El Señor no te ha enviado, y tú has inducido al pueblo a una falsa confianza
El profeta Jeremías, en esta parte de su relato, está viviendo la angustiosa situación de haber visto como su pueblo, ha sido conquistado y mayormente deportado a Babilonia. El Templo de Jerusalén había sido destruido y los que se habían quedado en su tierra, vivían oprimidos por los invasores.
En este tiempo surgieron algunos falsos profetas que anunciaban, erróneamente, el fin del exilio y la vuelta de los deportados, junto a la devolución al Templo, de todos aquellos enseres y útiles utilizados en él, y que tenían gran valor. Con esto se pretendía infundir en el pueblo una falsa esperanza.
Jeremías, que en muchas ocasiones fue tildado de agorero, ya que profetizaba sobre la realidad del pueblo sometido, como causa de sus pecados, intenta desenmascarar a los falsos profetas y de hecho lo hace, ya que Dios le había anunciado el triste final de Ananías, por intentar inculcar vanas esperanzas; rompió el yugo de madera que Jeremías llevaba en el cuello como signo de aceptación de la situación, pero Yahvé anuncia que el yugo que pondrá sobre su pueblo, serás de hierro, como signo de sometimiento.
El salmo 118 nos dice: “Instrúyeme, Señor, en tus leyes”. Este deseo lo puso en práctica San Alfonso María de Ligorio, doctor de la Iglesia, gran ejemplo de maestro que puso toda su ciencia al servicio de la teología moral.
También hoy conmemoramos el aniversario del martirio del obispo dominico Beato Pierre Claverie, obispo de Orán (Argelia) que fue asesinado junto a su chofer en 1996, incansable defensor del diálogo interreligioso, gran conocedor del Islam, convencido de que la fe es un auténtico dialogo.
No tenemos más que cinco panes y dos peces
El capítulo 14 del evangelio de Mateo, nos relata como Jesús, al enterarse de que Juan el Bautista había sido asesinado en la cárcel, decide apartarse junto a sus discípulos a un lugar retirado y tranquilo, pero la gente le sigue por tierra y, al desembarcar, se encuentra rodeado de un enorme gentío y comenzó a predicarles.
Al hacerse tarde los apóstoles le incitan a que despida a la gente para que busquen algo con qué alimentarse en las aldeas cercanas, ya que estaban en descampado, pero Él les dice, no hace falta “dadles vosotros de comer”, ¡pero cómo! Las reservas eran cinco panes y dos peces.
Pero el Maestro alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición y, milagrosamente, el escaso alimento con que contaban se multiplicó, comieron todos, que eran una multitud, y aun recogieron doce cestos con los restos sobrantes.
Jesús nos invita a que seamos nosotros, sus seguidores, quienes alimentemos a nuestros semejantes, con la Palabra que procede de Dios, no solo que cubramos las necesidades de los más vulnerables, sino que, también, seamos portadores de la alegría del evangelio.
No admite la postura cómoda de invitar a la gente a que busque su propio alimento, no, quiere que nosotros facilitemos poder vivir aquello por lo que hemos sido llamados a seguirle, y seamos capaces de transmitirlo a los demás. Nos dice: “lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis”, es decir, que seamos anunciadores de la Buena Noticia de Jesús y podamos contagiar a los otros la gracia que nos infunde considerarnos “sus” amigos.
¿Nos convertimos en falsos profetas, con tal de conseguir ser honrados por los demás?
¿Estamos convencidos que Jesús nos invita a alimentar a la gente con su Palabra, y dispuestos a hacerlo?
¿Nos consideramos correa de transmisión de la alegría del evangelio?
Hoy hay más mártires que al principio de la vida de la Iglesia y los mártires están por doquier. La Iglesia de hoy es rica en mártires, está irrigada por su sangre que es «semilla de nuevos cristianos» (Tertuliano, Apologético, 50,13) y asegura el crecimiento y la fecundidad del Pueblo de Dios. Los mártires no son “hombres santos”, sino hombres y mujeres de carne y hueso que –como dice el Apocalipsis– «han lavado sus vestiduras, blanqueándolas en la sangre del Cordero» (7,14). Ellos son los verdaderos vencedores. (Audiencia general 25 de septiembre de 2019)
Alfonso María de Ligorio, Santo
Memoria Litúrgica, 1 de agosto
Obispo
Fundador de los Misioneros Redentoristas
Doctor de la Iglesia
Martirologio Romano: Memoria de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, que insigne por el celo de las almas, por sus escritos, por su palabra y ejemplo, trabajó infatigablemente predicando y escribiendo libros, en especial sobre teología moral, en la que es considerado maestro, para fomentar la vida cristiana en el pueblo. Entre grandes dificultades fundó la Congregación del Santísimo Redentor, para evangelizar a la gente iletrada. Elegido obispo de santa Águeda de los Godos, se entregó de modo excepcional a esta misión, que dejaría quince años después, aquejado de graves enfermedades, y pasó el resto de su vida en Nocera de’Pagani, en la Campania, aceptando grandes trabajos y dificultades († 1787).
