Eclesiastés 1:2: 2:21-23 / Colosenses 3:1-5.9-11 / Lucas 12:13-21
Queridos hermanos y hermanas en la fe:
El 31 de julio el calendario romano registra la memoria de St. Ignacio de Lo yola. Este año celebramos 500 años de su peregrinación a Montserrat y de su estancia en Manresa, y también proceden 400 años de su canonización, con motivo de la cual le fue dedicado un altar lateral en nuestra Basílica.
Pero hoy también es domingo, y la celebración de la Pascua semanal pasa por delante, como es natural, de la memoria de San Ignacio. O si se quiere, dicho positivamente, la mejor manera de honrar la memoria de San Ignacio, este gran peregrino de Montserrat, se celebra la pasión-muerte-resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús de Nazaret, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, sedujo y cautivó al corazón de Ignacio hasta hacerle cambiar la vida. Jesucristo se convirtió en el principal objetivo del conocimiento y de la vida de Ignacio.
Y es que una de las características del ser humano es la manía por conocer mejor el mundo, los demás y uno mismo. Podríamos añadir, también, el conocimiento de Dios.
El hombre se plantea el cómo y el por qué de todo. Y esa búsqueda incansable distingue la historia de la humanidad. La búsqueda del conocimiento exige poner en práctica diferentes cualidades humanas, como por ejemplo la capacidad de observación y el análisis de la realidad, el razonamiento, la experimentación, la discusión, etc. Enseguida nos damos cuenta de que, en ocasiones, los sentidos nos engañan y que nuestra percepción de la realidad es equivocada. Parece ser el sol que se mueve de oriente a occidente, o que el horizonte del mar es más alto que la tierra firme. Parece que alguien quiere ayudarnos, y en cambio tiene intención de robarnos. Y podríamos ir multiplicando los ejemplos.
La Palabra de Dios nos enseña a percibir y medir mejor la realidad, tanto la realidad personal como la realidad que nos rodea. A primera vista puede parecer que el trabajo, el esfuerzo o la inquietud, el poder, el dinero o el dominio sobre los demás, nos pueden asegurar la vida y la felicidad; y así le ocurrió a San Ignacio durante la primera parte de su vida. Es decir, nos parece que todo esto forma parte de la realidad más fundamental y determinante. Y en cambio no es así, lo oíamos en la primera lectura: Todo esto es en vano. ¿Dónde está el camino para descubrir la realidad auténtica?
El salmo responsorial nos enseñaba que también nuestra percepción del tiempo puede ser sesgada. Todos hemos experimentado que el tiempo nos puede parecer muy corto o muy largo, que puede pasar muy rápido o muy despacio, dependiendo de cuál sea nuestro estado de ánimo, o de si hacemos algo más o menos a gusto , o de si estamos buenos o estamos enfermos. Para acabar de complicarlo, el tiempo no es igual para Dios que para nosotros: Mil años a tus ojos son como un día que ya ha pasado, como el relevo de una guardia de noche. Incluso la vida de los hombres es una nada: son como la hierba que se espiga: ha sacado florecida por la mañana, por la noche se marchita y se seca. Por eso el salmista exclama ante Dios: Enséñanos a contar nuestros días para adquirir la sabia esa del corazón.
San Pablo, en la segunda lectura, nos hace dar un paso más en la búsqueda del conocimiento. Y lo hace señalando a la persona de Cristo resucitado. La conversión a la fe comporta una adhesión plena a la persona viva de Jesucristo, lo que hace cambiar radicalmente nuestra vida. Por el bautismo murimos con Cristo y resucitamos junto a Él. Por eso nos hemos despojado del hombre antiguo y de su estilo de obrar, y nos hemos revestido de lo nuevo, que avanza hacia el pleno conocimiento. Eso mismo es lo que quiso exteriorizar San Ignacio cuando se quitó sus vestidos de caballero y de soldado, aquí en Montserrat, se los dio a un pobre, y se puso él mismo una saya mucho más sencilla y mucho más simple que había comprado antes de llegar. Este conocimiento pleno del Señor se encuentra en lo que es de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Conocer, además para los cristianos, significa amar, y por eso debemos amar lo que es de arriba, no lo que es de la tierra. El conocimiento consiste, por tanto, en la identificación con Cristo. A medida que, por la acción del Espíritu, nos hacemos similares a Él avanzamos hacia el pleno conocimiento. En esto consiste la riqueza verdadera, la felicidad plena, la alegría profunda. En Cristo descubrimos la verdadera dimensión de la realidad. Él renueva nuestros sentidos, por lo que podemos captar las cosas y las personas tal y como son realmente, sin engaños ni falsas ilusiones. Pedimos con el salmista que la amabilidad del Señor, nuestro Dios, repose sobre sus siervos. Que vuestro amor, Señor, no tarde más en saciarnos y lo celebraremos con gozo toda la vida.
