John 19:25-34
Amigos, hoy celebramos la Memoria de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia.
Escuchamos en el Evangelio de hoy que, mientras agonizaba en la cruz, Jesús miró a su madre y al discípulo a quien amaba, y le dijo a María: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y luego a Juan: “He aquí, Tu madre”. Se nos dice que “desde esa hora el discípulo la acogió en su casa”.
Si María es aquella a través de quien nació Cristo, y si la Iglesia es realmente el Cuerpo Místico de Cristo, entonces ella debe ser, en un sentido muy real, la Madre de la Iglesia. Ella es aquella a través de la cual Jesús sigue naciendo en el corazón de los que creen. No debemos confundirla con el Salvador, sino insistir en su misión de mediadora e intercesora. Al final de la gran oración del Ave María, le pedimos a María que ore por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”, señalando que a lo largo de la vida María es el canal privilegiado a través del cual la gracia de Cristo fluye hacia el Cuerpo Místico.
Dios se deleita en atraer causas secundarias a la densa complejidad de su plan providencial, otorgándoles el honor de cooperar con Él y sus designios. La sierva del Señor, que es la Madre de la Iglesia, es el más humilde de estos humildes instrumentos y, por tanto, el más eficaz.
Hechos de los Apóstoles 10:25-26.34-35.44-48 / 1 Juan 4:7-10 / Juan 15:9-17
La fe cristiana no es un contenido de creencias teóricas y prácticas rituales sino una experiencia vivida con toda la intensidad personal. El evangelio que acabamos de escuchar, denso de contenido, nos invita precisamente a una profunda vivencia de nuestra vinculación a Jesucristo.
Esta invitación la podemos resumir en tres frases de Jesús del texto evangélico que nos ha sido proclamado.
La primera: permanezca en mi amor. El núcleo de la fe cristiana es el amor: el amor que Dios nos tiene sin ningún mérito nuestro, el amor que nosotros le tenemos a él y el amor que debemos tener para con los demás.
Jesús decía: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Es decir, somos amados por Jesús con la misma plenitud con que el Padre le ama a él. Y nos lo ha demostrado abrazando la cruz por amor y dejándonos el sacramento de la Eucaristía, que es memorial y presencia de su amor infinito. Ser cristiano, pues, es vivir la certeza de que Jesucristo nos ama personalmente, tal y como somos, con toda nuestra historia personal. Si pensamos bien lo que esto significa, nos sentimos maravillados, confosos en nuestra realidad pequeña y pecadora. Pero esto no es todo. Jesús tiene sed de nuestro amor y por eso nos dice: manteneos en el amor que os tengo. Es decir, no se separará del amor que os tengo, dejaos amar y procurad corresponder a mí amor con vuestro amor. Sabe que lo nuestro es un amor migrado, pobre, inconstante. Pero lo quiere porque nos ha hecho sus amigos, con una iniciativa gratuita. En nuestro itinerario de fe, existe, es cierto, una opción nuestra a favor de él. Pero él nos había amado y escogido antes. Nos lo decía, también, en el evangelio: No sois ustedes los que me he elegido, soy yo quien os he elegido y os he hecho amigos. No quiere que seamos siervos, pues el siervo no comparte la intimidad con su amo. Jesús quiere vivir con nosotros una relación personal y libre, confiada, sincera. Y una relación así es portadora de vida. El pasado domingo nos ponía la imagen de la unión del sarmiento con la vid; él es el cepa y nosotros los sarmientos, decía (cf. Jn 15, 5); la vida que él tiene pasa a nosotros por la acción del Espíritu. Esto nos abre el horizonte de una experiencia intensa, contemplativa, transformadora. La garantía para perseverar unido a Cristo es, como decía él, observar sus mandamientos; es decir, vivir de acuerdo a su Palabra, particularmente en la relación con los demás, en la práctica de la caridad fraterna.
Sin embargo, permanecer en el amor no se limita a acoger el amor que Jesús nos tiene ya corresponderle, hay que amar a los demás. Y hacerlo con un amor concreto y sin límites: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. El listón es muy alto. Hay que amar cómo Jesús ha amado, hasta el don de la propia vida. La amistad con él nos transforma en él y nos lleva a actuar por amor, como él, hacia los demás.
La segunda frase de Jesús que quisiera destacar es: os he elegido y os he destinado para que vayas y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. Gratuitamente, por pura gracia nos ha escogido y nos ha confiado una misión. Una misión que queda concentrada en una palabra: dar fruto allá donde estemos. Y este fruto no es otro que el resultado de estar unidos a él y dejar que su vida pase a la nuestra y de darse a los demás por amor, con espíritu de servicio y trabajando por la justicia y la paz a favor de todos los hermanos y hermanas en humanidad. Teniendo presente, además, que donde no puede legar nuestra acción, puede legar nuestra oración. A la dignidad, recibida gratuitamente, pues, de ser amigos suyos, Jesucristo añade otra dignidad, la de continuar su misión en el mundo. Una misión centrada en el amor. Es una dignidad y responsabilidad, que sólo podemos llevar a cabo unidos a él y recibiendo la fuerza del Espíritu que él nos comunica.
