Jueves, 30 de junio de 2022
DECIMOTERCERA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO
MATEO 9:1-8
Amigos, en el Evangelio de hoy el Señor sana a un paralítico luego de haber perdonado sus pecados. Las palabras iniciales de Jesús a este hombre paralítico son: “Tus pecados te han sido perdonados”. ¿Por qué Dios perdona nuestros pecados? Porque Dios nos quiere vivos, quiere que nos movamos; nos quiere en acción, tomando conciencia de lo que podemos ser.
Jesús viene a liberarnos para que tengamos una vida más profunda, para abrirnos un nuevo futuro. El pecado es una negativa a vivir de acuerdo a los propósitos y deseos de Dios. Nuestra obsesión con los pecados pasados nos paraliza. Dios se opone a esta obsesión con el pasado porque nos inmoviliza.
Puedo dar muchas vueltas pensando en mis pecados del pasado a tal punto que finalmente me quedo paralizado, incapaz de moverme. “Tus pecados te son perdonados” es otra forma de decir: “No te dejes paralizar por los pecados que sin duda te preocupan mucho más de lo que preocupan a Dios”.
Después de decir que los pecados le han sido perdonados, Jesús dice: “Levántate, toma tu camilla y vete a casa”. Así es como funciona: Primero viene el perdón de los pecados, y ese es un poder liberador en nosotros. Ahora puedo vivir para el futuro.
Ve, profetiza a mi pueblo Israel
La escena se desarrolla en el santuario de Betel, Israel. Betel era un lugar frecuentado por muchos peregrinos de todo el norte del país. Allí se representaba a Dios como un becerro. Hasta el rey Jeroboán acudía allí a adorar. Era “el santuario real y capital del reino”. Amasías era el sacerdote de aquel santuario.
Frente a una forma de vivir la religión, bastante deteriorada, Amós resultaba ser un profeta incómodo, ya que denunciaba aquella religión y afirmaba que Dios no estaba con ellos, sino contra ellos. Ante la predicación de Amós y sus profecías, Amasías acudió al rey acusando a Amós de conspiración y profetizar la “muerte del rey y su deportación a tierras extrañas”. Por todo ello pidió a Amós que se marchara a Judá y ganara el pan fuera de aquellas tierras.
La respuesta de Amós es admirable, como la de todo hombre que lleva dentro a Dios. Le indica el origen de su vocación, aunque él no se considere un profesional de la profecía. Se considera boyero y cuidador de higos, pero la fuerza de Dios le obliga a ejercer de profeta. Detrás de las acusaciones de Amasías se oculta el miedo a perder su clientela en el Santuario de Betel. Cree que Amós predica por dinero y teme quedar relegado y sin sustento.
Amós no es como él. Predicar es una exigencia que nace de la llamada que Dios le ha hecho. Siendo fiel, no tiene inconveniente predicar la muerte del rey en tierra extranjera y anunciar la deportación del reino de Israel.
Para este mundo nuestro tan relativista, donde la mentira y el engaño tienen una presencia tan frecuente en nuestra sociedad, Amós se convierte para nosotros en una llamada de Dios. Por eso nuestra reflexión ha de llevarnos siempre a personalizar lo escuchado. ¿Hasta qué punto es fuerte nuestra fe para afrontar situaciones de desprecio, de oposición e indiferencia?
Tus pecados te son perdonados
Jesús realiza la curación de un paralítico, una acción profética para indicar que el Reino de Dios ha llegado. Él ha detectado una fe grande en aquellos que portan al paralítico. Curiosamente, comienza por ofrecerle el perdón. Algo que solo Dios podía hacer. Supone un escándalo para aquellos escribas, versados en la ley. Da la sensación de que Jesús esperaba su reacción y por eso les reprocha sus malos pensamientos. Como respuesta a sus pensamientos, acentúa su gesto indicándole al paralítico que coja la camilla y se vaya a su casa.
En el pueblo de Israel, como en otros muchos pueblos, la enfermedad se asociaba al pecado. De ahí que Jesús comience con ese gesto del perdón tras lo cual curará al impedido paralítico.
Como en tantas ocasiones, la reacción del pueblo sencillo, que mira los hechos con realismo, es de admiración, sobrecogimiento y alabanza a Dios porque ha dado a los hombres la potestad de curar a quienes viven sujetos a sus limitaciones convirtiéndose en personas dependientes de los demás.
La parte de los escribas ha “tomado nota” para poder acusarlo de blasfemo. Ha perdonado los pecados: “¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?”.
Jesús es consciente de lo que piensan de él, pero no se inmuta, porque está cumpliendo la misión que el Padre le ha encomendados. Él ha venido a ser vida y dar vida a los hombres.
Parece claro que nuestras acciones siempre provocan reacciones en los demás. Y, como en el caso de Jesús, habrá quien las juzgue bien y quienes las sometan a juicio. Conviene siempre tener como modelo la reacción de Jesús. Él tiene claro cómo actuar y no se arredra, pese a tener enfrente jueces que pensarán mal y rechazarán sus gestos. Él se mantiene fiel a su Padre que quiere el bien de sus hijos.
Como en la primera lectura nos toca hoy, -quizá siempre-, revisar nuestras posturas. Sobre todo, las que hacen referencia a nuestros miedos, a la reacción de los demás cuando, por ser fieles a nuestras convicciones, recibimos el desprecio o el rechazo. Los tiempos no son propicios a aceptar la Verdad y hacerla vida. Jesús con ese gesto nos anima a seguir su comportamiento.
