Esta gran fiesta de la Virgen María trae a nuestras vidas, en estos tiempos particularmente inciertos y convulsos, que nos tocan vivir, sabor de Pascua. La figura sin parangón de la Virgen María está íntimamente unida a la de su Hijo, Jesucristo, el Señor. Es de Él de quien recibe este maravilloso don de su Asunción a los cielos, que la comunidad creyente cristiana, la Iglesia, viene proclamando desde los inicios de su caminar por la historia.

Con razón, y en este contexto, hemos escuchado en la Liturgia de las Horas, en el Oficio de Lecturas, las elocuentes palabras de San Juan Damasceno: “…convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios”.

Es por esto, que exultantes de gozo y encendidos de esperanza, proclamamos hoy y festejamos a la Bienaventurada Virgen María como aquella que, en estrecha comuión con su Hijo, nos muestra el camino y la meta de nuestro destino final: Vida-sin-sombra-y-para-siempre con quienes nos esperan en la Patria Definitiva.

Así, pues, toda la liturgia de hoy, centrada en la Victoria del Hijo y la Madre, nos llama a vivir una espranza firme y una alegría siempre presente en nuestra vida, incluso cuando el dolor nos visita.

Asunción de Nuestra Señora

Solemnidad Litúrgica, 15 de agosto

Solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo, que, acabado el curso de su vida en la tierra, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria de los cielos. Esta verdad de fe, recibida de la tradición de la Iglesia, fue definida solemnemente por el papa Pío XII en 1950.

Un ángel se aparecía a la Virgen y le entregaba la palma diciendo: «María, levántate, te traigo esta rama de un árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda». María tomó la palma, que brillaba como el lucero matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación angélica, eco de la de Nazaret, fue el preludio del gran acontecimiento.

Poco después, los Apóstoles, que sembraban la semilla evangélica por todas las partes del mundo, se sintieron arrastrados por una fuerza misteriosa que les llevaba a Jerusalén en medio del silencio de la noche. Sin saber cómo, se encontraron reunidos en torno de aquel lecho, hecho con efluvios de altar, en que la Madre de su Maestro aguardaba la venida de la muerte. En sus burdas túnicas blanqueaba todavía, como plata desecha, el polvo de los caminos: en sus arrugadas frentes brillaba como un nimbo la gloria del apostolado. Se oyó de repente un trueno fragoroso; al mismo tiempo, la habitación de llenó de perfumes, y Cristo apareció en ella con un cortejo de serafines vestidos de dalmáticas de fuego.

Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías; abajo, el Hijo decía a su Madre: «Ven, escogida mía, yo te colocaré sobre un trono resplandeciente, porque he deseado tu belleza». Y María respondió: «Mi alma engrandece al Señor». Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la tierra y Cristo desaparecía con él entre nubes luminosas, espirales de incienso y misteriosas armonías. El corazón que no sabía de pecado, había cesado de latir; pero un halo divino iluminaba la carne nunca manchada. Por las venas no corría la sangre, sino luz que fulguraba como a través de un cristal.

Después del primer estupor, se levantó Pedro y dijo a sus compañeros: «Obrad, hermanos, con amorosa diligencia; tomad ese cuerpo, más puro que el sol de la madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro nuevo. Velad junto al monumento hasta que veáis cosas prodigiosas». Se formó un cortejo. Las vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los Apóstoles salmodiando con antorchas en las manos, y en medio caminaba san Juan, llevando la palma simbólica. Coros de ángeles agitaban sus alas sobre la comitiva, y del Cielo bajaba una voz que decía: «No te abandonaré, margarita mía, no te abandonaré; porque fuiste templo del Espíritu Santo y habitación del Inefable». Acudieron los judíos con intención de arrebatar los sagrados despojos. Todos quedaron ciegos repentinamente, y uno de ellos, el príncipe de los sacerdotes, recobró la vista al pronunciar estas palabras: «Creo que María es el templo de Dios».

Al tercer día, los Apóstoles que velaban en torno al sepulcro oyeron una voz muy conocida, que repetía las antiguas palabras del Cenáculo: «La paz sea con vosotros». Era Jesús, que venía a llevarse el cuerpo de su Madre. Temblando de amor y de respeto, el Arcángel San Miguel lo arrebató del sepulcro, y, unido al alma para siempre, fue dulcemente colocado en una carroza de luz y transportado a las alturas. En este momento aparece Tomás sudoroso y jadeante. Siempre llega tarde; pero esta vez tiene una buena excusa: viene de la India lejana. Interroga y escudriña; es inútil, en el sepulcro sólo quedan aromas de jazmines y azahares. En los aires una estela luminosa, que se extingue lentamente, y algo que parece moverse y que se acerca lentamente hasta caer junto a los pies del Apóstol. Es el cinturón que le envía la virgen en señal de despedida.

Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida de los cristianos con soberanas claridades.
Nunca la Iglesia quiso incorporarla a sus libros litúrgicos, pero la dejó correr libremente para edificación de los fieles. Penetró en todos los países, iluminó a los artistas e inspiró a los poetas. Parece que resurgió, una vez más, en el valle de Josafat, allá donde los cruzados encontraron el sepulcro en el que se habían obrado tantas maravillas y sobre el cual suspendieron tantas lámparas. Como la piedad popular quiere saber, pidiendo certezas y realidades, la leyenda dorada aparece con los rasgos con que el oriental sabe tejerlos entre el perfume del incienso y azahares, adornada con estallidos y decorada con ángeles y pompas del Cielo. Se difunde en el siglo V en Oriente con el nombre de un discípulo de San Juan, Melitón de Sardes, Gregorio de Tours la pasa a las Galias, los españoles la leen en el fervor de la reconquista con peregrinos detalles y toda la Cristiandad busca en ella durante la Edad Media alimento de fe y entusiasmo religioso.

Ni fecha, ni lugar. ¿Cómo fue el prodigio? Escudriñando la Tradición hay un velo impenetrable. San Agustín dice que pasó por la muerte, pero no se quedó en ella. Los Orientales gustan de llamarla Dormición con ánimo de afirmar la diferencia. ¿Tránsito? Separación inefable. Ni el Areopagita, ni Epifanio, ni Dante acertaron a describir lo real indescriptible, inefable: el último eslabón de la cadena que se inicia con la Inmaculada Concepción y, despertando secretos armónicos, apostilla la Asunción con la Coronación que el arte de Fra Angélico se atreve a plasmar con pasta conservada en el Louvre. La Iglesia celebra, junto al Resucitado Hijo triunfante, a la Madre, singularmente redimida, Glorificada desde la Traslación.

Pleitos con el todopoderoso

A menudo estoy a favor de Dios, a veces contra él, pero nunca sin Él.

Práctica de orar

Describiendo las costumbres de un pueblecito judío de la Europa oriental, Joseph Roth (1894-1939), el famoso novelista centroeuropeo, dice lo siguiente a propósito de la oración de sus sufridos moradores:

«No hacen a Dios una visita solemne, pero tres veces al día se recogen en torno a su rica o pobre santa mesa. Cuando dicen sus oraciones se rebelan, imprecan contra el cielo, se quejan de su severidad y celebran un proceso contra Dios mismo para después admitir que han pecado, que todos sus castigos son justos y que quieren ser mejores. ¡Es un pueblo antiguo que conoce a Dios desde hace mucho! Ha probado su gran bondad y su implacable justicia; a menudo ha pecado y duramente expiado, y sabe que podrá ser castigado, pero jamás abandonado».

A más de alguno podrá parecerle que la oración de aquellos judíos no era muy edificante que digamos. ¡Imprecar contra el cielo! ¡Como si tuvieran derecho! ¿De cuándo acá los patos tiran a las escopetas? Sin embargo, a riesgo de equivocarme, me parece que también esto es oración. Si el creyente no se queja con Dios de la dureza de la vida, de las dificultades de su existencia, ¿con quién va a ir quejarse: con la pared, o tal vez con el poste de enfrente? Si el creyente no puede ser sincero ni siquiera ante Dios, ¿podrían decirme ustedes con quién podrá mostrarse como es?

Hay quienes piensan que a la oración hay que ir como se va a una fiesta de gala, es decir, vestidos de etiqueta y maquillados para parecer más bellos de lo que en realidad somos; pero la oración es precisamente el único lugar donde no son necesarios los maquillajes ni las etiquetas. ¡Como si Dios no conociera nuestros pensamientos, sentimientos, rencores y rebeldías!

Decía Santa Teresa de Jesús (1515-1582): «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida, 8, 2). Sí, sin duda, pero mucho me temo que un hombre malherido por eso que llamamos el destino difícilmente podría hacer suya tan hermosa definición; la plegaria no siempre es un diálogo sabroso, sino a veces un proceso (como el que entabló Job, ganándolo) y un pleito.