Y, finalmente, la tercera frase que quisiera destacar del evangelio de hoy es: Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosaltres, y vuestra alegría legue a plenitud. El hecho de mantenernos unidos a Jesucristo, de entrar en comunión de amistad y de misión con él y de dar fruto al servicio de los demás nos hace fecundos y hace compartir la alegría de Jesús. Una alegría llena en el fondo del corazón. El evangelio subrayaba además que esta alegría no es algo del futuro. Ya podemos tenerla ahora, porque unidos a él, nos es dado de participar de la alegría que él tiene en la comunión con el Padre y el Espíritu Santo. Hasta tal punto que la medida de la alegría espiritual que ahora tenemos nos puede indicar la intensidad de nuestro mantenernos en el amor de Jesucristo.
Que nos llene de alegría una gracia pascual tan inmensa. Y nos quito a dar gracias.
Hechos de los Apóstoles 2:1-11 / Gálatas 5:16-25 / Juan 15:26-27; 16:12-15
¿Quién es ese Espíritu Santo? Las lecturas de hoy nos hablan, describiendo su revelación a los apóstoles, describiendo las capacidades y posibilidades que obra en nosotros. El Espíritu Santo es universal y personal. Viene sobre todos, sobre esta comunidad representada precisamente por los apóstoles reunidos con María, pero viene de una manera personalísima, en el corazón de cada uno, en nuestra interioridad y en nuestro cuerpo, envigorándonos por la vida. Precisamente por este carácter del Espíritu que viene sobre todos, quise escuchar a algunos de los que recibirá especialmente hoy su don, el don de este Espíritu. El pasado lunes, queridos hermanos y hermanas, con algunos monjes encargados de la Escolanía quisimos compartir un rato con los monaguillos que hoy reciben el sacramento de la confirmación. ¡Ya les dije claramente que mi intención es que me ayudaran a escribir esta homilía! Me dirijo por tanto especialmente a vosotros ya vuestras hermanas y hermano que también reciben hoy la confirmación, pero con la intención de que estas palabras nos recuerden a todos nuestra realidad espiritual, aquella que se nos da por el Espíritu Santo.
Fue un rato muy interesante, por lo menos para mí. Aprendí que el Espíritu Santo es muy “random”. Esto no lo dijeron los monaguillos, lo digo yo, pero descubrí que esta palabra inglesa, que significa aleatorio, se ha incorporado al lenguaje de los jóvenes. Uno de los significados de random es “ser impredecible” y le sienta muy bien al Espíritu Santo que tiene ese punto de libertad y de flexibilidad que supera todas las definiciones y previsiones. Sin embargo, otro significado de random que es el de tener poco peso o ser irrelevante, no le corresponde nada al Espíritu Santo, que forma parte de Dios mismo, que está presente en la Creación desde el principio y que ha ayudado toda la humanidad a avanzar y progresar. ¡Y esto tiene mucho peso! El Espíritu Santo tiene grandes contrastes, es muy ligero por su capacidad de estar en todas partes y pesa mucho a la vez por sus efectos sobre nuestra vida.
El Espíritu Santo ha dado a todos los pueblos el conocimiento de Dios, pero esto sólo lo hace a través de cada uno de nosotros. En un momento intrascendente de la nuestra, uno de vosotros, después de una pregunta, que no recuerdo, dijo: “a mí no me mires”. Yo puedo no mirar. Nosotros podemos no mirar pero nunca le diga a Dios: “a mí no me mires”, porque Él no puede dejar de mirar. El Espíritu Santo es la mirada de Dios sobre cada uno de nosotros. Una mirada que comienza en el primer momento de nuestra existencia, que después se define de forma cristiana en nuestro bautismo y que hoy se confirma. La confirmación es sencillamente eso que dice su nombre, confirmar algo que ya existe: ser de Cristo por el don del Espíritu Santo. Hacerlo a esa edad vuestra, para ustedes que fue bautizado de pequeños, debe tener el sentido de vivir e interiorizar qué significa ser cristianos. Alguno de vosotros colocaba su fe dentro de una relación personal con Dios, con Jesucristo y con la Virgen María. María, como representa bien esta pintura del presbiterio, la penúltima en toda la vida de la Virgen que tenemos representada en esta basílica, es la que preside los apóstoles en Pentecostés. ¡Es bueno que esté presente en nuestro Pentecostés! En Montserrat somos constantemente testigos.
Confirmarse es: «continuar siendo cristianos» según vosotros mismos dijeste: esto es, seguir a Jesucristo. Seguirlo como nos han enseñado y hacer lo que Él mismo nos pidió que hiciéramos: amarnos unos a otros.
Cuando le preguntamos por qué se confirmaba, alguien dijo: “no hay ninguna razón para no hacerlo”. Esta frase que podría parecer como algo irresponsable, como si no quisiéramos entrar en los motivos de verdad, nos revela en el fondo algo muy interesante. Alguien como vosotros que con 12 o 13 años dice que no hay razón para no confirmarse, está diciendo que ha vivido la vida como cristiano. Que su familia le ha acompañado en su fe, que en un ambiente como la parroquia, la escuela y, muy especialmente por los monaguillos y un poco también por sus hermanas, Montserrat y la Escolanía, no han puesto obstáculos sino que han ayudado a este camino cristiano. ¡Es en el fondo muy bonito que usted mismo diga que no hay ninguna razón para no confirmarse!