Etimológicamente: Alfonso = guerrero. Viene de la lengua alemana.
Fecha de beatificación: 15 de septiembre de 1816 por el Papa Pío VII
Fecha de canonización: 26 de mayo de 1839 por el Papa Gregorio XVI
Breve Biografía
Nos encontramos en el año 1696, de nuestra era, el 27 de septiembre, día dedicado a los gloriosos mártires Cosme y Damían, nace Alfonso de Ligori, en Nápoles (Italia). Sus padres fueron José De Ligorio (un noble oficial de la marina) y de la noble Ana De Cavalieri. El hombre tuvo un destino fuera de serie. Nacido en la nobleza napolitana e hijo de militar, alumno superdotado, atraído por la música, la pintura el dibujo, la arquitectura. Su nombre viene de dos raíces germánicas: addal, hombre de noble origen, y funs, pronto al combate. Alfonso era noble por nacimiento, sí: pero mucho mejor, caballero de Cristo, siempre pronto y en la brecha para los combates de Dios…
Alfonso fue un hombre de una personalidad extraordinaria: noble y abogado; pintor y músico; poeta y escritor; obispo y amigo de los pobres; fundador y superior general de su congregación; misionero popular y confesor lleno de unción; santo y doctor de la Iglesia.
Hay que mi admirar los múltiples talentos que tenía Alfonso y la fuerza creadora que poseía. A los 12 años era estudiante universitario y a los 16 era doctor en derecho, es decir, abogado. Como misionero popular y superior general de su Congregación y obispo, llevó a cabo una gran labor, a pesar de su delicada salud. Desde los 47 a los 83 años de su vida, publicó más o menos 3 libros por año.
En su vida particular Alfonso vivió actitudes que podemos interpretar como protesta frente a la corrupción de su medio ambiente. Con su estilo de vida ejerció una fuerte crítica de su tiempo y de su sociedad.
En un sistema de profundas diferencias de clase renunció a los privilegios de la nobleza y a sus derechos de ser primer hijo, es decir, primogénito.
A finales de julio de 1723, en un día de calor intenso y pegajoso, Alfonso se dirige al Palacio de Justicia de Nápoles. Se celebrará el juicio más sonado del reino entre dos familias: los Médici y los Orsini. Las dos familias quieren para sí la propiedad del feudo de Amatrice. Estaba en juego una gran cantidad de dinero.
Alfonso es un joven abogado de 26 años de edad. Los Orsini lo han elegido para su defensa por una sola razón: es competente y ha ganado todas las causas.
Se ha preparado muy bien, ante el tribunal defiende la causa con maestría. Está seguro que defiende la justicia. A pesar de eso, Alfonso es derrotado, pero se da cuenta de que el origen de esta sentencia está en las maquinaciones políticas e intrigas políticas (cosas desconocidas para nosotros hoy).
Como herido por rayo, el abogado de manos limpias queda por un momento estupefacto. Después rojo de cólera, lleno de vergüenza por la toga que lleva, se retira de la sala de justicia, profundamente desilusionado, sus palabras de despedidas quedaron para la historia: “¡Mundo, te conozco!… ¡Adiós, tribunales!”. No vive este acontecimiento, decisivo en su vida, desde la agresividad y la frustración, al contrario, los asume como fecundidad, siembra y profundización interior, se retira, eso sí lo tiene muy claro. Y al hacerlo toma una opción personal radical: se niega a la corrupción, rechaza que el hombre se realice manipulando o dejándose manipular y elige una forma nueva de libertad y liberación, el seguimiento de Jesús.
Profundamente conmovido Alfonso se va a visitar a sus amigos, los enfermos del “Hospital de los incurables”. Mientras atendía a los enfermos se ve a sí mismo en medio de una grata luz… Parece escuchar una sacudida del gran edificio y cree oír en su interior una voz que le llama personalmente desde el pobre: “Alfonso, deja todas las cosas ven y sígueme”.
