-10; Mc 16, 9; Jn 20, 14), aunque no lo reconoce y lo confunde con el hortelano (Jn 20, 15); es enviada a ser apóstol de los apóstoles (Jn 20, 18). Tanto Marcos como Lucas nos informan que Jesús había expulsado de ella «siete demonios». (Lc 8, 2; Mc 16, 9)
María de Betania es la hermana de Marta y de Lázaro; aparece en el episodio de la resurrección de su hermano (Jn 11); derrama perfume sobre el Señor y le seca los pies con sus cabellos (Jn 11, 1; 12, 3); escucha al Señor sentada a sus pies y se lleva «la mejor parte» (Lc 10, 38-42) mientras su hermana trabaja.
Finalmente, hay un tercer personaje, la pecadora anónima que unge los pies de Jesús (Lc 7, 36-50) en casa de Simón el Fariseo.
Dos en una, tres en una
No era difícil, leyendo todos estos fragmentos, establecer una relación entre la unción de la pecadora y la de María de Betania, es decir, suponer que se trata de una misma unción (aunque las circunstancias difieren), y por lo tanto de una misma persona.
Por otra parte, los «siete demonios» de Magdalena podían significar un grave pecado del que Jesús la habría liberado. No hay que olvidar que Lucas presenta a María Magdalena (Lc 8, 1-2) a renglón seguido del relato de la pecadora arrepentida y perdonada (Lc 7, 36-50).
San Juan, al presentar a los tres hermanos de Betania (Marta, María y Lázaro), dice que «María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos». El lector atento piensa: «Conozco a este personaje: es la pecadora de Lucas 7″. Además, en el mismo evangelio de Lucas, inmediatamente después del episodio de la unción, se nos presenta a María Magdalena, de la que habían salido «siete demonios». El lector ratifica su impresión: «María Magdalena es la pecadora que ungió a Jesús». Y por último, en el mismo evangelio de San Lucas, pocos capítulos después (Lc 10), María, hermana de Marta, aparece escuchando al Señor sentada a sus pies. El lector concluye: «María Magdalena y esta María son una misma persona, la pecadora penitente y perdonada, que Juan también menciona por su nombre aclarándonos que vivía en Betania».
Pero esta conclusión no es necesaria porque:
no hay por qué relacionar a Juan con Lucas; los relatos difieren en varios detalles. Así, por ejemplo, la unción, según Lucas, tiene lugar en casa de Simón el Fariseo; su relato hace explícita referencia a los pecados de la mujer que unge a Jesús. Pero Mateo, Marcos y Juan, por su parte, hablan de la unción en Betania en casa de un tal Simón (Juan no aclara el nombre del dueño de casa, sólo señala que Marta servía y que Lázaro estaba presente), y mencionan el gesto hipócrita de Judas en relación con el precio del perfume, sin sugerir que la mujer fuese una pecadora. Sólo Juan nos ofrece el nombre de la mujer, que los demás no mencionan.
Los «siete demonios» no significan un gran número de pecados, sino -como lo aclara allí mismo Lucas- «espíritus malignos y enfermedades»; este significado es más conforme con el uso habitual en los evangelios.
Dos teorías
Los argumentos a favor de la identificación de los tres personajes, como vemos, son débiles. Sin embargo, tal identificación cuenta a su favor con una larga tradición, como se ha mencionado. Hay que decir también que los argumentos a favor de la distinción entre las tres mujeres tampoco son totalmente concluyentes. Es decir que ambas teorías cuentan con razones a favor y en contra, y de hecho, a lo largo de la historia, ambas interpretaciones han sido sostenidas por los exégetas: así, por ejemplo, los latinos estuvieron siempre más de acuerdo en identificar a las tres mujeres, y los griegos en distinguirlas.
Una respuesta «oficial»
A pesar de que ambas posturas cuentan con argumentos, hoy en día la Iglesia Católica se ha inclinado claramente por la distinción entre las tres mujeres. Concretamente, en los textos litúrgicos, ya no se hace ninguna referencia -como sí ocurría antes del Concilio- a los pecados de María Magdalena o a su condición de «penitente», ni a las demás características que le provendrían de ser también María de Betania, hermana de Lázaro y de Marta. En efecto, la Iglesia ha considerado oportuno atenerse sólo a los datos seguros que ofrece el evangelio.
Por ello, actualmente se considera que la identificación entre Magdalena, la pecadora y María es más bien una confusión «sin ningún fundamento», como dice la nota al pie en Lc 7, 37 de «El Libro del Pueblo de Dios». No hay dudas de que la Iglesia, a través de su Liturgia, ha optado por la distinción entre la Magdalena, María de Betania y la pecadora, de modo que hoy podemos asegurar que María Magdalena, por lo que nos cuenta la Escritura y por lo que nos afirma la Liturgia, no fue «pecadora pública», «adúltera» ni «prostituta», sino sólo seguidora de Cristo, de cuyo amor ardiente fue contagiada, para anunciar el gozo pascual a los mismos Apóstoles.
La liturgia de su fiesta
Los textos bíblicos que se proclaman en su Memoria (que se celebra el 22 de julio) hablan de la búsqueda del «amado de mi alma» (Cant 3, 1-4a) o de la muerte y resurrección de Jesús como misterio de amor que nos apremia a vivir para «Aquel que murió y resucitó» por nosotros (2 Cor 5, 14-17). Ell evangelio que se proclama en la Misa es Jn 20, 1-2.11-18, es decir, el relato pascual en que Magdalena aparece como primera testigo de la Resurrección de Jesús, lo proclama «¡Maestro!» y va a anunciar a todos que ha visto al Señor. Como se ve, ninguna alusión a sus pecados ni a su supuesta identificación con María de Betania. Sólo pervive de esta supuesta identificación el hecho de que la Memoria litúrgica de Santa Marta se celebra justamente en la Octava de Santa Magdalena, es decir, una semana después, el 29 de julio. Santa María de Betania aun no tiene fiesta propia en el Calendario Litúrgico oficial.
Los textos eucológicos de la Misa de la Memoria de Santa María Magdalena nos dicen, por su parte, que a ella el Hijo de Dios le «confió, antes que a nadie… la misión de anunciar a los suyos la alegría pascual» (Oración Colecta). Magdalena es aquella «cuya ofrenda de amor aceptó con tanta misericordia tu Hijo Jesucristo» (Oración sobre las Ofrendas) y es modelo de «aquel amor que [la] impulsó a entregarse por siempre a Cristo» (Oración Postcomunión).
En la Liturgia de las Horas ocurre otro tanto, ya que los nuevos himnos compuestos después de la reforma litúrgica (Aurora surgit lúcida para Laudes y Mágdalæ sidus para Vísperas) hacen hincapié en los mismos aspectos: María Magdalena como testigo privilegiado de la Resurrección, primera en anunciar a Cristo resucitado, y fiel e intrépida seguidora de su Maestro. Algo similar se verifica en los demás elementos del Oficio Divino, en los que -nuevamente- no hay alusión ninguna a los supuestos pecados de la Magdalena ni a su condición de hermana de Marta y Lázaro.
Como claro contraste, cabe señalar que en la liturgia previa al Concilio, la Memoria del 22 de julio se llamaba «Santa María Magdalena, penitente», y abundaban las referencias a su pecado perdonado por Jesús y a su condición de hermana de Lázaro. El evangelio que se proclamaba era justamente Lc 7, 36-50, es decir, la unción de Jesús a cargo de «una mujer pecadora que había en la ciudad»: «in civitate peccatrix».
