Los doce frutos del Espíritu Santo en Pentecostés
Estos dones son regalos de Dios y sólo con nuestro esfuerzo no podemos hacer que crezcan o se desarrollen. Necesitan de la acción directa del Espíritu Santo para poder actuar con ellos.
1º AMOR Es el primero de los frutos del Espíritu Santo, fundamento y raíz de todos los demás. Siendo El, la infinita caridad, o sea, el Amor Infinito, es lógico que comunique al alma su llama, haciéndole amar a Dios con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda la mente y al prójimo por amor a Dios. Donde falta este amor no puede encontrarse ninguna acción sobrenatural, ningún mérito para la vida eterna, ninguna verdadera y completa felicidad. Es lógico, también, que la caridad sea un dulcísimo fruto, porque el amor de Dios, es alcanzar el propio fin en la tierra y es el principio de esta unión en la eternidad.
2º ALEGRÍA Es el fruto que emana espontáneamente de la caridad, como el perfume de la flor, la luz del sol, el calor del fuego, da al alma un gozo profundo, producto de la satisfacción que se tiene de la victoria lograda sobre sí mismo, y del haber hecho el bien. Esta alegría no se apaga en las tribulaciones crece por medio de ellas. Es alegría desbordada.
3º P A Z La verdadera alegría lleva en sí la paz que es su perfección, porque supone y garantiza el tranquilo goce del objeto amado. El objeto amado, por excelencia, no puede ser otro sino Dios, y de ahí, la paz es la tranquila seguridad de poseerlo y estar en su gracia. Esta es la paz del Señor, que supera todo sentido, como dice San Pablo (Fil. 4,7) pues es una alegría que supera todo goce fundado en la carne o en las cosas materiales, y para obtenerla debemos inmolar todo a Dios.
4º PACIENCIA Siendo la vida una permanente lucha contra enemigos, visibles e invisibles y contra las fuerzas del mundo y del infierno, es necesaria mucha paciencia para superar las turbaciones que estas luchas producen en nosotros, y para encontrarnos en armonía con las criaturas con que tratamos, de diferente carácter, educación, aspiraciones y a menudo dominadas por ideas fijas de todo tipo.
5º LONGAMINIDAD Este fruto del Espíritu Santo, confiere al alma una amplitud de vista y de generosidad, por las cuales, ésta saber esperar la hora de la Divina Providencia, cuando ve que se retrasa el cumplimiento de sus designios y sabe tener bondad y paciencia con el prójimo, sin cansarse por su resistencia y su oposición. Longanimidad es lo mismo que gran coraje, y gran ánimo en las dificultades que se oponen al bien, es un ánimo sobrenaturalmente grande en concebir y ejecutar las obras de la verdad.
6º BENIGNIDAD Es disposición constante a la indulgencia y a la fabilidad en el hablar, en el responder y en el actuar. Se puede ser bueno sin ser benigno teniendo un trato rudo y áspero con los demás; la benignidad vuelve sociable y dulce en las palabras y en el trato, a pesar de la rudeza y aspereza de los demás. Es una gran señal de la santidad de un alma y de la acción en ella del Espíritu Santo.
7º BONDAD Es el afecto que se tiene en beneficiar al prójimo. Es como el fruto de la benignidad para quien sufre y necesita ayuda. La bondad, efecto de la unión del alma con Dios, bondad infinita, infunde el espíritu cristiano sobre el prójimo, haciendo el bien y sanando a imitación de Jesucristo.
8º MANSEDUMBRE La mansedumbre se opone a la ira y al rencor, se opone a la ira que quiere imponerse a los demás; se opone al rencor que quiere vengarse por las ofensas recibidas. La mansedumbre hace al cristiano paloma sin hiel, cordero sin ira, dulzura en las palabras y en el trato frente a la prepotencia de los demás.
9º FIDELIDAD Mantener la palabra dada, ser puntuales en los compromisos y horarios, es virtud que glorifica a Dios que es verdad. Quién promete sin cumplir, quien fija hora para un encuentro y llega tarde, quien es cortés delante de una persona y luego la desprecia a sus espaldas, falta a la sencillez de la paloma, sugerida por Jesucristo e induce a los demás a la incertidumbre en las relaciones sociales.
10º MODESTIA La modestia, como lo dice su nombre, pone el modo, es decir, regula la manera apropiada y conveniente, en el vestir, en el hablar, en el caminar, en el reír, en el jugar. Como reflejo de la calma interior, mantiene nuestros ojos para que no se fijen en cosas vulgares e indecorosas, reflejando en ellos la pureza del alma, armoniza nuestros labios uniendo a la sonrisa la simplicidad y la caridad, excluyendo de todo ello lo áspero y mal educado.
11º CONTINENCIA La continencia mantiene el orden en el interior del hombre, y como indica su nombre, contiene en los justos límites la concupiscencia, no sólo en lo que atañe a los placeres sensuales, sino también en lo que concierne al comer, al beber, al dormir, al divertirse y en los otros placeres de la vida material. La satisfacción de todos estos instintos que asemejan al hombre a los animales, es ordenada por la continencia que tiene como fin energía, el amor a Dios.
12º CASTIDAD La castidad es la victoria conseguida sobre la carne y que hace del cristiano templo vivo del Espíritu Santo. El alma casta, ya sea virgen o casada [porque también existe la castidad conyugal, en el perfecto orden y empleo del matrimonio] reina sobre su cuerpo, en gran paz y siente en ella, la inefable alegría de la íntima amistad de Dios, habiendo dicho Jesús: Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios. Con la gracia de Dios.
JUAN 21, 20-25
Amigos, en el Evangelio de hoy Pedro pregunta sobre el destino del discípulo amado y Jesús le dice: «Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué importa? Tú sígueme». Aquí, al final del Evangelio de Juan, tenemos la oportunidad de tomar en serio este mandato. ¿Qué implica seguir a Jesús?
La verdadera conversión —la metanoia de la que habla Jesús— es mucho más que una reforma moral, aunque también la incluya. Tiene que ver con un cambio completo de conciencia, una forma completamente nueva de ver la vida. Jesús ofreció una enseñanza que debe haber sido desgarradora para quienes lo escucharon en el primer siglo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».
Sus oyentes sabían lo que significaba la cruz: era una muerte en total agonía, desnudez y humillación. No pensaban en la cruz en términos religiosos, como nosotros. La conocían con todo su terrible poder. A menos que crucifiques tu ego, no puedes ser mi seguidor, dice Jesús. Este camino —un camino terrible— debe ser el fundamento de la vida espiritual.