Tras la renuncia de los tribunales, Alfonso estudia unos años de teología y recibe el sacerdocio el 21 de diciembre de 1726, en la Catedral de Nápoles, tenía 30 años de edad. Se hace sacerdote en contra de un padre autoritario, como don José, con asombro lo descubre muy pronto en los barrios marginados evangelizando a los analfabetos con sorprendentes predicaciones
En una de sus muchas misiones Alfonso cae enfermo. Ante la gravedad de la situación, los médicos intervienen y le exigen un largo descanso en la sierra. Elige la zona de Amalfi, costera y montañosa a la vez. Fue con un grupo de amigos. Quiere aprovechar el descanso para vivir intensamente la amistad y la oración en común.
Cerca de Amalfi está Scala, un lugar precioso a medio camino entre la playa y la altura de la sierra. Más arriba de Scala, está Santa María de los Montes, una pequeña ermita. A Alfonso le gustó. Era bueno compartir la amistad y la oración en casa de María de Nazaret.
Alfonso y sus amigos se ven sorprendidos por los pastores y cabreros que vienen a pedirles la palabra de Dios. Es el momento clave en la vida de Alfonso. Ahora más que nunca descubre, de verdad que el Evangelio pertenece a los pobres y que ellos lo reclaman como suyo. Y decide quedarse con ellos para dárselo a tiempo completo.
Nos encontramos en el año 1730. Alfonso decide por vez primera, reunir una comunidad consagrada a la misión de los más pobres. En los primeros días de noviembre de 1732 Alfonso deja definitivamente la ciudad de Nápoles y en burro parte para Scala para reunirse con su primer grupo de compañeros, quienes habrán de ser los Redentoristas. Son unos días de intensa oración y contemplación. Sabe que la redención abundante y generosa es un don gratuito y se abre a él en disponibilidad plena.
El día 9 de noviembre de 1732 nace la congregación misionera del Santísimo Redentor, mejor conocido como los Misioneros Redentoristas. No es fácil fundar una congregación religiosa en el reino de Nápoles en el siglo XVIII. Hay demasiados diocesanos y religiosos y muchos conventos en este país pobre y mal administrado
Desde el 9 de noviembre de 1732 hasta la Pascua de 1762, cuando es nombrado obispo, pasan 30 años felices en la vida de Alfonso dedicado a la misión, la dirección de su grupo y a la publicación de sus obras.
Alfonso muere en Pagani, el día 1 de agosto de 1787, a la hora del ángelus. Tenía más de 90 años. Fue beatificado en 1816, canonizado en 1831 y proclamado doctor de la Iglesia en 1871.
Alfonso solía decir que la vida de los sanos es Evangelio vivido. Esto se lo podemos aplicar a él mismo. Sus ejemplos inquietan y arrastran. ¡A veces nos asusta enfrentarnos a un hombre como éste, que era capaz de vivir tan radicalmente el Evangelio!
Hoy, los Misioneros Redentoristas, continuamos anunciando el misterio gozoso de la redención abundante y generosa en toda la Iglesia. Los redentoristas, como Alfonso, no somos propagandistas de una doctrina, somos testigos de Cristo que viene al encuentro de la humanidad.
Alfonso murió. Su sueño, sin embargo, continúa vivo en la vida de sus seguidores. Especialmente debido a la labor de Clemente María Hofbauer, los redentoristas se esparcen por el mundo entero. En ellos, el Redentor continúa derramando vida en el corazón de los que no cuentan para el mundo y en el de los abandonados. La Congregación del Santísimo Redentor es lugar y presencia donde el Redentor prosigue su misión: “He sido enviado a evangelizar a los pobres”.
¡Alfonso!, ¡Gracias por tu vida, por tu sueño, por tu horizonte de tan amplias miras! En nombre de los pobres abandonados, ¡Gracias de corazón!
¡Felicidades a quienes lleven este nombre y a los Padres Redentoristas!
Vivir con Cristo cambia la perspectiva
Santo Evangelio según san Mateo 14, 13-21. Lunes XVIII del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Me pongo, Señor, en tus manos, tal como soy. Creo en ti, creo que Tú te interesas por mí, por todo lo que soy y hago. Confío en que Tú quieres lo mejor de mí. Por eso te pido lo que sé que Tú quieres darme: enséñame a amar más y mejor. Haz que te ame cada vez más como te lo mereces, y que ame a mis hermanas y hermanos como Tú mismo los amas y me has amado a mí. Amén.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 14, 13-21
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, subió a una barca y se dirigió a un lugar apartado y solitario. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Cuando Jesús desembarcó, vio mucha muchedumbre, se compadeció de ella y curó a los enfermos.