Finalmente, mencionemos que el culto a Santa María Magdalena es muy antiguo, ya que la Iglesia siempre veneró de modo especial a los personajes evangélicos más cercanos a Jesús. La fecha del 22 de julio como su fiesta ya existía antes del siglo X en Oriente, pero en Occidente su culto no se difundió hasta el siglo XII, reuniendo en una sola persona a las tres mujeres que los Orientales consideraban distintas y veneraban en diversas fechas. A partir de la Contrarreforma, el culto a María Magdalena, «pecadora perdonada», adquiere aun más fuerza.
La leyenda oriental señala que después de la Ascensión habría vivido en Éfeso, con María y San Juan; allí habría muerto y sus reliquias habrían sido trasladadas a Constantinopla a fines del siglo IX y depositadas en el monasterio de San Lázaro.
Otra tradición -que prevalece en Occidente- cuenta que los tres «hermanos» (Marta, María «Magdalena» y Lázaro) viajaron a Marsella (en un barco sin velas y sin timón). Allí, en la Provenza, los tres convirtieron a una multitud; luego Magdalena se retiró por treinta años a una gruta (del «Santo Bálsamo») a hacer penitencia.
Magdalena muere en Aix-en-Provence, adonde los ángeles la habían llevado para su última comunión, que le da San Máximo. Diversos avatares sufren sus reliquias y su sepulcro a lo largo de los siglos.
Estas leyendas, naturalmente, no tienen ningún fundamento histórico y, como otras tantas, fueron forjadas en la Edad Media para explicar y autentificar la presencia, en una iglesia del lugar, de las supuestas reliquias de Magdalena, meta de innumerables peregrinajes.
Finalmente, cabe consignar que el apelativo «Magdalena» significa «de Magdala», ciudad que ha sido identificada con la actual Taricheai, al norte de Tiberíades, junto al lago de Galilea.
Oración
María Magdalena, te pido me ayudes a reconocer a Cristo en mi vida evitando las ocasiones de pecado. Ayúdame a lograr una verdadera conversión de corazón para que pueda demostrar con obras, mi amor a Dios. Amén.
Dónde lo pusieron
Santo Evangelio según san Juan 20, 1. 11-18. Jueves XVI del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
«Antes de haberte formado yo en el vientre, te conocía: antes de que nacieses te había consagrado yo profeta; te tenía destinado a las naciones» (Jr.1, 5). Señor, Tú me has creado y me has amado. Poniéndome en el mundo me has confiado una misión y por eso vengo hoy aquí para escuchar lo que quieres decirme y hacer lo que quieres pedirme. Señor, tuyo soy, para Ti nací, ¿qué quieres de mí?
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Juan 20, 1. 11-18
El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”.
María se había quedado llorando junto al sepulcro de Jesús. Sin dejar de llorar, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús, uno en la cabecera y el otro junto a los pies. Los ángeles le preguntaron: “¿Por qué estás llorando, mujer?”. Ella les contestó: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo habrán puesto”.
Dicho esto, miró hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Entonces él le dijo: “Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?”. Ella, creyendo que era el jardinero, le respondió: “Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo han puesto”. Jesús le dijo: “¡María!”. Ella se volvió y exclamó: “¡Rabbuní!”, que en hebreo significa ‘maestro’. Jesús le dijo: “No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: ‘Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios’”.
María Magdalena se fue a ver a los discípulos y les anunció: “¡He visto a mi Señor!”, y les contó lo que Jesús le había dicho.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
«Echó a correr». La vida de María Magdalena está marcada por una continua búsqueda de Jesús. Su alma está sedienta de escuchar esas palabras del Maestro, y su corazón está tranquilo mientras está a sus pies a la caída del sol en Betania, compartiendo la mesa. María, la pecadora, ha hecho la experiencia de la misericordia del Señor.
En este pasaje sale María muy de mañana y a todo correr. Su vida está siempre al cien. Tal vez no habría dormido y estaría cansada, pero el amor lo soporta todo. Y he ahí que Jesús no se deja ganar en generosidad y se le presenta vivo y luminoso. ¡Resucitado! Jesús la llama por su nombre y la colma de alegría. El encuentro no habría sido muy largo, pero seguramente muy intenso. Acto seguido sale a todo correr a anunciar a todos que había visto al Señor.
El ser cristiano es justamente esto, transmitir a los demás lo que se ha experimentado en la oración. Hacerles partícipes del gran encuentro con el Amigo, con el Padre, con el Hermano, con el mismo Dios. El cristiano es alguien que arde en deseos por llevar la alegría a todo aquel que la necesita. No es alguien apagado sino alguien ilusionado por un mundo mejor. No se desanima al ver la gran cantidad de noticias tristes que pueda leer en el periódico o ver en la televisión, sino que sale corriendo al encuentro de los necesitados para trasmitirles su experiencia.
«Y eso es lo que esta noche nos invita a anunciar: el latir del Resucitado, Cristo Vive. Y eso cambió el paso de María Magdalena y la otra María, eso es lo que las hace alejarse rápidamente y correr a dar la noticia. Eso es lo que las hace volver sobre sus pasos y sobre sus miradas. Vuelven a la ciudad a encontrarse con los otros. Así como ingresamos con ellas al sepulcro, los invito a que vayamos con ellas, que volvamos a la ciudad, que volvamos sobre nuestros pasos, sobre nuestras miradas. Vayamos con ellas a anunciar la noticia, vayamos… a todos esos lugares donde parece que el sepulcro ha tenido la última palabra, y donde parece que la muerte ha sido la única solución. Vayamos a anunciar, a compartir, a descubrir que es cierto: el Señor está Vivo». (Homilía de S.S. Francisco, 15 de abril de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Hoy voy a ir a visitar algún familiar o conocido que esté solo o triste. Voy a llevarle algún detalle que le pueda alegrar y lo invitaré a rezar conmigo.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
3 lecciones que podemos aprender de Santa María Magdalena
Esto podemos aprender de Santa María Magdalena, la llamada la apóstol de los apóstoles.
Santa María Magdalena es llamada la “apóstol de los apóstoles”, porque tuvo el privilegio de ser la primera en contemplar a Jesús resucitado. Ella fue enviada por nuestro Señor a anunciar a los apóstoles la buena noticia.
De cara a su fiesta, que celebramos el 22 de julio, el padre Juan María Solana, director del Proyecto Magdala, nos comparte 3 importantes lecciones que todos los católicos podemos aprender de María Magdalena.
1. Siempre podemos convertirnos
El Evangelio de San Lucas (8, 2) asegura que “María, llamada la Magdalena” era la mujer a quien Jesús liberó de siete demonios. De acuerdo con el padre Juan Solana, tener siete demonios habla de una plenitud del mal, de la mentira: María Magdalena era una víctima del demonio. Pero se encuentra con Jesús y Él la libera.
Después de todo su pasado, donde predominaba el mal, ella se convirtió en una mujer líder, entusiasta, comunicativa, que siempre busca a Jesús. Por eso, María Magdalena nos enseña que siempre podemos rehacer nuestra vida en el encuentro con Jesús.
2. Seamos líderes evangelizadores
Esta santa es uno de los personajes más citados en los Evangelios: hay doce referencias de ella, once de las cuales se vinculan directamente con la Pasión y Resurrección de Jesús (Mc 15, 40.47; 16,9; Jn 19, 25; 20,1-2; 11-18; Lc 24,1-11; Mt 27, 55-56.61; 28,1; Lc 24,10.).
Sabemos por Lc 8, 1-2 que a Jesús lo acompañaba un grupo de mujeres generosas que lo servían. Siempre que el Evangelio habla de este grupo de mujeres, la primera mencionada es María Magdalena.
De acuerdo con el padre Solana, en los Evangelios, Ma. Magdalena siempre está actuando: siempre activa como seguidora de Cristo y evangelizadora. Además de que nunca actuaba sola: ella hacía comunidad con las otras mujeres, con los discípulos y con el mismo Jesús. De su testimonio podemos aprender que todos estamos llamados a ser evangelizadores líderes.