Escribió Martin Buber (1878-1965), el filósofo judío, en uno de sus libros: «Todos los pueblos practican la oración, pero sólo Israel ha convertido la plegaria en un pleito con el Todopoderoso, una sucesión de preguntas y respuestas en las que el hombre interroga y Dios contesta». La oración como una lucha, como el combate de Jacob con el Altísimo: «No te soltaré hasta que no me bendigas, hasta que no me des la paz, o hasta que me dejes en paz».

Otro gran judío, Elie Wiesel, solía decir: «A menudo estoy a favor de Dios, a veces contra él, pero nunca sin Él».

Sí, hay que quejarse, hay que clamar al cielo cuando la severidad de Dios nos parezca desmedida; hay que celebrar incluso un proceso contra Dios mismo, para luego admitir que hemos pecado, que no hemos sido buenos, que queremos ser mejores.

Que Dios prefiere una oración de este tipo (lo que llamaríamos una oración rebelde) a una desesperación resignada es algo sabido desde los tiempos del santo Job.

Según cuenta Luca Ghiselli en su Diario (¡qué suerte habérmelo encontrado en una bancarella de libros usados, en Roma!), había una vez en un pueblo de Italia una anciana que a causa de la muerte repentina de una de sus hijas, andaba llorando por el vecindario, lamentándose y mirando hacia lo alto:

«¡Oh, Señor! –gemía la buena mujer-. ¡Me has dado el último golpe! ¡Ándate con cuidado, ándate con cuidado, que ya estoy cansada de ser tu burla!».

¿Oración blasfema? Nada de eso: así hablaba Job, y fue justificado. También él decía: «Siento asco de mi vida, voy a dar curso libre a mis quejas, voy a hablar henchido de amargura. Diré a Dios: no me condenes, explícame por qué me atacas. ¿Te parece bien oprimirme, despreciar la obra de tus manos?… Tus manos me formaron y me hicieron, ¿y ahora, en un arrebato, me destruyes?… Con la furia de un león me das caza, renuevas tus ataques contra mí. ¿Por qué me sacaste del vientre? ¡Qué breves los días de mi vida! Aléjate de mí, déjame gozar un poco antes de que marche y no vuelva al país de las tinieblas y las sombras, al país oscuro y en desorden, donde la misma claridad parece sombra» (Job 10, 1-22).

Sheila Cassidy, una teóloga que se ha pasado la vida entre las camas y los gemidos de los enfermos terminales en un hospital inglés, escribió hace no mucho: «Es importante que veamos claramente un asunto, que es el concerniente a la ira ante Dios. Debido a que estamos atemorizados frente a la majestad y poder de Dios, existe una tendencia natural a pensar que es blasfemo sentirse airado con él… Sin embargo, Dios prefiere la furia de Job a la meliflua sumisión de los Reconfortadores (cuatro hombres piadosos que le dicen a Job que Dios le está castigando y que debe cuidar su lenguaje). Y aún más, Dios, de hecho, escucha sus quejas, aunque su respuesta no sea exactamente la que Job esperaba».

Hablar, quejarse, confesar la propia amargura es ya una forma de consuelo. ¡Pobre del que en su dolor ha preferido quedarse callado incluso ante su Dios! Temo los dolores demasiado silenciosos, los temo mucho, pues es en medio de estos silenciosos donde se gesta la desesperación y se fraguan los suicidios.

La fe no se convierta en una realidad secundaria, pide Jesús

Ángelus del Papa Francisco, 14 de agosto de 2022.

Fuente: Vatican News

Como cada domingo también este 14 de agosto el Papa Francisco se asomó desde la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar junto con los peregrinos la oración mariana del Ángelus y realizar su comentario al Evangelio del día, hoy Lucas 12, 49-53. El Evangelio de hoy narra que mientras está en camino con sus discípulos, Jesús dice: “He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). “¿De qué fuego está hablando? ¿Y qué significan estas palabras hoy para nosotros?” fue la interrogación que Francisco planteó para introducir su reflexión.

El Evangelio es como un fuego que incita al cambio

Recordando que Jesucristo trajo el “Evangelio al mundo”, es decir, la Buena Noticia del amor de Dios por cada uno de nosotros, señaló que el mismo es “como un fuego” porque, cuando irrumpe en la historia, “quema los viejos equilibrios de la vida, nos desafía a salir del individualismo, a superar el egoísmo, a pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la vida nueva del Resucitado”. 