También alguien dijo porque: «confirmarse está muy bien». Por supuesto que está muy bien: siempre que sea un compromiso. El Espíritu Santo nos da la fuerza de ser testigos y nos la renueva en cada sacramento. Ser cristiano es ser mártir, que significa ser testigo. Cada uno debe serlo de la mejor manera: hay muchas porque muchos son los dones que Dios nos hace. La carta que hemos leído del apóstol San Pablo nos exhortaba a no olvidar nunca la importancia de estos dones espirituales, los que os darán y nos darán a todos una forma diferente de vivir, porque nuestro mundo no será sólo el de todas las cosas materiales sino que debe tener «algo más». Quizás la celebración del don del Espíritu Santo para decirlo muy sencillamente debería ser esto: pensar que hay «algo más» de las que habitualmente nos propone esta sociedad que olvida mucho la dimensión espiritual de la persona humana. Los cristianos que somos una creación del Espíritu no podemos nunca olvidar esta dimensión, debemos abandonarnos, debemos dejarla inspirarnos, debemos confiar en su capacidad de transformar un mundo injusto, lleno de guerras, lleno de unas diferencias entre pobres y ricos que asustan, escandalosas. Y debemos tener claro que la mayoría de los cambios posibles pasan por nosotros. Querríamos juntos que la Iglesia.
Me pedía que en la homilía le diera un consejo: de una manera muy sencilla le diría esto: piense siempre que “hay algo más”, ya través de esta idea, deje entrar la originalidad, la ilusión de vivir, de creer. Mira a aquellas personas de su entorno que viven como si “hubiera algo más” y procure imitar todo lo bueno que tienen.
Por “esa cosa más”, a esta diferencia que hace la fe y la vida cristiana se comprometerá ahora, con la renovación de las promesas del bautismo. Si nos fijamos en las dos últimas: diréis que quiere ser imitadores de Jesucristo y que trabajará para la salvación de toda la humanidad. Son declaraciones importantes, sobre la fe, sobre cómo queremos estar en el mundo, sobre nuestra actitud. Los compromisos cristianos del bautismo son de por vida. Nunca debemos frustrarnos si nos parece que no llegamos. Dios siempre espera y el Espíritu Santo nunca se retira. Todo es siempre una cuestión de nuestra actitud.
La confirmación le asegura este “algo más” que llamamos Espíritu Santo, la parte más random de ese Dios que puede sorprenderle en cualquier momento.
¡Y espero que después de todo esto, el año que viene, los monaguillos que si Dios quiere se confirmarán y que ahora hagáis sexto, también quieran venir a merendar con el abad y los monjes!
María en San Lucas
A Lucas debemos una serie de rasgos de María, detalles de su figura, que proviene de un interés por ella como testigo de la vida de Jesús.
1. La intención de Lucas
La obra del evangelista Lucas consta de dos libros: el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles. El primero nos relata la historia de Jesús, el segundo la historia de los orígenes de la Iglesia. La intención del díptico es iluminar la experiencia que los fieles de origen pagano encontraban en la comunidad eclesial, explicándola a la luz de su origen histórico. ¿Cómo? Mostrando –en la experiencia actual del Espíritu Santo derramado en las primeras Comunidades– la continuidad de la acción del mismo Espíritu que había obrado en la Iglesia de los Apóstoles, en la Vida y Obra de Jesús y en su preparación previa en la historia pasada de Israel.
La inquietud de Lucas parte, pues, del presente; y para dar razón de él e interpretar su significado religioso, se remonta al pasado. En cambio su obra escrita, por pura razón del método, parte del pasado y, siguiendo un cierto orden cronológico de los hechos, llega al presente. El prólogo de su evangelio nos muestra que Lucas ha usado una técnica como la actual cinematográfica del racconto:
«Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente los hechos que han tenido lugar entre nosotros, tal como nos los han transmitido los que presenciaron personalmente desde el comienzo mismo y que fueron hechos servidores del Mensaje, también a mí, que he investigado todo diligentemente desde sus comienzos, me pareció bien escribirlos ordenadamente para ti –ilustre Teófilo–, para que conocieras la certeza de las informaciones que has recibido».
Lucas es plenamente consciente de su condición de testigo secundario y tardío. No es apóstol ni testigo presencial de los orígenes del milagro cristiano. Se ha incorporado a la Iglesia, y ha sido dentro de ella una figura relativamente oscura y de segundo rango. Pero no es judío; y se ha aproximado a esta nueva «secta», nacida del judaísmo, desde su cultura y mentalidad griega, como hijo ilustrado de ella, amante de claridades y certezas, de orden y de examen crítico de hechos y testigos.
En su prólogo distingue claramente:
1º– Los testigos presenciales (autoptai: los que vieron por sí mismos) y desde los comienzos (ap’arjés) y que convertidos en servidores de ese mensaje, lo transmitieron (paredosan). Ellos son la fuente de la tradición.
2º– Otros que se dieron a la tarea (epejéiresan: pusieron la mano, escribieron) de repetir por escrito, en el mismo orden que la tradición oral, las narraciones de los testigos –¿Marcos, por ejemplo?–. Ellos son los que fijaron por escrito esas antiguas tradiciones.
3º– El, Lucas, que adopta un orden propio. Orden que, fundado en una investigación diligente de los hechos, tiene por fin hacer resaltar en ellos su coherencia interior y, por lo tanto, su credibilidad.
Desde su relación catequístico-apologética con Teófilo –personaje real o personificación de los paganos instruidos que como Lucas se habían acercado a enterarse de la fe cristiana–, Lucas emprende su obra, que es a la vez historia de la fe y teología de la historia. Y como buen historiador griego, se funda en testigos presenciales y fidedignos.
Su escrúpulo se refleja, entre otras cosas, en que sitúa los acontecimientos que relata en relación con ciertas coordenadas o hitos de la historia.