3. La perseverancia nos hará encontrarnos con Jesús
El padre Juan Solana describe a María Magdalena como una mujer que no se desanimaba fácilmente. Ella estuvo a lado de Jesús desde Galilea, estuvo en la Pasión, estuvo a los pies de la Cruz, ayudó a descender el cuerpo de Jesús y a sepultarlo. Incluso, visitó la tumba de Jesús el Domingo de Resurrección. Ahí fue cuando se encontró con Cristo Resucitado.
Esta es quizá la enseñanza más importante que nos deja Santa María Magdalena: si perseveramos, Jesús nos va a dar el regalo de encontrarse con nosotros.
«El cuidado es una expresión del corazón»
El Papa Francisco a la Universidad Católica.
“El cuidado es una expresión del corazón. La Universidad Católica del Sagrado Corazón lleva en su nombre la vocación de cuidar a la persona humana”, lo escribe el Papa Francisco en la Carta que dirigió al Profesor Franco Anelli, Rector de la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Roma, tras su hospitalización en el Policlínico Agostino Gemelli, el pasado 4 de julio, para una operación del colon. En la Misiva, el Papa expresa su gratitud y manifiesta su afecto “por la cercanía que ha experimentado, por la cordialidad genuina y solidaria que ha visto en cada rostro, por la profesionalidad de todos los que lo han atendido”.
Un siglo de vida, un siglo de futuro
Asimismo, el Santo Padre recuerda que su hospitalización en el Policlínico Agostino Gemelli, “tuvo lugar precisamente en el año en que ‘la Católica’ ha cumplido un siglo de vida, celebrando el aniversario con una frase que me ha impactado: Un siglo de futuro”. Es cierto, afirma el Papa, que la promoción cultural e integral de la persona humana abre la puerta al futuro. “He visto de cerca como no hay tiempo, en los pasillos del Gemelli, para nostalgias o resignaciones del pasado: la carne de Cristo que sufre en los enfermos de cualquier edad y condición requiere una mirada presente y atenta, capaz de infundir esperanza en los momentos de fatiga y de mirar hacia adelante”.
La carne de Cristo que sufre en los enfermos
Finalmente, el Papa Francisco agradece por haber “visto esta mirada en tantos rostros, para guardarlo en mi corazón y presentarlo al Señor”. Y al renovar su gratitud, envía a todos los que componen la familia de la Universidad Católica del Sagrado Corazón su Bendición Apostólica, pidiendo que lo tengan siempre presente en sus oraciones. El Papa había expresado los mismos sentimientos el lunes pasado, aunque con palabras diferentes, en una Carta llena de afecto dirigida al Presidente de la Fundación del Policlínico Universitario, Carlo Fratta Pasini. Centrado en el «cuidado», la «consideración» y la «preocupación». El «cuidado», la «solicitud» y la «acogida» recibida, pero sobre todo el trabajo que había visto en las salas del hospital «delicado y exigente», «una obra de misericordia» la había definido que «a través de los enfermos, entra en contacto con la carne herida de Jesús».
El cielo: ¿qué es? y ¿qué hay?
¡TENEMOS que llegar al cielo! Es el sentido último de nuestra vida
Esta es la pregunta que no puede faltar en ninguna clase de catequesis o grupo juvenil o – por supuesto – reunión familiar. Alrededor de este tema la gente ha dejado volar la imaginación a niveles a veces insospechados, suponiendo que habrá una fuente inagotable de chocolate y donde evidentemente nadie engordará, como para otros el cielo puede ser emborracharse en la mesa de Odín… en fin, nada más lejano de la realidad. Honestamente, nadie puede realmente decirnos cómo será el cielo o qué haremos en él. Por otro lado, sí que se puede dar cierta descripción que hará que cualquiera quiera estar allí, aunque no podamos dar el lujo de detalles. Como primera aclaración hay que decir que la vida eterna comienza desde nuestro bautismo y no después de nuestra muerte como muchos piensan, en otras palabras, la vida eterna la hemos empezado a vivir desde ya (si es que somos bautizados), dado que a partir del sacramento del bautismo hemos empezado a participar de la vida divina.
¿Qué sabemos sobre el Cielo?
Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha[1]
Primero que nada, debemos recordar la razón por la cual Dios nos ha creado. Desde la eternidad, Dios es una comunión de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. A Dios no le falta nada. Sin embargo, por alguna razón (y ésta razón es el amor), Dios decidió libremente crearnos para luego invitarnos a compartir lo que Él es por naturaleza. Es decir, Dios nos ha creado para que compartamos la vida y el amor de la Trinidad. El Cielo es, en última instancia, el cumplimiento de esa meta. En el Cielo habremos de participar de la misma vida divina, es decir, que hemos de compartir la verdad, bondad, belleza, paz y amor de la Trinidad. Viviremos para siempre con El y gozaremos todo de Él. Ya que ésta es la razón única de nuestra existencia, el hecho de llegar el Cielo, habrá de ser el cumplimiento pleno y total de nuestros más profundos anhelos y deseos.
La Biblia nos explica que en el cielo veremos a Dios “cara a cara”[2]. En otras palabras, podremos verlo de una manera íntima y única sin nada que nos nuble la visión o que nos impida experimentarlo tal como en verdad es. Dado que siempre hay una forma de hacer que algo suene complejo e importante, esta realidad no es la excepción, así que la definición teológica para esto es la visión beatífica, y aquí dejaré que el Catecismo hable por mí nuevamente (comprenda mi incapacidad para describirlo mejor…):
A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando El mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica”[3].
Hay que aclarar también, que el cielo no está ubicado propiamente “arriba” ni el infierno “abajo”, sino que son formas humanas que tanto las Escrituras como el arte cristiano nos han ayudado a comprender en base a alegorías y analogías, dado que nosotros estamos limitados por el tiempo y el espacio. Realidades que tanto Dios, como el cielo y el infierno, trascienden de manera absoluta.
¿A quiénes me encontraré allí?
Esta suele ser la pregunta que muchos nos hacemos al momento de pensar tanto en aquellas personas que han partido, como en aquellas que dejaremos en esta tierra cuando partamos nosotros. La Iglesia enseña que en el cielo experimentaremos un sentido profundo de comunión con todos nuestros hermanos. Por la fe sabemos claramente que la muerte no es el final de la historia; aquellos que han muerto con Cristo también vivirán con Él en la gloria. En el cielo, nos reuniremos con todos aquellos que han vivido el camino de la fe a través de la historia… sólo piénsalo por un segundo: imagínate el poder ver a nuestros seres queridos, nuestro ángel guardián y los grandes santos del Antiguo Testamento. En el cielo estaremos unidos a ellos como resultado de nuestra unión con Dios. Esa comunión será mucho mayor que cualquier amistad o amor que hemos experimentado en esta vida.
¿Cómo seremos? ¿Qué haremos?
Este es el momento para aclarar una creencia muy común: NADIE se convierte en ángel en el cielo, de modo que expresiones como “tengo un angelito en el cielo” no sólo que no son correctas, sino que reducen por completo la belleza del significado de la Encarnación. Recordemos que Dios se hizo hombre y asumió nuestra naturaleza, dándonos una dignidad mayor que la de los ángeles, es así que Dios ha puesto a ciertos ángeles a nuestro servicio. Como lo prometió Cristo (y como lo demostró resucitando Él mismo), habremos de gozar de un cuerpo glorioso como el Suyo. Sin embargo, al respecto Juan dice lo siguiente…
Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.[4]
Aunque pareciera que san Juan se queda corto… bueno no les mentiré, no sólo él sino cualquiera se quedaría corto. Parafraseando el Catecismo, en la alegría del cielo continuaremos cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con respecto a nuestros hermanos y a la Creación entera. Es decir que habremos de reinar con Cristo por los siglos de los siglos[5]. Allí no habrá ya más dolor, cansancio, hambre ni insatisfacción alguna sino solamente felicidad plena y verdadera. ¿Han experimentado el grito de gol del equipo de nuestro país en un mundial de fútbol?… bueno, esa sensación de sentimientos encontrados de euforia y alegría suelen durar unos minutos, en el cielo – y me perdonarán los teólogos por el ejemplo un tanto inadecuado – durarán por toda la eternidad y serán mil veces más profundo y verdadero.