La salud física es un regalo que debemos cuidar. Pero el Señor nos ensena que también la salud del corazón, la salud espiritual debemos cuidarla. (…) Hay una palabra, aquí, de Jesus que talvez nos ayudara: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. ¿Estamos acostumbrados a pensar en esta medicina del perdón de nuestros pecados, de nuestros errores? (…) Y hoy Jesús, a cada uno de nosotros, dice: “Quiero perdonarte los pecados” (Homilía Santa Marta, 17 enero 2020)
Primeros Mártires de la Santa Iglesia Romana, Santos
Memoria Litúrgica, 30 de Junio
Primeros Mártires Iglesia en Roma
Martirologio Romano: Santos Protomártires de la santa Iglesia Romana, que, acusados de haber incendiado la Urbe, por orden del emperador Nerón unos fueron asesinados después de crueles tormentos, otros, cubiertos con pieles de fieras, entregados a perros rabiosos, y los demás, tras clavarlos en cruces, quemados para que, al caer el día, alumbrasen la oscuridad. Eran todos discípulos de los Apóstoles y fueron las primicias del martirio que la iglesia de Roma presentó al Señor († c. 64).
Breve Reseña
La celebración de hoy, introducida por el nuevo calendario romano universal, se refiere a los protomártires de la Iglesia de Roma, víctimas de la persecución de Nerón después del incendio de Roma, que tuvo lugar el 19 de julio del año 64.
¿Por qué Nerón persiguió a los cristianos? Nos lo dice Cornelio Tácito en el libro XV de los Annales: “Como corrían voces que el incendio de Roma había sido doloso, Nerón presentó como culpables, castigándolos con penas excepcionales, a los que, odiados por sus abominaciones, el pueblo llamaba cristianos”.
En tiempos de Nerón, en Roma, junto a la comunidad hebrea, vivía la pequeña y pacífica de los cristianos. De ellos, poco conocidos, circulaban voces calumniosas. Sobre ellos descargó Nerón, condenándolos a terribles suplicios, las acusaciones que se le habían hecho a él. Por lo demás, las ideas que profesaban los cristianos eran un abierto desafío a los dioses paganos celosos y vengativos… “Los paganos—recordará más tarde Tertuliano— atribuyen a los cristianos cualquier calamidad pública, cualquier flagelo. Si las aguas del Tíber se desbordan e inundan la ciudad, si por el contrario el Nilo no se desborda ni inunda los campos, si hay sequía, carestía, peste, terremoto, la culpa es toda de los cristianos, que desprecian a los dioses, y por todas partes se grita: ¡Los cristianos a los leones!”.
Nerón tuvo la responsabilidad de haber iniciado la absurda hostilidad del pueblo romano, más bien tolerante en materia religiosa, respecto de los cristianos: la ferocidad con la que castigó a los presuntos incendiarios no se justifica ni siquiera por el supremo interés del imperio.
Episodios horrendos como el de las antorchas humanas, rociadas con brea y dejadas ardiendo en los jardines de la colina Oppio, o como aquel de mujeres y niños vestidos con pieles de animales y dejados a merced de las bestias feroces en el circo, fueron tales que suscitaron un sentido de compasión y de horror en el mismo pueblo romano. “Entonces —sigue diciendo Tácito—se manifestó un sentimiento de piedad, aún tratándose de gente merecedora de los más ejemplares castigos, porque se veía que eran eliminados no por el bien público, sino para satisfacer la crueldad de un individuo”, Nerón. La persecución no terminó en aquel fatal verano del 64, sino que continuó hasta el año 67.
Entre los mártires más ilustres se encuentran el príncipe de los apóstoles, crucificado en el circo neroniano, en donde hoy está la Basílica de San Pedro, y el apóstol de los gentiles, san Pablo, decapitado en las “Acque Galvie” y enterrado en la vía Ostiense. Después de la fiesta de los dos apóstoles, el nuevo calendario quiere celebrar la memoria de los numerosos mártires que no pudieron tener un lugar especial en la liturgia.
Renovación de vida
Santo Evangelio según san Mateo 9, 1-8. Jueves XIII del Tiempo Ordinari
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor Jesús, ayúdame a caminar de tu mano y a dejarme sanar con tu amor.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Mateo 9, 1-8
En aquel tiempo, Jesús subió de nuevo a la barca, pasó a la otra orilla del lago y llegó a Cafarnaúm, su ciudad.
En esto, trajeron a donde Él estaba a un paralítico postrado en una camilla. Viendo Jesús la fe de aquellos hombres, le dijo al paralítico: “Ten confianza, hijo. Se te perdonan tus pecados”.
Al oír esto, algunos escribas pensaron: “Este hombre está blasfemando”. Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, les dijo: “¿Por qué piensan mal en sus corazones? ¿Qué es más fácil: decir ‘Se te perdonan tus pecados’, o decir ‘Levántate y anda’? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, –le dijo entonces al paralítico–: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”.
Él se levantó y se fue a su casa. Al ver esto, la gente se llenó de temor y glorificó a Dios, que había dado tanto poder a los hombres.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
Es común que, en nuestro día a día, tomemos un ritmo y, en base a él, pasen desapercibidas ciertas circunstancias, ciertas situaciones que para nosotros son normales, pero que para Jesucristo son únicas, son especiales, pues Él las permite para mostrar su amor hacia cada uno de sus hijos.