Tiempos duros para purificar la fe
Mantenernos siempre fieles a Dios debe ser uno de nuestros objetivos importantes en la vida. Hay momentos donde todo resulta más fácil. Son esos momentos en que todo favorece y creer en Dios se ve apoyado externamente por muchos factores. Cuando los tiempos son hostiles y nos rodea la indiferencia, mantenernos fieles a nuestra fe y, vivirla con alegría, resulta más duro.
La historia del pueblo de Israel nos facilita comprender mejor los momentos en que no es fácil vivir nuestro cristianismo con autenticidad.
Son los momentos donde nos corresponde purificar nuestra fe, fortalecerla. Jeremías que experimentó la desolación de Jerusalén tiene un mensaje interesante para nosotros.
Jeremías anima al pueblo a vivir desde la fidelidad
Este profeta vivió seiscientos años antes de Cristo. No fueron los mejores momentos. Al contrario, resultaron tiempos recios donde el pueblo experimentó la humillación, el desprecio; todo lo que conlleva vivir desterrados.
¿Cómo queda uno tras esas experiencias? Desanimado. Por eso, Jeremías anima al pueblo a no olvidar a Dios, pese a todo lo vivido. Y les trasmite la Nueva alianza con su Dios. Se trata de vivir, un nuevo encuentro con Yahvé, donde Él será su Dios y ellos serán su pueblo.
El profeta llama al pueblo a vivir esa nueva alianza que Dios ofrece a sus fieles. Lo importante no estará en ritos externos ya que Dios mismo, formula una alianza “nueva”. Lo hará poniendo la Ley en el corazón de sus fieles, a fin de que vivan una Nueva Alianza. Todos ellos me conocerán del más chico al más grande cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme.
La verdadera religión está en el corazón, desde donde se ha de conocer mejor a ese Padre que nunca nos abandona.
Ese es Dios. ¿No merece la pena mantenernos siempre fieles a Él pese a todos los contratiempos?
El P. Lucien Deiss, religioso francés, misionero y exegeta, reflejó en una hermosa melodía este mensaje de Jeremías al que añadió una oración. Seguramente que todos la conocemos y podemos proclamarla: “Danos, Señor, un corazón nuevo; derrama en nosotros un espíritu nuevo”. A lo que Dios responde: “Yo pondré mi ley en el fondo de su ser y la escribiré en su corazón…Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”.
¿Quién dice la gente que soy yo?
Es esta una pregunta que resuena a lo largo de la historia y se ha escuchado en todos los rincones del mundo. También hoy sigue llegando hasta nosotros. Los apóstoles respondieron con algo significativo: “Juan Bautista, Elías, Jeremías o uno de los profetas”. Es decir, una persona en la línea de los grandes profetas. Ellos trasmiten lo que oyen entre las personas con las que se encuentran.
Quizá olvidaron las respuestas negativas de la clase alta que decían de Jesús cosas “muy fuertes”, al acusarlo de borracho y “amigo de publicanos y pecadores” (Mt. 11, 19) con los que no tiene inconveniente compartir banquetes.
“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo”?
¿Por qué esta pregunta?
Jesús tiene una identidad clara y es muy consciente de ello. Sus seguidores no son del todo conscientes de quién es Él. Han de ir descubriéndolo paulatinamente, por eso la pregunta ofrece la ocasión de definirse ante Él y manifestar así dónde se sitúan ante esta persona que los ha llamado como apóstoles, “enviados”. Es la forma de avanzar en su conocimiento.
La pregunta debió desconcertarlos. No resulta fácil responderla y menos cuando todavía no lo tienen claro. De alguna forma se sentirían paralizados. Dentro de cada uno todavía habría dudas y una especie de desconcierto al observar sus palabras y su comportamiento. Pedro, siempre tan espontáneo, rompió el silencio: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). Pedro, como el resto de los apóstoles, intuía que Jesús no era un profeta más. Él había percibido o descubierto que Jesús no era una persona común o corriente. Por eso respondió con sinceridad con esa confesión de fe.
La respuesta de Pedro se vio complementada con las palabras de Jesús: «Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre sino mi Padre Celestial. Por eso te digo que tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia…y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 17-18).
Y ahí queda Pedro confirmado como líder de ese grupo que tras la muerte de Jesús y la venida del Espíritu Santo se convertirá en Iglesia. Una palabra griega que se usaba en las asambleas democráticas y que ha pasado a significar el grupo que sigue a Jesús y que quiere hacerlo presente en todos los tiempos. Con sus luces y sus sombras, el objetivo ha permanecido siempre vivo.
El relato se corta ahí. Lo que viene a continuación nos sitúa en otro escenario.