Todo esto, sólo para llegar a la conclusión lógica: TENEMOS que llegar al cielo. Es el sentido último de nuestra vida y definitivamente sería un fracaso total de la existencia el no haber llegado. Que Dios nos dé la gracia de alejarnos y eliminar todo aquello que nos aleja de Su amor.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 1024
[2] 1 Cor 13, 12
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 1028
[4] 1Jn 3, 2
Aprender a perdonar
El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares,
Cuando alguien nos da un pisotón en un autobús muy lleno y amablemente nos pide perdón, nosotros no tenemos, ordinariamente, grandes dificultades en asentir sonrientes, aunque nos duela el pie. Somos conscientes de que el otro no nos ha causado la molestia con intención, sino por descuido o movido por la fuerza de la gravedad. No es responsable de su acción. Falta, sencillamente, una razón necesaria para que se pueda ejercer el perdón en sentido propio: éste se refiere a un mal que alguien nos ha ocasionado voluntariamente.
Una reflexión previa
Cuando hablamos del auténtico perdón, nos movemos en un terreno mucho más profundo. No consideramos un pie pisado por ligereza, sino una herida en el corazón humano, causada por la libre actuación de otro. Todos sufrimos, de vez en cuando, injusticias, humillaciones y rechazos; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en la propia familia. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. “El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares,” dicen los árabes.
No sólo existe la ruptura tajante de las relaciones humanas. Hay muchas formas distintas de infidelidad y corrupción. El amor se puede enfriar por el desgaste diario, por desatención y estrés, puede desaparecer oculta y silenciosamente. Hasta matrimonios aparentemente muy unidos pueden sufrir “divorcios interiores”: viven exteriormente juntos, sin estar unidos interiormente, en la mente y en el corazón; conviven soportándose.
Frente a las heridas que podamos recibir en el trato con los demás, es posible reaccionar de formas diferentes. Podemos pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores, o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más. Sólo en el perdón brota nueva vida.
El perdón consiste en renunciar a la venganza y querer, a pesar de todo, lo mejor para el otro. La tradición cristiana nos ofrece testimonios impresionantes de esta actitud. No sólo tenemos el ejemplo famoso de San Esteban, el primer mártir, que murió rezando por los que le apedreaban. En nuestros días hay también muchos ejemplos. En 1994 un monje trapense llamado Christian fue matado en Argelia junto a otros monjes que habían permanecido en su monasterio, pese a estar situado en una región peligrosa. Christian dejó una carta a su familia para que la leyeran después de su muerte. En ella daba gracias a todos los que había conocido y señalaba: “En este gracias por supuesto os incluyo a vosotros, amigos de ayer y de hoy… Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que hiciste. Sí, también por ti digo ese gracias y ese adiós cara a cara contigo. Que se nos conceda volvernos a ver, ladrones felices, en el paraíso, si le place a Dios nuestro Padre.”
Pensamos, quizá, que estos son casos límites, reservados para algunos héroes; son ideales bellos, más admirables que imitables, que se encuentran muy lejos de nuestras experiencias personales.
¿Puede una madre perdonar jamás al asesino de su hijo?
Podemos perdonar, por lo menos, a una persona que nos ha dejado completamente en ridículo ante los demás, que nos ha quitado la libertad o la dignidad, que nos ha engañado, difamado o destruido algo que para nosotros era muy importante? Éstas son algunas de las situaciones existenciales en las que conviene plantearse la cuestión.
I. ¿Qué quiere decir «perdonar»?
¿Qué es el perdón? ¿Qué hago cuando digo a una persona “te perdono”?
Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que rechazo la venganza y los rencores, y me dispongo a ver al agresor como una persona digna de compasión. Vamos a considerar estos diversos elementos con más detenimiento.
1. Reaccionar ante un mal
En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza, incluso puedo montar en cólera contra el médico. Pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No todo lo que parece mal a un niño es nocivo para él, ni mucho menos. Buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden; los forman en la fortaleza. Una maestra me dijo en una ocasión: “No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de treinta años.”
El perdón sólo tiene sentido, cuando alguien ha recibido un daño objetivo de otro.
Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges, porque intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. “No importa” si los otros no les dicen la verdad; “no importa” cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; “no importan” tampoco el fraude o el adulterio. Esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación e incluso la ira son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.
Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa, que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Entonces estamos permanentemente huyendo de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcome lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad. Pero no pueden huir del sufrimiento.
Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que tal vez, habría sido mejor, hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.
2. Actuar con libertad
El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa simplemente, según el conocido principio “ojo por ojo, diente por diente.”
El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado. Pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores.
No estoy “re-accionando”, de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.
Superar las ofensas, es una tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida.
El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma. El otro le ha herido; de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento. De este modo arruina su vida.
Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador, creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel. Pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, pueden llevar a depresiones. Un refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas.”
En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos, “porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado.” La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona, en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores. Encontró el enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.
Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas, que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así. Sólo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.
Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior, puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico. Se puede perdonar llorando.
Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y puede ser que desaparezca con el tiempo. “Las heridas se cambian en perlas,” dice Santa Hildegarda de Bingen.
3. Recordar el pasado
Es una ley natural que el tiempo “cura” algunas llagas. No las cierra de verdad, pero las hace olvidar. Algunos hablan de la “caducidad de nuestras emociones”. Llegará un momento en que una persona no pueda llorar más, ni sentirse ya herida. Esto no es una señal de que haya perdonado a su agresor, sino que tiene ciertas “ganas de vivir”. Un determinado estado psíquico –por intenso que sea– de ordinario no puede convertirse en permanente. A este estado sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado, perpetuando en nosotros el daño sufrido. Si permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza.
La memoria puede ser un cultivo de frustraciones. La capacidad de desatarse y de olvidar, por tanto, es importante para el ser humano, pero no tiene nada que ver con la actitud de perdonar. Ésta no consiste simplemente en “borrón y cuenta nueva”. Exige recuperar la verdad de la ofensa y de la justicia, que muchas veces pretende camuflarse o distorsionarse. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
Hace falta “purificar la memoria”. Una memoria sana puede convertirse en maestra de vida. Si vivo en paz con mi pasado, puedo aprender mucho de los acontecimientos que he vivido. Recuerdo las injusticias pasadas para que no se repitan, y las recuerdo como perdonadas.
4. Renunciar a la venganza
Como el perdón expresa nuestra libertad, también es posible negar al otro este don. El judío Simon Wiesenthal cuenta en uno de sus libros de sus experiencias en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Un día, una enfermera se acercó a él y le pidió seguirle. Le llevó a una habitación donde se encontraba un joven oficial de la SS que estaba muriéndose. Este oficial contó su vida al preso judío: habló de su familia, de su formación, y cómo llegó a ser un colaborador de Hitler. Le pesaba sobre todo un crímen en el que había participado: en una ocasión, los soldados a su mando habían encerrado a 300 judíos en una casa, y habían quemado la casa; todos murieron.
“Sé que es horrible –dijo el oficial-. Durante las largas noches, en las que estoy esperando mi muerte, siento la gran urgencia de hablar con un judío sobre esto y pedirle perdón de todo corazón.” Wiesenthal concluye su relato diciendo: “De pronto comprendí, y sin decir ni una sola palabra, salí de la habitación.” Otro judío añade: “No, no he perdonado a ninguno de los culpables, ni estoy dispuesto ahora ni nunca a perdonar a ninguno.”