En el caso del Evangelio que acabamos de contemplar, podemos descubrir un Jesucristo, que, a pesar de vivir esas situaciones ordinarias de la vida, no es ajeno a sus hijos, no es ajeno al dolor, no es indiferente hacia los deseos que llevamos en nuestro corazón. Es así que podemos ver cómo ante un paralítico, se detiene, le mira con amor y le dice, ¡ánimo tus pecados están perdonados!, devolviéndole la paz al corazón.
Lo hermoso de ello es el saber que Jesucristo siempre estará ahí para sanarnos, lo cual podemos ver constantemente en nuestra vida, ya que, al hablar del paralítico, no sólo hablamos de algo físico, sino también de algo espiritual. Muchas veces estamos paralíticos, nos angustiamos y nos entristecemos por las diversas situaciones que vivimos, no nos levantamos, nos quejamos y no queremos continuar. Es ahí cuando hay que recordar las palabras de Jesucristo: «Ánimo» tu fe, te ha salvado y que esa luz ilumine cada uno de los pasos a seguir en la vida.
«La renovación no nos debe dar miedo, la Iglesia está siempre en renovación y no se renueva a su antojo, sino que lo hace firme y bien fundada en la fe, sin apartarse de la esperanza». (Cf Homilía de S.S. Francisco, 9 de septiembre de 2017).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
El día de hoy haré una visita a Cristo Eucaristía y le pediré que me ayude a caminar con ánimo y amor en la vida.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Gloria: La alabanza, un acto de amor
Aquél que sabe reconocer su verdad de creatura es capaz de elevar el Espíritu a su Dios reconociendo su grandeza
La alabanza, un acto de amor
En la Celebración Eucarística tenemos la posibilidad de alabar a Dios con la oración del Gloria.
La alabanza es un don que Dios da a las almas humildes ya que es la oración de quien se sabe colocar en su sitio y no pretender ser el Dios que merece ser alabado. “A Dios, el único sabio, por Jesucristo, ¡a él la gloria por los siglos de los siglos! Amén.” Rom. 16, 27.
Aquél que sabe reconocer su verdad de creatura es capaz de elevar el Espíritu a su Dios reconociendo su grandeza, su fuerza, su poder, su honor. “Solo tú eres Santo, solo tú Señor, solo tú Altísimo, Jesucristo”. Puede ayudar repetir una y otra vez en tu corazón: “Solo tú, solo tú. No yo Señor, solo tú”. Verás como, poco a poco, Dios va asumiendo el rol que le corresponde en tu corazón. “Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor.” Ef. 5, 19.
La alabanza, un acto de conversión
Nuestra tendencia es constantemente la de ponernos en el lugar de Dios. La de entronarnos en reyes de nosotros mismos. “Así dice el Señor Yahveh: ¡Oh!, tu corazón se ha engreído y has dicho: «Soy un dios, estoy sentado en un trono divino, en el corazón de los mares.» Tú que eres un hombre y no un dios, equiparas tu corazón al corazón de Dios.” Ez. 28, 2.
Es por eso que la alabanza tiene una función de conversión. Con ella y gracias a ella ponemos nuestra mirada y nuestro corazón, una y otra vez en Dios. Se puede decir que vaciamos el trono para que se siente Él y desde ahí, desde nuestro corazón, reine. “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos.” Ap. 5, 13.
Cristo, que está sentado en el trono de tu corazón, es el Cordero sin mancha que ha lavado con su sangre tus vestiduras (Ap. 7, 14). Deja que el Cordero reine y verás como tus vestidos escarlata se vuelven blancos como la nieve (Is. 1, 18). La conversión de tu corazón se irá realizando progresivamente a través de la alabanza.
La alabanza y la oración
La alabanza es también la oración de los grandes en el amor, ya que no nos buscamos a nosotros mismos. El objeto de la oración no somos nosotros, sino solo Dios. La adoración nos descentra y pone a Dios en el centro. Es un gesto de donación y de ofrecimiento a Él, que merece toda alabanza. “Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder.” Ap. 4, 11.
Reconocemos los atributos de Dios y nos alegramos por ellos. “A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén.” Ef. 3, 20-21. Nos alegramos y llenamos de gozo porque Él es nuestro Dios. Es un modo de decirle lo orgullosos que estamos de Él. “Por tu inmensa gloria te alabamos”. Puedes decirle a Dios estas palabras con el cariño de un hijo que ve a su padre como el mejor. No hay nadie como tú, Dios nuestro, eres el más grande.
La alabanza, un modo de vivir
La alabanza, no es solo un tipo de oración. La alabanza es, sobre todo, un modo de vivir. A Dios le damos gloria con nuestra vida. Aquel que más ha agradado al Padre es Cristo, su Hijo. Lo dice en las palabras del bautismo en el Jordán: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco.” Mt. 3, 17.
Dios Padre se complace en su Hijo porque fue quien cumplió Su voluntad del modo más perfecto. “Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Heb. 10, 7. Cumplir la voluntad de Dios es lo que lo hacía estar íntimamente unido a Él. La unión con Dios es una alabanza. Dios nos invita a ser uno en Cristo y siendo uno en Él podremos alabar al Padre celestial. “Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros.” Jn. 17, 21. Somos uno con el Señor cuando vivimos unidos a Su querer. Es por eso que bendecimos a Dios y lo alabamos en nuestro día a día si estamos cumpliendo Su voluntad.
