Jeremías 1:4-10 / 1 Pedro 1:8-12 / Lucas 1:5-17
Estimados hermanos y hermanas en el Señor,
Querido Hermano Antón, si miras atrás, contemplas en primer lugar, con gratitud y emoción, haber recibido el don de la vida humana. La vida es un don maravilloso, un regalo de Dios y en ese regalo están directamente implicados tus padres. Y hoy es un buen momento para agradecer a Dios y a tus padres el don de la vida y todo lo que han hecho por ti a lo largo de tu existencia.
Y en esa mirada atrás, contemplas también, con mayor emoción y gratitud, tu nacimiento en la vida divina por medio del Bautismo. A través de este magnífico sacramento, recibiste la semilla de la fe y fuiste sumergido en Cristo Muerto y Resucitado, nuestro Salvador. Por su Muerte y Resurrección estás ya salvado. Y la vida de cada bautizado se inserta para siempre en la vida de Cristo, en su forma de ser y de actuar. Luego recibiste la primera comunión, la confirmación, la entrada en la vida monástica… y la ordenación diaconal. ¡Cuántos y qué inmensos dones te ha concedido el Señor!
Recuérdelos, contemplales hoy, lleno de emoción y agradecimiento. Hagamos nuestras las palabras de santa Clara de Asís: «¡Gracias, Señor, porque me pensaste, porque me creaste, gracias!». Nuestra alma, llena de alegría, proclama con María: «El Todopoderoso obra en mí maravillas».
Y hoy el Señor, que ya te eligió en el seno materno, te concede un nuevo y bellísimo regalo, que ninguno de nosotros merecemos. A través del sacramento de la orden sacerdotal, el Señor comparte contigo su más profunda identidad, su eterno sacerdocio a favor de todos los hombres. Hoy el Señor te concede participar en lo más entrañable y radical de la misión que Él recibió del Padre. Por la imposición de mis manos y por la unción del Espíritu Santo, que se derramará sobre ti, serás verdaderamente sacerdote de Jesucristo, participarás de su único y eterno Sacerdocio.
¿Qué implica esta participación en la misión sacerdotal de Cristo, ese precioso don, carisma y ministerio?
Sacerdote
El sacerdocio ministerial exige una relación íntima y profunda con el Señor, sacerdote, víctima y altar. Él nos dice: «Ya no os digo siervos […] A vosotros os he dicho amigos porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre». El presbítero, por el don de la lectio divina, debe llegar a vivir la alegría de Jesús con los sencillos, los pequeños, los últimos, los pecadores. Debe meditar incansablemente el camino de las Bienaventuranzas y entrar con frecuencia en la alegría del Espíritu Santo con la que nos quiere llenar Jesucristo. El sacerdote debe ser alguien que trata y conoce íntimamente el corazón de Jesucristo y, como Él, debe ser sensible a la alegría y a los sufrimientos de quienes le rodean, como nos exhorta san Pedro: «Yo, presbítero como ellos y testimonio de los sufrimientos de Cristo».
El sacerdote vive con especial intensidad el camino que va de Getsemaní al Calvario. Es el Evangelio de su amor más allá de todo, de su Pasión «voluntariamente aceptada», de su vida entregada a la Cruz por nosotros y por todos los hombres, de su gloriosa Resurrección y Ascensión a los cielos. Estas escenas contempladas asiduamente y con amor marcan la carne y el espíritu del sacerdote con una marca indeleble. El sacerdote dice, cada día y cada noche, con el salmista:
«Señor, heredad mía y cáliz mío, tú me has elegido la posesión. La parte que me ha tocado es deliciosa, me encanta mi heredad». De ahí que el sacerdote debe ser hombre de oración, un hombre verdaderamente «religioso», en palabras del papa Benedicto XVI. Es entonces cuando podemos decir, como san Pablo: «Sé bien de quien me he fiado» (Cf. 2Tm 1,12).
