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Lucas 8:4-15

En el evangelio de hoy, Jesús explica el propósito de las parábolas: “Os ha sido concedido el conocimiento de los misterios del Reino de Dios; pero a los demás se les da a conocer por parábolas, para que miren y no vean, y oigan y no entiendan”.

 

 

El uso de la palabra “para” en el Nuevo Testamento señala la falta de visión en varios niveles. La gran metáfora aquí es la ceguera de los judíos, ceguera que se identifica con la desobediencia.

Las parábolas de Cristo pretenden resaltar y señalar esta ceguera, esta negativa voluntaria a ver. Ellos mismos, en su forma peculiar, son juicios sobre quienes no pueden ver en ellos signos de salvación.

Las parábolas son a menudo ejercicios cuyo objetivo es confundir y confundir al oyente, trastocando sus expectativas y trastocando sus convicciones teológicas. Una parábola hace su trabajo poniendo patas arriba nuestra concepción ordinaria del mundo espiritual. Y seríamos muy negligentes si no atendiéramos a la instrucción que surge de esas historias sorprendentes, divertidas, desagradables y extrañamente esclarecedoras que a Jesús le encantaba contar

 

La parábola del sembrador es un poco la “madre” de todas las parábolas, porque habla de la escucha de la Palabra. Nos recuerda que la Palabra de Dios es una semilla que en sí misma es fecunda y eficaz; y Dios la esparce por todos lados con generosidad, sin importar el desperdicio. ¡Así es el corazón de Dios! Cada uno de nosotros es un terreno sobre el que cae la semilla de la Palabra, ¡sin excluir a nadie! La Palabra es dada a cada uno de nosotros. Podemos preguntarnos: yo, ¿qué tipo de terreno soy? ¿Me parezco al camino, al pedregal, al arbusto? Pero, si queremos, podemos convertirnos en terreno bueno, labrado y cultivado con cuidado, para hacer madurar la semilla de la Palabra. Está ya presente en nuestro corazón, pero hacerla fructificar depende de nosotros, depende de la acogida que reservamos a esta semilla. A menudo estamos distraídos por demasiados intereses, por demasiados reclamos, y es difícil distinguir, entre tantas voces y tantas palabras, la del Señor, la única que hace libre. Por esto es importante acostumbrarse a escuchar la Palabra de Dios, a leerla. Y vuelvo, una vez más, a ese consejo: llevad siempre con vosotros un pequeño Evangelio, una edición de bolsillo del Evangelio, en el bolsillo, en el bolso… Y así, leed cada día un fragmento, para que estéis acostumbrados a leer la Palabra de Dios, y entender bien cuál es la semilla que Dios te ofrece, y pensar con qué tierra la recibo. (Ángelus, 12 julio 2020)

 

 

Padre Pío de Pietrelcina (Francisco Forgione), Santo

Memoria Litúrgica, 23 de septiembre
Por: Vatican.va | Fuente: Vatican.va

Un humilde fraile que ora

 

Martirologio Romano: San Pío de Pietrelcina (Francisco) Forgione, presbítero de la Orden de Hermanos Menores Capuchinos, que en el convento de San Giovanni Rotondo, en Apulia, se dedicó a la dirección espiritual de los fieles y a la reconciliación de los penitentes, mostrando una atención particular hacia los pobres y necesitados, terminando en este día su peregrinación terrena y configurándose con Cristo crucificado († 1968)

Fecha de beatificación: 2 de mayo de 1999 por S.S. Juan Pablo II

Fecha de canonización: 16 de junio de 2002 por S.S. Juan Pablo II

Breve Biografía

“En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gal 6, 14).

Padre Pío de Pietrelcina, al igual que el apóstol Pablo, puso en la cumbre de su vida y de su apostolado la Cruz de su Señor como su fuerza, su sabiduría y su gloria. Inflamado de amor hacia Jesucristo, se conformó a Él por medio de la inmolación de sí mismo por la salvación del mundo. En el seguimiento y la imitación de Cristo Crucificado fue tan generoso y perfecto que hubiera podido decir “con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19). Derramó sin parar los tesoros de la gracia que Dios le había concedido con especial generosidad a través de su ministerio, sirviendo a los hombres y mujeres que se acercaban a él, cada vez más numerosos, y engendrando una inmensa multitud de hijos e hijas espirituales.

