Matthew 9:18-26
Amigos, el tema central del Evangelio de hoy es la historia de la hemorroísa. Para poder comprender el poder de este Evangelio tenemos que familiarizarnos antes con la actitud y conducta judía respecto a lo puro y lo impuro. En el Levítico encontramos prescripciones cuidadosamente diseñadas que tratan sobre animales, plantas, alimentos, y situaciones que son impuras. Estas prescripciones eran entendidas como algo que identificaba a los judíos como grupo de personas. Pero también tenían un serio aspecto negativo ya que ubicaban ciertas personas en situaciones extremadamente difíciles.
Tener flujo de sangre por doce años significaba que durante todo ese período de tiempo esta mujer de nuestro Evangelio había sido un paria o marginada social.
Al tocar ella a Jesús tendría que haberlo convertido en impuro. Pero tan grande es su fe que cuando lo toca es ella quien en su lugar se vuelve limpia. Jesús la restaura efectivamente a la plena participación en su comunidad.
La consecuencia más importante es esta: Jesús implícitamente pone fin al código ritual del Levítico. La identidad de la nueva Israel, la Iglesia, no será a través de conductas rituales sino a través de imitarlo a Él.
Tu fe te ha salvado
Santo Evangelio según san Mateo 9, 18-26. Lunes XIV del Tiempo Ordinario
Por: Redacción | Fuente: Catholic.net
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, eres mi Salvador y Redentor. Creo que en este justo momento estabas esperando que dejará todo para tener un momento de oración, por eso me acerco con fe, confianza y mucho amor. Te ofrezco esta meditación por aquellos que temen acercarse a ti.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 9, 18-26
Así les estaba hablando, cuando se acercó un magistrado y se postró ante él diciendo: «Mi hija acaba de morir, pero ven tú a imponerle las manos y vivirá». Jesús se levantó y le siguió junto con sus discípulos. En esto, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acercó por detrás y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: «Con sólo tocar su manto, me salvaré». Jesús se volvió, y al verla le dijo: «¡Animo!, hija, tu fe te ha salvado». Y se curó la mujer desde aquel momento. Al llegar Jesús a casa del magistrado y ver a los flautistas y la gente alborotando, decía: «¡Retiraos! La muchacha no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de él. Mas, echada fuera la gente, entró él, la tomó de la mano, y la muchacha se levantó. Y la noticia del suceso se divulgó por toda aquella comarca.
Palabra de Dios
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Jesucristo está siempre disponible para el hombre o la mujer atribulada. Para Él todos somos importantes, no importa que seas magistrado o ama de casa. Él siempre nos espera y nos acoge con dulzura y atención, pero nos pide que tengamos fe en su persona. Y ésta es la actitud con la que estos dos personajes del Evangelio se acercan al Señor para pedirle una gracia, para esperar un consuelo, a pesar de las condiciones tan adversas que se les presentaban: la muerte de una hija y una enfermedad de toda la vida.
Lo que maravilla es la seguridad de pedir al Señor cosas que parecen imposibles, teniendo la certeza de que son escuchadas y apostando por un feliz desenlace. Y es que con Jesucristo siempre hay recursos, no se acaban las opciones. Ni siquiera la muerte puede rasgar la esperanza que nace de la fe, porque Dios ha vencido a la muerte y es garante de nuestra esperanza. Por eso el magistrado no se detiene ante la muerte de su hija y acude al Señor, con la certeza de que imponiéndole las manos vivirá.
Y llegamos así al punto clave de este texto evangélico: la vida. Todos deseamos una vida libre de enfermedades, de dolencias, de angustias y de muerte. La mujer enferma de flujo de sangre después de ser curada se “salvó” –dice el Evangelio– y ¿qué es salvarse sino preservarse de la muerte, de la enfermedad, de las debilidades propias de nuestra condición humana para vivir una vida donde nada de esto suceda?
Por ello, quien busca a Jesús busca realmente “salvar su vida y la de los demás” dándole un sentido a su existencia que le salve de la muerte y que le dé fuerzas en la enfermedad.