Víctima
Compartir la misma misión sacerdotal que Jesucristo implica una nueva valoración de las cosas, un creciente ir en sensibilidad ante la dimensión victimal y reparadora de nuestro ministerio. Tal y como nos enseña Cristo en el Evangelio, lo que cuenta en la vida no es la autorrealización ni el éxito; no es construirse una existencia interesante o una vida bella, ni alimentar a una comunidad de admiradores. El objetivo final de la vida de un seguidor de Cristo es obrar en obediencia al Padre y en favor de los demás, en obediencia de amor, un amor a la medida de la Cruz; en obediencia sufriente y, al mismo tiempo, decidida, rápida; en obediencia, muchas veces oscura e ignorada, siempre próxima a las víctimas de este mundo, a los maltratados, singularmente a las víctimas del pecado, la desgracia más profunda de todo ser humano.
Vamos al sacerdocio a ser víctimas con Cristo, a incorporar nuestros sufrimientos a su Pasión. Vamos al sacerdocio con la ofrenda de nuestro propio cuerpo, para ponerlo con Cristo en el altar por la salvación de la humanidad, porque nos duele el pecado del mundo, de cada hombre, de cada mujer; porque nos duele la vida sin Dios de tantos hermanos nuestros, nos duele tanto sufrimiento y tanta muerte sin Dios. Ser sacerdotes y víctimas con Jesucristo es gastarse y desvivirse por los altos nada, a su ejemplo; es vivir una vida de constante olvido de sí mismo para darse a Cristo y a los demás, para gloria del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. El sacerdote ofrece y entrega su vida a Dios por la salvación de la humanidad.
Podemos decir, en palabras del papa Benedicto XVI, que “si hoy los sacerdotes se sienten estresados, cansados y frustrados [y esto vale también para los monjes], se debe a una búsqueda exasperada de rendimientos. La fe se convierte en un pesado fardo que apenas se arrastra, cuando debería ser un ala por la que dejarse llevar” (La Iglesia. Una comunidad siempre en camino. Edit. San Pablo, pág.119). Dice el salmista: «¡Quién tuviera las alas de la paloma! De un vuelo iría a cobijarme. Huiría errante, muy lejos, y me quedaría en el desierto».
Ojalá sepas, querido hermano Antón, ojalá sepamos siempre, todos nosotros, volar con las alas de la fe, volar al desierto, a la soledad con Dios, solo con su amor, sin que lo impida nada ni nadie , sin que la fe se nos convierta en un fardo pesado.
Rogamos a Dios con confianza que nos conceda volar ligeros, trabajar con total generosidad, sin perder la alegría, no mirando los resultados, sino siendo fieles al amor primero, al amor divino que ha hecho con nosotros Alianza nueva y eterna , al amor que te ha llevado al desierto para hablarte en el corazón y para que le hables de los hombres y de sus soledades y necesidades. Y en el desierto, que Dios te convierta en un oasis capaz de dar los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí.
Lo importante, pues, es ser amigos fuertes de Dios, transformados por el Espíritu en ofrenda que se inmola escondida en Cristo para alabanza de su gloria, ofrenda permanente de la Iglesia extendida por todas las naciones.
• Matthew 14:22-36
En el Evangelio de hoy, Jesús se acerca a los discípulos caminando sobre el agua. Cada vez que nos encontramos con los discípulos en una barca debemos considerarla como si fuera la Iglesia, la barca de Pedro. Aquí vemos el inicio del peregrinar de la Iglesia a través de los tiempos.
El viento y las olas sacuden la barca. Cualquiera que esté familiarizado con la historia de la Iglesia sabe sobre esto, y es un consuelo especial para aquellos que padecen en nuestros tiempos tempestuosos. Estamos envueltos en un combate espiritual, una batalla que no es contra alguien de carne y hueso sino contra poderes y principados.
Temprano en la mañana, los discípulos vieron a Jesús acercándose a ellos, “caminando sobre el mar”. Aterrados, gritaron. Pero Jesús los calmó diciendo: “Tranquilícense, soy Yo; no teman”. Entonces Pedro dijo: “Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua”.
Pedro representa de modo preeminente a la Iglesia a través de los tiempos. Y en este pasaje está la Iglesia representada en su mejor momento, extendiéndose con confianza en Cristo. El fruto de esa confianza es participar en el poder del Señor: “Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a Él”. Si confiamos solo en nuestro propio poder no podemos hacer nada. Pero si confiamos en Él podemos hacer cualquier cosa.