Teófilo ha recibido información o instrucción en una de aquellas comunidades contemporáneas, suyas y de Lucas, en la que ha visto las obras del Espíritu. Lucas parte de allí hacia atrás, explicándolo todo desde el comienzo como obra del Espíritu Santo. Esta centralidad del Espíritu Santo en la obra de Lucas se desprende del prólogo de los Hechos de los Apóstoles, segundo tomo de su obra:
«En mi primer libro, oh Teófilo, hablé de lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio, hasta el día en que, después de haber enseñado a los Apóstoles que El había elegido por obra del Espíritu Santo, fue llevado al cielo».
El Espíritu Santo ha presidido e inspirado la elección de los Apóstoles y es el vínculo divino entre Jesús y la Misión eclesial que comienza.
Lucas, que escribe a gentiles o cristianos provenientes de la gentilidad, no puede contentarse con el recurso al Antiguo Testamento y a la prueba del cumplimiento de las Escrituras. Para su público es necesario integrar estos elementos en un nuevo marco significativo. Lucas debe atender a la solidez y certeza, y estas deben demostrarse a partir de hechos actuales, visibles en la Iglesia. Desde estos hechos puede ya remontarse al pasado bíblico, que no ofrece para su público pagano interés por sí mismo.
Cuando Lucas nos narra la infancia de Jesús, trata la materia más lejana al presente, toca la parte más remota de su historia. Lucas podía haberlo omitido como Marcos y Juan. Era materia especialmente espinosa para explicar a gentiles. Mateo en cambio, podía mostrar más fácilmente a su público, judío, cómo a través de los hechos de la infancia de Jesús se cumplían las Escrituras. Pero para el público de Lucas, el argumento de Escritura adquiría fuerza si se presentaba integrado en el testimonio de un testigo, dirigido históricamente y claramente vinculado a la explicación del presente eclesial.
2. María como testigo
Y ese testigo de la infancia de Jesús es María. A Lucas debemos una serie de rasgos de María, un enriquecimiento de detalles de su figura, que proviene precisamente de un interés por ella como testigo privilegiado no solo de la vida de Jesús, sino también del significado teológico de esa vida.
Si todo el evangelio de Lucas se funda en un testimonio de testigos oculares y si Lucas se atreve hablar de la infancia de Jesús es porque cuenta con el testimonio de María acerca de ella. Lucas evoca por dos veces en su narración de la infancia los recuerdos de María: «María por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (2, 19); «Su Madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (2, 51). Estas fórmulas recuerdan la manera como San Juan invoca su propio testimonio en su evangelio y los términos análogos usados por el mismo Lucas cuando parece referirse al testimonio de vecinos y parientes:
«Invadió el temor a todos sus vecinos –viendo lo sucedido a Zacarías– y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las guardaban en su corazón» (1,66).
«Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia» (1,58).
«Se volvieron glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído» (2, 20).
Algunos de estos testimonios, que difícilmente ha podido recoger Lucas directamente de los testigos presenciales, deben haberle llegado a través de María o de familiares de Jesús que –como sabemos– integraban la comunidad primitiva y guardarían tradiciones familiares, de las cuales, sin embargo, la fuente última debió de ser María.
3. Cualidades de María como testigo
Lucas pone especial cuidado en cualificarla como testigo: María es una persona llena de gracia de Dios, como lo dice el Ángel. Instruida en las Escrituras, como se desprende del lenguaje bíblico del Magníficat; como lo presupone la profunda reflexión bíblica sobre los hechos, que se entreteje de manera inseparable con su narración; y como se explica también por el parentesco levítico de María, relacionada con Isabel, su prima, descendiente del linaje sacerdotal de Aarón y esposa del sacerdote Zacarías.
Nos detenemos a subrayar esto, porque hay quienes con cierta facilidad se inclinan a atribuir los relatos de la infancia de Jesús a la imaginación de los evangelistas, como si estos los hubieran inventado libremente, inspirándose en los relatos que el Antiguo Testamento suele hacer de la infancia de los grandes hombres de Dios, como Moisés o Samuel.
Es innegable que estos relatos de la infancia de Jesús son como un tapiz, tejido con hilos de reminiscencias veterotestamentarias. Pero ¿con qué otro hilo podía tejer su meditación sobre los hechos María, una doncella judía, emparentada con levitas y sacerdotes, piadosa y llena de Dios, asistente asidua y atenta de las lecturas y explicaciones de la sinagoga? ¿Y quién puede distinguir cuando abre el cofre de sus recuerdos más queridos, entre lo que un historiador frío podría llamar hechos, crónica, y la carga de evocación, interpretación personal y resonancias afectivas en que envolvemos, como entre terciopelos, las joyas de nuestra memoria?
Lucas sabe que no puede pedir de María, su testigo, un testimonio redactado en el género de un parte de comisaría. Ni tampoco le interesa. Porque en la meditación con la que María comprendió los acontecimientos y los recuerda en la rumiación midráshica de que los hizo objeto, hay algo que Lucas aprecia más que la crónica de un archivo. Hay la revelación, hecha a una criatura de fe privilegiada, del sentido de los acontecimientos de la infancia de Jesús a la luz de la Escritura, y hay una iluminación de oscuros pasajes de la Escritura a la luz de los misterios de la vida del Salvador.
Y en ese recíproco iluminarse de los hechos presentes por los pasados, y de los pasados por los presentes, no hay un método inventado por María, sino un procedimiento muy bíblico que revela, sin necesidad de firmas en la tela, al verdadero autor: el Espíritu Santo. El que –como Lucas gusta subrayar– obra en la Iglesia, obró en la vida de María y se revela como el conductor de toda la historia de salvación, no sólo hasta Abraham –según Mateo–, sino hasta Adán mismo, como Lucas la traza en su genealogía de Jesús. Es el Espíritu Santo quien, a través de María, está dando testimonio de Jesús y quien comenzó por ella su tarea de enseñar a los creyentes en Jesucristo todas las cosas.