Como ya se hacía tarde, se acercaron sus discípulos a decirle: Estamos en despoblado y empieza a oscurecer. Despide a la gente para que vayan a los caseríos y compren algo de comer». Pero Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, Denles ustedes de comer». Ellos le contestaron: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos pescados». Él les dijo: Tráiganmelos».
Luego mandó que la gente se sentara sobre el pasto. Tomó los cinco panes y los dos pescados, y mirando al cielo, pronunció una bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos para que los distribuyeran a la gente. Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que habían sobrado, se llenaron doce canastos. Los que comieron eran unos cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y a los niños.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
En este rato de oración, sigamos a Jesús hacia ese sitio tranquilo y apartado. Entremos dentro de nuestra propia alma, ahí le encontraremos.
Somos increíblemente importantes para Cristo. Cada uno. Por supuesto que la muerte de Juan, su pariente, le golpeó de un modo muy profundo, y necesitaba un tiempo Él solo, con sus amigos. Pero en su corazón hay espacio para cada persona, conocida o desconocida, lejana o cercana. Por eso, cuando llega la multitud en busca de Él, las compuertas del corazón de Jesús se desbordaron. Notó en seguida la necesidad de aquellos hombres, mujeres y niños. Muy seguramente Cristo se habrá emocionado, y la compasión le habrá hecho derramar más de alguna lágrima ante tanto sufrimiento.
Vivimos dentro de una montaña de inquietudes, tristezas, enfermedades… Todas muy reales e importantes, ciertamente, pero vistas sólo desde dentro de nosotros: cómo las sentimos, cómo las podemos resolver, cómo soportar el dolor, etc. A veces es necesario cambiar la perspectiva: “¿Qué piensa Cristo de esta situación que estoy pasando?” ¡Si supiéramos cuánto le importan a Cristo nuestras preocupaciones! ¡Vale la pena confiar en Él, poner todo en sus manos! Muchas veces la solución comienza, no en lo que hacemos, sino en lo que dejamos hacer a Dios.
O bien, fijémonos alrededor de nosotros, para darnos cuenta del sufrimiento de los demás. En nuestra ciudad o incluso cerca de casa, seguramente hay gente que pasa hambre, que no tiene quién se interese por él o ella… Son muchos, miles, millones en todo el mundo, pero Cristo hoy nos repite el mismo reto que a los Doce: “Dadles vosotros de comer”. Cristo espera que le ayudemos a alimentar a tanta gente, dando con generosidad los cinco panes que tenemos: un rato de conversación para animar, una sonrisa, un donativo, compartir nuestra comida con alguien… Si amamos como Él ama, con un verdadero interés por el otro, entonces hacemos a Cristo brillar para los demás a través de nosotros.
«La misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se reparten».
(Meditación de S.S. Francisco, 2 de junio de 2016).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Preparar algún alimento para una persona pobre que vive en la calle.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
La fe en casa: La Bendición de la mesa
Bendecir la mesa, una costumbre que ayuda a que vuestros hijos vivan en un ambiente cristiano.
La Bendición de la mesa es una costumbre antiquísima entre los cristianos; y, antes, entre nuestros hermanos mayores, los judíos. En los relatos evangélicos se puede observar como el propio Jesús, nuestro Señor, lo hacía. No sólo en la última cena, sino que, por ejemplo, antes de multiplicar los panes, bendice al Padre, pronuncia la bendición de agradecimiento… Lo mismo hacen los discípulos, como se puede apreciar en el libro de Los Hechos de los Apóstoles y otros del Nuevo Testamento.
¿Qué significa bendecir algo o a alguien?
Bendición, bendecir, es un término de raíz latina que significa decir bien, decir algo bueno sobre algo o alguien; desearle un bien (como maldecir es desearle un mal, cargar sobre él una mala palabra y el mal deseo que conlleva. También la lengua griega, en la que fue escrito el Nuevo Testamento tiene una palabra que significa lo mismo: eu-logein
La Sagrada Escritura está transida de la alegría por las bendiciones de Dios, y exhorta muy a menudo a bendecir a su vez al Autor de todo nuestro bien: ‘Bendecid al Señor sus Ángeles todos, bendecidle, hijos de los hombres: todo ser que alienta bendiga al Señor…’, dice el Cántico de los Tres Jóvenes.