Esta historia es una invitación a abandonarnos con confianza en Dios en todo momento de nuestra vida, especialmente en el momento de la prueba y la turbación. Cuando sentimos fuerte la duda y el miedo parece que nos hundimos, en los momentos difíciles de la vida, donde todo se vuelve oscuro, no tenemos que avergonzarnos de gritar, como Pedro: «¡Señor, sálvame!» (v. 30). Llamar al corazón de Dios, al corazón de Jesús: «¡Señor, sálvame!». ¡Es una bonita oración! Podemos repetirla muchas veces: «¡Señor, sálvame!». Y el gesto de Jesús, que enseguida tiende su mano y agarra la de su amigo, debe ser contemplado durante mucho tiempo: Jesús es esto, Jesús hace esto, Jesús es la mano del Padre que nunca nos abandona; la mano fuerte y fiel del Padre, que quiere siempre y solo nuestro bien. (Ángelus, 9 agosto 2020)
Domingo de Guzmán, Santo
Memoria Litúrgica, 8 de agosto
Por: Centro de Espiritualidad Santa María
| Fuente: Centro de Espiritualidad Santa María
Sacerdote y Fundador
Martirologio Romano: Memoria de santo Domingo, presbítero, que siendo canónigo de Osma se hizo humilde ministro de la predicación en los países agitados por la herejía albigense y vivió en voluntaria pobreza, hablando siempre con Dios o acerca de Dios. Deseoso de una nueva forma de propagar la fe, fundó la Orden de Predicadores, para renovar en la Iglesia la manera apostólica de vida, mandando a sus hermanos que se entregaran al servicio del prójimo con la oración, el estudio y el ministerio de la Palabra. Su muerte tuvo lugar en Bolonia, el día seis de agosto (1221).
Etimológícamente: Domingo = del Señor. Viene de la lengua latina.
Breve Biografía
Los Padres Dominicos están hoy de fiesta. Santo Domingo de Guzmán los fundó en el siglo XIII. Durante tantos años han hecho y siguen haciendo un gran bien a la Iglesia en todo el mundo.
El fundador de los Padres Dominicos, que son ahora 6,800 en 680 casas en el mundo, nació en Caleruega, España, en 1171. Su madre, Juana de Aza, era una mujer admirable en virtudes y ha sido declarada Beata. Lo educó en la más estricta formación religiosa.
A los 14 años se fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia en cuya casa trabajaba y estudiaba. La gente decía que en edad era un jovencito pero que en seriedad parecía un anciano. Su goce especial era leer libros religiosos, y hacer caridad a los pobres.
Por aquel tiempo vino por la región una gran hambre y las gentes suplicaban alguna ayuda para sobrevivir. Domingo repartió en su casa todo lo que tenía y hasta el mobiliario. Luego, cuando ya no le quedaba nada más con qué ayudar a los hambrientos, vendió lo que más amaba y apreciaba, sus libros (que en ese tiempo eran copiados a mano y costosísimos y muy difíciles de conseguir) y con el precio de la venta ayudó a los menesterosos. A quienes lo criticaban por este desprendimiento, les decía: «No puede ser que Cristo sufra hambre en los pobres, mientras yo guarde en mi casa algo con lo cual podía socorrerlos».
En un viaje que hizo, acompañando a su obispo por el sur de Francia, se dio cuenta de que los herejes habían invadido regiones enteras y estaban haciendo un gran mal a las almas. Y el método que los misioneros católicos estaban empleando era totalmente inadecuado. Los predicadores llegaban en carruajes elegantes, con ayudantes y secretarios, y se hospedaban en los mejores hoteles, y su vida no era ciertamente un modelo de la mejor santidad. Y así de esa manera las conversiones de herejes que conseguían, eran mínimas. Domingo se propuso un modo de misionar totalmente diferente.
Vio que a las gentes les impresionaba que el misionero fuera pobre como el pueblo. Que viviera una vida de verdadero buen ejemplo en todo. Y que se dedicara con todas sus energías a enseñarles la verdadera religión. Se consiguió un grupo de compañeros y con una vida de total pobreza, y con una santidad de conducta impresionante, empezaron a evangelizar con grandes éxitos apostólicos.
Sus armas para convertir eran la oración, la paciencia, la penitencia, y muchas horas dedicadas a instruir a los ignorantes en religión. Cuando algunos católicos trataron de acabar con los herejes por medio de las armas, o de atemorizarlos para que se convirtieran, les dijo: «Es inútil tratar de convertir a la gente con la violencia. La oración hace más efecto que todas las armas guerreras. No crean que los oyentes se van a conmover y a volver mejores por que nos ven muy elegantemente vestidos. En cambio con la humildad sí se ganan los corazones».