Este dignísimo seguidor de San Francisco de Asís nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, archidiócesis de Benevento, hijo de Grazio Forgione y de María Giuseppa De Nunzio. Fue bautizado al día siguiente recibiendo el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el Sacramento de la Confirmación y la Primera Comunión.

El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, donde el 22 del mismo mes vistió el hábito franciscano y recibió el nombre de Fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y el 27 de enero de 1907 la profesión solemne.

Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció en su familia hasta 1916. En septiembre del mismo año fue enviado al Convento de San Giovanni Rotondo y permaneció allí hasta su muerte.

Enardecido por el amor a Dios y al prójimo, Padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la Eucaristía.

El momento cumbre de su actividad apostólica era aquél en el que celebraba la Santa Misa. Los fieles que participaban en la misma percibían la altura y profundidad de su espiritualidad.

En el orden de la caridad social se comprometió en aliviar los dolores y las miserias de tantas familias, especialmente con la fundación de la “Casa del Alivio del Sufrimiento”, inaugurada el 5 de mayo de 1956.

Para el Padre Pío la fe era la vida: quería y hacía todo a la luz de la fe. Estuvo dedicado asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía: “En los libros buscamos a Dios, en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios”. La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios.

 

Estuvo siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No era solamente el hombre de la esperanza y de la confianza total en Dios, sino que infundía, con las palabras y el ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.

El amor de Dios le llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular: crecer y hacer crecer en la caridad.

Expresó el máximo de su caridad hacia el prójimo acogiendo, por más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesionario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio: lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se daba a todos, haciendo renacer la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, él veía la imagen de Cristo y se entregaba especialmente a ellos.

Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia, obraba y aconsejaba a la luz de Dios.

Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trató a todos con justicia, con lealtad y gran respeto.

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la Cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Durante años soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad.

Cuando tuvo que sufrir investigaciones y restricciones en su servicio sacerdotal, todo lo aceptó con profunda humildad y resignación. Ante acusaciones injustificadas y calumnias, siempre calló confiando en el juicio de Dios, de sus directores espírituales y de la propia conciencia.

 

Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano. Era templado en la mentalidad y en el modo de vivir.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles.

Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.

Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y a la vez de favores divinos.

En medio a tanta admiración del mundo, repetía: “Quiero ser sólo un pobre fraile que reza”.

Su salud, desde la juventud, no fue muy robusta y, especialmente en los últimos años de su vida, empeoró rápidamente. La hermana muerte lo sorprendió preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Sus funerales se caracterizaron por una extraordinaria concurrencia de personas.

El 20 de febrero de 1971, apenas tres años después de su muerte, Pablo VI, dirigiéndose a los Superiores de la orden Capuchina, dijo de él: “¡Mirad qué fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Tal vez porque era un filósofo? ¿Porqué era un sabio? ¿Porqué tenía medios a su disposición? Porque celebraba la Misa con humildad, confesaba desde la mañana a la noche, y era, es difícil decirlo, un representante visible de las llagas de Nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento”.

 

 

Ya durante su vida gozó de notable fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas.

En los años siguientes a su muerte, la fama de santidad y de milagros creció constantemente, llegando a ser un fenómeno eclesial extendido por todo el mundo y en toda clase de personas.

De este modo, Dios manifestaba a la Iglesia su voluntad de glorificar en la tierra a su Siervo fiel. No pasó mucho tiempo hasta que la Orden de los Frailes Menores Capuchinos realizó los pasos previstos por la ley canónica para iniciar la causa de beatificación y canonización. Examinadas todas las circunstancias, la Santa Sede, a tenor del Motu Proprio “Sanctitas Clarior” concedió el nulla osta el 29 de noviembre de 1982. El Arzobispo de Manfredonia pudo así proceder a la introducción de la Causa y a la celebración del proceso de conocimiento (1983-1990). El 7 de diciembre de 1990 la Congregación para las Causas de los Santos reconoció la validez jurídica. Acabada la Positio, se discutió, como es costumbre, si el Siervo de Dios había ejercitado las virtudes en grado heroico. El 13 de junio de 1997 tuvo lugar el Congreso peculiar de Consultores teólogos con resultado positivo. En la Sesión ordinaria del 21 de octubre siguiente, siendo ponente de la Causa Mons. Andrea María Erba, Obispo de Velletri-Segni, los Padres Cardenales y obispos reconocieron que el Padre Pío ejerció en grado heroico las virtudes teologales, cardinales y las relacionadas con las mismas.