Transmitir la fe no es dar informaciones, sino fundar un corazón, fundar un corazón en la fe en Jesucristo. Transmitir la fe no se puede hacer mecánicamente diciendo: toma este libro, estúdialo y después te bautizo. No, es otro el camino para transmitir la fe: es transmitir lo que nosotros hemos recibido. La Iglesia cree por atracción, crece por atracción, y la transmisión de la fe se da a través del testimonio, hasta el martirio. (Homilía Casa Santa Marta, 3 mayo 2018)
Enseñando lo que se refiere al Señor Jesús
Estas palabras de Pablo dirigidas a los judíos, vienen a ser como un resumen de la experiencia que tuvo de su encuentro con el Resucitado, camino de Damasco. Esta experiencia la vivieron también los discípulos de Jesús y ha sido ese recorrido lo que hemos escuchado en las primeras lecturas de este tiempo Pascual, que mañana terminamos.
Esa experiencia vivida por los discípulos, que se nos ha recordado durante este tiempo, nos invita a experimentar también esa presencia del resucitado, pues fue lo que motivo el nacimiento de las primeras comunidades cristianas y tiene que ser lo que motive nuestra ilusión y nuestra esperanza, en estos tiempos difíciles para la fe.
Esa experiencia, que cambió totalmente su vida, infundió en ellos valentía, fortaleza y ánimo para anunciar y entusiasmar, con sus palabras y su actuación, tanto a gentiles como a judíos admirar y seguir a Jesús. Pasaron por dificultades, pero la confianza en que Jesús estaba con ellos, les dio fuerzas para superarlas. Las dificultades siguen existiendo, pero son un reto para nosotros y darnos cuenta que no estamos solos.
La biblioteca del mundo
Estas últimas palabras del evangelio de San Juan, aunque exageradas, son una verdad totalmente verificable. Jesús hizo mucho y mucho bien. Los creyentes a lo largo de la historia hemos hecho mucho y mucho bien. Lo seguimos haciendo. Esla fuerza que el Resucitado nos trasmitió: nos dejó el Espíritu Santo.
En las bibliotecas de todo el mundo hay infinidad de libros contando esa historia. Es una historia compleja. Es historia de guerras, de enfrentamientos, de catástrofes, pero es también historia de esfuerzo, de generosidad, de progreso. Esta historia la continuamos escribiendo nosotros. ¿Cómo la estamos escribiendo? ¿Desde qué claves?
Nosotros, como seguidores de Jesús, tenemos que escribir la historia como lo hizo Resucitado y sobre todo con su fuerza, con su Espíritu. Con esa fortaleza que el Espíritu nos comunica tenemos que pasar por la vida haciendo el bien, sembrando esperanza, alegría e ilusión. Es la mejor manera de ser testigos del Resucitado.
Siendo conscientes de los dones que el Espíritu nos concede, y poniéndolos en práctica, sentiremos esa fuerza capaz de hacer el bien sabiendo que es la mejor manera de realizarnos como personas. Con esos dones que a cada uno nos concede, podemos sentir fortaleza, ser valientes en superar las dificultades, descubrir nuestras mejores energías para saber acertar en la vida con sabiduría y piedad.
Los dones del Espíritu nos ayudan a realizarnos como personas humanas y religiosas. Nos dan libertad, nos infunden confianza, fortalecen nuestra esperanza y nos impulsan a ser compasivos y misericordiosos y sobre todo nos ayudan en nuestra relación con Dios.
Ven Espíritu Santo, llena nuestros corazones y enciende en nosotros el fuego de tu amor. Pidamos este fuego que queme nuestros males y nos de calor para obrar el bien.
Francisco Caracciolo, Santo
Presbítero y Fundador, 4 de junio
Martirologio Romano: En Agnone, del Abruzo, Italia, San Francisco Caracciolo, presbítero, fundador de la Orden de Clérigos Regulares Menores, que amó de modo admirable a Dios y al prójimo († 1608).
Fecha de beatificación: 4 de junio de 1769 por el Papa Clemente XIV
Fecha de canonización: 24 de mayo de 1807 por el Papa Pío VII
Breve Biografía
El ambiente temporal en que Dios quiso ponerlo en el mundo es justo cuando soplan aires nuevos en la Iglesia después del concilio de Trento. Se estrena el barroco exuberante en el arte y hasta en la piedad que lleva a fundaciones nuevas, a manifestaciones y estilos vírgenes que intentan reformar todo aquello que peleó Trento.
Languidece el Renacimiento que emborrachó a Roma hasta llegar a embotarla y hacerla incapaz de descubrir los males que gestaba y que explotaron con Lutero. Es por eso tiempo de santos nuevos: Pío V, Carlos Borromeo, Ignacio, Juan de Ribera, Teresa, Juan de la Cruz, Francisco de Sales, Neri, Cariacciolo… y tantos. Papas, poetas, maestros, obispos, escritores y apóstoles para un tiempo nuevo -crecido con las Indias-que intenta con seriedad volver a la oración, huir del lujo, llenar los confesonarios, adorar la Eucaristía y predicar pobreza dando testimonio con atención a los desheredados y enfermos.
El año 1563 fue interpretado por alguno de los biógrafos de Francisco Caracciolo como un presagio; fue cuando termina el concilio de Trento y es también el año de su nacimiento en la región de los Abruzos, justamente en Villa Santa María, el día 13 de octubre, hijo de Francisco Caracciolo y de Isabel Baratuchi; es el segundo de cinco hijos y le pusieron el nombre de Ascanio.
Después de cursar los estudios propios del tiempo, Ascanio fue militar. Pero una enfermedad diagnosticada por los médicos como lepra va a cambiar el curso de su vida; por el peligro de contagio le han abandonado los amigos; la soledad y el miedo a la muerte le lleva a levantar los ojos al cielo y, como suele suceder en estos casos límite, llegó la hora de las grandes promesas: si cura de la enfermedad, dedicará a Dios el resto de sus días.
Y así fue. Nobleza obliga. Curado, marcha a Nápoles y pide la admisión en la cofradía de los Bianchi, los Blancos, que se ocupan de prestar atención caritativa a los enfermos, a los no pocos que están condenados a galera y a los presos de las cárceles.
El sacerdote Adorno, otro hombre con barruntos a lo divino y pieza clave en la vida de Caracciolo, ha pedido también la admisión en la cofradía de los Blancos. En compañía de un tercero, también pariente de Ascanio y con su mismo nombre, se reúnen durante cuarenta días en la abadía de los camandulenses, cerca de Nápoles, para redactar los estatutos de la fundación que pretenden poner en marcha porque quieren hacer algo por la Iglesia.