Durante el Gloria y el Santo te puede ayudar adoptar las siguientes actitudes: preséntate ante el Señor con tu corazón enamorado. Pide al Espíritu Santo que posea tu alma y la eleve. Deja que irrumpa en tu interior la alabanza, aunque no tengas palabras que decir. Quédate en silencio pero con el corazón ensanchado por ella. Escucha a la Iglesia entera que alaba a su Dios diciendo: “Santo, Santo, Santo es el Señor”. Adopta las pocas palabras que puedas pronunciar. Vive unido a Dios, en su voluntad, esa será la más grande alabanza.
El camino de la fe no es un paseo sino exigente y arduo
Ángelus del Papa Francisco, 29 de junio de 2022.
Una Plaza de San Pedro repleta de fieles y peregrinos, pero sobre todo de romanos de fiesta en la solemnidad de sus patronos, los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Tras la Santa Misa, celebrada en la basílica en una solemnidad que es también ocasión para la entrega del palio episcopal a los nuevos arzobispos metropolitanos del mundo, el Pontífice recordó que para adherir plenamente al Evangelio es necesario un tiempo de maduración de la fe, de aprendizaje y humildad que los santos patronos de Roma superaron con su testimonio, incluso hasta la muerte en la cruz como San Pedro.
El Santo Padre abrió su alocución recordando que para el pescador Simón, conocido como Pedro, su profesión de fe ante Jesús – «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16)” – fue solo el comienzo de un viaje: “De hecho – dijo el Pontífice – tendría que pasar mucho tiempo antes de que el alcance de esas palabras entrara profundamente en su vida, involucrándolo por completo”.
Hay un «aprendizaje» de la fe
Francisco insistió en la necesidad que, como los apóstoles Pedro y Pablo, tiene cada uno de nosotros, que también “creemos que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, de “tiempo, paciencia y mucha humildad para que nuestra forma de pensar y actuar se adhiera plenamente al Evangelio”.
El Papa narró el rechazo de Pedro a la perspectiva de Jesús de que su fe le acarrearía sufrimiento y muerte, hasta el punto que el Maestro lo acusó de no pensar según Dios, sino según los hombres: «¡Apártate de mí, Satanás!”, le dijo.
“Pensemos: ¿no nos ocurre lo mismo? Repetimos el Credo, lo decimos con fe; pero ante las duras pruebas de la vida, todo parece tambalearse. Nos sentimos inclinados a protestar ante el Señor, diciéndole que no está bien, que debe haber otros caminos más rectos y menos extenuantes. Experimentamos la laceración del creyente, que cree en Jesús, confía en Él; pero al mismo tiempo siente que es difícil seguirle y se ve tentado a buscar caminos distintos a los del Maestro”.
En efecto, Francisco afirmó que San Pedro experimentó este drama interior y le llevó tiempo y maduración: “Al principio le horrorizaba la idea de la cruz; pero al final de su vida dio testimonio del Señor con valentía, hasta el punto de ser crucificado -según la tradición- con la cabeza baja”.
“Siempre debo aprender”
También el apóstol Pablo pasó por una lenta maduración de la fe, experimentando momentos de incertidumbre y duda, aseguró Francisco, al referirse a la aparición del Resucitado a San Pablo en el camino de Damasco, que le hizo pasar de perseguidor a cristiano e iniciar un camino no exento de crisis, fracasos y el tormento constante de lo que él llama una «aguijón en la carne».
“El camino de la fe nunca es un paseo por el parque, sino que es exigente, a veces arduo: incluso Pablo, que se hizo cristiano, tuvo que aprender a serlo poco a poco, especialmente en los momentos de prueba”.
El Papa insistió en que la experiencia de los santos apóstoles Pedro y Pablo, lleva a cada cristiano a preguntarse si cuando profesa su fe en Jesucristo lo hace con la “conciencia” de que siempre debe aprender o presume que ya lo tiene “todo resuelto». También si en las dificultades y pruebas, se desaniman, se quejan o aprenden a “hacer de ellas una oportunidad para crecer en la confianza en el Señor”. Dos cuestiones que Francisco invitó a responder recordando las palabras Pablo a Timoteo: “Porque él nos libra de todo mal y nos lleva con seguridad al cielo (cf. 2 Tm 4,18).
Ucrania siempre en el pensamiento del Papa
Al final de la oración mariana, Francisco volvió a dirigir su pensamiento a Ucrania instando al diálogo para la resolución del conflicto en curso. Asimismo, Francisco manifestó su preocupación por los incendios que se han producido en los últimos días en Roma, favorecidos por las altas temperaturas, y hablando de la sequía que sufre Italia en los últimos meses exhortó a tutelar a toda la creación, que define como una responsabilidad de todos. Por último, un recordatorio de la nueva iniciativa del Dicasterio de la Comunicación que publicó y distribuyó, este domingo, el primer número de «L’Osservatore di Strada», un periódico mensual con historias, experiencias, pero también de pensamientos y opiniones de los marginados, excluidos, refugiados.
Regresar al camino
El agradecimiento implica regresar al buen camino de la vida.
“Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó alabando a Dios en voz alta, se postró a los pies de Jesús y le dio las gracias”. Dice el refrán que “es de bien nacidos el ser agradecidos”. Sin embargo, el episodio de los diez leprosos que encontramos en el Evangelio, nos muestra y nos revela que la gratitud es, más bien, una virtud rara, una virtud exótica, algo parecido a esas flores curiosas que brotan en medio de la nieve o en los lugares más insospechados de la tierra.