Domingo llevaba ya diez años predicando al sur de Francia y convirtiendo herejes y enfervorizando católicos, y a su alrededor había reunido un grupo de predicadores que él mismo había ido organizando e instruyendo de la mejor manera posible. Entonces pensó en formar con ellos una comunidad de religiosos, y acompañado de su obispo consultó al Sumo Pontífice Inocencio III.
Al principio el Pontífice estaba dudoso de si conceder o no el permiso para fundar la nueva comunidad religiosa. Pero dicen que en un sueño vio que el edificio de la Iglesia estaba ladeándose y con peligro de venirse abajo y que llegaban dos hombres, Santo Domingo y San Francisco, y le ponían el hombro y lo volvían a levantar. Después de esa visión ya el Papa no tuvo dudas en que sí debía aprobar las ideas de nuestro santo.
Y cuentan las antiguas tradiciones que Santo Domingo vio en sueños que la ira de Dios iba a enviar castigos sobre el mundo, pero que la Virgen Santísima señalaba a dos hombres que con sus obras iban a interceder ante Dios y lo calmaban. El uno era Domingo y el otro era un desconocido, vestido casi como un pordiosero. Y al día siguiente estando orando en el templo vio llegar al que vestía como un mendigo, y era nada menos que San Francisco de Asís. Nuestro santo lo abrazó y le dijo: «Los dos tenemos que trabajar muy unidos, para conseguir el Reino de Dios». Y desde hace siglos ha existido la bella costumbre de que cada año, el día de la fiesta de San Francisco, los Padres dominicos van a los conventos de los franciscanos y celebran con ellos muy fraternalmente la fiesta, y el día de la fiesta de Santo Domingo, los padres franciscanos van a los conventos de los dominicos y hacen juntos una alegre celebración de buenos hermanos.
En agosto de 1216 fundó Santo Domingo su Comunidad de predicadores, con 16 compañeros que lo querían y le obedecían como al mejor de los padres. Ocho eran franceses, siete españoles y uno inglés. Los preparó de la mejor manera que le fue posible y los envió a predicar, y la nueva comunidad tuvo una bendición de Dios tan grande que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más de setenta, y se hicieron famosos en las grandes universidades, especialmente en la de París y en la de Bolonia.
El gran fundador le dio a sus religiosos unas normas que les han hecho un bien inmenso por muchos siglos. Por ejemplo estas:
Primero contemplar, y después enseñar. O sea: antes dedicar mucho tiempo y muchos esfuerzos a estudiar y meditar las enseñanzas de Jesucristo y de su Iglesia, y después sí dedicarse a predicar con todo el entusiasmo posible.
Predicar siempre y en todas partes. Santo Domingo quiere que el oficio principalísimo de sus religiosos sea predicar, catequizar, tratar de propagar las enseñanzas católicas por todos los medios posibles. Y él mismo daba el ejemplo: donde quiera que llegaba empleaba la mayor parte de su tiempo en predicar y enseñar catecismo.
La experiencia le había demostrado que las almas se ganan con la caridad. Por eso todos los días pedía a Nuestro Señor la gracia de crecer en el amor hacia Dios y en la caridad hacia los demás y tener un gran deseo de salvar almas. Esto mismo recomendaba a sus discípulos que pidieran a Dios constantemente.
La misión de los dominicos, predicar para llevar almas a Cristo, encontró grandes dificultades pero la Virgen vino a su auxilio. Estando en Fangeaux una noche, en oración, tiene una revelación donde, según la tradición, la Virgen le revela el Rosario como arma poderosa para ganar almas. Esta tradición está respaldada por numerosos documentos pontificios.
Los santos han dominado su cuerpo con unas mortificaciones que en muchos casos son más para admirar que para imitar. Recordemos algunas de las que hacía este hombre de Dios.
Cada año hacía varias cuaresmas, o sea, pasaba varias temporadas de a 40 días ayunando a pan y agua.