Conocer a Jesús para amarlo y seguirlo de verdad, no es algo que se adquiera de una vez para siempre. Es un proceso que exige fidelidad, oración, coherencia y esfuerzo para que todo se vaya afianzando en nosotros y así nunca sustituyamos a Jesús por esos “diosecillos” que nos presenta la sociedad. Tener presente ese proceso debe animarnos. Siempre podemos seguir avanzando confianza en su ayuda. Todos sabemos que no es fácil. A Pedro, a pesar de esa respuesta tan clara, podemos decir que le quedaba mucho trecho por andar y ahondar en el conocimiento de Jesús. Vendrían situaciones donde su conducta no dejaría claro quién era Jesús para él, si escuchamos sus denuestos en el juicio contra Jesús. Hubo hasta lágrimas al caer en la cuenta de que el miedo le había llevado a la traición. Tras ello siguió su proceso de maduración de la fe.
Todo ello le sirvió para levantarse y fiado en la gracia de Jesús, proclamó con entusiasmo a ese Jesús hasta dar la vida por Él.
Esto es lo que nos enseña esta mujer, esta buena mujer: la valentía de llevar la propia historia de dolor delante de Dios, delante de Jesús; tocar la ternura de Dios, la ternura de Jesús. Hagamos, nosotros, la prueba de esta historia, de esta oración: cada uno que piense en la propia historia. Siempre hay cosas feas en una historia, siempre. Vamos donde Jesús, llamamos al corazón de Jesús y le decimos: “¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!”. (Ángelus 16 de agosto de 2020)
Juan María Vianney, Santo
Memoria Litúrgica, 4 de agosto
El Cura de Ars
Martirologio Romano: Memoria de san Juan María Vianney, presbítero, que durante más de cuarenta años se entregó de una manera admirable al servicio de la parroquia que le fue encomendada en la aldea de Ars, cerca de Belley, en Francia, con una intensa predicación, oración y ejemplos de penitencia. Diariamente catequizaba a niños y adultos, reconciliaba a los arrepentidos y con su ardiente caridad, alimentada en la fuente de la Eucaristía, brilló de tal modo, que difundió sus consejos a lo largo y a lo ancho de toda Europa y con su sabiduría llevó a Dios a muchísimas almas (†1859).
Fecha de canonización: 31 de mayo de 1925 por el Papa Pío XI.
Breve Biografía
Uno de los santos más populares en los últimos tiempos ha sido San Juan Vianney, llamado el santo Cura de Ars. En él se ha cumplido lo que dijo San Pablo: «Dios ha escogido lo que no vale a los ojos del mundo, para confundir a los grandes».
Era un campesino de mente rústica, nacido en Dardilly, Francia, el 8 de mayo de 1786. Durante su infancia estalló la Revolución Francesa que persiguió ferozmente a la religión católica. Así que él y su familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones hechas a escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público sulreligión. La primera comunión la hizo Juan María a los 13 años, en una celebración nocturna, a escondidas, en un pajar, a donde los campesinos llegaban con bultos de pasto, simulando que iban a alimentar sus ganados, pero el objeto de su viaje era asistir a la Santa Misa que celebraba un sacerdote, con grave peligro de muerte, si los sorprendían las autoridades.
Juan María deseaba ser sacerdote, pero a su padre no le interesaba perder este buen obrero que le cuidaba sus ovejas y le trabajaba en el campo. Además no era fácil conseguir seminarios en esos tiempos tan difíciles. Y como estaban en guerra, Napoléon mandó reclutar todos los muchachos mayores de 17 años y llevarlos al ejército. Y uno de los reclutados fue nuestro biografiado. Se lo llevaron para el cuartel, pero por el camino, por entrar a una iglesia a rezar, se perdió del gurpo. Volvió a presentarse, pero en el viaje se enfermó y lo llevaron una noche al hospital y cuando al día siguiente se repuso ya los demás se habían ido. Las autoridades le ordenaron que se fuera por su cuenta a alcanzar a los otros, pero se encontró con un hombre que le dijo. «Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir». Lo siguió y después de mucho caminar se dio cuenta de que el otro era un desertor que huía del ejército, y que se encontraban totalmente lejos del batallón.
Y al llegar a un pueblo, Juan María se fue a donde el alcalde a contarle su caso. La ley ordenaba pena de muerte a quien desertara del ejército. Pero el alcalde que era muy bondadoso escondió al joven en su casa, y lo puso a dormir en un pajar, y así estuvo trabajando escondido por bastante tiempo, cambiándose de nombre, y escondiéndose muy hondo entre el pasto seco, cada vez que pasaban por allí grupos del ejército. Al fin en 1810, cuando Juan llevaba 14 meses de desertor el emperador Napoleón dio un decreto perdonando la culpa a todos los que se habían fugado del ejército, y Vianney pudo volver otra vez a su hogar.
Trató de ir a estudiar al seminario pero su intelecto era romo y duro, y no lograba aprender nada. Los profesores exclamaban: «Es muy buena persona, pero no sirve para estudiante No se le queda nada». Y lo echaron.
Se fue en peregrinación de muchos días hasta la tumba de San Francisco Regis, viajando de limosna, para pedirle a ese santo su ayuda para poder estudiar. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente, pero adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades. El año siguiente, recibió el sacramento de la confirmación, que le confirió todavía mayor fuerza para la lucha; en él tomó Juan María el nombre de Bautista.