Sixto V aprobará la nueva Orden en Roma y la llamará de los «Clérigos menores»; además de los tres votos comunes a la vida religiosa se añade un cuarto voto consistente en la renuncia a admitir dignidades eclesiásticas. La terna de los fundadores constituye tres primeros socios. A partir de la profesión hecha en Nápoles, Ascanio se llamará ya Francisco. Pronto se les unen otros diez clérigos, con idénticas ansias de santidad y que desprecian frontalmente los honores, esa búsqueda de grandeza que tanto daño ha hecho a la Iglesia en el tiempo del Renacimiento. Ahora se reparten los días para mantener entre todos un ayuno continuo y se distribuyen las horas del día y de la noche para mantener permanente la adoración al Santísimo Sacramento.
Profesión de votos de los padres Francisco Caracciolo y Agustín Adorno ante el vicario general de la diócesis de Nápoles. Obra del pintor Pedro Rodríguez de Miranda
Hace falta fundar en España pero Felipe II no les da facilidades. Piensa el rey que hay demasiados frailes en el Imperio y ha dictado normas al respecto. Regresando a Roma, insisten en el intento, consiguen nueva confirmación del papa Gregorio XVI para cambiar los ánimos de Felipe II. Ahora muere Adorno y Francisco Caracciolo es nombrado General. Nuevo intento hay en el Escorial, con mejor éxito, pero hubo borrasca de clérigos en Madrid, con suspenso. El papa Clemente VIII intercede y recomienda desde Roma y llegan mejores tiempos con el rey Felipe III. En Valladolid consiguió fundar casa y en Alcalá montó un colegio que sirviera para la formación de sus «Clérigos Regulares Menores». Siguen otras fundaciones también en Roma y Nápoles.
La fuerte actividad obedece a un continuo querer la voluntad divina a la que no se resistió ni siquiera protestó cuando las incomprensiones y enredos de los hombres se hicieron patentes. Vive pobre y humilde fiel a su compromiso. Siempre se mostró delicado con los enfermos y generoso con los pobres. Llama la atención su espíritu de penitencia con ayunos y mortificaciones que se impone a sí mismo. Pidió se admitiese su renuncia al gobierno para dedicarse a la oración y, aceptada, eligió para vivir el hueco de la escalera de la casa que desde entonces es el único testigo mudo de su oración y penitencia. El amor a Jesucristo fue tan grande que a veces es suficiente la mirada a un crucifijo para entrar en éxtasis y el pensamiento elevado a la Virgen María le trae a los ojos lágrimas de ternura.
Cuando sólo tiene 44 años, murió en Nápoles el 4 de junio de 1608, con los nombres de Jesús y de María en la boca. El papa Pío VII lo canonizó en 1807. Su cuerpo se conserva en la iglesia de Santa María la Mayor de Nápoles y la iconografía muestra a Francisco Caracciolo con una Custodia en la mano, como símbolo del amor que tuvo a la Eucaristía y que debe mantener su Orden para ser fiel hasta el fin del tiempo.
Vivir en la libertad de la ley del amor
Santo Evangelio según san Juan 21, 20-25. Sábado VII de Pascua
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Estoy aquí, Señor, para hacer tu voluntad.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Juan 21, 20-25
En aquel tiempo, Jesús dijo a Pedro: “Sígueme”. Pedro, volviendo la cara, vio que iba detrás de ellos el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se había reclinado sobre su pecho y le había preguntado: “Señor, ¿quién es el que te va a traicionar?” Al verlo, Pedro le dijo a Jesús: “Señor, qué va pasar con éste.» Jesús le respondió: “Si yo quiero que éste permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme”.
Por eso empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no habría de morir. Pero Jesús no dijo que no moriría, sino: “Si yo quiero que permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?”.
Éste es el discípulo que atestigua estas cosas y las ha puesto por escrito y estamos ciertos de que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús y creo que, si se relataran una por una, no cabrían en todo mundo los libros que se escribieran.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Son tantas las cosas que nos distraen de lo esencial. Son tantas las cosas que a veces nos oprimen y nos quitan la paz, que nos hacen olvidar que la vida no es tan complicada…, que la vida es bella.
Estamos apurados, tensos y estresados por cosas que tenemos que hacer; por cosas que queremos hacer…. Muchas veces son cosas importantes –sin duda– pero muy seguramente no son las «más importantes».
¿A ti qué? –dice Jesús a Pedro. ¿Crees que de verdad no estoy pendiente de esto o de aquello? ¿Crees que de verdad me olvido de lo que te interesa a ti o a los demás? Y después, afirma Jesús, tú sígueme. Es decir, no es que Jesús nos está invitando a vivir en un egoísmo exagerado donde lo único que importa es el YO, muy al contrario. A lo que Jesús nos está invitando es a centrar la mirada en Él como punto de partida para emprender el camino de la vida.
Centrar la mirada en Jesús significa confiar en Él, saber que nuestras preocupaciones son las suyas, saber que nuestras alegrías son también las de Él. Centrar la mirada en Jesús es vivir en la paz y en la tranquilidad de que Él está con nosotros, y eso verdaderamente desenmascara la fealdad de la vida y la muestra bella como realmente es.
Esa es la «cosa» más importante, saber que Jesús dice: «Yo también sé todo aquello que te preocupa y conozco lo que está fuera de ti, sin embargo, deja esto en mis manos, tú sígueme y yo me encargo de lo demás».
«Este Pedro fue sanado en la herida más honda que puede haber, la de negar al amigo. Quizás el reproche de Pablo, cuando le echa en cara su doblez, tiene que ver con esto. Parecería que Pablo sentía que él había sido el peor “antes” de conocer a Cristo; pero Pedro lo fue después de conocerlo, lo negó… Sin embargo, ser sanado allí convirtió a Pedro en un Pastor misericordioso, en una piedra sólida sobre la cual siempre se puede edificar, porque es piedra débil que ha sido sanada, no piedra que en su contundencia lleva a tropezar al más débil». (Meditación de S.S. Francisco, 2 de junio de 2016).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Hacer un pequeño stop en un momento del día e intentar ser consciente de la presencia de Dios en mí.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Vivir hoy mis «quehaceres» con amor.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
La historia del martirio del apóstol San Juan
El cáliz que prometiera beber un día lejano en Palestina estaba pronto con toda su amargura…
Ni la historia ni la hagiografía han estado acertadas al transmitirnos la efigie física y moral del apóstol San Juan. Nos han legado de él una imagen tierna y cromática, un santo imberbe, casi feminoide, cuando, en realidad, fue un carácter vigoroso y fuerte.