Una de las Cartas de san Pablo comienza con esta explosión de alegría: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e sin mancha en su presencia por el amor” (Ep. a los Efesios, cap. 1)
En realidad es Dios quien nos bendice con su Amor. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: ‘Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don («bene-dictio», «eu-logia»)… Desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos, toda la obra de Dios es bendición.
‘Toda bendición es alabanza de Dios y oración para obtener sus dones. En Cristo, los cristianos son bendecidos por Dios Padre «con toda clase de bendiciones espirituales» (Ef 1,3). Por eso la Iglesia da la bendición invocando el nombre de Jesús y haciendo habitualmente la señal santa de la cruz de Cristo’ (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1671).
La Bendición de la mesa o los alimentos
La bendición de la mesa es una acción de gracias y una sencilla petición, que sigue la estela del Padrenuestro, la oración que Jesús nos enseñó, donde pedimos: ‘Danos hoy nuestro pan de cada día’, recordando así la procedencia de esos y de todos los bienes -vienen de Dios- que nos deleitan y nos alimentan, y que son completamente necesarios para el hombre.
Al recordar que vienen de Dios y son para todos, nos alienta a hacer de nuestra parte todo lo que podamos para que a nadie le falten, empezando por la personal moderación en su uso; moderación que debe ser sincera y alegre, y que es señal de que no ponemos en la acumulación y goce de esos bienes fungibles la clave de nuestra felicidad.
Hay algunas fórmulas de bendición muy ricas de contenido, otras muy sencillas (‘Benedictus benedicat’: ‘que el Bendito nos bendiga’, por ejemplo) o incluso un tanto infantiles (‘El Niño Jesús que nació en Belén bendiga estos alimentos y a nosotros también’). … Todas pueden ayudar, según las circunstancias y la costumbre de la familia de que se trate… aunque tal vez habría que prescindir de las que tengan un tono demasiado jocoso o incompatible con la idea de oración.
Lo mismo cabe decir acerca de a quién corresponde en la casa hacer la bendición. En muchas familias es costumbre que lo haga la madre, que tal vez es la que los ha preparado y a la que todos miran esperando (y agradeciendo) que cuide de todos de ese modo tan maravilloso. O el padre, como cabeza de familia. No faltan hogares en que de buena gana se le pide al más pequeño que dirija la bendición, como signo del respeto y cariño a los niños que Jesús enseñó; o que la hacen por turno los hijos… Lo importante en cualquier caso es que es una oración familiar, un detalle que hace brillar el carácter cristiano de aquel hogar.
Algunas sugerencias prácticas
Es frecuente en la actualidad que los miembros de la familia coman a distintas horas o en distintos sitios, o que la cena sea poco más que un asunto que cada uno se despacha por su cuenta… Pero siempre hay algunas comidas especiales; tal vez el domingo, o la comida en casa de la abuela… Se le puede dar un valor especial precisamente con la bendición.
También es buena cosa enseñar a bendecir incluso cuando uno come sólo. De ese modo se adquiere el hábito de vivir en presencia de Dios con sencillez a lo largo del día, y no sólo, por ejemplo, en el templo
Hay quien, para fomentar la costumbre entre los más pequeños, escribe en un papel la fórmula, de un modo más o menos artístico, y lo pone en un imán de la nevera, o en una cartelita para que pueda leerlo en voz clara aquel que le toca ese día…
Os adjuntamos algunas fórmulas. La primera es la que se recoge en los bendicionales de la Iglesia. Que lo disfrutéis.
Fórmulas para la bendición de la mesa
Bendición
V. Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que por tu bondad vamos a tomar.
R. Amén.
V. El Rey de la gloria eterna nos haga partícipes de la mesa celestial.
R. Amén.
Acción de gracias
V. Te damos gracias por todos tus beneficios, omnipotente Dios, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R. Amén.
V. El Señor nos dé su paz.
R. Y la vida eterna. Amén.
Hay otras muchas fórmulas. Se adjuntan algunas, tanto de bendición antes de comer como de acción de gracias al terminar.
BENDICIÓN AL COMENZAR
1. En el nombre del Padre…
Bendícenos, Señor, y bendice los alimentos que vamos a tomar para mantenernos en tu santo servicio. Amén.
2. Bendícenos, Señor, y bendice nuestros alimentos. Bendice también a quienes nos los han preparado, y da pan a los que no lo tienen.
3. Bendice, Señor, a cuantos hoy comemos este pan Bendice a quienes lo hicieron y haz que juntos lo comamos en la mesa celestial.