El Padre Balley había fundado por su cuenta un pequeño seminario y allí recibió a Vianney. Al principio el sacerdote se desanimaba al ver que a este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él le enseñaba Pero su conducta era tan excelente, y su criterio y su buena voluntad tan admirables que el buen Padre Balley dispuso hacer lo posible y lo imposible por hacerlo llegar al sacerdocio.
Después de prepararlo por tres años, dándole clases todos los días, el Padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario. Fracaso total. No fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan sabios le iban haciendo. Resultado: negativa total a que fuera ordenado de sacerdote.
Su gran benefactor, el Padre Balley, lo siguió instruyendo y lo llevó a donde sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era seguro en sus apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a recomendarlo al Sr. Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les preguntó: ¿El joven Vianney es de buena conducta? – Ellos le repondieron: «Es excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero el más santo» «Pues si así es – añadió el prelado – que sea ordenado de sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás».
Y así el 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote, este joven que parecía tener menos inteligencia de la necesaria para este oficio, y que luego llegó a ser el más famoso párroco de su siglo (4 días después de su ordenación, nació San Juan Bosco). Los primeros tres años los pasó como vicepárroco del Padre Balley, su gran amigo y admirador.
Unos curitas muy sabios habían dicho por burla: «El Sr. Obispo lo ordenó de sacerdote, pero ahora se va a encartar con él, porque ¿a dónde lo va a enviar, que haga un buen papel?».
Y el 9 de febrero de 1818 fue envaido a la parroquia más pobre e infeliz. Se llamaba Ars. Tenía 370 habitantes. A misa los domingos no asistían sino un hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito: «Las gentes de esta parroquia en lo único en que se diferecian de los ancianos, es en que … están bautizadas». El pueblucho estaba lleno de cantinas y de bailaderos. Allí estará Juan Vianney de párroco durante 41 años, hasta su muerte, y lo transformará todo.
El nuevo Cura Párroco de Ars se propuso un método triple para cambiar a las gentes de su desarrapada parroquia. Rezar mucho. Sacrificarse lo más posible, y hablar fuerte y duro. ¿Qué en Ars casi nadie iba a la Misa? Pues él reemplazaba esa falta de asistencia, dedicando horas y más horas a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo estaba lleno de cantinas y bailaderos? Pues el párroco se dedicó a las más impresionantes penitencias para convertirlos. Durante años solamente se alimentará cada día con unas pocas papas cocinadas. Los lunes cocina una docena y media de papas, que le duran hasta el jueves. Y en ese día hará otro cocinado igual con lo cual se alimentará hasta el domingo. Es verdad que por las noches las cantinas y los bailaderos están repletos de gentes de su parroquia, pero también es verdad que él pasa muchas horas de cada noche rezando por ellos. ¿Y sus sermones? Ah, ahí si que enfoca toda la artillería de sus palabras contra los vicios de sus feligreses, y va demoliendo sin compasión todas las trampas con las que el diablo quiere perderlos.
Cuando el Padre Vianney empieza a volverse famoso muchas gentes se dedican a criticarlo. El Sr. Obispo envía un visitador a que oiga sus sermones, y le diga que cualidades y defectos tiene este predicador. El enviado vuelve trayendo noticias malas y buenas.
El prelado le pregunta: «¿Tienen algún defecto los sermones del Padre Vianney? – Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el cielo». – ¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones? – pregunta Monseñor-. «Si, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven, se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes».
El Obispo satisfecho y sonriente exclamó: «Por esa última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres defectos».
Los primeros años de su sacerdocio, duraba tres o más horas leyendo y estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego escribía. Durante otras tres o más horas paseaba por el campo recitándole su sermón a los árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Después se arrodillaba por horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendándo al Señor lo que iba decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a predicar se le olvidaba todo lo que había preparado, pero lo que le decía al pueblo causaba impresionantes conversiones. Es que se había preparado bien antes de predicar.
Pocos santos han tenido que entablar luchas tan tremendas contra el demonio como San Juan Vianney. El diablo no podía ocultar su canalla rabia al ver cuantas almas le quitaba este curita tan sencillo. Y lo atacaba sin compasión. Lo derribaba de la cama. Y hasta trató de prenderle fuego a su habitación . Lo despertaba con ruidos espantosos. Una vez le gritó: «Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya me lo habría llevado al abismo».
Un día en una misión en un pueblo, varios sacerdotes jovenes dijeron que eso de las apariciones del demonio eran puros cuentos del Padre Vianney. El párroco los invitó a que fueran a dormir en el dormitorio donde iba a pasar la noche el famoso padrecito. Y cuando empezaron los tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en pijama hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a burlarse del santo cura. Pero él lo tomaba con toda calma y con humor y decía: «Con el patas hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos compinches». Pero no dejaba de quitarle almas y más almas al maldito Satanás.