Nos cuesta ser agradecidos. Pero ¿por qué? ¿Cuál puede ser la razón de esa dificultad? Tal vez porque en el fondo “dar las gracias” implica regresar un camino; algo que no siempre estamos dispuestos a hacer: “Mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra. Uno de ellos, al ver que estaba curado, regresó…”
Esos hombres, los diez, estaban desahuciados, eran unos muertos en vida, comidos por la enfermedad y por la soledad, señalados por la sociedad, proscritos, relegados, rotos por dentro y por fuera. Esos hombres pasaron en un instante a recuperar, de golpe, toda su dignidad, toda su salud, todo su cuerpo. Debió ser algo impresionante, inesperado, impactante. El único detalle en contra es que Jesús lo hizo gratis. A Jesús no le debían mil millones de dólares, ni una comisión, ni siquiera un regalo de agradecimiento. Lo único que les ataba a la persona que les había curado era su capacidad de agradecer; pero eso implicaba regresar por el mismo camino, tal vez perder un poco de tiempo, y reconocer el favor. Algo que sólo uno estuvo dispuesto a hacer.
“Regresar el camino” y dar las gracias no siempre y no todos estamos dispuestos a hacerlo. Somos mucho más agradecidos con el doctor, con el psicólogo o con el nutriólogo, que nos recibe en su consulta, reloj en mano, y nos receta un medicamento, una dieta o una terapia, que con el confesor que desde el confesionario nos absuelve, sin dinero de por medio, y nos limpia de la lepra del pecado. Somos más agradecidos con el funcionario o con el político que nos hace algún favor, a cambio de una significativa comisión, que con nuestros papás, que con esfuerzo y con sacrificio han gastado y han dado su vida para sacar adelante la nuestra.
¿Y con Dios? con Dios, más que agradecidos somos exigentes y muchas veces injustos. Le exigimos curaciones, le exigimos milagros, le exigimos que tengamos suerte, le exigimos que encontremos un buen trabajo, le exigimos que nos vaya siempre bien en la vida, le exigimos que no nos pase nada ni a nosotros ni a los nuestros, le exigimos que no nos falte el dinero, que nuestros hijos tengan éxito en la vida…. Exigimos, exigimos, exigimos y si no nos cumple renegamos, nos alejamos o dudamos de él haciéndolo culpable de todo lo que nos pasa.
Parece mentira, y es triste, que no nos hayamos dado cuenta de que Dios ya hizo el gran milagro, de que él ya cumplió con su parte. Él nos ha dado lo más importante: la existencia y su amor; su vida y su muerte; su cuerpo y su sangre; la resurrección y la vida eterna. A nosotros es a quienes nos corresponde, ahora, recorrer el camino. El problema es si estamos dispuestos a regresar, de vez en cuando, ese camino, para corresponder con nuestra capacidad de agradecer.
Diez leprosos fueron curados de su enfermedad. Los diez se beneficiaron del milagro, pero sólo uno regresó el camino para dar las gracias. Ese leproso, además del milagro de su curación corporal, escuchó palabras no menos misteriosas e impresionantes, que sin duda marcaron el resto de su existencia: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”.
Cada domingo tenemos la oportunidad de “regresar el camino” para dar gracias a Dios. La palabra “Eucaristía”, significa “acción de gracias”. Sólo por ese motivo ya sería algo grande ir a Misa. Sorprende y entristece ver la facilidad con que dejamos de hacerlo, a veces por flojera, otras veces porque la prisa de la vida, que también se hace presente los fines de semana, nos hace ver ese “dar gracias” como una pérdida de tiempo. Con toda razón, el Papa Juan Pablo II advertía al inicio del tercer milenio a todos los creyentes que “la Eucaristía dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios en torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la dispersión”. No hacerlo, no es sólo signo de ingratitud, sino también signo de despiste existencial. Ser agradecidos no cuesta dinero, es gratis; tal vez eso es lo malo, porque todo lo gratuito corre el riesgo de no ser valorado. Es cierto que no cuesta dinero en esta vida, pero tendrá su peso cuando en la otra oigamos: “¿No fueron diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve?”
Del amor líquido y otras paradojas
La solidaridad…. y Enamorarse…
El ciudadano líquido vive a sus anchas el deseo erótico, pero evita enamorarse, perder la cabeza por otro ser humano, y sobre todo teme engendrar
En alguna ocasión, ya me he referido elogiosamente a la metáfora que utiliza el avispado analista judío Zygmunt Bauman para representar el sino de nuestras sociedades. En una de sus últimas monografías, Amor líquido (2005), aborda, inteligentemente, la fragilidad de los vínculos humanos en la llamada Modernidad líquida y el tipo de relaciones que se establecen en este marco cultural.
El tema de la obra en cuestión, editada por Fondo de Cultura Económica, es toda una lección programática, donde se explora la calidad de los vínculos interpersonales en la Tardomodernidad. A juzgar por lo que afirma Bauman, casi se podrían representar tales relaciones amorosas con la imagen del estado gaseoso.
El lúcido analista cultural explora el individualismo postmoderno y el temor de los ciudadanos occidentales a establecer relaciones duraderas, más allá de las meras conexiones. Entrelaza el hombre sin atributos de Robert Musil con la insoportable levedad del ser de Milan Kundera y dibuja un universo tan volátil como efímero. Según su punto de vista, el ciudadano occidental desea, por lo general, vivir solo, en un apartamento cómodo, moderno y sofisticado, abierto al mundo a través de Internet, pero aislado de los vecinos más próximos.