Siempre dormía sobre duras tablas. Caminaba descalzo por caminos irisados de piedras y por senderos cubiertos de nieve. No se colocaba nada en la cabeza ni para defenderse del sol, ni para guarecerse contra los aguaceros. Soportaba los más terribles insultos sin responder ni una sola palabra. Cuando llegaban de un viaje empapados por los terribles aguaceros mientras los demás se iban junto al fuego a calentarse un poco, el santo se iba al templo a rezar. Un día en que por venganza los enemigos los hicieron caminar descalzos por un camino con demasiadas piedrecitas afiladas, el santo exclamaba: «la próxima predicación tendrá grandes frutos, porque los hemos ganado con estos sufrimientos». Y así sucedió en verdad. Sufría de muchas enfermedades, pero sin embargo seguía predicando y enseñando catecismo sin cansarse ni demostrar desánimo.
Era el hombre de la alegría, y del buen humor. La gente lo veía siempre con rostro alegre, gozoso y amable. Sus compañeros decían: «De día nadie más comunicativo y alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación». Pasaba noches enteras en oración.
Era de pocas palabras cuando se hablaba de temas mundanos, pero cuando había que hablar de Nuestro Señor y de temas religiosos entonces sí que charlaba con verdadero entusiasmo.
Sus libros favoritos eran el Evangelio de San Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba consigo para leerlos día por día y prácticamente se los sabía de memoria. A sus discípulos les recomendaba que no pasaran ningún día sin leer alguna página del Nuevo Testamento o del Antiguo.
Los que trataron con él afirmaban que estaban seguros de que este santo conservó siempre la inocencia bautismal y que no cometió jamás un pecado grave.
Totalmente desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios a principios de agosto del año 1221 se sintió falto de fuerzas, estando en Bolonia, la ciudad donde había vivido sus últimos años. Tuvieron que prestarle un colchón porque no tenía. Y el 6 de agosto de 1221, mientras le rezaban las oraciones por los agonizantes cuando le decían: «Que todos los ángeles y santos salgan a recibirte», dijo: «¡Qué hermoso, qué hermoso!» y expiró.
A los 13 años de haber muerto, el Sumo Pontífice Gregorio IX lo declaró santo y exclamó al proclamar el decreto de su canonización: «De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo».
¡Felicidades a quienes lleven este nombre y a los Dominicos y Dominicas!
“Hay silencios que hieren, pero hay palabras que curan”.
El ADN y la naturaleza humana
El deseo de definir al ser humano solamente por el ADN resulta insuficiente y reductivo.
Los estudios sobre el ADN (en inglés DNA) avanzan continuamente y permiten alcanzar nuevas metas en el mundo de la medicina y de la ciencia.
Gracias al ADN se pueden predecir enfermedades, escoger mejor los transplantes de órganos o tejidos, preparar medicinas “personalizadas”. A la vez, se puede identificar a personas en situaciones delicadas, como es el caso del reconocimiento de cadáveres o para individuar a posibles delincuentes.
Los progresos en el campo de la genética llevan a algunos a pensar que el ADN es la característica central, lo que nos define como seres vivos de una determinada especie. Para saber si estamos o no estamos ante un hombre, bastaría con observar el patrimonio genético del individuo en cuestión. Incluso hay quienes creen que lo que define nuestra humanidad consiste en poseer los 46 cromosomas típicos de nuestra especie.
Es cierto que el ADN tiene una importancia enorme en la configuración y en el desarrollo de los seres vivos. Pero el ADN tiene una cantidad enorme de variantes. Además, el ADN se inserta en un complejo equilibrio dinámico entre diversas partes de las células, y depende en mucho de las circunstancias ambientales para poder “expresarse” con normalidad.
Entre los seres humanos, por ejemplo, no todos tienen 46 cromosomas. Hay personas que tienen 47, otros tienen 45, y se dan más variantes. Entre los que tienen 46 cromosomas (como entre quienes tienen más o menos cromosomas), hay una gran variabilidad en la disposición interna de los genes, unos sanos, otros dañados, otros ausentes, etc.
Las variaciones en el ADN explican la diversificación de los individuos. Un observador atento puede señalar fácilmente las enormes diferencias que hay entre una persona que no llega a medir más de un metro y medio y quien es superior a dos metros; entre quien tiene unos rasgos raciales de un tipo y quien los tiene de otro; entre quien se mueve y se expresa con agilidad y quien, por motivos fisiológicos o de otro tipo, muestra una gran lentitud de movimientos.