Cuando concedieron el permiso para que lo ordenaran sacerdote, escribieron: «Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio». Pues bien: ese fue su oficio durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que sí tenían mucha ciencia e inteligencia. Porque en esto lo que vale son las iluminaciones del Espíritu Santo, y no nuestra vana ciencia que nos infla y nos llena de tonto orgullo.
Tenía que pasar 12 horas diarias en el confesionario durante el invierno y 16 durante el verano. Para confesarse con él había que apartar turno con tres días de anticipación. Y en el confesionario conseguía conversiones impresionantes.
Desde 1830 hasta 1845 llegaron 300 personas cada día a Ars, de distintas regiones de Francia a confesarse con el humilde sacerdote Vianney. El último año de su vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron 100 mil. Junto a la casa cural había varios hoteles donde se hospedaban los que iban a confesarse.
A las 12 de la noche se levantaba el santo sacerdote. Luego hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba a confesar. A esa hora ya la fila de penitentes era de más de una cuadra de larga. Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Poco después de las seis empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse a la Santa Misa. A las siete celebraba el santo oficio. En los últimos años el Obispo logró que a las ocho de la mañana se tomara una taza de leche.
De ocho a once confesaba mujeres. A las 11 daba una clase de catecismo para todas las personas que estuvieran ahí en el templo. Eran palabras muy sencillas que le hacían inmenso bien a los oyentes.
A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él costeaba con las limosnas que la gente había traido. Por la calle la gente lo rodeaba con gran veneración y le hacían consultas.
De una y media hasta las seis seguía confesando. Sus consejos en la confesión eran muy breves.
Pero a muchos les leía los pecados en su pensamiento y les decía los pecados que se les habían quedado sin decir. Era fuerte en combatir la borrachera y otros vicios.
En el confesionario sufría mareos y a ratos le parecía que se iba a congelar de frío en el invierno y en verano sudaba copiosamente. Pero seguía confesando como si nada estuviera sufriendo. Decía: «El confesionario es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo». Pero ahí era donde conseguía sus grandes triunfos en favor de las almas.
Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir confesando.
Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre a misa. Cuando murió solamente había un hombre en Ars que no iba a misa. Se cerraron muchas cantinas y bailaderos.
En Ars todos se sentían santamente orgullosos de tener un párroco tan santo. Cuando él llegó a esa parroquia la gente trabajaba en domingo y cosechaba poco. Logró poco a poco que nadie trabajara en los campos los domingos y las cosechas se volvieron mucho mejores.
Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba de sus obras o éxitos obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le escribió una carta humildísima pidiendole perdón por todo, como si el hubiera sido quién hubiera ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo elegante de canónigo y nunca se lo quiso poner. El gobierno nacional le concedió una condecoración y él no se la quiso colocar. Decía con humor: «Es el colmo: el gobierno condecorando a un cobarde que desertó del ejército». Y Dios premió su humildad con admirables milagros.
El 4 de agosto de 1859 pasó a recibir su premio en la eternidad.
Fue beatificado el 8 de enero de 1905 por el Papa San Pío X, y canonizado por S.S. Pío XI el 31 de mayo de 1925.
Puedes conocer más sobre este santo leyendo el siguiente artículo: Juan María Vianney, Módelo de Perseverancia.
No separar la gloria de la cruz
Santo Evangelio según san Mateo 16, 13-23. Jueves XVIII del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, dame la gracia para poder descubrir quién eres para mí.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 16, 13-23
En aquel tiempo, cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” Ellos le respondieron: “Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas”.
Luego les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Jesús le dijo entonces: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”. Y les ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
A partir de entonces, comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y trató de disuadirlo, diciéndole: “No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder a ti”. Pero Jesús se volvió a Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres!”.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Cuando invertimos estos minutos a la oración con la Palabra, lo hacemos porque estamos en búsqueda, porque tenemos el anhelo de profundizar y conocer realmente quién es Jesús en nuestra vida.
Todos tenemos una experiencia diferente de Dios. Algunos han sido católicos desde siempre, otros hemos redescubierto la fe, otros hemos tenido una conversión reciente, otros creen en Dios sólo como un ser superior. Sin importar cuál ha sido nuestro camino para buscar a Dios, hoy Jesús nos dice ¡Alto! Si dices que me conoces, ¿quién soy yo para ti? En una verdadera relación no valen las respuestas prefabricadas o los tópicos de lo que dicen los demás. Podríamos parar nuestra meditación aquí y dedicar unos minutos a la contemplación de esta pregunta que quizás nos lleve un tiempo responder; sin embargo, el Evangelio nos da unas luces para poder buscar una mejor respuesta.
En nuestra historia, con nuestros actos buenos y caídas nos puede suceder algo muy similar a Pedro. En ocasiones nos sentimos muy cerca de Dios y somos capaces de decir desde el corazón ¡Tú eres el mesías, el Hijo de Dios vivo! Esta respuesta interiorizada, aunque con otras palabras quizás, nos hacen vivir un pedazo de cielo en la tierra; es la revelación del Espíritu Santo en nuestra propia historia después de algún momento fuerte de oración, retiro o apostolado donde tocamos la carne de Cristo en el necesitado.