Siente aversión a la soledad, pero, aún más, a la vinculación, a la liaison.
Prefiere vivir separado, gestionar su vida social según sus preferencias, a dosis bien delimitadas, evitando cualquier exceso.
Aspira a mantenerse permanentemente desatado, rehusa vínculos y compromisos estables y, defiende, por encima de todo, su independencia social, sexual y económica, independencia que no está dispuesto a sacrificar por ningún tipo de amor.
Desea tener relaciones íntimas, pero con fecha de caducidad y, si es posible, sin secuelas.
Nieto de la liberación sexual, el ciudadano líquido vive, a sus anchas, el deseo erótico, pero evita, sobre todo, enamorarse, perder la cabeza por otro ser humano y sobre todo, teme el engendrar.
El ciudadano occidental necesita estar conectado, saber que hay, en el otro lado de la red, individuos que están ahí y con los que, si conviene, se puede chatear, pero teme amar de verdad, porque sabe, en el fondo, que amar significa, perder esa pretendida autosuficiencia que con tanto ardor defiende, significa asumir responsabilidades, limitar el campo de acción personal, estar dispuesto a ceder y, sobre todo, a practicar la renuncia de sí mismo y el sacrificio personal.
Esclavo de su ego, es incapaz de darse definitivamente a un tú. Filtra bien sus relaciones y somete a un cómputo matemático los costes y los beneficios de cualquier nuevo vínculo. La mentalidad instrumental y economicista acapara el terreno de los vínculos interpersonales y el do ut des se impone como máxima moral.
En ocasiones, el ciudadano líquido se siente llamado a ejercer la solidaridad a través del teléfono, animado por algún telepredicador laico que le recuerda que en el mundo hay pobres, enfermos, ancianos y moribundos. El telepredicador suscita una lágrima de falsa compasión en el teleespectador y el ciudadano postmoderno desembolsa, consiguientemente, una pequeña cantidad de su cuenta corriente. Nada importante. Podrá seguir su ritmo de vida sin ningún tipo de alteración. Después de tan soberbio gesto, se siente bien, ha pagado la purificación de su culpa a un módico precio. A este gesto, le llama, insolentemente, solidaridad.
Esta solidaridad líquida no obedece a la gratuidad pura, al impulso agápico, sino a un interesado cálculo emocional. El resultado final es sentirse bien con uno mismo, poder seguir consumiendo con voracidad, sin tener que evadirse del silencio, ahuyentar el demonio de la culpabilidad.
Nada tiene que ver este concepto de solidaridad con el sentido más genuino del término. En sentido estricto, la solidaridad es una virtud, un valor moderno para referirse a la misma virtud teologal de la caridad. Designa un sólido vínculo con el otro, tan profundo, tan intensamente vivido en el interior, que el otro, deja de ser el otro-extraño, para convertirse en el tú-próximo. La solidaridad convierte al otro en hermano, en el alter ego y su sufrimiento se vive como propio.
Esta solidaridad va unida al acto de sufrir, pues el que está dispuesto a unirse tan hondamente con el destino del otro, sabe, de antemano, que no podrá mantenerse al margen de su sufrimiento, sabe que su pathos, su estado de ánimo y su equilibrio emocional experimentará una profunda alteración al vivir, plenamente, la solidaridad.
La solidaridad no se resuelve en un pacto económico, ni en una cuota que se estipula desde el Gobierno de turno. Impone un modo de estar en el mundo, una actitud de acercamiento al otro, de superación de la fría distancia postmoderna, para inmiscuirse en el dolor ajeno. Demasiado fuerte para el ciudadano líquido. Todo ello evoca formas de compromiso que no puede asumir, que ni siquiera puede imaginar. Todo ello altera su narcisismo, su pequeño mundo de alegrías, su inestable y delicado equilibrio emocional.
Esta solidaridad líquida constituye, en el fondo, un simulacro de solidaridad, un modo de purificar la culpa que, a veces, emerge desde lo más hondo del ser postmoderno. La culpa es un sentimiento negativo, desagradable, que uno debe expulsar cuanto antes pueda de su foro interior. La solidaridad se convierte, de este modo, en el contenedor de la culpa postmoderna. Lo importante es no implicarse demasiado, no dejarse afectar por el destino ajeno, no amagarse la vida con el sufrimiento de los otros; mantenerse al margen de todo y de todos y limitarse a jugar el papel de espectador.
La solidaridad líquida es un esperpento de la caridad cristiana, una triste imagen deformada de la filantropía que soñaron los ilustrados, un autoengaño colectivo. En cualquier caso, es el ejemplo más patente del olvido del otro, de la obsesión por el yo y de la atomización de una sociedad que evita establecer lazos con quienes causan problemas.
Para atender a tales sujetos, necesitamos de técnicos especializados, de diplomados facultados para enfrentarse a las tragedias humanas. Delegamos a otros el deber de humanidad. Triste solidaridad, la solidaridad líquida.
Enamorarse
Enamorarse es perder cordura y dominio, y eso espanta al ciudadano líquido
Una de las experiencias emocionales más intensas que puede vivir un ser humano a lo largo de su periplo vital es el enamoramiento.
Esta pérdida provisional de cordura y de dominio de sí que lleva asociada la experiencia de enamorarse es algo que aterra al ciudadano líquido. Prefiere las aventuras enlatadas de los parques temáticos y los encuentros virtuales pactados a priori.