Perdonar significa renunciar a la venganza y al odio. Existen, por otro lado, personas que no se sienten nunca heridas. No es que no quieran ver el mal y repriman el dolor, sino todo lo contrario: perciben las injusticias objetivamente, con suma claridad, pero no dejan que ellas les molesten. “Aunque nos maten, no pueden hacernos ningún daño,” es uno de sus lemas. Han logrado un férreo dominio de sí mismos, parecen de una ironía insensible. Se sienten superiores a los demás hombres y mantienen interiormente una distancia tan grande hacia ellos que nadie puede tocar su corazón. Como nada les afecta, no reprochan nada a sus opresores.
¿Qué le importa a la luna que un perro le ladre? Es la actitud de los estoicos y quizá también de algunos “gurus” asiáticos que viven solitarios en su “magnanimidad”. No se dignan mirar siquiera a quienes “absuelven” sin ningún esfuerzo. No perciben la existencia del “pulgón”.
El problema consiste en que, en este caso, no hay ninguna relación interpersonal. No se quiere sufrir y, por tanto, se renuncia al amor. Una persona que ama, siempre se hace pequeña y vulnerable. Se encuentra cerca a los demás. Es más humano amar y sufrir mucho a lo largo de la vida, que adoptar una actitud distante y superior a los otros. Cuando a alguien nunca le duele la actuación de otro, es superfluo el perdón. Falta la ofensa, y falta el ofendido.
5. Mirar al agresor en su dignidad personal
El perdón comienza cuando, gracias a una fuerza nueva, una persona rechaza todo tipo de venganza. No habla de los demás desde sus experiencias dolorosas, evita juzgarlos y desvalorizarlos, y está dispuesta a escucharles con un corazón abierto.
El secreto consiste en no identificar al agresor con su obra. Todo ser humano es más grande que su culpa. Un ejemplo elocuente nos da Albert Camus, que se dirige en una carta pública a los nazis y habla de los crímenes cometidos en Francia: “Y a pesar de ustedes, les seguiré llamando hombres… Nos esforzamos en respetar en ustedes lo que ustedes no respetaban en los demás.” Cada persona está por encima de sus peores errores.
Hace pensar una anécdota que se cuenta de un general del siglo XIX. Cuando éste se encontraba en su lecho de muerte, un sacerdote le preguntó si perdonaba a sus enemigos. “No es posible –respondió el general-. Les he mandado ejecutar a todos.”
El perdón del que hablamos aquí no consiste en saldar un castigo, sino que es, ante todo, una actitud interior. Significa vivir en paz con los recuerdos y no perder el aprecio a ninguna persona. Se puede considerar también a un difunto en su dignidad personal. Nadie está totalmente corrompido; en cada uno brilla una luz.
Al perdonar, decimos a alguien: “No, tú no eres así. ¡Sé quien eres! En realidad eres mucho mejor.” Queremos todo el bien posible para el otro, su pleno desarrollo, su dicha profunda, y nos esforzamos por quererlo desde el fondo del corazón, con gran sinceridad.
II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?
Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.
1. Amor
Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo que acompaña, donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón.
Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita.
Una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: “Es bueno que existas.” Hace falta no sólo “estar aquí”, en la tierra, sino que hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra de la creación.
Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza.
Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: “Te necesito para ser yo mismo.”
Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la “desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo”, y no llega a serlo, porque los otros lo impiden.
Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.
2. Comprensión
Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que “merece”; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás.
Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero “tomar a un hombre perfectamente en serio, significa destruirle,” advierte el filósofo Robert Spaemann. Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: “no sabemos lo que hacemos”. Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a “analizar” lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más encantador.
Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: “Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese.”
3. Generosidad
Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.
El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. A veces, no hay soluciones en el mundo exterior.
Pero, al menos, se puede mitigar el daño interior, con cariño, aliento y consuelo. “Convenceos que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad -afirma San Josemaría Escrivá… La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo.” Y Santo Tomás resume escuetamente: “La justicia sin la misericordia es crueldad.”
El perdón trata de vencer el mal por la abundancia del bien. Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.
El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.
Hay un modo “impuro” de perdonar, cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas: “Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores.” Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: “Te perdono porque te quiero –a pesar de todo.”
Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe porqué.
4. Humildad
Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.
Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier momento. “Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender y herir (de nuevo).” Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.
Cuando se den las circunstancias -quizá después de un largo tiempo- conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De vez en cuando es necesario “cambiar la silla”, al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro.
El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y “puro”, la víctima debe evitar hasta la menor señal de una “superioridad moral” que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar que en las conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.
Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.
5. Abrirse a la gracia de Dios
No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado correctamente? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad.
Pero un cristiano nunca está solo. Puede contar en cada momento con la ayuda todopoderosa de Dios y experimentar la alegría de ser amado. El mismo Dios le declara su gran amor: “No temas, que yo… te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán… Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo te quiero.”
Un cristiano puede experimentar también la alegría de ser perdonado. La verdadera culpabilidad va a la raíz de nuestro ser: afecta nuestra relación con Dios. Mientras en los Estados totalitarios, las personas que se han “desviado” -según la opinión de las autoridades- son metidas en cárceles o internadas en clínicas psiquiátricas, en el Evangelio de Jesucristo, en cambio, se les invita a una fiesta: la fiesta del perdón. Dios siempre acepta nuestro arrepentimiento y nos invita a cambiar. Su gracia obra una profunda transformación en nosotros: nos libera del caos interior y sana las heridas.
Siempre es Dios quien ama primero y es Dios quien perdona primero. Es Él quien nos da fuerzas para cumplir con este mandamiento cristiano que es, probablemente, el más difícil de todos: amar a los enemigos, perdonar a los que nos han hecho daño. Pero, en el fondo, no se trata tanto de una exigencia moral –como Dios te ha perdonado a ti, tú tienes que perdonar a los prójimos- cuanto de un imperativo existencial: si comprendes realmente lo que te ha ocurrido a ti, no puedes por menos que perdonar al otro. Si no lo haces, no sabes lo que Dios te ha dado.
El perdón forma parte de la identidad de los cristianos; su ausencia significaría, por tanto, la pérdida del carácter de cristiano. Por eso, los seguidores de Cristo de todos los siglos han mirado a su Maestro que perdonó a sus propios verdugos. Han sabido transformar las tragedias en victorias.
También nosotros podemos, con la gracia de Dios, encontrar el sentido de las ofensas e injusticias en la propia vida. Ninguna experiencia que adquirimos es en vano. Muy por el contrario, siempre podemos aprender algo. También cuando nos sorprende una tempestad o debemos soportar el frío o el calor. Siempre podemos aprender algo que nos ayude a comprender mejor el mundo, a los demás y a nosotros mismos. Gertrud von Le Fort dice que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus milagros. ”Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación.”
Reflexión final
Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un acto liberador. Es un mandamiento cristiano y además un gran alivio. Significa optar por la vida y actuar con creatividad.
Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Es comprensible que una madre no pueda perdonar enseguida al asesino de su hijo. Hay que dejarle todo el tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandecería su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo. En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor. Necesitamos tranquilizarnos; seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. Sólo una persona de alma muy pequeña puede escandalizarse de ello.
Perdonar puede ser una labor interior auténtica y dura. Pero con la ayuda de buenos amigos y, sobre todo, con la ayuda de la gracia divina, es posible realizarla. “Con mi Dios, salto los muros,” canta el salmista. Podemos referirlo también a los muros que están en nuestro corazón.
Si conseguimos crear una cultura del perdón, podremos construir juntos un mundo habitable, donde habrá más vitalidad y fecundidad; podremos proyectar juntos un futuro realmente nuevo. Para terminar, nos pueden ayudar unas sabias palabras: “¿Quieres ser feliz un momento? Véngate.