Por otro lado, debido a nuestra debilidad humana, también podemos tener una respuesta como Pedro cuando se lleva aparte a Jesús; le queremos huir a la cruz y al sufrimiento; nos escuchamos más a nosotros mismos que a Dios. La cruz tiene una razón de ser en nuestra historia de vida, porque ella nos permite ser uno con Cristo, y ayudar en el sacrificio de salvación para que nuestros seres más queridos y muchos más lleguen al cielo.
El cristiano que busca el rostro de Dios, conocer a Cristo profundamente, está afianzado en roca firme y los poderes del infierno no lo podrán vencer.
«Pedro reacciona: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte”, y se transforma inmediatamente en piedra de tropiezo en el camino del Mesías; y creyendo defender los derechos de Dios, sin darse cuenta se transforma en su enemigo (lo llama “Satanás”). Contemplar la vida de Pedro y su confesión, es también aprender a conocer las tentaciones que acompañarán la vida del discípulo. Como Pedro, como Iglesia, estaremos siempre tentados por esos “secreteos” del maligno que serán piedra de tropiezo para la misión. Y digo “secreteos” porque el demonio seduce a escondidas, procurando que no se conozca su intención, “se comporta como vano enamorado en querer mantenerse en secreto y no ser descubierto”». (Homilía de S.S. Francisco, 29 de junio de 2018).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Dedicaré un tiempo a la reflexión de cómo afronto las cruces en mi vida y qué lugar ocupa Cristo en ella.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
¿Qué tipo de llaves tiene la Iglesia?
Son llaves que vienen de Dios que abren y cierran el acceso al Reino de los cielos, llaves de misericordia.
Las llaves sirven para cerrar y para abrir. Dejan pasar o lo impiden. Liberan o encarcelan.
También en la Iglesia hay llaves. Pedro las recibió del mismo Cristo: las llaves del Reino de los cielos.
«A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,19).
¿Qué tipo de llaves tiene Pedro? Son llaves que vienen de Dios y sirven para los hombres. Son llaves que abren y cierran el acceso al Reino de los cielos. Son llaves de misericordia.
Con esas llaves la Iglesia católica, durante siglos, ha buscado abrir el tesoro de la salvación a todos los hombres. No porque la Iglesia tenga unos privilegios especiales, sino porque simplemente quiere cumplir la misión que Cristo le ha encomendado.
Cuando el corazón siente el peso de sus pecados, cuando el cansancio de la lucha lleva al desaliento y al miedo, cuando el diablo susurra que no podremos cambiar, podemos mirar ante nosotros y ver una puerta abierta: es la puerta de la misericordia. Cristo vino al mundo para eso: para anunciar el Reino, para predicar la conversión, para sacrificarse y abrirnos el cielo, para mostrarnos el rostro misericordioso del Padre.
La Iglesia recibe de Cristo unas llaves maravillosas. Con la mirada puesta en la Cruz y en la mañana de Pascua, tenemos la certeza de la victoria del Buen Pastor, de Aquel que es la verdadera Puerta para las ovejas: «si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto» (Jn 10,9).
El banquete está preparado. Las llaves han abierto la puerta. Hay que vestirse con traje de bodas (buenas obras) y llenarnos de esperanza. «Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura – el lino son las buenas acciones de los santos» (Ap 19,7 8; cf. Mt 22,11).Pedro, ¿pesan las llaves? No te preocupes. Cristo ha rezado por ti. Confía y abre. Mira a tu Maestro y camina. Con tus lágrimas y tu humildad, grita recuerda al mundo que el Señor nos ha preparado un lugar en los cielos, junto a su Padre, para siempre (cf. Jn 14,3).
El riesgo del acomodamiento
De ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, y así alcanzamos el éxito que sus ojos pueden contemplar ahora.
Un maestro samurai paseaba por el bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita a aquel lugar. Al llegar, pudieron comprobar la pobreza de las construcciones y de sus habitantes: un matrimonio y tres hijos, una sencilla casa de madera, vestidos sucios y desgarrados, sin calzado. Preguntaron al padre de familia: «En este lugar no hay posibilidades de trabajo ni de comercio, ¿cómo hacen usted y su familia para sobrevivir aquí?» Aquel hombre calmadamente respondió: «Tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte la vendemos o la cambiamos por otros productos en la ciudad vecina y, con el resto, producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo. Así vamos saliendo adelante.
El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento más, luego se despidió y se fue. Siguieron su camino y, un rato después, se volvió hacia su discípulo y le dijo: «Busca esa vaquita, llévala hasta ese cortado y empújala al fondo del barranco.» El joven, espantado, cuestionó la orden recibida, pues la vaquita era el único medio de subsistencia de aquella pobre familia. Pero ante el silencio absoluto de su maestro, finalmente se dispuso a cumplirla. Empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir.