 

 

El 18 de diciembre de 1997, en presencia de Juan Pablo II, fue promulgado el Decreto sobre la heroicidad de las virtudes.

Para la beatificación del Padre Pío, la Postulación presentó al Dicasterio competente la curación de la Señora Consiglia De Martino de Salerno (Italia). Sobre este caso se celebró el preceptivo proceso canónico ante el Tribunal Eclesiástico de la Archidiócesis de Salerno-Campagna-Acerno de julio de 1996 a junio de 1997. El 30 de abril de 1998 tuvo lugar, en la Congregación para las Causas de los Santos, el examen de la Consulta Médica y, el 22 de junio del mismo año, el Congreso peculiar de Consultores teólogos. El 20 de octubre siguiente, en el Vaticano, se reunió la Congregación ordinaria de Cardenales y obispos, miembros del Dicasterio y el 21 de diciembre de 1998 se promulgó, en presencia de Juan Pablo II, el Decreto sobre el milagro.

El 2 de mayo de 1999 a lo largo de una solemne Concelebración Eucarística en la plaza de San Pedro Su Santidad Juan Pablo II, con su autoridad apostólica declaró Beato al Venerable Siervo de Dios Pío de Pietrelcina, estableciendo el 23 de septiembre como fecha de su fiesta litúrgica.

 

 

Para la canonización del Beato Pío de Pietrelcina, la Postulación ha presentado al Dicasterio competente la curación del pequeño Mateo Pio Colella de San Giovanni Rotondo. Sobre el caso se ha celebrado el regular Proceso canónico ante el Tribunal eclesiástico de la archidiócesis de Manfredonia Vieste del 11 de junio al 17 de octubre del 2000. El 23 de octubre siguiente la documentación se entregó en la Congregación de las Causas de los Santos. El 22 de noviembre del 2001 tuvo lugar, en la Congregación de las Causas de los Santos, el examen médico. El 11 de diciembre se celebró el Congreso Particular de los Consultores Teólogos y el 18 del mismo mes la Sesión Ordinaria de Cardenales y Obispos. El 20 de diciembre, en presencia de Juan Pablo II, se ha promulgado el Decreto sobre el milagro y el 26 de febrero del 2002 se promulgó el Decreto sobre la canonización.

 

 

Así era la familia del Padre Pío

El padre del Padre Pío se inclinó para besar las manos sangrantes de su hijo. Inmediatamente él las retiró y dijo: “¡Nunca en mi vida! ¡Es el hijo quien debe besar las manos de los padres, no los padres de las manos del hijo!”. Y escuchó en respuesta: «Pero no quiero besar las manos de mi hijo, quiero besar las manos del sacerdote»

 

 

Era una familia normal del sur de Italia. Giuseppa De Nunzio y Grazio Forgione de Pietrelcina se casaron el miércoles 8 de junio de 1881 y vivieron juntos durante 38 años. Nueve hijos les nacieron, cuatro de los cuales murieron en la primera infancia.

Su cuarto hijo, Francesco, hizo famosos a sus padres y al pueblo en todo el mundo. Escondido entre las colinas, hoy lo visitan más de un millón de personas al año, siguiendo las huellas del Padre Pío.

 

El paisaje alrededor de Pietrelcina

La madre del Padre Pío

Vestía una blusa blanca y se cubría el cabello con un pañuelo atado al cuello. Se levantaba temprano, a las tres de la mañana. Varias veces a la semana iba al horno de pan común. Allí, con masa previamente preparada, generalmente de maíz, horneaba pan y tortitas. Ella alimentaba animales, ordeñaba ovejas y cabras.

En casa no gustaba mucho la leche, así que la transformaba en queso. Los viernes y sábados no comía carne en honor a Nuestra Señora del Carmen.

Aunque provenía de una familia acomodada, como muchos italianos de la época era analfabeta.

Sin embargo, esto no le impidió tener una mente clara, llena de luz cristiana.

El ingenio y la diligencia la ayudaron a administrar una casa de huéspedes, llena de buena comida y calidez.

Era ella quien se aseguraba de que el rosario se rezara todas las noches después del final del trabajo.