Teme colgarse por alguien, cambiar su estilo de vida, tener que compartir cuenta corriente y vivienda, experimentar el vértigo del auténtico eros, de ese eros que va más allá de la mera pulsión freudiana y mueve al enamorado más allá de sí mismo, que le impulsa a trascenderse, a buscar en la persona amada un ideal que jamás hallará en el espacio y tiempo.
Según Zygmunt Bauman, la definición romántica del amor -“hasta que la muerte nos separe”- está decididamente pasada de moda en nuestro tipo de sociedades, ya que ha trascendido su fecha de vencimiento debido a la reestructuración radical de las estructuras de parentesco de las que dependía y de las cuales extraía su vigor e importancia.
El sujeto postmoderno evita de enamorarse, porque el enamoramiento es un sentimiento fuerte, intenso, algo así como un secuestro del alma, un rapto de la mente, una profunda alteración del ser, algo que, muy probablemente, no puede resistir una ontología débil como la postmoderna.
Evita enamorarse y perder la cabeza, sentir dependencia de otro ser y experimentar con intensa pasión su presencia. Eso sería reconocer que la autosuficiencia ha sido vencida, que el Narciso no puede vivir solo y que ha sido poseído por el eros del enamoramiento. En la mentalidad cool, todo tiene que estar bajo control.
Se permiten salidas de tono, pero siempre calculadas y con fecha de caducidad. Nada de empezar aventuras que no se sabe exactamente cómo y cuándo terminarán.
Según el modelo postmoderno de amor líquido, uno debe embarcarse en la relación con total conciencia y claridad. Nada de amor a primera vista. Nada de enamorarse. Nada de súbitas mareas de emoción que lo dejan sin aliento, nada de esas emociones que llamamos “amor”, ni de ésas a las que sobriamente denominamos “deseo”.
La clave es no permitir que ninguna emoción embargue ni conmueva, y sobre todo, no se debe permitir que nadie le arrebate a uno la calculadora de la mano. La conveniencia es lo único que cuenta y la conveniencia debe evaluarse con la mente clara y no con un corazón cálido (por no hablar de un corazón ardiente). Conviene mantener las cosas en ese estado y recordar que la conveniencia necesita poco tiempo para convertirse en su opuesto.
El arte de romper relaciones y salir ileso de ellas, con pocas heridas profundas y sin cuidados especiales que eviten “daños colaterales” supera ampliamente el arte de forjar relaciones sólidas.
Las relaciones deben pesar sobre los hombros como un abrigo ligero, que puede dejarse de lado en cualquier momento, y uno debe preocuparse más que nada de que no se conviertan, inadvertida y subrepticiamente, en una “coraza de acero”.
La gente busca pareja y ‘establece relaciones’ para evitar las tribulaciones de la fragilidad, sólo para descubrir que esa fragilidad resulta aún más penosa que antes. Lo que se espera y pretendía que fuera un refugio contra la fragilidad demuestra ser una y otra vez su caldo de cultivo.
El “vivir juntos” tiene un significado inevitablemente líquido. Sus intenciones son modestas, no se hacen promesas, y las declaraciones, cuando existen, no son solemnes, ni están acompañadas por música de cuerdas y manos enlazadas. Casi nunca hay una congregación como testigo y tampoco ningún plenipotenciario del cielo para consagrar tal unión. Uno pide menos, se conforma con menos y, por lo tanto, hay una hipoteca menor para pagar, y el plazo de pago es menos desalentador.
Para los habitantes del moderno mundo líquido que aborrece todo lo sólido y durable, todo lo que no sirve para el uso instantáneo y que implica esfuerzos sin límite, la perspectiva de una entrega total e indefinida en el tiempo, supera toda capacidad y voluntad de negociación.
Nada tiene que ver el placer sexual con la pasión del enamoramiento. El primero obedece a ciertas lógicas mecánicas, mientras que el segundo se desarrolla en un campo de incertidumbre que no se puede conocer con anticipación.
Enamorarse es sufrir, consiste en desear una presencia con todo el alma, significa vivir pendiente de otro ser, padecer su ausencia con dolor y su presencia física con entusiasmo.
El enamoramiento rompe la apatía postmoderna, caotiza la existencia personal y, como consecuencia de ello, se deshace el pequeño cosmos cotidiano. Lejos, muy lejos de la pasión de Werther por Carlota o de Romeo por Julieta se ubica el ciudadano postmoderno. Más bien se asemeja al esteta kierkegaardiano, al don Giovanni mozartiano que vuela de flor en flor buscando el mejor néctar, que halla la plenitud de su vivir en el arte de seducir y que siente recelo frente a cualquier forma de compromiso.
Anhela saciar su impulso erótico, necesita conquistar a la víctima, pero no encuentra ninguna finalidad en el hecho de empezar una historia nueva con alguien. El placer constituye el motor de su existencia y cuida a fondo todos los detalles de su presencia; pule bien las herramientas de seducción e invierte grandes cantidades de dinero para ello.
El ciudadano líquido busca por Internet la pareja ideal, estudia las medidas y las hipotéticas afinidades y conecta con ella o con él para pasar un fin de semana exótico. La vida líquida necesita dosis de épica, estímulos para sobrevivir a la atonía global. Los programas de mutua selección tienen un gran éxito en el mercado virtual. Uno sabe, de entrada, a qué va y para qué va. Nada hay de imprevisto, nada hay fuera de control. Las intenciones se muestran de entrada y el proceso de seducción queda sesgado desde el principio.