Aquella escena quedó grabada en su memoria durante años. Un buen día, el joven, agobiado por la culpa, resolvió regresar a aquel lugar y contarle todo a aquella desdichada familia, pedir perdón y ayudarles en lo que pudiera. A medida que se aproximaba al lugar, veía todo muy bonito, con árboles, plantaciones, vehículos de labor, una gran casa y unos niños jugando en el jardín. El joven se entristeció imaginando que aquella humilde familia tuviera que haber vendido su terreno para sobrevivir, aceleró el paso y llegó hasta el lugar en que recordaba haber estado la vez anterior. El joven preguntó por la familia que vivía allí hacía unos cuatro años, y un hombre le respondió que seguían estando allí. Entró corriendo a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó unos años antes con su maestro. Elogió todo lo que veía y preguntó al que fuera dueño de la vaquita: «¿Cómo han logrado ustedes mejorar este lugar y cambiar de vida?» Aquel hombre respondió: «Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió, y de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, y así alcanzamos el éxito que sus ojos pueden contemplar ahora.»
Esta sencilla historia del samurai nos advierte contra el peligro del acomodamiento, que acecha sobre nosotros de continuo, incluso aunque nuestras posibilidades sean muy modestas. En nuestras vidas, todos tenemos una vaquita que nos proporciona algo que consideramos irrenunciable, pero que en realidad nos lleva a la rutina, nos hace dependientes y reduce nuestro mundo a lo que eso nos brinda.
Quizá es una dependencia de la televisión, de los videojuegos, o de un deporte o una afición que nos absorben demasiado y nos conducen al egoísmo. Quizá sea una búsqueda torpe de placer o de comodidad que enfrían el clima del amor verdadero, que siempre es sacrificado. Quizá es un sutil refugio en el trabajo, que nos sirve de narcótico para no sentir la llamada de otras responsabilidades. O quizá una tortuosa fijación en envidias, susceptibilidades y resentimientos que lastran tontamente nuestra vida. O incluso algo bueno, que teníamos antes pero ya no tenemos, y nos escudamos en eso para estar pasivos.
Cada uno sabemos cuáles son nuestros puntos de incoherencia o de escapismo. Es importante afrontarlos con valentía, sabiendo que superarlos será siempre una importante liberación.
Vida de perros
El fruto de una mentalidad, de una actitud ante el ser humano
Me gustó un artículo sin firma publicado en la revista ALFA Y OMEGA. Habla de la dignidad del hombre y del deber que tenemos de defenderla en una sociedad en la que parece que el ser humano cuenta –para algunos- menos que un perro de raza o de capricho. Me acuerdo ahora que, en una publicación mía de hace años, un personaje de la narración, al ver la miseria en que vivía y lo mimados que estaban tantos animalitos que paseaban por aquel jardín donde él pasaba sus tristes y largas horas en soledad, dijo en un arranque de ilusión, o más bien de desilusión, – ¡Ojalá yo fuera perro!
Yo soy un amante de los animales pero, sin duda ninguna, muy por encima de ellos está el hombre, con una dignidad que ningún ser de la naturaleza le puede arrebatar. Esta afirmación puede parecer indiscutible, pero se ve claro que muchos no la comparten. Cerca de donde yo vivo hay un parque zoológico. Los animales no parecen disfrutar de buenas instalaciones para su bienestar. Son muchas las voces de protesta ante las autoridades por no ofrecer a esas criaturas un hábitat más digno. Cerca de ese parque viven muchas familias en unas condiciones muy precarias, y no oigo voces que reivindiquen viviendas más justas, a no ser los mismos interesados que de vez en cuando protestan. En la capital de mi provincia, en una plaza muy céntrica, hay un ficus centenario. El Ayuntamiento le presta más atención, exigida por la ciudadanía, que a los pobres que viven en chabolas. No hace mucho se desprendió una rama. Los ecologistas protestaron, y no precisamente por el peligro que habían corrido las personas que tomaban el fresco bajo su gigantesco tronco con mil brazos plagados de hojas. Aquella plaza es importante por el ficus, y no por los niños que juegan todas las tardes al salir del colegio.
En el artículo mencionado se recogen las siguientes palabras de Juan Pablo II: La disponibilidad de anticonceptivos y abortivos, las nuevas amenazas a la vida en las legislaciones de algunos países, la difusión de las técnicas de fecundación “in vitro”, la consiguiente producción de embriones para combatir la esterilidad, pero también para ser destinados a la investigación, los proyectos de clonación parcial o total: todo eso ha cambiado radicalmente la situación.
Todo ello es fruto de una mentalidad, de una actitud ante el ser humano. Se ha dimitido de la razón y de la dignidad humanas. Ya todo parece normal. Se permite todo, porque el hombre, su dignidad, ya no es sagrada para muchos. ¿Qué importa que mueran más o menos? La vida que empieza es sometida a un acoso terrible cuando no interesa que se desarrolle. Todo son métodos para disfrutar del cuerpo sin consecuencias molestas. Es una nueva ola hitleriana para desechar, destruir, todo lo que me molesta, todo lo que no me conviene, lo que no se amolda a mi plan sobre la vida, sobre mi vida.
