Luke 18:35-43

Amigos, en el Evangelio de hoy vemos la misericordia de Jesús hacia el hombre ciego como un sello distintivo de Su ministerio. Jesús viene como sanador, salvador, e iniciador del Reino. Él es la encarnación de la esperanza. Jesús quiere conectar el sufrimiento humano con la fuente misma de la vida y la salud. La energía de Dios fluye a través de Él hacia los más necesitados.

Me doy cuenta que una pregunta puede estar formándose en tu mente: “Bueno, si es así ¿por qué simplemente no cura a todos, entonces?”. La respuesta obviamente está envuelta en el misterio de la voluntad de Dios, pero un punto importante es este: Jesús es sanador en muchos sentidos, pero fundamentalmente Él nos sana del pecado y la muerte, no solo de enfermedades físicas. Lo que aparece históricamente en la vida de Jesús es una anticipación escatológica, un indicio y presagio de lo que vendrá dentro de los tiempos y modos de Dios. 

Pensemos en la historia de Bartimeo, un personaje del Evangelio (cf. Mc 10,46-52 y par.) y, os lo confieso, para mí el más simpático de todos. Más fuerte que cualquier argumento en contra, en el corazón de un hombre hay una voz que invoca. Todos tenemos esta voz dentro. Una voz que brota espontáneamente, sin que nadie la mande, una voz que se interroga sobre el sentido de nuestro camino aquí abajo, especialmente cuando nos encontramos en la oscuridad: “¡Jesús, ten compasión de mí! ¡Jesús, ten compasión mi!”. Hermosa oración, ésta. (Audiencia General, 6 mayo 2020)

Lorenzo O’Toole, Santo

Obispo de Dublín, 14 de noviembre

Martirologio Romano: En la localidad de Eu, en Normandía, tránsito de san Lorenzo O’Toole, obispo de Dublín, que entre las dificultades de su tiempo promovió valerosamente la disciplina regular de la Iglesia, procuró poner paz entre los príncipes y, finalmente, habiendo ido a visitar a Enrique, rey de Inglaterra, consiguió los gozos de la paz eterna († 1180)

Breve Biografía

San Lorenzo nació en Irlanda hacia el año 1128, de la familia O’Toole que era dueña de uno de los más importantes castillos de esa época.

Cuando el niño nació, su padre dispuso pedirle a un conde enemigo que quisiera ser padrino del recién nacido. El otro aceptó y desde entonces estos dos condes (ahora compadres) se hicieron amigos y no lucharon más el uno contra el otro.

Cuando lo llevaban a bautizar, apareció en el camino un poeta religioso y preguntó qué nombre le iban a poner al niño. Le dijeron un nombre en inglés, pero él les aconsejó: «Pónganle por nombre Lorenzo, porque este nombre significa: ‘coronado de laureles por ser vencedor’, y es que el niño va a ser un gran vencedor en la vida». A los papás les agradó la idea y le pusieron por nombre Lorenzo y en verdad que fue un gran vencedor en las luchas por la santidad.

Cuando el niño tenía diez años, un conde enemigo de su padre le exigió como condición para no hacerle la guerra que le dejara a Lorenzo como rehén. El Sr. O’Toole aceptó y el jovencito fue llevado al castillo de aquel guerrero. Pero allí fue tratado con crueldad y una de las personas que lo atendían fue a comunicar la triste noticia a su padre y este exigió que le devolvieran a su hijo. Como el tirano no aceptaba devolverlo, el Sr. O’Toole le secuestró doce capitanes al otro guerrero y puso como condición para entregarlos que le devolvieran a Lorenzo. El otro aceptó pero llevó al niño a un monasterio, para que apenas entregaran a los doce secuestrados, los monjes devolvieran a Lorenzo.

Y sucedió que al jovencito le agradó inmensamente la vida del monasterio y le pidió a su padre que lo dejara quedarse a vivir allí, porque en vez de la vida de guerras y batallas, a él le agradaba la vida de lectura, oración y meditación. El buen hombre aceptó y Lorenzó llegó a ser un excelente monje en ese monasterio.