4. Porque me das de comer, muchas gracias, Señor. Sé que hay muchos hombres que hoy no comerán… Danos a todos el pan de cada día.
ACCIÓN DE GRACIAS AL TERMINAR
1. Te damos gracias, Señor, por el alimento que nos has dado; haced que de él nos sirvamos siempre para nuestro bien.
2. Gracias por todos tus dones. Que el Rey de la eterna gloria nos haga partícipes de la mesa celestial. Amén.
3. Gracias, Señor, porque, de nuevo, hemos podido alimentarnos con los dones que Tú generosamente nos das. Señor, que no haya más hambre en el mundo.
4. Te agradezco, Señor, esta alegría de la mesa: el alimento y la compañía de los míos. Bendice siempre a esta familia y a quienes no tienen ni hogar ni pan.
La verdadera alegría
El cristiano, el seguidor de Cristo, será verdaderamente feliz cuando consciente y animosamente lo siga.
Son muchas las manifestaciones de la alegría: personas que ríen, cantan, juegan, beben, cuentan chistes, están de buen humor, etc. Hay veces que la alegría es sincera, en otras ocasiones se busca simplemente aparentar que se está bien.
Si la alegría no está plenamente en las manifestaciones anteriores, la pregunta surge espontánea: ¿en qué consiste la verdadera alegría? La respuesta es sencilla: la alegría está en la autenticidad de vida, en ser lo que se es. Esta es la clave. No radica en aparentar, ni en tener cada vez más posesiones, ni mucho menos en estar riéndose superficialmente de manera constante, porque como bien dice el dicho popular “la risa superficial abunda en la boca de los tontos”.
Para la esposa y madre, la alegría estará en entregarse por completo al esposo y a los hijos. Si se es padre, la alegría radicará en la buena educación de los hijos, y qué satisfacción da a un padre de familia ver a sus hijos, ya grandes, bien formados. Para el hijo, la alegría debe consistir en obedecer a los propios padres, que representan el querer de Dios, y en ser caritativos con los que le rodean.
Pero para el cristiano, que por definición es el seguidor de Cristo, la alegría consiste en la coherencia de vida, en ser, por lo tanto, fiel discípulo de Cristo. Esta es la fuente de la verdadera alegría. Así pues, para el auténtico seguidor de Cristo, la verdadera alegría se encontrará en buscar agradar en todo a su Señor, en hacerlo feliz con cada una de sus acciones. Pero cuando se empiezan a hacer cosas que van en contra de lo que se es, se irá creando en esa persona una división interior. Cuando no se vive como se piensa, se termina pensando como se vive.
La genuina alegría produce una satisfacción interior. ¿Quién no ha experimentado esa paz interior que se produce cuando se es fiel al deber, cuando se llevan las responsabilidades al día, o cuando se tiene una conciencia tranquila? Cuánta alegría posee el que tiene una sola cara. Y por el contrario, cuánta tristeza e insatisfacción se crea cuando se tiene dos personalidades diferentes, que se usan, dependiendo de los casos, cuando más convenga.
El cristiano, el seguidor de Cristo, será verdaderamente feliz cuando consciente y animosamente lo siga. Cuando olvidándose de sí mismo y de sus gustos personales, se entregue a los demás para ayudarlos en sus necesidades y compartir así la alegría que lleva dentro, que nada ni nadie le podrá quitar.
El ADN y la naturaleza humana
El deseo de definir al ser humano solamente por el ADN resulta insuficiente y reductivo.
Los estudios sobre el ADN (en inglés DNA) avanzan continuamente y permiten alcanzar nuevas metas en el mundo de la medicina y de la ciencia.
Gracias al ADN se pueden predecir enfermedades, escoger mejor los transplantes de órganos o tejidos, preparar medicinas “personalizadas”. A la vez, se puede identificar a personas en situaciones delicadas, como es el caso del reconocimiento de cadáveres o para individuar a posibles delincuentes.
Los progresos en el campo de la genética llevan a algunos a pensar que el ADN es la característica central, lo que nos define como seres vivos de una determinada especie. Para saber si estamos o no estamos ante un hombre, bastaría con observar el patrimonio genético del individuo en cuestión. Incluso hay quienes creen que lo que define nuestra humanidad consiste en poseer los 46 cromosomas típicos de nuestra especie.
Es cierto que el ADN tiene una importancia enorme en la configuración y en el desarrollo de los seres vivos. Pero el ADN tiene una cantidad enorme de variantes. Además, el ADN se inserta en un complejo equilibrio dinámico entre diversas partes de las células, y depende en mucho de las circunstancias ambientales para poder “expresarse” con normalidad.