Cuando en 1959 una mujer le preguntó al Padre Pío por su madre, que había muerto 30 años antes, al principio guardó silencio por un largo rato, y luego, con los ojos vidriosos, dijo con una voz llena de emoción: Omnis gloria eius ab intus: toda su gloria deriva exclusivamente de su interior.

Francesco Forgione

Giuseppa dio a luz a Francesco con la ayuda de una partera, Graza Formichella.

Sintió sus primeros dolores de parto mientras trabajaba en el campo. Como todos los días, a pesar del avanzado embarazo, ayudaba a su esposo en la pequeña finca Piana Romana.

Cuando se dio cuenta de que había llegado el momento, comenzó a caminar hacia su casa. Caminó del campo a la ciudad durante casi una hora.

El esposo no pudo llegar a tiempo para el parto. Cuando llegó al Storto Valle, Giuseppa ya tenía al niño en brazos.

Francesco Forgione nació el 25 de mayo de 1887 a las 17:00h en Pietrelcina, en la provincia italiana de Benevento, en la pequeña calle Storto Valle en el número 27.

 

La casa donde nació el Padre Pío

“Giuseppa: el pequeño nació envuelto en un velo blanco. Es una buena señal. Será un hombre grande y feliz”, dijo la comadrona tras el nacimiento.

«El Padre Pío nació envuelto en un velo parecido a un tul, que yo guardo en un sobre» – confesó años después la madre del santo.

El padre del san Pío

No era alto, medía unos 157 cm, pero en el pueblo se le consideraba un hombre apuesto y atractivo.

En su juventud, fue famoso por su hermosa voz y sus canciones de amor cantadas bajo las ventanas de las chicas. Al parecer lo acompañaba en estas escapadas un amigo con el laúd.

Gustaban, y muchas chicas se enamoraron de ellos, pero eligió a Giuseppa De Nunzio, que era un año y medio mayor que él.

Le gustaba bromear y gracias a él reinaba el buen humor y las risas en la familia Forgione. No sabía escribir, pero contaba muy bien. Logró multiplicar la propiedad que su esposa llevó a la boda como dote.

Se levantaba temprano. Después del ajetreo de la mañana, envolvía queso y un trozo de pan en una tela de lino y se dirigía a Piana Romana, donde trabajaba duro hasta la noche. Cultivaba olivos, árboles frutales e higueras. Plantaba hortalizas, sembraba semillas.

También enseñó a todos sus hijos a trabajar desde el principio. Francesco se ocupó de las ovejas.
Grazio pasaba poco tiempo en casa, algo que lamentó muchos años después. Una de sus confesiones más tristes fue que nunca tomó a ninguno de los niños en sus brazos.

Pero era fuerte, trabajador y persistente. Las adversidades comenzaron en él con capas de nueva fuerza.

El hijo quiere ser sacerdote

Cuando Francesco le confesó que quería ser sacerdote y que no había suficiente dinero en casa para pagar la matrícula, su padre tomó inmediatamente la decisión de irse a buscar lo necesario.
Emigró a América para ganar la cantidad que necesitaba su hijo. En total, se fue tres veces. Pagó las deudas contraídas por la educación de su hijo y reparó el presupuesto de su casa.

De hecho, fue gracias al hecho de que las solicitudes de Francesco no fueron ignoradas por su padre que el hijo se convirtió en sacerdote.

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Años más tarde, en San Giovanni Rotondo, siendo ya padre anciano, se inclinó para besar las manos sangrantes de los estigmas del Padre Pío.

Inmediatamente él las retiró, levantó a su padre y le dijo: «¡Nunca en mi vida! ¡Es el hijo quien debe besar las manos de los padres, no los padres las manos del hijo!”.

Grazio, sin embargo, sin inmutarse por la reacción, respondió: «Pero no quiero besar las manos de mi hijo, sino las manos del sacerdote».

El monje se conmovió de corazón, abrazó a papá y le permitió besar sus manos perforadas.

El lugar donde creció el Padre Pío

La casa de la familia del Padre Pío constaba de varias habitaciones diferentes repartidas por el barrio medieval de la ciudad, Rione Castello.

Hoy, cuando visitamos Pietrelcina, puede que nos sorprendamos al ver carteles y flechas con las palabras Case Pio, que significa «Casas del Padre Pío«.