En otras palabras, el Evangelio no deja las cosas como están: cuando pasa el Evangelio, y es escuchado y recibido, las cosas no se quedan como están. El Evangelio incita al cambio e invita a la conversión. No concede una falsa paz intimista, sino que enciende una inquietud que nos pone en camino, nos impulsa a abrirnos a Dios y a los hermanos. Es exactamente como el fuego: mientras nos calienta con el amor de Dios, quiere quemar nuestros egoísmos, iluminar los lados oscuros de la vida que todos tenemos, consumir los falsos ídolos que nos hacen esclavos.

Jesucristo está inflamado por el fuego del amor de Dios

Jesús, recordó aún Francisco, está “inflamado por el fuego del amor de Dios y, para hacerlo arder en el mundo, se entrega Él mismo el primero de todos, amando hasta el extremo, incluso hasta la muerte y la muerte de cruz (cf. Flp 2,8)”. Lleno del Espíritu Santo, que se asemeja al fuego, Cristo con su luz y su poder revela el rostro misericordioso de Dios y da plenitud a los que se consideran perdidos: 

Derriba las barreras de las marginaciones, cura las heridas del cuerpo y del alma, renueva una religiosidad reducida a prácticas externas. Es por eso que es “fuego”: cambia, purifica.

La fe no es una “canción de cuna”, sino un fuego encendido

Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy son una invitación, pues, a “reavivar la llama de la fe, para que no se convierta en una realidad secundaria, o en un medio de bienestar individual, que nos lleve eludir los desafíos de la vida y del compromiso en la Iglesia y en la sociedad”.

En efecto, dijo el Pontífice, un teólogo decía que la fe en Dios “nos tranquiliza, pero no del modo que quisiéramos: es decir, no para procurarnos una ilusión paralizante o una satisfacción dichosa, sino para permitirnos actuar”. 

La fe, en definitiva, no es una “canción de cuna” que nos adormece. La fe verdadera es un fuego encendido para mantenernos despiertos y activos incluso en la noche. 

¿Arde en nosotros el fuego del Espíritu?

He aquí que el Papa animó a preguntarnos si somos “apasionados por el Evangelio”, si la fe que profesamos y celebramos nos sitúa “en una tranquilidad feliz”, si enciende en nosotros “el fuego del testimonio”. Preguntas que también podemos hacernos, según Francisco, “como Iglesia”: 

En nuestras comunidades, ¿arde el fuego del Espíritu, la pasión por la oración y la caridad, la alegría de la fe, o nos dejamos arrastrar por el cansancio y las costumbres, con el rostro apagado y el lamento en los labios y las habladurías de cada día?

La alegría de Jesús «ensancha» el corazón

Para finalizar, el Santo Padre pidió “revisar” estas cosas, para que también nosotros podamos decir como Jesús: 

Estamos inflamados por el fuego del amor de Dios y queremos “lanzarlo” al mundo, llevarlo a todos, para que cada uno descubra la ternura del Padre y experimente la alegría de Jesús, que ensancha el corazón – ¡ensancha el corazón! – y hace bella la vida.

Por eso hoy en el Ángelus rezó para que la Santísima Virgen que acogió el fuego del Espíritu Santo, interceda por nosotros.

Solidaridad para Somalia, afectada por la Sequía

Tras la oración mariana el Sumo Pontífice llamó la atención sobre la grave crisis humanitaria que afecta a Somalia y algunas zonas de los países limítrofes, ahora en peligro de muerte a causa de la sequía. «Espero que la solidaridad internacional pueda responder eficazmente a esta emergencia», expresó. 

Misericordia y piedad para el pueblo ucraniano

Al saludar a los peregrinos reunidos en el Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia, donde hace 20 años San Juan Pablo II hizo el Acto de Entrega del mundo a la Divina Misericordia, destacó el significado de tal gesto, que queremos – dijo – renovar hoy en la oración y en el testimonio de vida. Y añadió:

La misericordia es el camino de la salvación para cada uno de nosotros y para el mundo entero. Y pedimos al Señor, misericordia especial, misericordia y piedad para el atormentado pueblo de Ucrania.

Ejercicios de relajación para prepararse a la meditación

Esta necesidad responde también a una exigencia divina. Dios busca adoradores en espíritu y en verdad, y, por consiguiente, la oración que brota viva desde las profundidades del alma.