Por eso, María no podía faltar y no falta en la obra de Lucas, no sólo en el momento de la infancia de Jesús, como la voz del niño que todavía no es capaz de hablar, sino tampoco en la infancia de la Iglesia, cuando los Apóstoles después de la Ascensión, encerrados todavía en sus casas por temor a los judíos perseveran en la oración –como nos narra Lucas al comienzo de los Hechos de los Apóstoles– junto con la Madre de Jesús, sin atreverse todavía a hablar; Apóstoles infantes hasta la mayoría de edad del Espíritu.
Por eso María desaparece discretamente y cede humilde la palabra a su Hijo cuando éste –a los doce años, en su BarMitzvá, en el Templo de Jerusalén– se convierte en un adulto maestro de la sabiduría de su Pueblo y se hace capaz de dar testimonio válido de sí mismo y del Padre.
Por eso desaparece también María muy pronto de los Hechos de los Apóstoles, apenas éstos, llenos del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, se convierten en maestros de la Nueva Ley del Espíritu, en servidores de la Palabra, revestidos con fuerza y poder de lo alto, en válidos testigos de la Pasión y Resurrección o sea, de la identidad mesiánica y divina de Jesús.
María ocupa, pues, un puesto muy humilde como testigo, y cede ese puesto provisional apenas otros asumen su misión, pero no deja de ser imprescindible. Su testimonio permanece como eternamente válido e irreemplazable para aquél período de la concepción e infancia del Señor que ella presenció y en cuyas modestas y oscuras prominencias supo leer con fe, ilustrada por Dios y antes que nadie, el cumplimiento de las profecías.
El contenido del testimonio de María en los relatos de la infancia según Lucas está polarizado en la persona de Jesús, protagonista de todo el evangelio, alrededor del cual se mueven muchas figuras: Zacarías, Isabel, Juan el Bautista, parientes y vecinos, pastores de Belén, Simeón y Ana la profetisa, doctores del templo, María y José.
4. La plenitud de los tiempos
Lucas, discípulo de Pablo, refleja en su obra una idea muy paulina. Idea que ya hemos visto en aquél pasaje de la carta a los Gálatas que citábamos hablando de Mateo: «Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, hecho hijo de mujer» (Gál 4,4). La plenitud de los tiempos ha llegado, y ella comienza y consiste en la vida de Cristo, pues en Él está el centro de la historia de la salvación.
El oculto período de la infancia del Señor es el filo crítico en que comienza esa plenitud y termina lo antiguo. Juan el Bautista es el último personaje del Antiguo Orden. Jesús es el primero del Nuevo. De ahí que Lucas coloque en paralelo sus milagrosas concepciones, el anuncio angélico a sus padres de sus nombres simbólicos, reveladores de sus respectivas identidades y misiones, sus infancias y su crecimiento. De este díptico de textos resalta una cierta semejanza pero también la radical diferencia de ambas figuras: Juan-precursor y Jesús-Mesías. Juan, último profeta del Antiguo Orden y Jesús, Hijo de Dios.
Lucas se complace en leer ya desde la infancia, más aún, desde antes del nacimiento del Bautista, su destino de heraldo del Mesías. El niño Juan salta de gozo en el seno de su madre. Y ésta se llena del Espíritu Santo. Es el mismo Espíritu a cuya intervención se debe la milagrosa inauguración de la plenitud de los tiempos en el seno de María. El Espíritu que asegura la continuidad de una misma obra divina a través de la discontinuidad de los tiempos, de uno que se extingue y de otro que se inaugura.
5. Una nube de testigos
Alrededor de la cuna de Jesús, Lucas, único evangelista que nos narra su nacimiento, agrupa a sus testigos. Todos hablan de él:
Zacarías da testimonio incluso con su mudez. Es el testimonio negativo de la mudez de la Antigua Ley –de la cual es sacerdote– para explicar lo que sucede. Dios no necesita de su testimonio ni de su palabra para llevar adelante su obra. A pesar del enmudecimiento de la Antigua Ley, de la Antigua Liturgia, del Antiguo Templo, de los cuales Zacarías es ministro, Dios suscita un testigo y precursor: Juan Bautista. Y cuando éste –mudo todavía también él– en el seno de su madre se estremece de gozo y comunica a la estéril anciana convertida milagrosamente en madre fecunda para concebir al último fruto del Antiguo Israel, el testimonio acerca del que viene: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (1.43).
Isabel presta su voz, no está sola como testigo del Señor que viene. Y esto debemos tenerlo en cuenta cuando consideramos la figura de María según San Lucas. En la tela de Lucas, María no se dibuja aislada, solitaria figura de un retrato, sino en un grupo. Y es por contraste y por reflejo, por reflejado aire familiar y por contrastante genio propio, como resaltan sus rasgos. Por un lado Zacarías e Isabel. Por otro José y María. Allí es el padre el destinatario del mensaje angélico, aquí María, la madre. Aquél pregunta sin fe y es reducido al silencio. Ésta pregunta llena de fe y se le da la voz para un asentimiento trascendente.