Entre los seres humanos, por ejemplo, no todos tienen 46 cromosomas. Hay personas que tienen 47, otros tienen 45, y se dan más variantes. Entre los que tienen 46 cromosomas (como entre quienes tienen más o menos cromosomas), hay una gran variabilidad en la disposición interna de los genes, unos sanos, otros dañados, otros ausentes, etc.
Las variaciones en el ADN explican la diversificación de los individuos. Un observador atento puede señalar fácilmente las enormes diferencias que hay entre una persona que no llega a medir más de un metro y medio y quien es superior a dos metros; entre quien tiene unos rasgos raciales de un tipo y quien los tiene de otro; entre quien se mueve y se expresa con agilidad y quien, por motivos fisiológicos o de otro tipo, muestra una gran lentitud de movimientos.
Junto a la riqueza de diferencias entre los individuos debida al ADN, existen otras diferencias que surgen según los modos en los que el ADN interactúa con las demás partes de la célula, especialmente gracias al ARN (en inglés, RNA) y a los ribosomas, y con el ambiente.
Es posible, por ejemplo, que un ADN “sano” no pueda ser leído correctamente durante el embarazo porque la madre ha tomado algunas sustancias dañinas. El caso del talidomide es, en ese sentido, tristemente famoso. Otras veces un genoma dañado, orientado a provocar ciertas enfermedades en la edad adulta, nunca llega a “actuar” (a dañar a la persona), por factores externos o simplemente porque esa persona muere prematuramente.
El deseo de definir al ser humano solamente por el ADN resulta, por lo tanto, insuficiente y reductivo. Una compleja cadena de aminoácidos, como la de nuestro ADN, tiene un papel insustituible a la hora de explicar la mayoría de los procesos fisicoquímicos de nuestro cuerpo. Pero no puede ni fundar la dignidad humana ni explicar fenómenos tan complejos y tan maravillosos como son el pensamiento intelectual y el amor.
La naturaleza humana tiene su característica propia y está dotada de dignidad no por los cromosomas que tiene, sino por aquello que los clásicos identificaban como alma espiritual. Porque sólo una dimensión superior a la materia explica nuestras ideas abstractas y nuestras decisiones libres, y funda así la dignidad que es común a todo ser humano, a pesar de las muchas variaciones que nos “separan” (ser grande o pequeño, blanco o negro, rico o pobre, niño o anciano, sano o enfermo, nacido o sin nacer).
Si lo recordamos, evitaremos el riesgo de reducir nuestra mirada a lo que puede decir (y es mucho y valioso) la ciencia sobre el ADN, y reconoceremos dimensiones profundas que son posibles desde el alma espiritual, gracias a la cual todos los seres humanos estamos abiertos, si no hay graves obstáculos, al ejercicio de la libertad y del pensamiento, a la inserción en el mundo de la cultura y de la vida social.
San Alfonso María de Ligorio a la Virgen: ¡Concédeme amar a Dios siempre!
Humilde autor de una de más grandes aportaciones marianas jamás escritas
“Esto es lo que pedís de mí, que yo ame a Dios; pues bien, esto mismo es lo que os pido: obtenedme la gracia de amarle y de amarle siempre. Este es el único deseo de mi corazón. Amén”.
Así culmina una de las más preciosas oraciones que forman parte de Las Glorias de María, la magistral obra de san Alfonso María de Ligorio.
Este libro recoge una profunda recopilación de la defensa mariana, junto a su opinión, destacando dos grandes verdades: la Virgen María es Madre del Redentor y es Madre de misericordia.
“¡De cuántos peligros, Reina mía, no me habéis librado? ¿Quién podrá enumerar las luces y misericordias que de Dios me habéis alcanzado? ¿Qué beneficios, qué honores habéis recibido de mí, para empeñaros en hacer tanto bien?
“Sólo vuestra bondad os ha movido a ello. Aunque yo diera por Vos toda mi sangre y mi vida, sería nada en comparación de lo que os debo, puesto que Vos me habéis librado de la muerte eterna y me habéis recobrado, como lo espero, la divina gracia. En una palabra, todo lo que tengo, por vuestras manos me ha venido».
“Señora mía, amabilísima, siendo tan miserable como soy, no puedo, en cambio hacer otra cosa más que alabaros siempre y amaros. No os desdeñéis de aceptar el amor de un pecador enamorado de vuestra bondad».