Unidad de cuerpo y alma Dios creó al hombre como unidad de cuerpo y alma. El ser humano es un ser material con un cuerpo y un ser espiritual abierto a la trascendencia. La unión de cuerpo y alma en el hombre constituye una sola naturaleza. La persona humana es un todo complejo y obra como tal: cuerpo, sentidos exteriores (vista, oído, tacto, olfato, gusto), sentidos interiores (imaginación, memoria, sentido común), sentimientos, afectos, inteligencia, voluntad…

Las facultades superiores de la inteligencia y la voluntad están vinculadas con el cuerpo y la sensibilidad. Basta ver lo que nos sucede cuando tenemos un fuerte dolor de muelas…

El cuerpo en la oración y la liturgia
El hombre no puede prescindir de su cuerpo, no debe hacerlo, ni siquiera cuando se dirige a Dios. Cuando el hombre ora lo hace como lo que es, como persona humana, con cuerpo y espíritu. Cito dos números del Catecismo que hablan de este tema:

2702 Esta necesidad de asociar los sentidos a la oración interior responde a una exigencia de nuestra naturaleza humana. Somos cuerpo y espíritu, y experimentamos la necesidad de traducir exteriormente nuestros sentimientos. Es necesario rezar con todo nuestro ser para dar a nuestra súplica todo el poder posible.

2703 Esta necesidad responde también a una exigencia divina. Dios busca adoradores en espíritu y en verdad, y, por consiguiente, la oración que brota viva desde las profundidades del alma. También reclama una expresión exterior que asocia el cuerpo a la oración interior, porque esta expresión corporal es signo del homenaje perfecto al que Dios tiene derecho.

El Card. Ratzinger, en el documento «Orationis Formas» nos dice: “La experiencia humana demuestra que la posición y la actitud del cuerpo no dejan de tener influencia sobre el recogimiento y la disposición del espíritu”.(OF 26) La liturgia de la Iglesia es maestra en la inclusión de gestos corporales como parte de la oración. En la celebración de los sacramentos los signos ocupan un lugar primordial. Dios toma la iniciativa y obtiene la respuesta de fe del creyente por medio de un signo, que es a un tiempo gesto y acción: tomar un baño de agua, comer y beber en comunidad, ungir la frente con aceite, imponer las manos… Para la vivencia de cada uno de ellos adquieren relevancia simbólica también gestos y objetos, como pueden ser las posturas que reflejan la actitud interior, el cirio pascual que representa la luz de Cristo, los anillos en el matrimonio como expresión de la alianza que se establece. Asimismo en la liturgia de las horas se entretejen elementos auditivos, sensibles y visuales como son el canto, la palabra, el tiempo y la luz.

Métodos orientales y meditación cristiana
En las últimas décadas, se han difundido mucho la práctica del yoga y otros métodos orientales, que proponen la búsqueda de la calma interior y el equilibrio psíquico (cf. OF2). Tristemente muchas personas se han quedado allí, en simple relajación y calma interior. La meditación cristiana, sin embargo, es un encuentro de dos libertades: la de Dios y la del hombre; no es un perderse en el absoluto impersonal, sino un encuentro interpersonal, un diálogo entre el hombre y Dios.

La oración cristiana es siempre auténticamente personal individual y al mismo tiempo comunitaria; rehúye técnicas impersonales o centradas en el yo, capaces de producir automatismos en los cuales, quien la realiza, queda prisionero de un espiritualismo intimista, incapaz de una apertura libre al Dios trascendente. En la Iglesia, la búsqueda legítima de nuevos métodos de meditación deberá siempre tener presente que el encuentro de dos libertades, la infinita de Dios con la finita del hombre, es esencial para una oración auténticamente cristiana. (OF 3)

Ejercicios de relajación para prepararse a la meditación

No hay ningún problema en relajarse para hacer la meditación, ni en valorar las posturas corporales, al contrario; pero no podría considerarse meditación cristiana quedarse sólo en eso. Yo suelo recomendar algunas técnicas sencillas de relajación y concentración para prepararse para la meditación. Refiero brevemente algunas de ellas:

1. La postura: Sentarse con la espalda y el cuello rectos, juntar los pies y apoyarlos sobre el piso. Cerrar los ojos. Una postura respetuosa, cómoda y atenta a la vez. Repasar el cuerpo de arriba a abajo y quitar toda tensión: de la frente, los ojos, la mandíbula, el cuello, los hombros, los brazos y las manos, el abdomen, la espalda, las piernas, los pies….