Aceptamos con facilidad que los demás apóstoles fuesen duros, podríamos decir que hasta broncos. La obra pedagógica de Jesús sólo penosamente logró limarlos, debiendo confiar al Espíritu la tarea de hacer de aquellos galileos ásperos unos instrumentos aptos para el apostolado. Pero con San Juan hacemos una excepción. Indefectiblemente le damos el calificativo del «discípulo amado», el que tuvo la dicha suprema de recostar su cabeza sobre el pecho del Señor en la última cena, y ya no pensamos en más, creyendo haber agotado su biografía y su psicología. De esta forma nos quedamos a la mitad del camino, no atisbando más que uno de los aspectos de su personalidad polifacética.
Los hijos del Zebedeo
A Juan hay que asociarle con su hermano Santiago, juntos forman ambos un excelente binomio, son los «hijos del Zebedeo», los pescadores ribereños del Tiberíades, hechos a las faenas rudas de la pesca, a las tormentas del lago y a la exaltación religiosa.
Los hijos del Zebedeo tenían la conciencia de su propio valor. Su categoría social les colocaba en una situación desahogada, como patronos de una embarcación, con un negocio próspero, que consentía tener criados y todo. Trabajaban, sí, pero también mandaban, y además tenían ambiciones.
El Maestro conoció primero a Juan, que era discípulo del Bautista y esperaba confiadamente la «redención de Israel». Con mucha fe, con mucho ardor, pero con ideas un tanto confusas. Porque la predicación del Bautista, rígido y austero como un esenio, cubierto con una piel de camello y alimentándose de langostas y miel silvestre, arrebataba el entusiasmo de los aldeanos que rodeaban el Jordán. Ellos captaban con avidez sus palabras, mas lo único que percibían con claridad era que «el reino de Dios estaba próximo».
Aquel reino de Dios iba envuelto en conceptos mesiánicos, expresados con bellas imágenes de los antiguos profetas, donde era difícil separar la metáfora de la realidad. Así cada uno alimentaba en su interior un reino conforme a sus ideales. Juan, espíritu recto, soñaría con un reino religioso, sin duda alguna, donde el Mesías, Cordero de Dios, que iba a redimir a su pueblo, le devolvería la santidad que el pecado le arrebatara, pero donde hubiera a la vez cargos importantes, con responsabilidad, mando y honor.
Este dualismo en la psicología del apóstol perdura a lo largo de todo el Evangelio, si bien se hace mucho más acusado cuando se juntan ambos hermanos, Santiago y Juan. Entonces la unión hace la fuerza y se sienten doblemente atrevidos y audaces.
Juan fue con Andrés de los primeros entre los discípulos que tomaron contacto con Jesús. Con precisión encantadora, recordando, a pesar de los muchos años, hasta el instante del encuentro, nos ha legado Juan el relato de aquella primera entrevista:
«Al día siguiente, otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús que pasaba, y dijo, He aquí el Cordero de Dios. Los dos discípulos que le oyeron siguieron a Jesús. Volvióse Jesús a ellos y, viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Dijéronle ellos: Rabbi, que quiere decir Maestro, ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, pues, y vieron dónde moraba, y permanecieron con El aquel día. Era como la hora décima» (Jn. 1, 35-39)
Aquello no fue todavía la vocación al apostolado, aunque fue el encuentro providencial que determinó la suerte de sus vidas. Permaneciendo con Jesús «todo aquel día» quedaban maduros para la ulterior llamada.
Juan y Andrés fueron proselitistas. De Andrés sabemos que presentó a Jesús a su hermano Simón, el futuro Pedro. Juan hablaría de estas cosas con Santiago… Ya todo lo demás se desarrolló normalmente.
Pasando Jesús por la ribera del lago, mientras ellos remendaban sus redes, les invitó a seguirle: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres». Y ellos, generosos, dejándolo todo, le siguieron.
A Juan le encontramos en el Evangelio entre los íntimos del Maestro, formando con su hermano Santiago y con Simón Pedro el trío de confianza. Jesús les lleva a la resurrección de la hija de Jairo, a los resplandores de su transfiguración, a las congojas de su agonía en Getsemaní. Juntos los vemos también, aunque con algunos más, cuando la deliciosa aparición en el lago de Tiberíades.
Desde el primer momento, Cristo impuso a los dos hijos del Zebedeo el sobrenombre de Boanerges, «los hijos del trueno» (Mc. 3,17), porque eran súbitos como el rayo.
Alguna anécdota de este carácter impulsivo, que no conocía la ponderación, ha llegado hasta nosotros, como cuando quieren que descienda fuego del cielo sobre la aldea samaritana que se negó a recibirles al ir en peregrinación a Jerusalén. Jesús les reconviene dulcemente: «No sabéis de qué espíritu sois» (Lc. 9,55). También en otra ocasión el Maestro desaprueba la conducta de Juan, que había prohibido actuar a un exorcista espontáneo, que, sin ser de los doce, arrojaba los demonios en nombre de Jesús. «No se lo prohibáis —le dice—; quien no está contra vosotros trabajaba a favor vuestro» (Mc. 9,39).
Sin embargo, la escena que retrata al vivo las ambiciones de ambos hermanos es aquella en que interviene su madre para solicitar a favor de ellos los dos primeros puestos en el futuro reino.
Las circunstancias en que formula su petición no podían ser más inoportunas. La caravana apostólica marcha hacia Jerusalén para celebrar la Pascua, la última que Jesús comerá con los suyos, conforme acaba de manifestárselo con toda claridad, al predecirles que en ella tendrán cumplimiento los vaticinios referentes a su pasión y muerte. Y en ese instante es cuando se acerca Salomé adorándole y pidiéndole algo.
—¿Qué quieres? —le dice Jesús.
La madre contesta con decisión y sin rodeos:
—Di que estos dos hijos míos se sienten contigo en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.
Jesús debió sonreírse ante tan extraña petición, formulada en el momento en que predice un reino levantado sobre una cruz. Pero comprendió que ni la madre ni los hijos estaban para reconvenciones. Optó por tentar su generosidad.
—No sabéis lo que pedís… Pero, en fin, ¿seréis capaces de beber el cáliz que yo tengo que beber?
Y aquí es donde se retratan los dos hermanos. Valientes, decididos, incontenibles, como cuando a la llamada del Maestro dejaron a su padre el Zebedeo en la nave con los criados, así ahora responden sin quedarles nada dentro, dispuestos a todo.
Tanto arrojo, que en otros labios hubiera sonado a bravuconería, debió agradar a Jesús, que les dijo
—Está bien. Mi cáliz lo habréis de beber; pero en cuanto a sentaros a mi derecha y a mi izquierda no corresponde a mí el dároslo, pues es cosa que tiene preparada mi Padre (Mt. 20,20-23).