Por eso, nuestro deber diario está en dar ese sentido a nuestra vida y vivir para dar sentido a la vida de los demás. ¡Cuántas personas solas hay a nuestro alrededor porque nadie tiene una palabra de cariño para ellas!
Como consecuencia de esto, hay que tocar a Jesucristo en la orla de su manto y llevarlo a aquellas personas que yacen ya como cadáveres ambulantes sin haber muerto. Él es la Vida. Y se les puede llevar la Vida muy fácilmente: con un buen testimonio, con la caridad, con un sacrificio, pidiendo por ellos en la oración, llevándolos con un sacerdote, invitándolos a los sacramentos, etc. Hay mil formas de llevar a Jesucristo a los demás. Éste es el verdadero tesoro que permanece para siempre, pues todo lo que hagamos por ellos es tiempo bien invertido, máxime si les estamos llevando la Vida.
Ojalá que nunca nos pase aquello de lamentar la muerte de alguien conocido porque dejamos de hacerle un bien que podríamos haberle hecho. Qué pena tener que decir ante un féretro: si no te hubieras ido yo podría haberte llevado la Vida…
«El hombre o la mujer que tiene fe confía en Dios: ¡confía! Pablo, en un momento oscuro de su vida, decía: ‘Yo sé bien de quien me he fiado’ ¡De Dios! ¡Del Señor Jesús! Confiar: y esto nos lleva a la esperanza. Así como la confesión de la fe nos lleva a la adoración y a la alabanza a Dios, el fiarse de Dios nos lleva a una actitud de esperanza. Hay muchos cristianos con una esperanza demasiado aguada, no fuerte: una esperanza débil. ¿Por qué? Porque no tiene la fuerza y la valentía para confiarse al Señor. Pero si nosotros cristianos creemos confesando la fe, también guardándola, haciendo custodia de la fe y confiando en Dios, en el Señor, seremos cristianos vencedores. Y esta es la victoria que ha vencido al mundo: ¡nuestra fe!».
(Homilía de S.S. Francisco, 10 de enero de 2014).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Rezar por las personas enfermas, especialmente las que están cerca de mi.
Despedida
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Quiliano, Santo
Obispo y Mártir, 8 de julio
Por: Redacción | Fuente: ar.geocities.com/misa_tridentina01 / Martirologio Romano
Obispo y Mártir
Martirologio Romano: En Herbipoli (hoy Würzburg), ciudad de Austrasia, san Quiliano, obispo y mártir, natural de Irlanda, desde donde viajó a esta región para predicar el Evangelio, y en la que, por velar diligentemente para que se observase en ella la vida cristiana, fue martirizado († c. 689).
Breve Biografía
Quiliano era un monje irlandés. En el año 686, antes o después de recibir la consagración episcopal, partió a Roma con once compañeros, y el Papa Conon le encargó predicar el Evangelio en Franconia (Badén y Baviera).
El santo, asistido por el sacerdote Colmano y el diácono Totnano, convirtió y bautizó a numerosos paganos en Würzburg. Entre dichos convertidos figuraba el duque de la ciudad, Gosberto.
Una biografía medieval narra en la forma siguiente el martirio de San Quiliano: El duque había contraído matrimonio con Geilana, la viuda de su hermano. San Quiliano le indicó que tal matrimonio era inválido, y el duque prometió separarse de Geilana; pero ésta, enfurecida, aprovechó la ausencia de su esposo, quien había partido a una campaña militar, para que sus esbirros decapitaran a los tres prisioneros.
Consta con certeza que Quiliano, Coimano y Totnano evangelizaron realmente la Franconia y la Turingia oriental y que fueron mártires.
El culto de San Quiliano existió en Irlanda, así como en las diócesis de Würzburg, Viena y algunas otras.
Aquila y Priscila, el matrimonio santo que ayudó a san Pablo
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Dolors Massot – publicado el 08/07/15 – actualizado el 06/07/24
Hicieron de su casa una iglesia doméstica y aprovecharon sus cambios de domicilio para evangelizar en varias ciudades
Aquila y Priscila eran un matrimonio joven.