En aquel entonces, sin embargo, no había nada extraordinario en ello. En esta parte de Pietrelcina no era posible construir nuevos edificios ni ampliar los existentes. Cuando una familia se quedaba sin espacio, y su situación económica les permitía ampliar su vivienda, se compraban las habitaciones que estaban a la venta.

La familia Forgione vivía en dos pequeñas habitaciones independientes en la planta baja.

En una de las habitaciones había una cocina, que se convertía en dos habitaciones separadas de ella por una puerta.

La primera tenía una ventana y la segunda estaba iluminada a través de una puerta que daba a una calle estrecha. Una se usaba como comedor y la otra era donde dormían los niños.

El suelo era de piedra, cubierto con una estera de caña. Todas las habitaciones eran de 20 metros cuadrados.

La habitación adicional, más grande y equipada con una ventana, era el dormitorio principal de Giuseppa y Grazia. Aquí es donde nació Francesco.

 

Casa de la familia del Padre Pío en Pietrelcina

En la misma calle, aunque un poco más arriba, la familia tenía dos habitaciones más.

En una de ellas había un establo. En la otra, a la que se accedía subiendo unos escalones de piedra, una habitación aparte para Francesco. Debido a su ubicación, el lugar fue llamado «la torre».

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El torreón de Francesco

Para llegar a la pequeña habitación, de doce metros cuadrados, hay que subir diecisiete escalones empinados tallados en piedra.

Detrás de la puerta hay una cama de metal con una cruz sobre la cabecera, estanterías talladas en un hueco de la pared encalada, un escritorio, sillas tejidas con hierba y un tocador con un espejo que hace las veces de mesita de noche.

El Padre Pío vivió aquí desde 1908 hasta 1911. Entonces ya era seminarista y cuando enfermó, se le permitió quedarse fuera del monasterio. Pero le gustaba estar en la torre mucho antes, incluso antes de entrar al convento.

La habitación de arriba, alejada del bullicio de la calle y abierta a los ojos de las ruidosas familias italianas, fue su asilo, su primera celda de convento, un lugar donde pudo estudiar, escribir, pero sobre todo rezar en secreto.

Fue en la torre donde se escribieron las primeras cartas a los padres espirituales, describiendo estados místicos, vivencias, vivencias de dolor y sufrimiento.

Aquí también fue visitado por el ángel de la guarda, y luego por María, san José, san Francisco, y finalmente el mismo Señor Jesús.

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Aquí también recibió la gracia de los estigmas invisibles. El 7 de septiembre de 1911 escribió:

“Ayer por la noche me pasó algo que no puedo explicar ni comprender. Había puntos rojos del tamaño de un centavo en el centro de ambas manos. Este dolor era más severo en la mano izquierda y continúa hoy. También me duelen los pies. Este fenómeno se repite desde hace casi un año”.

 

Pietrelcina, una de las calles del centro del pueblo

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¿Padres normales de un hijo inusual?

¿Estaban Giuseppa y Grazio Forgione al tanto de las experiencias de su hijo? Es difícil de decir.
Al principio fue considerado un bicho raro. Reaccionó con firmeza a las críticas, se prohibió el trabajo innecesario los domingos. Rezaba mucho, ayunaba y dormía en la dura era, luego se azotaba sistemáticamente el cuerpo.

Sin embargo, aunque sus padres no lo entendieron todo, intentaron apoyarlo en todo.

Después de su ordenación sacerdotal y de la partida del Padre Pío de Pietrelcina, su madre lo visitó varias veces en el convento de San Giovanni Rotondo.

Desde que se convirtió en sacerdote, ella nunca lo llamó de otra manera que no fuera Padre Pío.

Uno de sus últimos deseos antes de morir fue pasar la Navidad con su hijo. Llegó a Gargano en 1928 y felizmente pudo recibir a los servicios de su hijo. Murió el 3 de enero de 1929, supervisada por el Padre Pío hasta los últimos momentos de su vida.

Después de la muerte de su esposa -Giuseppa tenía setenta años cuando murió- Grazio decidió mudarse a San Giovanni Rotondo. Quería estar cerca de su hijo.

Vivió en la casa de una estadounidense, una de las hijas espirituales del Padre Pío, durante diecisiete años. Murió el 8 de octubre de 1946. Su hijo le administró los sacramentos y el viático.

 

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