Los demás condiscípulos, al ver las pretensiones de los Zebedeos y de su madre, se indignaron. No por verles privados de espíritu evangélico, sino porque también a ellos les tentaban iguales ambiciones, aunque les faltase el arrojo de los Hijos del Trueno para formularlas, y una madre con indiscutibles derechos para interceder. Porque Salomé había dejado marchar generosamente a sus hijos y, además, ella misma seguía a Jesús sirviéndole en su peregrinar.
Esta decisión de los dos hermanos es más intrépida en Juan, a pesar de ser el más joven. Jesús le escoge a él y a Pedro para misiones arriesgadas, como buscar el cenáculo de la Pascua, sin que trascienda el sitio a los restantes, y menos a Judas.
Emparejado a Pedro aparece asimismo en otros momentos solemnes, como en la hora de la cena, al inquirir, sin levantar sospechas, quién era el traidor. En aquella ocasión Juan se muestra mucho más prudente que el arrogante Pedro, y sabe reaccionar con cautela y eficiencia después del desconcierto del huerto, siguiendo decididamente a Jesús hasta la casa de Anás, donde no sólo entra él, por sus conocimientos con la familia del pontífice, sino que consigue paso libre para el mismo Pedro.
Al día siguiente, a la hora terrible de la crucifixión, sólo Juan persevera con las santas mujeres en el monte Calvario. El recogió las últimas palabras del Maestro, él se hizo cargo de su Madre desolada, él asistió al embalsamamiento de su cuerpo destrozado, cooperando a enterrarlo en el sepulcro nuevo de José de Arimatea. Sus retinas asombradas tomaron fielmente nota del trascendental acontecimiento, y como un notario levantó acta de todo el suceso: “El que lo vio da testimonio, y sabemos que su testimonio es verdadero» (Jn. 19,35).
Y al igual que fue testigo y evangelista de la pasión lo será de la resurrección de Cristo.
Aunque testigo difícil e insobornable.
Porque, si llega el primero en la mañanita del domingo al sepulcro de Jesús, no fue allí con la esperanza de encontrarle resucitado. María Magdalena, exaltada de dolor, había venido a traer la inesperada noticia: «Han robado al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto».
Corrió Juan y corrió Pedro, mas la juventud del discípulo amado le hizo llegar primero al huertecillo de José de Arimatea, si bien, deferente con el cabeza del colegio apostólico, no entró en la cámara mortuoria hasta haberlo hecho Simón Pedro. Observó entonces los lienzos enrollados, el sudario colocado aparte, todo recogido cuidadosamente sin el cuerpo de Jesús… Y confiesa ingenuamente que es entonces cuando «vio y creyó» (Jn. 20, 8). Porque no conocían las Escrituras referentes a la resurrección de Jesús de entre los muertos.
Por estas razones la Iglesia ha escogido a San Juan, como el apóstol de la Pascua cristiana.
El ha recalcado que la resurrección tuvo lugar una sabbati el día primero de la semana, que en honor de Cristo resucitado se llamaría domingo o «día del Señor». Por la tarde de ese mismo día —nos dice— se apareció Jesús «a los discípulos congregados en un mismo lugar» (Jn. 20, 19). Y a los ocho días —otra vez domingo— vuelve a aparecérseles, cuando estaba también Tomás con ellos.
Como ahora, cada domingo, en una Pascua hebdomadaria, el Señor se nos aparece también a los cristianos reunidos para la celebración eucarística, haciéndose presente sobre el altar santo.
Igualmente en domingo tuvo Juan las revelaciones de la isla de Patmos, siendo él quien por vez primera usa en los escritos neotestamentarios la palabra «dominica die» (Apoc. 1, 20) para designar nuestro día festivo.
Durante los cinco domingos de Pascua Juan nos acompañará con textos de su evangelio, y en la tercera semana las lecturas escriturarias del oficio se tomarán de su Apocalipsis, y en las ferias que van de la Ascensión a Pentecostés leeremos sus epístolas.
Pero todavía hay más. La Iglesia, que no acostumbra a conceder dos fiestas al mismo santo, hace una excepción honrosa con San Juan. Estas excepciones alcanzan a poquísimos: San Pedro y San Pablo, San Juan Bautista, precursor del Señor; San José, su padre nutricio; San Esteban, protomártir; San Francisco de Asís, crucifijo viviente…
La fiesta normal del apóstol San Juan, la que celebra su natalicio para el cielo, se sitúa el 27 de diciembre, haciendo cortejo al divino Infante.
Esta fiesta de ahora es el homenaje pascual de la Iglesia al evangelista San Juan, que nos ha transmitido “lo que oyó, lo que vio con sus ojos, lo que percibió y sus manos tocaron del Verbo de la vida» (1 Jn. 1, 1) y en confirmación de lo cual aceptó con valentía beber, como su hermano Santiago, el cáliz del Señor.
Durante este tiempo litúrgico los oficios de los mártires son una sinfonía de aleluyas, un brotar de metáforas policromas y símbolos iriscentes:
«Cándidos se han vuelto tus nazarenos, aleluya; resplandecieron delante de Dios, aleluya, y como la leche se coagularon, aleluya, aleluya. Más blancos son que la nieve, más brillantes que la leche, más sonrosados que el marfil antiguo, más hermosos que los zafiros…»
El 6 de mayo, cuando la primavera ríe, se celebra la fiesta de San Juan ante portam Latinam.
Esta fiesta está en relación con la de su hermano, el apóstol Santiago, protomártir del colegio apostólico, al que diera muerte Herodes «en los días de los ázimos» (Act. 12, 3), y por eso primitivamente se le festejaba el 1 de mayo, aunque después se aplicó esta festividad a Santiago el Menor, y la del apóstol patrón de España pasó al 25 de julio, como en la actualidad perdura.
La Iglesia antigua ensalzó así en fechas cercanas las fiestas martiriales de los dos hermanos generosos. La de San Juan aparece ya en los antiguos sacramentarios sin indicación topográfica; pero en el siglo IX se localizó su celebración en una pequeña basílica, cercana a la puerta Latina, que el papa Adriano dedicara en este mismo día en 780, por haber tenido lugar allí el martirio del apóstol evangelista al ser echado en una caldera de aceite hirviendo. Del hecho no cabe la menor duda, aunque los críticos duden de su localización, porque la puerta Latina es posterior al suceso, ya que el recinto de tales muros fue levantado por el emperador Aureliano más de siglo y medio después.