Junto a la riqueza de diferencias entre los individuos debida al ADN, existen otras diferencias que surgen según los modos en los que el ADN interactúa con las demás partes de la célula, especialmente gracias al ARN (en inglés, RNA) y a los ribosomas, y con el ambiente.
Es posible, por ejemplo, que un ADN “sano” no pueda ser leído correctamente durante el embarazo porque la madre ha tomado algunas sustancias dañinas. El caso del talidomide es, en ese sentido, tristemente famoso. Otras veces un genoma dañado, orientado a provocar ciertas enfermedades en la edad adulta, nunca llega a “actuar” (a dañar a la persona), por factores externos o simplemente porque esa persona muere prematuramente.
El deseo de definir al ser humano solamente por el ADN resulta, por lo tanto, insuficiente y reductivo. Una compleja cadena de aminoácidos, como la de nuestro ADN, tiene un papel insustituible a la hora de explicar la mayoría de los procesos fisicoquímicos de nuestro cuerpo. Pero no puede ni fundar la dignidad humana ni explicar fenómenos tan complejos y tan maravillosos como son el pensamiento intelectual y el amor.
La naturaleza humana tiene su característica propia y está dotada de dignidad no por los cromosomas que tiene, sino por aquello que los clásicos identificaban como alma espiritual. Porque sólo una dimensión superior a la materia explica nuestras ideas abstractas y nuestras decisiones libres, y funda así la dignidad que es común a todo ser humano, a pesar de las muchas variaciones que nos “separan” (ser grande o pequeño, blanco o negro, rico o pobre, niño o anciano, sano o enfermo, nacido o sin nacer).
Si lo recordamos, evitaremos el riesgo de reducir nuestra mirada a lo que puede decir (y es mucho y valioso) la ciencia sobre el ADN, y reconoceremos dimensiones profundas que son posibles desde el alma espiritual, gracias a la cual todos los seres humanos estamos abiertos, si no hay graves obstáculos, al ejercicio de la libertad y del pensamiento, a la inserción en el mundo de la cultura y de la vida social.
Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de Predicadores
Entregado a la predicación y a la catequesis, difundió por toda la Iglesia universal el rezo del rosario
Santo Domingo de Guzmán nació en Caleruega (Burgos, España) en el año 1171. Tuvo dos hermanos, Antonio y Manés. Los tres aprendieron de su madre, Juana de Aza, a tener una intensa vida de piedad y un gran amor a la Eucaristía. Tanto Juana como Manés han sido declarados beatos.
A los 14 años, Domingo se fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia. Estudiaba, trabajaba y destacaba por su madurez y su buen humor. Leía libros de espiritualidad y hacía muchas obras de caridad. Sus libros preferidos serían más tarde el evangelio de san Mateo y las Cartas de san Pablo.
Llegó a vender sus libros para dar de comer a los pobres.
Acompañó al obispo del Burgo de Osma al sur de Francia. Al ver que los misioneros no eran ejemplares, se removió y decidió entregarse a Dios en la oración y la predicación para convertir a las personas alejadas. Era un momento especialmente difícil en la Iglesia a causa de la herejía cátara. Para ello, debía ser penitente, rezar y dedicar muchas horas a la atención de la gente.
El poder de la oración
Al ver también que algunos empleaban la amenaza como método para convencer a los herejes, santo Domingo repuso: “Es inútil tratar de convertir a la gente con la violencia. La oración hace más efecto que todas las armas guerreras. No crean que los oyentes se van a conmover y a volver mejores porque nos ven muy elegantemente vestidos. En cambio, con la humildad sí se ganan los corazones.”
En agosto de 1216 fundó una comunidad que sería el origen de la Orden de Predicadores. Eran 16 hombres: ocho franceses, siete españoles y uno inglés. En muy poco tiempo, la orden se extendió y se fundó un gran número de conventos. Se les llamaba también “dominicos” porque santo Domingo era su fundador.
Pronto alcanzaron prestigio en las mejores Universidades europeas, entre ellas París y Bolonia.
Siempre su objetivo prioritario era catequizar allá donde estuvieran.
Falleció el 6 de agosto de 1221, exhausto y después de que le prestaran un colchón porque dormía sin él.