2.La respiración: Respirar hondo, de forma pausada, usando el mismo tiempo para inhalar, retener y expirar. Hacerlo unas diez veces. La oxigenación relaja el cuerpo y la mente.

3.El oído: Los sentidos andan normalmente dispersos, buscando o recibiendo cantidad de estímulos. En la meditación también hay que recoger los sentidos, como se recogen las hojas secas en el jardín, y hacerlo de tal manera que ese ejercicio contribuya a focalizar toda la persona en lo que se va a hacer en la oración. Para ello puede ayudar lo siguiente: cerrar los ojos y centrar la atención del oído en el sonido más lejano que logres percibir, luego dejarlo atrás y centrarte en un sonido más cercano, luego uno más cercano, y otro más cercano, hasta escuchar sólo la propia respiración y el latido del corazón, prescindiendo de todo lo demás. Puedes imaginarte que es como los círculos concéntricos que se forman al tirar un guijarro en aguas tranquilas, pero el movimiento de las ondas va de afuera hacia el centro.

Entonces puedes evocar pasajes de la Escritura que hablan del aliento: cuando Dios sopló sobre Adán y le infundió vida (Gn 2,7), cuando Elías encontró a Dios en el sonido del silencio (1 Re 19, 12-13), cuando Cristo Resucitado sopló sobre los apóstoles y les dijo: «Recibid al Espíritu Santo» (Jn 20,22).

Ya con el cuerpo y la mente relajados, en silencio y quietud, estás preparado para comenzar la meditación.

¿Cómo murió la Virgen María?

Esto es lo que dicen san Juan Pablo II, san Juan Damasceno y la tradición de la Iglesia

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¿La Santísima Virgen María murió? ¿Cómo y de qué murió? Son, por cierto, preguntas bastantes complicadas, y que durante años se han hecho desde los santos padres de la Iglesia, hasta los más eximios teólogos y mariólogos actuales.

Un tema que seguramente fue cuestión de discusión después de que Pío XII declarara el dogma de la Asunción, pues al final, por prudencia, no se pronunció definitivamente sobre la muerte o no de María: nunca aclaró si fue asunta después de morir y resucitar, o si fue trasladada al cielo en cuerpo y alma sin pasar por el trance de la muerte.

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Pero una excelente aclaración sobre el tema la hizo san Juan Pablo II en la magnífica catequesis de la audiencia del 25 de junio de 1997. En base a esta, ofrecemos un resumen en varios puntos:

1. Si Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario en lo que se refiere a su madre

San Juan Damasceno se pregunta: “¿Cómo es posible que aquella que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?

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Y responde: “Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, él muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección” (Panegírico sobre la dormición de la Madre de Dios, 10: SC 80, 107).

2. Para participar en la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte

El hecho de que María fue liberada por su condición divina del pecado original, que todo ser humano conlleva, no quiere decir que recibiera también la inmortalidad corporal.

La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado, y transformándola en instrumento de salvación.

Y para participar de la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte.

3. La muerte de María pudo concebirse como una «dormición»

El Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las circunstancias de la muerte de María. Este silencio induce a suponer que se produjo normalmente, sin ningún hecho (extraordinario) digno de mención.

Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria.

El ilustre mariólogo Garriguet escribió estas hermosas palabras: “María murió sin dolor, porque vivió sin placer; sin temor, porque vivió sin pecado; sin sentimiento, porque vivió sin apego terrenal. Su muerte fue semejante al declinar de una hermosa tarde, fue como un sueño dulce y apacible; era menos el fin de una vida que la aurora de una existencia mejor. Para designarla la Iglesia encontró una palabra encantadora: la llama sueño (o dormición), de la Virgen».

4. La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen

Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste.

Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo divino, para compartir con él la vida inmortal.

De este modo la Virgen habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida.

San Francisco de Sales considera que la muerte de María se produjo como efecto de un ímpetu de amor. Habla de una muerte «en el amor, a causa del amor y por amor», y por eso llega a afirmar que la Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús.

Galería fotográfica

Fuente: Audiencia General del 25 de junio de 1997, Juan Pablo II; La Virgen Maria, Luis Garriguet; La Virgen Maria, Antonio Royo Marin; Tratado del amor de Dios, San Francisco de Sales