Pero el pequeño templo pudo surgir sobre el área donde la tradición fijaba el lugar del martirio de San Juan, aunque reformas urbanas posteriores cambiasen la topografía del terreno. Hoy la basílica de San Juan ante portam Latinam se encuentra en medio de un itinerario en que se entremezclan los mejores recuerdos de la Roma pagana y cristiana, cerca de las grandiosas termas de Caracalla, hacia el arranque de la vía Apia, la regina viarum: huertos de Galatea, sepulcros de los Escipiones, mausoleo de Cecilia Metela, oratorio que recoge la leyenda del Quo vadis, catacumbas de Calixto y San Sebastián.
El suceso debió ocurrir el año 95, cuando San Juan era el único superviviente del colegio apostólico, y, aunque anciano venerable, gozaba de excelente salud, hasta el punto de dar pie a que circulara entre la primitiva comunidad cristiana la leyenda de que no habría de morir.
Domiciano fue el instrumento de Dios para hacerle beber el cáliz de la pasión que el Maestro le predijera.
Este emperador observó en punto a religión una política conservadora, defendiendo la religión nacional contra el proselitismo de los cultos orientales y haciendo guardar con tal rigor las tradiciones romanas, que no dudó en enterrar vivas a dos vestales que fueron infieles a su voto de castidad.
Buen gobernante en los comienzos, se dejó llevar después del autoritarismo, al volverse sumamente desconfiado. A partir del año 93 un régimen de terror pesó sobre Roma y la delación se hizo la norma de gobierno. Los filósofos fueron los primeros en sufrir las consecuencias, como ya había ocurrido en el reinado de Nerón. Unos padecieron la muerte, otros fueron desterrados, como Epicteto y Dión Crisóstomo. Tácito y Juvenal aseguran que inundó de sangre la ciudad, inmolando a sus más ilustres habitantes. Naturalmente, también los cristianos, culpables de ateísmo, es decir, de menospreciar el culto al emperador y a la diosa Roma. El propio primo del emperador, Flavio Clemente, y el consular Acilio Glabrión fueron condenados a muerte. También Domitila, la esposa del primero, fue desterrada a la isla Pandataria.
Refiere Hegesipo, judío converso y cercano a los sucesos, que Domiciano mandó prender conjuntamente a los descendientes del rey David y a los del apóstol Judas, que el Evangelio denomina «hermano» de Jesús. Como Herodes, tenía miedo de que pudieran disputarle el trono. Sin embargo, al convencerse de que eran gente humilde e inofensiva, se contentó con despreciarles, dejándoles en, libertad.
Pero con San Juan obró de distinta manera. El prestigio de que gozaba entre los fieles le hacía más peligroso. Mandó prenderle en Efeso y le trajo conducido a Roma el año 95. El cruel emperador se mostró insensible a la vista de este venerable anciano y le condenó al más bárbaro de los suplicios. Sería arrojado vivo en una caldera de aceite hirviendo.
Conforme a la práctica judiciaria de entonces, el santo apóstol hubo de sufrir primero el terrible suplicio de la flagelación, sin que pudiera invocar, como San Pablo, el privilegio de la ciudadanía romana.
El santo viejo escucharía con un gozo estremecedor el anuncio de la sentencia. Los verdugos encendieron la colosal hoguera y prepararon la tinaja con el aceite chisporroteante. En ella arrojaron al apóstol. Al fin iban a quedar colmados sus deseos. El cáliz que prometiera beber un día lejano en Palestina estaba pronto con toda su amargura.
Pero Dios no quiso que las cosas llegaran a su fin. Le había concedido el mérito y el honor del martirio, pero al mismo tiempo volvía a repetirse el milagro de los tres jóvenes en el horno de Babilonia. El fuego perdía sus propiedades destructoras. Ante la admiración de verdugos y populacho San Juan continuaba ileso en la caldera, y el aceite hirviendo le servía de baño refrescante. El tirano tomó a magia el prodigio y desterró a San Juan, que había salido más joven y vigoroso del suplicio, a la isla de Patmos.
Aunque de esta manera el martirio continuaba. Patmos es una pequeña isla, árida y semidesértica, que servía de escala a los navíos que iban o venían de Roma a Efeso. En esta isla, tal vez sometido a trabajos forzados, escribió San Juan su Apocalipsis. Sería su último y gran servicio a la Iglesia. Un domingo se le aparece Cristo glorificado y le ordena escribir a las cristiandades de Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. Son siete cartas que contienen consejos y alientos, felicitaciones y reproches, promesas y amenazas, según la situación de cada comunidad.
Después continúa la descripción de las restantes visiones: el libro de los siete sellos, las siete trompetas, los siete signos, las siete copas, las siete fases de la caída de Babilonia o Roma, los siete principales actos del drama escatológico…
En este libro desconcertante se refleja el carácter impetuoso del «hijo del trueno» en las exhortaciones inflamadas y en las descripciones terroríficas.
Tras las frases proféticas se encierran veladas alusiones a la persecución de Diocleciano, que debía alcanzar a las comunidades de Pérgamo y Esmirna: “He aquí que el diablo va a meter a alguno de vosotros en la cárcel, para que seáis tentados, y la tribulación durará diez días» (Apoc. 2, 10). Pero avanzando el libro se consignan ya las víctimas que la “gran meretriz que se sienta sobre las siete colinas” hacía con aquellos que se negaban al culto a los emperadores y a la diosa Roma: «Yo he visto a la mujer ebria con la sangre de los santos y de los mártires de Jesús» (Apoc. 17, 16). Y poco después: «Vi bajo el altar las almas de los degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, aquellos que no adoraron a la bestia ni a su imagen» (Apoc. 20, 4).
Sin embargo, el Apocalipsis es un mensaje de esperanza. Las palabras más alentadoras de toda la Escritura, las descripciones más bellas de la liturgia celeste, el triunfo definitivo del bien sobre el mal, del Cordero sobre el Dragón, recorre sus páginas. Se encierra un deseo infinito en ese Amén, en esa afirmación con que el apóstol anciano, que presiente el fin, responde a las palabras de Jesús: «Vengo pronto». Y Juan contesta: «Amén. Ven, Señor Jesús» (Apoc. 22, 20).
El 18 de septiembre del 96, al año del martirio de San Juan, moría asesinado el emperador Diocleciano. El vidente de Patmos debió quedar libre para retornar a Efeso, donde, por fin, encontraría, en una muerte apacible, a “Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de los muertos». Como a vencedor le daría a comer del árbol de la vida que está en medio del paraíso de Dios (Apoc. 2, 7).
La cruz de Cristo sea la brújula que nos guíe hacia la plena unidad
Papa Francisco recibe a sacerdotes y monjes de las Iglesias Ortodoxas Orientales.