Su comportamiento en la vida religiosa fue verdaderamente ejemplar. Dedicadísimo a los trabajos del campo y brillante en los estudios. Fervoroso en la oración y exacto en la obediencia. Fue ordenado sacerdote y al morir el superior del monasterio los monjes eligieron por unanimidad a Lorenzo como nuevo superior.

Por aquellos tiempos hubo una tremenda escasez de alimentos en Irlanda por causa de las malas cosechas y las gentes hambrientas recorrían pueblos y veredas robando y saqueando cuanto encontraban. El abad Lorenzo salió al encuentro de los revoltosos, con una cruz en alto y pidiendo que en vez de dedicarse a robar se dedicaran a pedir a Dios que les ayudara. Las gentes le hicieron caso y se calmaron y él, sacando todas las provisiones de su inmenso monasterio las repartió entre el pueblo hambriento. La caridad del santo hizo prodigios en aquella situación tan angustiada.

En el año 1161 falleció el arzobispo de Dublín (capital de Irlanda) y clero y pueblo estuvieron de acuerdo en que el más digno para ese cargo era el abad Lorenzo. Tuvo que aceptar y, como en todos los oficios que le encomendaban, en este cargo se dedicó con todas sus fuerzas a cumplir sus obligaciones del modo más exacto posible. Lo primero que hizo fue tratar de que los templos fueran lo más bellos y bien presentados posibles. Luego se esforzó porque cada sacerdote se esmerara en cumplir lo mejor que le fuera posible sus deberes sacerdotales. Y en seguida se dedicó a repartir limosnas con gran generosidad.

Cada día recibía 30, 40 o 60 menesterosos en su casa episcopal y él mismo les servía la comida. Todas las ganancias que obtenía como arzobispo las dedicaba a ayudar a los más necesitados.

En el año 1170 los ejércitos de Inglaterra invadieron a Irlanda llenando el país de muertes, de crueldad y de desolación. Los invasores saquearon los templos católicos, los conventos y llenaron de horrores todo el país. El arzobispo Lorenzo hizo todo lo que pudo para tratar de detener tanta maldad y salvar la vida y los bienes de los perseguidos. Se presentó al propio jefe de los invasores a pedirle que devolviera los bienes a la Iglesia y que detuviera el pillaje y el saqueo. El otro por única respuesta le dio una carcajada de desprecio. Pero pocos días después murió repentinamente. El sucesor tuvo temor y les hizo mucho más caso a las palabras y recomendaciones del santo.

El arzobispo trató de organizar la resistencia pero viendo que los enemigos eran muy superiores, desistió de la idea y se dedicó con sus monjes a reconstruir los templos y los pueblos y se fue a Inglaterra a suplicarle al rey invasor que no permitiera los malos tratos de sus ejércitos contra los irlandeses.

Estando en Londres de rodillas rezando en la tumba de Santo Tomás Becket (un obispo inglés que murió por defender la religión) un fanático le asestó terribilísima pedrada en la cabeza. Gravemente herido mandó traer un poco de agua. La bendijo e hizo que se la echaran en la herida de la cabeza, y apenas el agua llegó a la herida, cesó la hemorragia y obtuvo la curación.

El Papa Alejandro III nombró a Lorenzo como su delegado especial para toda Irlanda, y él, deseoso de conseguir la paz para su país se fue otra vez en busca del rey de Inglaterra a suplicarle que no tratara mal a sus paisanos. El rey no lo quiso atender y se fue para Normandía. Y hasta allá lo siguió el santo, para tratar de convencerlo, pero a causa del terribilísimo frío y del agotamiento producido por tantos trabajos, murió allí en Normandía en 1180 al llegar a un convento. Cuando el abad le aconsejó que hiciera un testamento, respondió: «Dios sabe que no tengo bienes ni dinero porque todo lo he repartido entre el pueblo. Ay, pueblo mío, víctima de tantas violencias ¿Quién logrará traer la paz?». Seguramente desde el cielo debe haber rezado mucho por su pueblo, porque Irlanda ha conservado la religión y la paz por muchos siglos. Estos son los verdaderos patriotas, los que como San Lorenzo de Irlanda emplean su vida toda por conseguir el bien y la paz para sus conciudadanos. Dios nos envíe muchos patriotas como él.