En este grupo de testigos que Lucas nos pinta, sólo José está mudo. Al mismo Zacarías le es devuelta al fin su voz para que imponga al niño su nombre –según mandato del Ángel– y para entonar el Benedictus, testimonio del origen davídico de Jesús y de la misión precursora de Juan. También Isabel, Simeón y Ana se llenan del Espíritu Santo y dan testimonio acerca del Niño. Y es también por reflejo y por contraste con todas estas voces como Lucas presenta el contenido del cántico de María, el Magnificat, una ventana no sólo hacia el alma del personaje, sino hacia el paisaje interior, hacia el corazón que meditaba todas estas cosas guardándolas celosamente.
Las miradas del grupo de testigos convergen en Jesús, pero la luz que ilumina sus rostros viene del Niño. Y así con la luz de su divinidad de la que ellos nos hablan, vemos iluminados sus rostros y entre ellos el gozoso de María.
Es lo que muchos pintores han expresado con verdad plástica en sus telas, haciendo del Niño la fuente de luz que ilumina a los personajes del nacimiento. Lucas es su precursor literario.
6. Midrásh Pésher
Pero Lucas recoge y usa también una técnica que podríamos llamar impresionista. Su estilo literario, sobre todo en estos relatos de la infancia, está cuajado de referencias implícitas al Antiguo Testamento, de alusiones que son –cada una– evocación y sugerencia de un mundo de antiguos textos, convocados ellos también como testigos. ¿No había invocado acaso Jesús en su vida terrena, el testimonio de las Escrituras: «Escudriñad las Escrituras, ya que creéis tener en ella vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí»? (Jn 5,39).
Esa investigación mediadora de la Escritura no la inventa Lucas. Era un quehacer de la sabiduría de Israel; y al que lo practica, lo declara el salmo primero bienaventurado. Obedece a ciertas normas y tenía su nombre: Midrash (búsqueda) Este derivado del verbo darash (buscar, investigar) denomina el esfuerzo de meditación y de penetración creyente del texto sagrado, para encontrar su explicación profunda y su aplicación práctica. Ese estudio puede estar dirigido a buscar en el texto bíblico inspiración de la conducta (y entonces se llama Halakháh: derivado de halakh caminar), o es meditación del sentido salvador de un acontecimiento narrado en la Escritura. Sentido oculto que el texto le manifiesta al que lo medita e investiga, comunicándole el sentido divino de la historia. Y entonces se llama Haggadáh: narración, relato, anuncio de hechos. Pero nunca crónica, sino interpretación creyente de la historia.
Una de las formas de Midrash haggadáh es lo que tanto en la Sagrada Escritura como en la literatura rabínica y sobre todo qunrámica es conocido con el nombre de Pésher (plural: pesharim). El Pésher es la interpretación de hechos a la luz de los textos bíblicos y viceversa: la interpretación de textos bíblicos a la luz de hechos. Como se ha visto en el apéndice al capítulo dedicado a Marcos, el Pésher no es libre fabulación mitológica, sino reflexión seria sobre la Escritura y presupone la realidad histórica de los hechos que se interpretan a su luz, y cuya luz se proyecta sobre las Sagradas Escrituras.
Midrash se le dice a menudo a la reflexión que tiene por objeto responder a un problema o a una situación nueva surgida en el curso de la historia del pueblo de Dios, incorporar a la Revelación un dato nuevo, prolongando con audacia las virtualidades de la Escritura.
Pero trasponiendo los límites del estudio, el midrash invade en Israel la vida cotidiana, se hace estilo proverbial que colorea la conversación, no sólo la culta, sino también la popular y la doméstica. Hay una santificadora contaminación de los temas profanos por lo que el israelita oye en la sinagoga sábado a sábado. Toma y acomoda expresiones del texto a las situaciones de su vida, y hace de la Escritura vehículo y medio de su comunicación.
Crea un estilo alusivo, metafórico, indirecto, estilo de familia ininteligible para el no iniciado en la Escritura.
En este estilo de arcanas alusiones habla Gabriel a María, parafraseando el texto de un oráculo profético de Sofonías 3, 14-17:
Alégrate,
Hija de Sión,
Yahvé es el rey de Israel
en ti.
No temas, Jerusalén;
Yahvé tu Dios
está dentro de ti,
valiente salvador,
rey de Israel en ti.
El texto de San Lucas dice (1, 28ss):
Alégrate, María,
objeto del favor de Dios.
El Señor [está]
contigo.
No temas, María.
Concebirás en tu seno
y darás a luz un hijo
y le llamarás:
Yahvé Salva.
El reinará.
Uno de los procedimientos corrientes del Midrash consiste en describir un acontecimiento actual o futuro a la luz de uno pasado, retomando los mismos términos para señalar sus correspondencias y compararlos. Es el procedimiento que usa el libro de la Consolación (Deuteroisaías), que para hablar de la vuelta del Exilio usa los términos de la liberación de Egipto (Éxodo). Dios se apresta a repetir la hazaña liberadora de su pueblo.
El uso que en la Anunciación hace Gabriel de los términos de Sofonías implica una doble identificación: María se identifica con la Hija de Sión, Jesús con Yahvé, Rey y Salvador.
7. María: Hija de Sión
La Hija de Sión (Bat Sión) es una expresión que aparece por primera vez en el profeta Miqueas (1, 13; 4, 10ss.). Decir «Hija» era una manera corriente en la antigüedad de referirse a la población de una ciudad. Hija de Sión designaba también el barrio nuevo de Jerusalén al norte de la ciudad de David, donde, después del desastre de Samaría y antes de la caída de Jerusalén se había refugiado la población del norte: el Resto de Israel.