El Papa Francisco colocó “idealmente en los brazos de la cruz, altar de la unidad”, lo que él mismo calificó como los “cuatro puntos cardinales de la plena comunión” de los cristianos: don, armonía, camino, misión. Y lo hizo al recibir, esta mañana, a una delegación de sacerdotes y monjes de las Iglesias ortodoxas orientales a quienes saludó con las palabras de San Pablo: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con vosotros”. Un punto de partida para abrir un discurso centrado en la esperada plena unidad.
“Queridos hermanos y hermanas, que la cruz de Cristo sea la brújula que nos guíe en nuestro camino hacia la plena unidad. Porque en ese madero es donde Cristo, nuestra paz, nos ha reconciliado, reuniéndonos a todos en un solo pueblo”, dijo el Pontífice, tras haber manifestado su deseo de poder celebrar la eucaristía “juntos el día que el Señor quiera”.
La unidad es una gracia, un regalo
En víspera de la Solemnidad de Pentecostés, el Papa toma como hilo conductor la acción del Espíritu Santo sobre la anhelada unidad de los cristianos. “La unidad es un don, un fuego que viene de lo alto”, asegura el Santo Padre y, por ello, no hay que cansarse de rezar, trabajar, dialogar para recibir esa gracia:
“La consecución de la unidad no es principalmente un fruto de la tierra, sino del Cielo; no es principalmente el resultado de nuestro compromiso, de nuestros esfuerzos y de nuestros acuerdos, sino de la acción del Espíritu Santo, al que debemos abrir nuestro corazón con confianza para que nos conduzca por los caminos de la plena comunión. La unidad es una gracia, un regalo”.
La unidad es armonía
Volviendo a la celebración del Pentecostés, Francisco habló de la armonía poniendo en evidencia que la misma delegación formada por diferentes Iglesias Ortodoxas Orientales, a pesar de responder a tradiciones diferentes, se mantienen en comunión de fe y sacramentos.:
“La unidad no es la uniformidad, ni el fruto de un compromiso o de frágiles equilibrios diplomáticos. La unidad es la armonía en la diversidad de carismas suscitados por el Espíritu. Porque al Espíritu Santo le gusta suscitar tanto la multiplicidad como la unidad, como en Pentecostés, donde las diferentes lenguas no se redujeron a una, sino que se asimilaron en su pluralidad”.
La unidad es un viaje
El tercer punto cardinal para la unidad a decir del Papa tiene que ver con “un viaje”, pues no se trata de un plan estudiado, escrito, sin movimiento, sino un nuevo dinamismo como el que el Espíritu Santo desde Pentecostés, imparte a los discípulos”, es decir, ir paso a paso dispuestos a “acoger las alegrías y las dificultades del viaje”. Y nuevamente, el Santo Padre recuerda las palabras de San Pablo, esta vez a los Gálatas: “Estamos obligados a caminar según el Espíritu”.
También las palabras de San Ireneo, recientemente proclamado por Francisco “Doctor de la Unidad”, son ejemplo de camino y viaje pues describe la plena comunión como “una caravana de hermanos”: “Aquí, en esta caravana, crece y madura la unidad, que -al estilo de Dios- no llega como un milagro repentino y llamativo, sino en el compartir paciente y perseverante de un viaje hecho juntos”.
La unidad es para la misión
El Santo Padre enfatiza que la unidad no es un fin en sí misma, sino que está vinculada al anuncio del Evangelio y esa es su misión, el mandato de Jesús: «Que todos sean uno… para que el mundo crea». Y añadió:
“Hoy el mundo sigue esperando, incluso sin saberlo, conocer el Evangelio de la caridad, de la libertad y de la paz que estamos llamados a testimoniar unos junto a otros, no unos contra otros o alejados unos de otros”.
En este contexto, el Pontífice agradece el testimonio de las Iglesias orientales y, especialmente, de quienes “han sellado con sangre su fe en Cristo”. “Y son muchos”, comenta el Papa:
“Gracias por todas las semillas de amor y de esperanza esparcidas, en nombre del Crucificado resucitado, en diversas regiones todavía marcadas, por desgracia, por la violencia y los conflictos demasiado a menudo olvidados”, concluye Francisco, agradeciendo la visita y encomendando a todos a Dios y a la Virgen. Y al final sugirió:
“Si les parece bien, cada uno en su idioma, podemos rezar juntos el Padre Nuestro”.
Don de la Sabiduría
Los dones del Espíritu Santo y la oración. La gracia de poder ver cada cosa con los ojos de Dios.
En qué consiste el don de la sabiduría
Con los diversos dones, el Espíritu Santo vivifica nuestra oración. Nos lleva a descubrir la presencia de Dios en la creación, a amarle filialmente, a reverenciar su santidad, a penetrar las verdades de la fe, a perserverar en las dificultades y atinar en las aplicaciones. El mayor de sus dones es la sabiduría, que es la gracia de poder ver cada cosa con los ojos de Dios. Es luz que se recibe de lo alto, una participación especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios. El don de la sabiduría perfecciona la virtud teologal de la caridad, produciendo un conocimiento nuevo, impregnado por el amor.
Ya en el orden natural, el amor agudiza la capacidad de penetrar el interior de otro. El conocimiento mutuo entre dos esposos que se aman, entre unos amigos cercanos, o el conocimiento de una mamá para con sus hijos, goza de una intuición muy allá de los factores intelectuales: el corazón vive lo que la razón no sabe. Ahora bien, en el orden sobrenatural «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). Cuando el Espíritu Santo nos comunica el don de la sabiduría, especialmente en los momentos de oración, nos lleva a mirar y saborear a Dios y la creación a través del amor divino.
Ejemplos de sabiduría
Conocemos grandes ejemplos de este don. Pablo VI decía de Santa Catalina de Siena, mujer analfabeta quien vivió apenas 33 años: «Lo que más impresiona en esta santa es la sabiduría infusa, es decir, la lúcida, profunda y arrebatadora asimilación de las verdades divinas y de los misterios de la fe, debida a un carisma de sabiduría del Espíritu Santo» (4 de octubre de 1970). Y Juan Pablo II, declarando doctora de la Iglesia a Santa Teresa del Niño Jesús, recalcó que el centro de su doctrina es «la ciencia del amor divino. Se la puede considerar un carisma particular de sabiduría evangélica que Teresa, como otros santos y maestros de la fe, recibió en la oración (cf. Ms C 36 r)» (19 de octubre de 1997).