Dichosos los que buscan la paz porque serán llamados hijos de Dios. (Jesucristo).

Los gritos del corazón

Santo Evangelio según san Lucas 18, 35-43. Lunes XXXIII del Tiempo Ordinario

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

«Te ofrezco, Señor, mis pensamientos, ayúdame a pensar en ti; te ofrezco mis palabras, ayúdame a hablar de ti; te ofrezco mis obras, ayúdame a cumplir tu voluntad; te ofrezco mis penas, ayúdame a sufrir por ti. Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque Tú lo quieres, como Tú lo quieras y durante todo el tiempo que lo quieras.» Así sea. (Oración del Papa Clemente XI, fragmento).

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Lucas 18, 35-43
En aquel tiempo, cuando Jesús se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado a un lado del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntó que era aquello, y le explicaron que era Jesús el nazareno, que iba de camino. Entonces él comenzó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban adelante lo regañaban para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».
Entonces Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él le contestó: ‘Señor, que vea’. Jesús le dijo: «Recobra la vista; tu fe te ha curado».

Enseguida el ciego recobró la vista y lo siguió, bendiciendo a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios. 

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Sólo hay que ponerle nombre a la persona. Pero, en el fondo, cada uno de nosotros es este ciego a las afueras de Jericó. Acerquémonos así a Cristo que viene, pidámosle que nos cure de nuestra enfermedad…

Bartimeo se llamaba este hombre. Conquistó el corazón de Cristo por su insistencia en gritar. Pero no era el volumen de los gritos o el número de ellos lo que movió al Señor para curarlo. La fe salvó a este hombre, esa fe profunda que brota del corazón. En este rato de oración atrevámonos a gritarle al Señor, no con la boca, sino con el corazón: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».

Gritar con el corazón significa poner toda la confianza en Jesucristo. Significa hacerse vulnerable ante Él, mostrarnos tal cual somos, con aquello que nos duele, con lo que nos preocupa, con nuestros anhelos y esperanzas. Ponernos totalmente en sus manos y dejar que Él haga lo que quiera con nosotros.

Entonces, Él pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» Él quiere actuar en nuestra vida. Sólo necesita un corazón abierto, un corazón que confíe en el Amigo que nunca falla. Bartimeo fue directo al grano: «Señor, que vea». Digámosle nosotros también esa situación concreta, esa necesidad específica que tiene cada uno. Él para eso ha venido, para sanar nuestra alma, para saciar nuestra hambre, para sacarnos de la miseria del espíritu…

Cristo, además, tiene un Corazón generoso. No sólo llega y cura los ojos, sino que entra en la vida y la salva de todo pecado, de toda angustia. Él quiere darlo todo. El corazón que le grita con confianza acaba recibiendo más de lo que ha pedido. Pidamos al Señor con gritos de fe. O bien, pidámosle que nos enseñe a gritar con el corazón. «Señor, aumenta mi fe, ¡ten compasión de mí!».

«[Jesús] se detiene para responder al grito de Bartimeo. Se deja interpelar por su petición, se deja implicar en su situación. No se contenta con darle limosna, sino que quiere encontrarlo personalmente. No le da indicaciones ni respuestas, pero hace una pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti”? Podría parecer una petición inútil: ¿Qué puede desear un ciego si no es la vista? Sin embargo, con esta pregunta, hecha “de tú a tú”, directa pero respetuosa, Jesús muestra que desea escuchar nuestras necesidades. Quiere un coloquio con cada uno de nosotros sobre la vida, las situaciones reales, que no excluya nada ante Dios».

(Homilía de S.S. Francisco, 25 de octubre de 2015).

Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Buscaré ayudar a alguien en una necesidad concreta, haciéndolo con alegría y generosidad.

Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

San José Pignatelli, el hombre que hizo sobrevivir la Compañía de Jesús

y el rey Carlos III los expulsaron de España. A Pignatelli se le ofreció quedarse si renunciaba a su vocación, pero se negó a aceptar

José Pignatelli nació en Zaragoza (España), el 27 de diciembre de 1737. Su padre era Antonio Pignatelli, de la familia noble italiana de los duques de Monteleón, y su madre María Francisca Moncayo Fernández de Heredia y Blanes.