¿Quieres ser feliz siempre? Perdona.”
Neuroética: ¿mi cerebro me controla?
Alberto Carrara profundiza en la neuroética y los descubrimientos neurocientíficos
Nos encontramos en España en plena corrida de toros. El «matador» impávido está recibiendo los aplausos del público. Entra la famosa bestia que da tanto miedo, un animal gigantesco que dejaría calado de sudor a cualquier común mortal. Ha iniciado el espectáculo pero algo extraño se percibe.
A la vista del rojo mantel el «bruto» titubea, después da la vuelta y se regresa indiferente a la puerta de donde había salido. Sigue un breve silencio. Las carcajeadas iniciales de la gente se vuelven gritos de protesta. ¿Qué le pasa al toro? ¿Se le fue la cabeza?
Y justo de cabeza, o mejor dicho, de cerebro se trata.
¿Cómo fue posible un cambio tan repentino de actitud en este animal? Lo explica el científico español José Delgado que con sus experimentos se ganó las páginas del “New York Times” el 17 de mayo de 1965. Delgado implantó en el cerebro de un toro un electrodo.
El estímulo generado y controlado por el investigador era capaz de parar la espeluznante corrida del animal incitado por el color rojo del mantel. En un segundo experimento, además de pararse, el toro dio la vuelta y se fue trotando como si nada hubiera pasado.
Estos resultados de Delgado, junto con las experimentaciones con LSD (dietilamina del acido lisérgico) en elefantes realizadas en los años 60 por el psiquiatra estadounidense Louis West, marcaron los primeros tentativos serios de evaluar desde la perspectiva ética los modernos avances y descubrimientos en el sector de las neurociencias.
Aquí nació, de forma todavía implícita, la moderna neuroética.
Una primera definición de neuroética se podía ya vislumbrar a partir de la finalidad misma de los numerosos estudios promovidos en los años 70 por el Hastings Center, es decir: examinar los problemas éticos relativos a las intervenciones quirúrgicas y farmacológicas sobre el cerebro humano.
Pero, aunque el término aparezca (según reporta la neuroeticista Judy Illes) en la literatura científica a partir del 1989, su primera definición se considera la de mayo de 2002. En esta fecha en San Francisco (EU) se llevó a cabo el primer congreso mundial de expertos titulados: “Neuroethics: mapping the field”.
Fue mérito de William Safire, politólogo del “New York Times”, la definición contemporánea: “La neuroética es aquella parte de la bioética que se interesa de establecer lo que es lícito, es decir, lo que se puede hacer, con respecto a la terapia o mejoramiento de las funciones cerebrales, así como de evaluar las diversas formas de intromisiones y preocupante manipulación del cerebro humano”.
La aplicación al hombre cada vez más rápida de los descubrimientos neurocientíficos, fruto de las abundantes investigaciones que tratan de descifrar los misterios del cerebro y de la mente humana, han hecho surgir en la opinión pública sentimientos muchas veces opuestos y antitéticos. Justo por el carácter “humano” de estos avances surge la respectiva reflexión ética, nace de facto la neuroética.
En todos los ámbitos sociales el sufijo “neuro” sirve para promover, vender, convencer… Uno puede estar tranquilamente comiéndose un chocolate y al abrir el papel de envoltura encontrarse un dibujo que pretende ilustrar el sentido profundo, “científico”, del amor humano que no sería nada más que el conjunto de neurotransmisores cerebrales: dopamina, oxitocina, etcétera.
Las imágenes de resonancias magnéticas ya casi hacen parte de nuestra cultura básica: palabras como PET (tomografía a emisión de positrones) o resonancias magnéticas funcionales (fRMN) ya son parte de nuestra memoria, las hemos escuchado por radio, por televisión, las hemos leído por Internet.
Una primera pregunta que puede surgir es sobre el porqué de tanta fama. Dibujos sobre el cerebro humano, radiografías, resultados de resonancias magnéticas con puntitos rojos y amarillos se encuentran hoy día en cualquier temática debatida: del sector médico al psicológico, del económico al político, del filosófico al teológico, generando una verdadera “neuromanía”.
Ya podríamos “googlear” (nuevo término utilizado para los aficionados de Google) todos los términos que lleven el sufijo “neuro” que quisiéramos y casi con certeza encontraríamos sus existencias y sus relativas descripciones. Neuroeconomía, neuropolítica, neurofilosofía, neuroteología… son simplemente ejemplos de esta verdadera mina de oro. Todo parece explicarlo la mayor o menor activación de nuestro cerebro.
Una segunda pregunta se relaciona al contenido, es decir, a la información que estas imágenes llevan consigo. ¿Qué nos revelan? Los resultados de las neuroimágenes son útiles al estudio de las funciones cerebrales e indican la mayor o menor activación de zonas del cerebro en comparación a un estándar de control.
El objetivo de estas técnicas es el de comprender mejor el funcionamiento de nuestro cerebro. Sea en el ámbito médico, por ejemplo en el caso de diagnosis de enfermedades a nivel cerebral (tumores), sea en el contexto de estudios que miran a comprender las bases neurofisiológicas de actividades humanas como la memoria, el lenguaje, la visión, la personalidad, etcétera.
Es necesario tener siempre en consideración la interpretación de las imágenes. De hecho, la interpretación de los resultados, en este caso como en otros en el contexto del método científico moderno, se rigen por las hipótesis y las teorías desarrolladas por cada laboratorio, podríamos decir, por cada científico. Entonces nos encontramos frente a una gran diversidad potencial de interpretaciones de un mismo resultado empírico.
La fascinación de estos avances científicos no puede en ningún modo tomar el lugar de la necesaria prudencia con la cual se tienen que enfocar y elaborar los resultados.
La opinión pública se queda fascinada por la multitud de perspectivas y aplicaciones concretas y reales de estas tecnologías. Por ejemplo, las así llamadas “marcas cerebrales” o “brain fingerprinting”, que miden las ondas cerebrales y discriminan entre respuesta verdadera y falsa, reemplazaron el obsoleto detector psicosomático empleado en los tribunales.
Son también realidad los electrodos cerebrales que se están experimentando en el hombre con respecto a la patología de Parkinson o al síndrome depresivo, etcétera. Se trabaja en la construcción de microchips para reemplazar las áreas cerebrales de la memoria dañadas en los casos de Alzheimer, ictus cerebral, epilepsia, etcétera.
Estos beneficios inestimables a la calidad de la vida humana se enfrentan con los numerosos interrogantes éticos que surgen del uso de estos descubrimientos con finalidades menos nobles. Consideramos el posible “control mental” que se podría aplicar a nivel de sociedades o el real, y ya efectivo, empleo de estrategias neurocientíficas para comprender y modular las decisiones de compra, el así llamado neuromarketing.
En medio de una cultura fragmentada y superficial como la nuestra se necesita una buena dosis de prudencia, entendida como la justa razón que hay que emplear al actuar y al formular conclusiones, especialmente las que conllevan aspectos existenciales fundantes. Es decir, no resulta indiferente creer que es nuestro cerebro, y no nosotros, el que actúa, el que razona, el que establece juicios, etcétera.
Estas creencias, porque eso es lo que son, puesto que se sacan sin fundamento decisivo de un contexto científico moderno, tienen repercusiones muy profundas en nuestro actuar, en nuestra forma de relacionarnos con los demás y con nosotros mismos.
Al centro de la neurociencia, como de todas las demás actividades intelectivas y prácticas humanas, no está un cerebro, sino un hombre. Es la persona humana, y no su cerebro, el que piensa, proyecta, sueña, actúa, ama, llora, etcétera. Es ella misma que puede llegar también a investigar sobre su mismo cerebro, a descubrir su funcionamiento, a dilucidar, poco a poco, sus misterios.