¿Qué significa su identificación con María?
La Hija de Sión, como expresión teológica, significa en la Escritura el Israel ideal y fiel, el pueblo de Dios en lo que tiene de más genuino y puro, y puede encontrar su expresión ocasional en grupos determinados, pero permanece abierta al futuro y también a una persona. El Midrash es capaz, así, de reflejar sutilmente los misterios para los cuales está abierto, con particular habilidad. A lo largo de la historia teológica de la expresión Hija de Sión, ha habido un proceso desde la parte hacia el todo, que ahora el Angel reinvierte, volviendo del todo a una parte, a una persona, a María. El barrio de Jerusalén pasó a cobijar bajo su nombre a la ciudad entera y al pueblo entero como portadores de una promesa de salvación. Ahora es una persona, María, la que se revela como la Hija de Sión por excelencia y el punto diminuto del cosmos en que esa magnífica promesa se hace realidad.
8. María y el Arca de la Alianza
No nos detenemos a mostrar –interesados como estamos principalmente en la figura de María– cómo la segunda parte del mensaje de Gabriel, la referente a Jesús, glosa también, aludiéndolo al texto capital de la promesa hecha a David (2 Sam 7); ni nos detenemos en las demás alusiones a otros textos bíblicos que encierra el breve –o abreviado– mensaje del Angel. Pero sí es relativo a María el paralelo entre Exodo 40, 35 y lo que el Angel le anuncia sobre el modo misterioso de su concepción. Este paralelo nos permite invocar a María piadosa y místicamente en la letanía mariana como Foederis Arca (Arca de la Alianza) con toda verosimilitud, porque también sobre ella se posa la sombra de la Nube de Dios, donde Él está presente actuando a favor de su Pueblo.
La Nube
cubrió con su sombra
el tabernáculo.
Y la gloria de Yahvé
colmó la morada.
El poder del Altísimo
te cubrirá con su sombra.
Por eso lo que nacerá
de ti será llamado Santo,
Hijo de Dios.
La concepción virginal de María se describe aquí mediante la Epifanía de Dios en el Arca de la Alianza. La Nube de Dios aparece sobre ambas y sus consecuencias son análogas. El Arca es colmada de la Gloria; María es colmada de la presencia de un ser que merece el nombre de Santo y de Hijo de Dios.
Pero la acción del Espíritu Santo que se manifiesta como Nube alumbradora no se limita a reposar sobre María. Esta manifestación está señalando hacia delante en la obra de Lucas: hacia la escena del Bautismo, hacia la Transfiguración, textos en los que la voz del cielo da testimonio de su Santidad y de su Filiación divina: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Imposible también detenernos aquí a desentrañar las alusiones midráshicas contenidas en la salutación de Santa Isabel a María, ni el mosaico antológico –también midráshico– de que consta el Magníficat, verdadero testimonio de María acerca de sí misma.
9. El signo del Espíritu es el gozo
Quiero solo retener –para terminar– un aspecto de la imagen de María, según Lucas, que transfigura el rostro de su testigo privilegiada. Gabriel la invita al gozo y la alegría, y en el Magníficat María exulta. Detengámonos a mirar ese rostro de María que se alegra y se enciende de gozo. Veámosla prorrumpir en un cántico. No nos detengamos en las palabras, que pueden desviarnos o distraernos hacia una curiosa arqueología bíblica. Contemplemos su gozo en las facciones que Lucas nos dibuja.
Es el principal testimonio que Lucas se detiene a registrar. Porque en esa primigenia alegría ve la fuente del gozo que invade a las comunidades cristianas cuando cantan su fe en el Señor. Dichosos también ellos por haber creído.
El único pasaje evangélico que nos registra un estremecimiento de gozo en el Señor es aquél en que Cristo se goza porque el Padre lo ha revelado a sus creyentes. El episodio se conserva en Mateo y en Lucas. Pero mientras Mateo se limita sobriamente a decir que Jesús tomó la palabra, Lucas nos precisa que en aquél momento se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo:
«Yo te bendigo, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque te has complacido en esto. Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar». (Lc 10, 21-22; Mt 11, 25-27).
«Y volviendo a los discípulos, les dijo aparte: “¡Dichosos los ojos que ven lo que veis. Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron!”» (Lc 10, 23-24; Mt 13, 16-17).
Si alguien siente la alegría de creer, si se regocija y exulta por la pura y gozosa alegría de su vivir creyente, sepa que ésa es una voz angélica en su interior, y que está oyendo el lenguaje de los ángeles. Sepa que ésa es la sombra protectora del Espíritu sobre él y dentro de él. Es la nube del Espíritu y la presencia divina en su interior. Es el esplendor de la manifestación de la Gloria y la manifestación gloriosa del Espíritu en la Iglesia. La que llamó la atención del ilustre Teófilo. La que Lucas quiere explicarle, remontándose a su origen en María, en Jesús, en los discípulos.
Y si alguien no siente en sí esa alegría, mire el rostro iluminado de gozo de María creyente y oiga la exultación de su Magníficat; y deje que esa alegría le inspire y le contagie.
Ella es para Lucas la garantía de solidez de las cosas que Teófilo ha escuchado.