Mientras quienes lo acompañaban en sus últimos momentos rezaban «que todos los ángeles y santos salgan a recibirte», él dijo: «¡qué hermoso, qué hermoso!». Así murió.
Aunque santo Domingo no fue el creador de la devoción del santo rosario, sí fueron él y la Orden de Predicadores sus grandes difusores en toda la Iglesia Universal.
Oración
Que tu Iglesia, Señor, encuentre siempre luz en las enseñanzas de Santo Domingo de Guzmán y protección en sus méritos: que él, que durante su vida fue predicador insigne de la verdad, sea ahora para nosotros un eficaz intercesor ante ti. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo. Amén.
Te puede interesar:10 frases de Santo Domingo de Guzmán para ser un buen misionero
Una fe firme
Santo Evangelio según san Mateo 14, 22-36.
Martes XVIII del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Nos ponemos en tu presencia Espíritu Santo, ilumínanos con tu luz, abre nuestros corazones para ser dóciles a tus inspiraciones.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 14, 22-36
En aquel tiempo, inmediatamente después de la multiplicación de los panes. Jesús hizo que sus discípulos subieran a la barca y se dirigieran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Después de despedirla, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba él solo allí. Entre tanto, la barca iba ya muy lejos de la costa y las olas la sacudían, porque el viento era contrario. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el agua. Los discípulos, al verlo andar sobre el agua, se espantaron y decían: “¡Es un fantasma!” Y daban gritos de terror. Pero Jesús les dijo enseguida: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”. Entonces le dijo Pedro: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre el agua”. Jesús le contestó: “Ven”. Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua hacia Jesús; pero al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, comenzó a hundirse y gritó: “¡Sálvame, Señor!” Inmediatamente Jesús le tendió la mano, lo sostuvo y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en la barca se postraron ante Jesús, diciendo: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”. Terminada la travesía, llegaron a Genesaret. Apenas lo reconocieron los habitantes de aquel lugar, pregonaron la noticia por toda la región y le trajeron a todos los enfermos. Le pedían que los dejara tocar siquiera el borde de su manto; y cuantos lo tocaron, quedaron curados.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
La vida que Cristo nos invita a vivir siempre estará marcada por un vaivén de momentos de claridad y momentos de sombras. Habrá días en que nos deleitaremos viendo las multiplicaciones de los panes y tantos milagros del maestro, pero otros en los que el actuar de Dios nos parecerá misterioso y desconcertante, porque los caminos de Dios no son los caminos de los hombres.
Por ello, Jesús nos ha querido dejar una gran lección en este pasaje a todos los hombres de poca fe de todos los tiempos, cuando dice: «Tranquilícense y no teman. Soy yo». Jesús quiere que nuestra fe sea firme a pesar de la luz o la oscuridad que se vaya presentando en nuestra vida. Nuestra fe debe ser tan fuerte que debemos saber que los momentos de prueba u oscuridad pasarán, y es una oportunidad para crecer en nuestra santificación y confianza en Dios.
El Papa Francisco ha repetido la importancia de hacer memoria. Es común que nosotros, hombres de poca fe, nos dejemos inquietar por rachas de la vida, o dar demasiada importancia a cosas que no lo son. Cuando recordamos la obra de Dios en nuestra vida y vemos el todo, se desvanecerán tantos fantasmas que rondan nuestra barca. Hacer memoria es ver las cosas desde una óptica desde la que nos ve Dios, es ver el actuar de su providencia que jamás nos ha dejado, ni nos dejará.
«La corrupción, la soberbia, el exhibicionismo de los dirigentes aumenta el descreimiento colectivo, la sensación de desamparo y retroalimenta el mecanismo del miedo que sostiene este sistema inicuo. Quisiera, para finalizar, pedirles que sigan enfrentando el miedo con una vida de servicio, solidaridad y humildad en favor de los pueblos y en especial de los que más sufren. Se van a equivocar muchas veces, todos nos equivocamos, pero si perseveramos en este camino, más temprano que tarde, vamos a ver los frutos. E insisto, contra el terror, el mejor antídoto es el amor. El amor todo lo cura». (Homilía de S.S. Francisco, 5 de noviembre de 2016).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Ir a una capilla y pedirle al Señor la gracia de jamás dudar y de ser un hombre de mucha fe.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.