Lo resumía muy bien Juan Pablo II en su discurso a los miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias el 10 de noviembre de 2003: “la neurociencia y la neurofisiología, a través del estudio de los procesos químicos y biológicos del cerebro, contribuyen en gran medida a la comprensión de su funcionamiento.
“Pero el estudio de la mente humana abarca más que los meros datos observables, propios de las ciencias neurológicas. El conocimiento de la persona humana no deriva sólo del nivel de observación y del análisis científico, sino también de la interconexión entre el estudio empírico y la comprensión reflexiva.
“Los científicos mismos perciben en el estudio de la mente humana el misterio de una dimensión espiritual que trasciende la fisiología cerebral y parece dirigir todas nuestras actividades como seres libres y autónomos, capaces de actuar con responsabilidad y amor, y dotados de dignidad”.
En el contexto de la reflexión ética contemporánea sobre los resultados y aplicaciones de la neurociencia, es decir, en el ámbito de la neuroética, existe la necesidad de distinguir entre mente y cerebro, entre la persona humana que actúa libremente y los factores neurobiológicos que sostienen su intelecto y su voluntad en este mismo actuar.
Si no se distinguen las diversas realidades de la persona humana, reconociendo a la vez su complejidad, todo se volverá homogéneo, horizontal, simple, controlable y manipulable. El “alma” se equiparará al “yo”, y el “yo” al cerebro y será el espíritu tecnicista a prevalecer y a reducir el hombre a una materialidad que ni siquiera corresponde a la de un animal viviente.
Entonces la mentalidad difundida hoy día seguirá considerando «los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la vida interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente neurológico” (Caritas in Veritate, n. 76).
La persona humana es el punto central en el debate multidisciplinar de la neuroética, el hombre en su unidad y totalidad, con todas sus dimensiones, con todos sus constitutivos: material, psíquico y espiritual.
Por este motivo James Giordano de Oxford en 2005 propuso el término neurobioética queriendo estimular la investigación entre las aportaciones de la neurociencia y la visión filosófico-antropológica centrada en la persona humana.
En un ambiente de interdisciplinariedad, la neurobioética trata de recoger, seleccionar, evaluar e interpretar los datos neurocientíficos a disposición subrayando a la vez las cuestiones éticas más sobresalientes por medio de una metodología multidisciplinar y resaltando el papel central que la persona humana ocupa en su individualidad, valor y dignidad intrínseca, en cualquier ámbito de la investigación neurocientífica (www.neurobioetica.it; www.neurobioethics.org).
La neurobioética busca los puntos de contacto con las demás disciplinas humanas para ampliar la racionalidad misma y ayudar a responder de forma integral a las urgentes cuestiones éticas que se están amontonando día tras día.
Cómo cuidar plantas en casa o en el trabajo (y que no se te mueran)
Si eres de los que se empeña en tener plantas en su entorno pero siempre fracasa, aquí tienes algunos consejos prácticos y espirituales para ser optimista
Tener plantas en nuestro entorno más cercano es algo positivo, que recomiendan los psicólogos. El hecho de que sea un ser vivo y que mayoritariamente las plantas sean verdes, hacen que nos resulten oxigenantes, inspiradoras.
Esto es importante, más si cabe en tiempos de pandemia. El verde, según los estudios de psicología del color, impacta en nuestro cerebro y produce:
• calma.
• armonía.
• paz.
• serenidad.
• limpieza.
• salud.
• esperanza.
Recomendado por los psicólogos y médicos
Por eso los psicólogos y médicos psiquiatras afirman que tener un ambiente en que predomina el verde ayuda a nuestra salud mental. No solo para los adultos sino también para los niños. Un estudio firmado por investigadores de la Universidad de Aarhus, en Dinamarca, concluyó en 2019 que los niños que están en contacto con la naturaleza tienen un 55% menos de riesgo de desarrollar enfermedades psiquiátricas como la ansiedad o la depresión, entre otras. Por lo tanto, no es una opinión subjetiva que las plantas mejoren nuestra vida física y espiritual.
Seguramente te gustaría tener plantas en casa o en la oficina, pero todos hemos pasado por la experiencia de lo difícil que es mantenerlas vivas si no tenemos experiencia en ello. A veces compramos una planta hermosa, pero vemos cómo a los pocos días las hojas están decaídas. O vamos al mercado y en un puesto nos enamoramos de unas flores alegres: llegamos a casa y a los pocos días desaparecen sin que nos dé tiempo a disfrutarlas siquiera. Otras veces nos regalan una orquídea (gracias, Ikea, por esas ofertas en el pasillo final de tus tiendas), la colocamos con primor en la mesa de la oficina y de un día para otro encontramos las flores en la mesa y solo quedan dos tallos largos que dan más tristeza que otra cosa. Uf.
Consejos prácticos y espirituales
Vamos a ver qué podemos hacer para cuidar plantas con éxito, en casa o en el trabajo.
En la siguiente galería fotográfica tienes unos consejos prácticos, que además te permitirán descubrir muchas virtudes:
1 ESTUDIO.
Si quiero cuidar plantas, es crucial poner la cabeza. Cuando digo estudio me refiero a conocer cómo es el lugar donde quieres poner las plantas. Mira si hay mucha luz natural o no, si a la planta le llegará luz directa (en la terraza o por una ventana). Ten en cuenta si hay corrientes de aire, si hay radiadores de calefacción o aire acondicionado, porque eso puede afectar positiva o negativamente a la planta.
2 CONOCIMIENTO DE UNO MISMO.
Es importante reconocer cómo somos y cuánto tiempo estamos dispuestos a dedicar a las plantas. El mundo de las plantas le lleva a uno a la humildad de saber que no somos unos cracks en todo: por ejemplo, uno puede ser un perfecto directivo pero un desastre con el potus que tiene en la estantería de libros. Y, francamente, deprime mucho ver una planta medio desmayada, tanto al jefe como a los empleados que lo visitan. Si dispones de poco tiempo, es mejor tener plantas que no exijan grandes cuidados. Por ejemplo, las suculentas y los cactus son excelentes compañeros, porque resisten nuestros olvidos de días sin regarlas pùesto que acumulan reservas de agua. También te sirven las tillandsias, que prácticamente viven del aire: no requieren tierra siquiera, solo necesitan alimentarse de la humedad del ambiente y con que uses un pulverizador con agua de vez en cuando es suficiente. Si no te gusta la regadora, son las plantas idóneas.
3 DEDICACIÓN DE TIEMPO.
Las plantas nos enseñan que conocer al otro siempre exige tiempo y, por lo tanto, disponibilidad. Las plantas no deben ser objeto de consumo rápido, como si fueran un kleenex de usar y tirar, fruto de una compra impulsiva o de un capricho. Dedicar tiempo a las plantas nos hace considerar lo importante que es el tiempo para cuidar en general, más cuando se trata de cuidar a las personas.
4 CUIDADO AMOROSO.
Con la «Laudato Sì» del papa Francisco hemos aprendido a cuidar la Casa Común, a valorar más la Creación. Las plantas son un elemento vivo incluso en el entorno más urbano y tecnológico: nos reconectan con Dios y con los demás. A las plantas hay que mirarlas si uno quiere detectar a tiempo la falta de agua o saber que necesitan fertilizante, y eso se traslada a lo que hacemos con nuestros compañeros de trabajo, nuestra familia o nuestros amigos. Cuidar es primordial.
Cuidando plantas aprendemos a amar la Creación de forma natural.
5 CONSTANCIA.
Las plantas nos enseñan que es importante cuidarlas un día y otro. Nos ayudan a ser constantes porque ellas requieren un poco de atención, unas semanalmente (por ejemplo un ficus), otras a diario. En verano (porque necesitan más agua) más que en invierno. Estar pendientes de la planta un día y otro día, más allá de la primera ilusión, es una virtud.