Nada tiene que ver todo esto con la liturgia de las miradas y el autosacramental del enamoramiento, con la incertidumbre del proceso y el trabajo de la imaginación. Cada inquilino presenta sus virtudes en un book bien apañado y uno sabe a qué juega y para qué juega.
Este proceso de selección no puede compararse con el enamoramiento, ni con la pérdida de sí que siempre acarrea, ni tampoco con el éxtasis o esa especie de arrobamiento casi divino, como le llamara Platón. Uno se expone en el tablón de anuncios como un objeto para ser alquilado un fin de semana.
El ciudadano líquido se defiende de una experiencia tan fuerte como la del enamoramiento. Prefiere moverse en las latitudes de lo efímero, del amor azucarado y del circo televisivo de las parejas químicamente compatibles de los programas basura. El temor a quedarse prendado, el pánico a vivir fuera de sí, el miedo a padecer, a experimentar el drama de la soledad, le lleva a una existencia anodina y tediosa, a una vida sexualmente garantizada, pero donde falta pasión, vida, deseo.
Sólo está vivo quien ama. Si uno no está dispuesto a perder, a dejar la piel y el alma en una relación, nunca jamás experimentará el latido del enamoramiento, esa experiencia sublime que justifica, con creces, el drama de haber nacido.
Nardo del 30 de Junio
¡Oh Sagrado Corazón, Camino, Verdad y Vida!
Meditación: Sabes, Señor, me parece verte en una colina de la hermosa Galilea. Vestido de blanco estás, el manto no llevas, Tus discípulos están descansando y el cielo se está pintando de un rojo tornasolado. Se levanta un rico olor a tierra mojada, y sobre la colina en que pones Tu mirada un trigal se alza, parece como que el campo se ha vestido de dorado para alabar al Dios de lo alto. En la otra colina, sencillas flores multicolores esparcidas la tapizan, y sonríen al nuevo día. Más allá hay un campo ralo en el que no crece ningún sembrado. Señor, me parece que me quieres decir que el mundo así está. A pesar de que toda la tierra fue regada con la Santísima Sangre de Mi Señor, en muchos lugares la semilla no germinó pues no se trabajó con fe y amor. Fue entonces que la planta murió y la tierra en desierto se convirtió. La otra colina en la que germinan flores sencillas son las que han luchado en un campo no tan trabajado, pero donde los talentos a Dios se han presentado y El los ha premiado. El trigal del cual se saca el Pan son todos aquellos a quienes el Señor eligió para ser Sus testigos, y que se vistieron de dorado, abrazándose con nardos pues junto a El su vida han entregado.
Señor, que en la Santa Llaga de Tu Corazón nos abrazas a todos con el Fuego del Amor, escóndenos allí hoy, para evitar que caigamos en el mal. Purifícanos cual metal, para que alcancemos la Verdadera Vida en la Tierra Prometida.
Jaculatoria: ¡Enamorándome de Ti, mi Amado Jesús!
¡Oh Amadísimo, Oh Piadosísimo Sagrado Corazón de Jesús!, dame Tu Luz, enciende en mí el ardor del Amor, que sos Vos, y haz que cada Latido sea guardado en el Sagrario, para que yo pueda rescatarlo al buscarlo en el Pan Sagrado, y de este modo vivas en mí y te pueda decir siempre si. Amén.
Florecilla: Llenemos el altar que hemos preparado de flores físicas y espirituales, y cantemos en alabanza al Corazón del Amor, que es Jesús, Nuestro Redentor.
Oración: Diez Padre Nuestros, un Ave María y un Gloria.
Santos protomártires de la Iglesia de Roma: víctimas de Nerón
Son los primeros testimonios que dieron su vida por la fe en Cristo en la ciudad de Roma, el emperador los condenó injustamente
Ocurrió la noche del 18 al 19 de julio del año 64 en Roma, que era entonces la capital del Imperio. El emperador Nerón, en uno más de sus arrebatos, incendió la ciudad y acusó a los cristianos de haber sido los autores del suceso.
Este hecho se conoce gracias al historiador romano Tácito en sus Annales y al papa Clemente, que cita el hecho en su Carta a los Corintios.
Se produjo una persecución rápida y sanguinaria. Por orden imperial, se condenó a muerte a todos los cristianos.
Todos fueron asesinados con crueles tormentos. Unos fueron clavados en cruces, se les embadurnó de grasa, se prendió fuego a sus cuerpos y alumbraron durante toda la noche a modo de antorchas humanas distribuidas por las calles de la ciudad y en banquetes nocturnos.
Otros cristianos fueron cubiertos con pieles de fieras y entregados a perros rabiosos que los atacaron hasta darles muerte y devorarlos.
Santos protomártires: los primeros en Roma
Estos cristianos dieron el primer (proto- en griego) testimonio de la fe que habían aprendido de los apóstoles. Por eso son los santos protomártires de la Iglesia de Roma.
Aunque desconocemos sus nombres, siguen siendo modelo para toda la Iglesia a través de los siglos. Se les llama también “discípulos de los Apóstoles”.
La fiesta de los santos Protomártires de la Iglesia de Roma se celebra el 30 de junio, después de la fiesta de los santos Pedro y Pablo, también mártires en tiempos de Nerón.
Oración
Señor, Dios nuestro,
que santificaste los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires, concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza
y la santa alegría de la victoria.
Por nuestro Señor Jesucristo.
Amén.