Fue el séptimo de nueve hermanos. Pese a la buena posición económica y social de que gozaban, José pronto conoció el dolor al morirse su madre cuando él tenía solo 4 años. Su hermana Francisca sería a partir de entonces quien le haría las veces de madre.

Su formación académica se desarrolló primero en Zaragoza, después en Tarragona y posteriormente en Calatayud Manresa. Siempre en el entorno de la educación impartida por los jesuitas, primero en el colegio y después en el noviciado, donde estudió Filosofía y Humanidades.

Fue ordenado sacerdote y se le envió a Zaragoza, donde desarrollaría una intensa labor educativa y a la vez de atención a los pobres y encarcelados.

Expulsión de los jesuitas

Sin embargo, en 1767 el rey Carlos III-impulsado por la masonería- decide expulsar a los jesuitas de España.Ve en ellos un peligro porque hacen voto de obediencia al Papa y a la vez es muy suculento el beneficio económico de la desamortización de su patrimonio. A Pignatelli le toca experimentar el exilio. Por ser aristócrata, le ofrecen la posibilidad de quedarse en España (junto con su hermano) si renuncia a su vocación religiosa. Pignatelli rechaza la tentación. Lleno de confianza en la Providencia de Dios, primero vive en Civitavecchia (junto a Roma), después en Córcega y Génova, y más tarde en Bolonia, donde pasará 24 años, de 1773 a 1797.

La Orden de san Ignacio es abolida universalmente por el papa Clemente XIV. Se confiscan sus bienes y al general Lorenzo Ricci se le encierra en la prisión del Castel Sant’Angelo. Los jesuitas son condenados al destierro. Solo en Prusia y Rusia no se publican los edictos papales, por lo que los jesuitas pueden seguir su labor. Sin embargo, Federico de Prusia obedece al Papa y también expulsa a los jesuitas de su territorio.

Confiado en la Providencia

José Pignatelli ve que solo le queda la opción de unirse a la Compañía de Jesús de Rusia. Su argumento es creer que si Dios quiere que los jesuitas sigan existiendo, así será; y si no, se desbaratará todo completamente. Él, piensa, en conciencia debe proseguir siendo fiel a su vocación, así que -a pesar del terremoto exterior que vive la orden- renueva su profesión religiosa en su capilla privada de Bolonia.

Poniendo todo de su parte, busca y forma a nuevas vocaciones, y reorganiza a los jesuitas españoles e italianos en el diáspora. Ora incesantemente. Los que hacen votos se unen a la Compañía de Jesús de Rusia y para atenderlos él viaja a Roma, Nápoles y Sicilia según la necesidad.

Mientras tanto, el duque de Parma, don Fernando de Borbón, lo nombra su asesor y al mismo tiempo es designado vicario general de Rusia blanca.

Agotado, san José Pignatelli fallece el 15 de noviembre de 1811. No puede ver así la restauración de la Compañía de Jesús, que será ordenada por el papa Pío VII el 7 de agosto de 1814, tres años después de la muerte del santo. Sin embargo, a todas luces ha sido uno de sus grandes artífices. Ha trabajado sin descanso por el bien de la Iglesia y ha puesto en ello su honra y su esfuerzo. Se le reconoce la reciedumbre, el espíritu de sacrificio y el señorío con que ha llevado la Cruz.

Sus restos mortales descansan en la iglesia del Gesù, en la ciudad de Nápoles, y su fiesta se celebra el 15 de noviembre.  

Acto de abandono de san José Pignatelli

¡Oh, Dios mío!, no sé lo que debe ocurrirme hoy; lo ignoro completamente; pero sé con total certeza que nada podrá ocurrirme que Tú no lo hayas previsto, regulado y ordenado desde toda la eternidad, y esto me basta. Adoro tus designios impenetrables y eternos, y me someto a ellos de todo corazón. Todo lo quiero, todo lo acepto, y uno mi sacrificio al de Jesucristo, mi divino Salvador. En su nombre y por sus méritos infinitos te pido la paciencia en mis penas, y una sumisión perfecta y entera a todo lo que me suceda, según tu beneplácito. Amén.