Flor del 20 de mayo: María Corredentora
Meditación: Llegaron los días del Calvario para el Hijo, el Cristo…y también para la Madre. Cristo se entrega, María se entrega y entrega al Cordero de Dios en oblación de amor. ¡Qué dolor!. La Madre sigue el rastro de la Santa Sangre en la calle de la amargura, el Gólgota. Busca en su Dulce Jesús la preciosa mirada del Niño que alguna vez acunaba. El Cristo, su Cristo es una sola Llaga…y la miraba…su Corazón traspasado, también Sangre derramaba al ver la tragedia Sagrada, veía los Clavos como taladraban aquellas Manos que un día la acariciaban…y aquellos Pies que tanto caminaron sanando y santificando la tierra seca fruto del pecado. Ella que escuchó Sus primeras Palabras también las últimas escuchaba…y Su última mirada…a Su Madre amada sólo Amor confesaba…Su último latido, el de su Niño que había perdido. El Padre le pidió lo que Abraham ofreció, pero Ello tomó ese cáliz y lo bebió hasta el final. Perdón María porque sola te dejamos, porque no queremos nuestro pequeño calvario, perdón por preferir sólo vivir para mí, lleno de egoísmos y de vacíos, perdón por decir que mi cruz es pesada, si tú por mí haz sido también clavada…clavada espiritualmente la Madre, clavado en Su Cruz el Hijo, y todos esos Clavos debieron ser míos.
Oración: ¡Oh María Dolorosa, Oh Madre Corredentora!. Hazme un alma piadosa que esté junto a tí en el Calvario y permíteme participar del dolor de la Cruz para ser como tú, para asemejarme al Rey, y así poderlo ver. Amén.
Decena del Santo Rosario (Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria).
(HOMILÍA) Reciban al Espíritu Santo. Domingo de Pentecostés
Godong
En este domingo de Pentecostés, el padre Giovanni Camarillo nos recuerda que el Espíritu Santo sigue actuando en la Iglesia y en el mundo; y como los discípulos, estamos llamados a recibirlo
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Hoy celebramos una de las fiestas más significativas del calendario litúrgico: Pentecostés. Este día marca el cumplimiento de la promesa de Jesús a sus discípulos, la venida del Espíritu Santo. Pentecostés es a menudo considerado el “cumpleaños de la Iglesia”, porque fue en este momento que los discípulos, llenos del Espíritu Santo, comenzaron a proclamar el Evangelio con valentía y poder.
La primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (2, 1-11) describe el evento de Pentecostés en Jerusalén. Los discípulos, llenos del Espíritu Santo, comenzaron a hablar en diferentes lenguas, y cada uno entendía en su propio idioma. Esto simboliza la universalidad del mensaje de Cristo. El Evangelio está destinado a todas las naciones y pueblos. El Espíritu Santo rompe las barreras del lenguaje y la cultura, uniendo a todos en una única familia de Dios.
La segunda lectura, de la primera carta de san Pablo a los Corintios (12, 3b-7, 12-13), nos habla de los diversos dones del Espíritu. Aunque hay una diversidad de dones y ministerios, todos provienen del mismo Espíritu y están destinados al bien común. Somos un solo cuerpo en Cristo, y cada uno de nosotros tiene un papel importante que desempeñar. El Espíritu Santo nos une y nos capacita para construir el cuerpo de Cristo en la tierra.
El Evangelio de hoy, tomado de Juan 20, 19-23, nos sitúa en la tarde del día de la resurrección. Los discípulos estaban reunidos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. De repente, Jesús se presenta en medio de ellos y les dice: “La paz esté con ustedes”. Estas palabras de paz son más que un simple saludo; son una bendición que viene del Señor resucitado, una paz que supera todos los miedos y ansiedades.
Primero, Jesús les da paz:
Jesús sabe que sus discípulos están llenos de temor y confusión. Han experimentado la brutalidad de su crucifixión y aún no comprenden completamente la realidad de su resurrección. Al ofrecerles su paz, Jesús no solo calma sus miedos, sino que también les prepara para la misión que está a punto de encomendarles. La paz de Cristo es un don fundamental que transforma el corazón de los discípulos y los capacita para ser sus testigos valientes en el mundo.
Segundo, Jesús sopla sobre ellos y les da el Espíritu Santo:
El acto de soplar sobre ellos recuerda la creación del hombre en el libro del Génesis, cuando Dios sopló vida en las narices de Adán. Aquí, Jesús sopla vida nueva en sus discípulos, una vida animada por el Espíritu Santo. Este soplo del Espíritu les otorga poder y les equipa con los dones necesarios para llevar a cabo la misión de la Iglesia. El Espíritu Santo es la fuerza interior que impulsa a los discípulos a salir de su escondite y proclamar con valentía las buenas nuevas de Jesús resucitado.
Tercero, Jesús les encomienda la misión de perdonar los pecados:
“Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengan, les quedarán retenidos.” Esta es una misión poderosa y trascendental. Jesús les está otorgando la autoridad para ser ministros de su misericordia y reconciliación. El poder de perdonar pecados es un don esencial que la Iglesia continúa ejerciendo hoy a través del sacramento de la reconciliación. Este ministerio de perdón y reconciliación es central para la misión de la Iglesia en el mundo, proclamando el amor y la misericordia de Dios a todos los que buscan su gracia.
En este día de Pentecostés, recordemos que el Espíritu Santo sigue actuando en la Iglesia y en el mundo. Como los discípulos, estamos llamados a recibir el Espíritu Santo, a dejar que nos llene con su paz, su poder y sus dones. Estamos llamados a salir y ser testigos valientes de Jesús, proclamando su amor y misericordia a todos los que encontramos. Que el Espíritu Santo nos guíe, nos fortalezca y nos una en nuestra misión de llevar el Evangelio a todas las naciones. Amén.