No pretendo ser alarmista o negativo. Es una realidad palpable a diario, y que está creando un clima antihumano, donde una vida no vale nada. Importa más, para muchos, un ideal político, unos intereses económicos, una pasiones desatadas, un afán de venganza, o unas fantasías diabólicas, que la vida de mis seres queridos, de mis amigos, de mis compañeros, o del tendero de la esquina. Cuesta poco disparar, o esgrimir un arma, o atentar contra la vida de quien sea si eso me produce “placer”, me “divierte”, o satisface mi afán de venganza. Hay que SOLIDARIZARSE CON EL DERECHO QUE TENEMOS TODOS A QUE SEA RESPETADA NUESTRA DIGNIDAD. Nunca entenderé los atentados brutales, o sofisticados, contra un ser vivo, y menos aún contra un ser humano.
Hay que defender la dignidad. Nos cuenta el artículo mencionado la actitud solidaria de los polacos cuando el gobierno del país, en donde los alimentos básicos alcanzaban unos precios astronómicos, bajó el vodka para que todos pudieran beber. Y entonces un gritó corrió por Polonia: ¡No bebas, defiende tu dignidad!. Hay que llenar el ambiente de este grito urgente: Defiende tu dignidad. No aparques en cualquier lado tu dignidad de hombre. Tú vales mucho más que lo que se dice y se ofrece en cualquier esquina.
Juan-Bautista María Vianney, el Santo Cura de Ars, patrono de los sacerdotes
Párroco de una aldea francesa, dedicó 42 años a servir plenamente a Dios y a las almas. Dedicó mucho tiempo a confesar
Jean-Baptiste Marie Vianney nació en Dardilly el 8 de mayo de 1786. No pudo ir a la escuela en un primer momento a causa de la Revolución Francesa, que estalló en 1789. Tuvo que hacer la Primera Comunión a escondidas debido al ambiente anticlerical.
Más tarde, se matriculó en la escuela local. Esto hizo que fuera mayor que los alumnos de su nivel y, como los estudios le costaban, sufrió burlas.
Uno de los muchachos que le atacaban era Mathias Loras. San Juan-Bautista María Vianney se haría amigo de él y con el tiempo Loras acabaría siendo el primer obispo de Dubuque, en Iowa (Estados Unidos).
Con cierta dificultad en los estudios
En el seminario, volvían a hacérsele cuesta arriba los estudios. Llegó un momento en que el rector le preguntó:
«Juan, los profesores no te consideran apto para la sagrada ordenación al sacerdocio. Algunos te tachan de ‘burro que no sabe nada de teología’. ¿Cómo podemos promoverte al sacramento del sacerdocio?”.
Vianney le respondió:
“Monseñor, Sansón mató a cien filisteos con la quijada de un burro. ¿Qué cree usted que podría hacer Dios con un burro entero?”
Ya para entonces el seminarista mostraba que la gracia de Dios actuaba en él de forma creciente y él respondía a la llamada del Señor con generosidad.
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Ordenado sacerdote, fue destinado a la pequeña aldea de Ars-sur-Formans. Durante 42 años, entre 1818 y 1859, desempeñó allí su tarea sacerdotal.
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Destacó por dar catequesis a los niños, predicar con fuerza extraordinaria y administrar los sacramentos sin desfallecer. Sobre todo, entregó muchas horas a la confesión. Su fama fue creciendo de tal modo que de toda Francia llegaban personas que hacían cola -hasta de días- para confesarse con él. Tenía el don de escrutar las conciencias (saber lo que le ocurría interiormente a una persona antes de que ella se lo contara) y sus consejos eran certeros.
Era un párroco humilde, muy piadoso y muy devoto de la Virgen. Pero se encontró con que iba a necesitar la oración y la penitencia para combatir al demonio, que se le manifestó en varias ocasiones, algunas de ellas muy llamativas: por ejemplo, una noche le arañó el cabezal de la cama.
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San Juan-Bautista María Vianney, conocido como el Santo Cura de Ars, falleció el 4 de agosto de 1859.
Patronazgo
El papa Benedicto XVI lo nombró patrono de los sacerdotes. Es además santo intercesor del Opus Dei.
Oración del Santo Cura de Ars
Te amo, oh, mi Dios. Mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, oh, infinitamente amoroso Dios, y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti.
Te amo, oh, mi Dios, y mi único temor es ir al infierno porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor.
Oh, mi Dios, si mi lengua no puede decir cada instante que te amo, por lo menos quiero que mi corazón lo repita cada vez que respiro.
Ah, dame la gracia de sufrir mientras que te amo, y de amarte mientras que sufro, y el día que me muera no solo amarte sino sentir que te amo.
Te suplico que mientras más cerca esté de mi hora final, aumentes y perfecciones mi amor por Ti.
Amén.