Una recomendación: comienza por señalar en tu agenda un momento del día para cuidar las plantas (pueden ser tres minutos, no más, en una pausa). Así te acostumbrarás a tratarlas y evitarás sorpresas desagradables.
6 PACIENCIA.
Cada planta necesita su ritmo, como las personas. Unas crecen muy rápido y otras necesitan años. No servirá de nada que las mire con intensidad para que se estiren los tallos y las hojas, por más que me empeñe. Dales tiempo.
7 ESPERANZA.
Si tienes plantas con flores, verás que hay meses en que la planta parece que no responde. Mi consejo es que busques información sobre ella y sepas cuál es el mes de floración en la zona donde vives. Toca esperar pero tiene recompensa, te lo aseguro. Eso ocurre con geranios, rosas, margaritas… si tu esperanza es más corta y necesiota alicientes más cotidianos, empieza por el anthurium, por ejemplo.
8 FE.
Un año me regalaron bulbos de tulipán traídos de Holanda. Eran solo unas bolas que parecían muertas, envueltas en un papel de periódico sin más, pero… las planté a su debido tiempo y de allí nacieron unos hermosos tulipanes. Lección: hay que confiar y vale la pena hacerlo, porque cuando has hecho un acto de confianza, lo que llega sabe delicioso.
9 RESILIENCIA ANTE EL FRACASO.
Si has tenido plantas y se te han muerto, no te desanimes. Vuelve a intentarlo siguiendo los consejos de este post. Encajar el golpe es una muestra de fortaleza y de que no tiramos la toalla. Piensa por qué murió la planta (así hacemos examen) y rectifica en la próxima ocasión.
Cuidar plantas une a todas las generaciones de la familia.
10 LA ALEGRÍA DE COMPARTIR.
Las plantas nos ayudan a hacer hogar y a crear un buen clima de trabajo. Compartimos sentimientos positivos que ayudan a todos. Y no solo se trata de que otras personas disfruten viéndolas crecer y florecer. También podemos regalar esquejes, mermeladas, ramos… Es un bonito acto de amistad y un buen tema de conversación.
11 DEJARSE SORPRENDER.
Incluso la planta más sosa aparentemente, un día puede darte una sorpresa. ¿Sabías, por ejemplo, que algunos cactus dan unas flores preciosísimas cada año? Prueba con alguno de ellos. Por internet o en la floristería te pueden aconsejar para que te lleves a casa o al trabajo uno de estos ejemplares.
10 trucos para que tus plantas sobrevivan al invierno
El invierno es enemigo de la mayoría de las plantas de nuestra terraza, pero bastarán unos sencillos trucos para que combatas el frío y lleguen vivas a la primavera.
¿Te preocupa cómo cuidar tus plantas para protegerlas del frío durante el invierno?
Si dispones de una terraza, balcón o jardín con macetas, te habrás planteado qué hacer para que las bajas temperaturas no dañen las plantas de exterior.
Aquí tienes una lista de recomendaciones que te irán muy bien. Conseguirás que se mantengan vivas en condiciones difíciles y llegarás a la primavera sin tener que hacer una inversión económica para reponer las plantas que habrían muerto.
Un importante ahorro
Cuidar las plantas en invierno es una forma inteligente de ahorrar al mismo tiempo que puede ayudarte a una re-decoración en casa ya que introducirás seres vivos en algunos espacios.
Son trucos de mi madre, que pone en práctica cada año con excelentes resultados. Son sencillos y prácticos. Puedes verlos en la galería fotográfica o leerlos en la página siguiente: https://bit.ly/3y0c6y2
Plantas de interior que no necesitan cuidados
Las tillandsias crean hogar y no piden nada a cambio. No requieren tierra ni es necesario regarlas porque viven literalmente del aire.
El ritmo de vida que llevamos a veces hace difícil el cuidado de plantas de interior. No siempre disponemos de tiempo para regar las macetas y es frustrante comprar plantas como el potus o el anthurium y ver que se nos marchitan a las pocas semanas, casi siempre por falta de agua.
Una planta de interior hace hogar, crea una atmósfera más amable, pone «humanidad» a un entorno que muchas veces es frío, hace que una oficina tenga personalidad.
Pero, ¿qué hacer entonces si se nos mueren incluso las plantas que nos regalan? Nada da más tristeza en una casa o un despacho que ver una maceta con una planta muerta.
Una opción son los cactus, una planta resistente preparada para dejar de recibir agua y nutrientes durante largo tiempo.
Pero si ni siquiera disponemos de tiempo para regar un cactus y seguimos interesados en «vestir» una habitación, una casa o una oficina con plantas, nuestro sueño tiene un nombre: tillandsia.
La tillandsia tiene una peculiaridad y es que, por increíble que parezca, vive del aire. Así, como suena. En el aire encuentra la humedad necesaria para vivir, o sea, el agua y los nutrientes que le son imprescindibles.
Las tillandsias reciben el nombre común de «clavel del aire». Algunas veces las vemos sujetas a un árbol, pero también las encontraremos enlazadas a una tubería, a los hierros de un balcón o sobre una piedra. Nunca son parásitos, no viven del árbol o de los minerales de la piedra. Curiosamente, sus raíces se enlazan a esos materiales como modo de sujeción pero no cumplen una función alimentaria.
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Variedades con flores
La tillandsia es muy agradecida. Solo con una humedad que a veces puede ser extremadamente baja ya tiene suficiente para vivir. A cambio, esta especie dispone de más 600 variedades y muchas de ellas ofrecen una flor original y vistosa, en colores rojos, fucsias, morados o naranjas. Así, en el periodo de floración aportan un color cálido a la estancia donde se las coloque.
Entre las variedades hay formas de todo tipo: largas y alborotadas como una melena, más tupidas y redondeadas… Y en colores, pueden ser verdes en todos los tonos o grises.
En el caso de las tillandsias grises, este color se produce por los tricomas, una especie de escamas que ayudan a la planta a recoger el agua de la humedad del aire. Al mismo tiempo, la planta se nutre de los minerales que encuentra en el polvo. Menos ya no se puede pedir a un ser vivo que aporta calidez a nuestros espacios.
Si tienes poco tiempo para las plantas, pero no quieres renunciar a ellas, esta es la ideal.
La tillandsia ha comenzado a ponerse de moda en las floristerías y en las grandes superficies comerciales. El público las ha aceptado bien porque es como los gatos: se adapta a las necesidades de un estilo de vida que deja poco tiempo libre pero nos ayuda a mantener nuestro contacto con la Naturaleza. No exigen muchos cuidados y nos hacen compañía.
Un soporte de decoración
En cuanto a la decoración, puedes utilizar un soporte para realzar su presencia sobre un mueble o un alféizar. Te servirá un tronco de leña, una piedra, una pieza de madera o un hierro (no importa si está oxidado). Si tiene cierta presencia estética, la planta sumará en positivo y puedes crear una pequeña escultura.
Las tillandsias permiten también estar suspendidas en el aire, de modo que puedes jugar con el efecto de una planta colgante.
Reproducción
Las tillandsias pueden reproducirse gracias a los retoños. Cuando lleguen después de la floración, puedes separarlos y plantarlos en otros lugares o bien dejar que sigan unidos a la planta original.
En ambientes muy secos
En el caso de que la habitación donde colocamos la planta tenga aire acondicionado o la humedad muy baja, la planta puede vivir igualmente si de vez en cuando aportamos agua con un pulverizador (ten uno pequeño de 100 ml. en un cajón de la mesa de trabajo y listos). Podemos hacerlo cada 15 días en verano y una vez al mes si es invierno.