Aquila era tejedor de tiendas de campaña. Procedía de la diáspora judía que había llegado a Roma por la Anatolia del Norte (actual Turquía).
Su mujer era Priscila —abreviado, Prisca —, romana de nacimiento. Según una antigua tradición, era familiar del senador Caio Mario Pudente Corneliano, quien hospedaba a San Pedro en su casa en el Viminale.
No hay testimonio escrito de ello, pero existen pinturas en las que vemos a san Pedro administrando el Bautismo a una joven llamada Prisca.
Exilio a Corinto
Por un decreto del emperador Tiberio Claudio César, que temía una revuelta de los judíos en Roma, el matrimonio de Aquila y Priscila se vio obligado a marcharse a Corinto, en Grecia. Esta ciudad era centro comercial, potente en púrpura y tejidos.
San Pablo había acudido a la ciudad para evangelizar, pero su discurso había pasado desapercibido entre personas acostumbradas a muchas novedades pero una vida superficial.
Aquila y Priscila le dieron alojamiento en su casa. Pablo era también tejedor de tiendas, de modo que Aquila le ofreció la posibilidad de trabajar con él en su taller.
En el año 52, san Pablo dejó Corinto y viajó junto con Aquila y Priscila a Éfeso, capital del Asia proconsular. También viajaron con ellos Silas y Timoteo. La travesía duró unos diez días.
Evangelizaron a Apolo
En Éfeso, el matrimonio escucha un día la predicación de Apolo, un hombre culto y que buscaba la verdad, en la sinagoga. Los Hechos de los Apóstoles narran que cuando el joven acabó de hablar, “le tomaron consigo y le expusieron con más exactitud el camino de Dios.” Como resultado de aquel encuentro, Apolo pidió ser bautizado.
En el año 57 Aquila y Priscila regresaron a Roma. San Pablo, cuando escribe su epístola a los Romanos manda saludos para ellos, «mis colaboradores en Cristo Jesús, a quienes damos gracias no solo yo sino también todas las iglesias de los gentiles».
Y aporta un dato relevante: «Saludad -dice- a la iglesia que se reúne en su casa», esto es, era una iglesia doméstica. Es posible que aquella casa estuviera situada donde hoy se encuentra la iglesia de santa Prisca y que cuenta con restos de dos edificios de los siglos I y II d.C.
En el año 67 Aquila y Priscila se encontraban en Éfeso. San Pablo les envía saludos en su Carta a Timoteo.
Reflexión
«Así conocemos el papel importantísimo que desempeñó esta pareja de esposos en el ámbito de la Iglesia primitiva: acogían en su propia casa al grupo de los cristianos del lugar, cuando se reunían para escuchar la palabra de Dios y para celebrar la Eucaristía. Ese tipo de reunión es precisamente la que en griego se llama ekklesìa —en latín ecclesia, en italiano chiesa, en español iglesia—, que quiere decir convocación, asamblea, reunión.
Así pues, en la casa de Áquila y Priscila se reúne la Iglesia, la convocación de Cristo, que celebra allí los sagrados misterios. De este modo, podemos ver cómo nace la realidad de la Iglesia en las casas de los creyentes. (…)
Esta pareja demuestra, en particular, la importancia de la acción de los esposos cristianos. Cuando están sostenidos por la fe y por una intensa espiritualidad, su compromiso valiente por la Iglesia y en la Iglesia resulta natural. La comunión diaria de su vida se prolonga y en cierto sentido se sublima al asumir una responsabilidad común en favor del Cuerpo místico de Cristo, aunque sólo sea de una pequeña parte de este. Así sucedió en la primera generación y así seguirá sucediendo.
De su ejemplo podemos sacar otra lección importante: toda casa puede transformarse en una pequeña iglesia. No sólo en el sentido de que en ella tiene que reinar el típico amor cristiano, hecho de altruismo y atención recíproca, sino más aún en el sentido de que toda la vida familiar, en virtud de la fe, está llamada a girar en torno al único señorío de Jesucristo».
Fragmento de la Audiencia general del papa Benedicto XVI el 7 de febrero de 2007