“Si mi corazón es indigno de amaros, por estar manchado y lleno de afectos terrenos, procurad, Señora, trocarlo, ya que lo podéis hacer. Unidme y estrechadme de tal manera con Dios, que no pueda jamás separarme de su santo amor».
“Esto es lo que pedís de mí, que yo ame a Dios; pues bien, esto mismo es lo que os pido. Obtenedme la gracia de amarle y de amarle para siempre. Este es el único deseo de mi corazón. Amén”.
Su trabajo Las Glorias de María es una de más excelsas aportaciones marianas jamás escritas.
Pero Alfonso escribió más de un centenar de obras (111) escribió Alfonso, incluyendo su Tratado de Teología Moral, entre los años 1753 y 1755.
Expulsado por su propia orden
Su escritura no surge como fruto de grandes placeres, sino en medio de profundos dolores, pues una pesada cruz acompañará al santo en su última década de vida.
Entonces tendrá que lidiar con momentos particularmente dolorosos, sufrimientos físicos y espirituales.
Son vanos sus intentos por lograr el reconocimiento de su congregación. Esta se verá afectada por amargas discusiones en su interior, que sólo acabarán tras su muerte.
Virtualmente ciego e incapaz de dirigir el grupo, será expulsado de la orden por él fundada al no haber leído un documento crucial antes de firmarlo.
Más tarde vendrá la decisión equivocada del papa Pío VI en 1780, sobre la que sin embargo guardará silencio.
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Dios le concederá morir a la hora del Ángelus del 1 de agosto de1787. Cesan entonces las divisiones en su congregación y se reconocen los errores cometidos en su contra.
Así, los redentoristas obtienen el reconocimiento pleno y se expanden rápidamente por todo el planeta hasta tener presencia al día de hoy en unos 80 países.
San Alfonso María de Ligorio es uno de los santos que mayor influencia tuvo en la devoción a la Santísima Virgen.
Su comentario de la Salve Regina es una dulce explosión de amor que la muestra como Madre y como Reina, exaltando su condición de misericordiosa y “esperanza nuestra”.
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Oración de san Alfonso María de Ligorio al Santísimo Nombre de María
Doctor de la Iglesia
Fue beatificado en 1816 y canonizado en 1831. Le proclamaron Doctor de la Iglesia en el año 1871.
Su libro está cargado de ejemplos: 130 formas sencillas de explicar grandes y algunas veces complejas verdades.
41 cierran los capítulos y los párrafos, mientras que 89 forman parte de colección de varios ejemplos sobre la Virgen María.
Alfonso tardó 16 años en redactar Las Glorias de María, en las que hace impecable gala de los honores de la Madre de Dios y destaca la noble piedad mariana, así como su poder de intercesión. Comenzó a escribirlo cuando tenía 38 años de edad y lo terminó a los 54. A lo largo de sus años fue perdiendo los sentidos de vista y oído. «Cuánto amor a Dios»“Soy medio sordo y medio ciego, pero si Dios los quiere más, lo acepto con gusto”, decía.
El santo visitaba a diario el Sagrario. Al estar junto a él, decía: «¿Jesús, me oyes?«.
Y a los hermanos que le acompañaron durante su vejez, les interrumpía con frecuencia para increpar:
«¿Ya rezamos el Rosario? Perdonadme, pero de ello depende mi salvación».
Estando en “avanzada edad, casi sin vista, tenía a su cuidado un hermano coadjutor que lo consolaba leyéndole libros espirituales.
Entusiasmado una vez el viejecito Alfonso al oír leer algunas páginas, interrumpió diciendo: ‘Diga hermano: ¿qué libro es ése? ¡Cuán precioso es! ¿Quién lo ha escrito? Qué suavidad. ¡Cuánto amor a Dios, a María y a las almas! ¿Y cómo se llama su autor?’
–El hermano se le acercó un poco más y cerrando el libro y leyendo su portada le dijo: ‘El libro se llama: Las Glorias de María, y su autor es Alfonso de Ligorio’. Al venerable anciano oír aquella noticia se le enrojeció el rostro de emoción, ruborizado de haber alabado de tal manera su propia obra”, señala el libro.
Más tarde el santo dirá:“¡Oh, María! Espero salvarme con entera certidumbre por vuestro medio. Rogad a Jesús por mí; no os pido otra cosa. Vos me habéis de salvar, porque sois mi esperanza. Entre tanto, no cesaré de repetir estas consoladoras palabras: ¡Oh María, esperanza mía; Vos me habéis de salvar!”.