Son casos excepcionales, y sin embargo, todos podemos aspirar a que este don enriquezca nuestra oración. Hay, sí, una condición previa, la humildad de corazón, pues Dios se resiste a los soberbios. «La ciencia del amor divino, que el Padre de las misericordias derrama por Jesucristo en el Espíritu Santo, es un don, concedido a los pequeños y a los humildes, para que conozcan y proclamen los secretos del Reino, ocultos a los sabios e inteligentes (cf. Mt 11, 25-26)» (Ibid.).
Podemos además disponernos y colaborar al don orientando nuestra oración hacia el amor. Cualquiera que sea la materia de nuestra oración – un texto de la Sagrada Escritura, una lectura, una escena evangélica, un icono… – hay que pasar desde la consideración del intelecto, también necesaria, a verla con amor, más aún, desde el amor de Dios. Dios es amor, y no poseemos una verdad plenamente mientras no es amada.
María y el don de sabiduría
La Santísima Virgen María, Trono de la Sabiduría, es también aquí madre y maestra. El Magnificat es la primera oración del Nuevo Testamento. Nos enseña como el don de la sabiduría configura la oración cristiana. María daba vueltas a los acontecimientos y revelaciones «en su corazón», es decir desde el amor.
«No mira sólo lo que Dios ha obrado en ella, convirtiéndola en Madre del Señor, sino también lo que ha realizado y realiza continuamente en la historia» (cfr. Benedicto XVI, 14 de marzo de 2012). Es la visión de la sabiduría, que ve todo desde Dios. En su cántico, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina. Pidamos su intercesión: «María, Madre de la oración cristiana, ruega por nosotros». Y pidamos el don de la sabiduría para nuestra oración: «Ven, Espíritu de amor».
Junio ha sido proclamado como el mes dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, para que oremos por El con fervor y entrega.
Les presentamos una meditación para orar cada día, inspirada en los nardos, esa flor que tanto agrada al Señor.
Oremos para que el Sagrado Corazón de Jesús aumente nuestra fe.
Recordemos que es el primer viernes el que se dedica a la celebración del Sagrado corazón y el primer sábado de mes el cual es consagrado a nuestra Madre la Virgen Maria.
Nardo del 4 de Junio:
¡Oh Sagrado Corazón, cuan manso y humilde sos!
Meditación: ¡Ay! de nosotros los hombres, todos queremos ser SEÑORES, si, con mayúsculas…no queremos ser pequeños, debemos competir, ser los mejores, hinchar nuestro corazón de orgullo, llenarnos de vanidad. Ser manso…eso es de débiles, de aquellos que poco saben, que no poseen imagen. Pero a pesar de eso, sabes Señor, te lo digo al oído, con vergüenza: «Yo soy cristiano, he sido bautizado…».
¡Oh! mi Dulce Señor, cuanto te he profanado si estoy lleno de estos pensamientos mundanos. Tú, el Corazón más humilde y el más sublime, el más manso, el Todopoderoso. Tú nuestro Dios hermoso, mi Dulce Esposo. Me olvidé de Tu Imagen, por ser yo la imagen de un dios pagano, de aquel que produce el escarnio de lo que Tú en mi pusiste de santo. ¡Perdóname Señor!.
Jaculatoria: ¡Enamorándome de Ti, mi Amado Jesús!
¡Oh Amadísimo, Oh Piadosísimo Sagrado Corazón de Jesús!, dame Tu Luz, enciende en mí el ardor del Amor, que sos Vos, y haz que cada Latido sea guardado en el Sagrario, para que yo pueda rescatarlo al buscarlo en el Pan Sagrado, y de este modo vivas en mí y te pueda decir siempre si. Amén.
Florecilla:Ofrezcamos una jornada de silencio, comparando la vida de Jesús con la nuestra.
Oración: Diez Padre Nuestros, un Ave María y un Gloria.
Persecución
Nuestra verdad es la verdad del amor y el amor no se impone por la violencia ni el fanatismo
Cuando hablamos de “persecución” y de “martirio”, se nos vienen a la cabeza escenas de fieras en el circo romano devorando a los cristianos ante un emperador despótico y unas masas enardecidas y sedientas de sangre. Olvidamos a menudo que las persecuciones más sangrientas contra la Iglesia tuvieron lugar el siglo pasado a manos de dictadores como Stalin, Mao o Hitler; o en la II República española antes y durante la Guerra Civil. El 13 de octubre de 2013, en Tarragona, hemos celebrado la fiesta de beatificación de 480 mártires españoles de la Guerra Civil.
Pero si el Siglo XX fue un siglo de mártires entre los cristianos, el XXI va camino de superar todas las marcas. El domingo 22 de septiembre fue uno de esos días teñidos de rojo por la sangre de nuestros mártires. En un centro comercial de Nairobi – el Westgate – el grupo terrorista Al Shabab asesinó a más de sesenta personas por el mero hecho de no ser musulmanes. Para los integristas islámicos de la órbita de Al Qaeda, los cristianos somos sus enemigos a batir.
Y ese mismo domingo, en Peshawar – Pakistán – dos terroristas suicidas asesinaron a más de ochenta fieles a la salida de misa en la Parroquia de Todos los Santos: una masacre. El único delito de las víctimas fue ir a misa a cumplir con el precepto dominical. Su crimen era ser cristianos en un país de mayoría musulmana.
La persecución a los cristianos en el siglo XXI está resultando cruel, terrorífica. En países como Arabia Saudí no se pueden construir iglesias ni anunciar el Evangelio. La conversión al cristianismo para un musulmán está penada con la muerte. Afganistán, Yemen, Pakistán, Egipto, Siria, Irán, Irak… Pero no son sólo los países de mayoría musulmana quienes asesinan, secuestran o torturan a los cristianos. Otro tanto ocurre en países comunistas como Corea del Norte o China, donde la Iglesia Católica está perseguida y vive en la clandestinidad, como en la época de las catacumbas. Y ante todo esto, la llamada “Comunidad Internacional” mira hacia otro lado y calla: no sé si por cobardía, por intereses económicos o por ambas causas.
Ser cristiano es arriesgado. No se puede seguir a Cristo sin cargar con la cruz y asumir las persecuciones y humillaciones que este seguimiento inevitablemente te va a acarrear. No hay fe auténtica sin persecución. Esto ha sido así siempre y lo seguirá siendo hasta el final de los tiempos. En muchas partes del mundo ir a misa significa jugarse la vida. Y aquí, en Europa hay quienes siguen opinando que la misa es aburrida…
En esta España mundanizada y pagana en la que nos ha tocado vivir, los católicos también estamos sufriendo ciertos modos de persecución. Tenemos un doble frente. Por un lado tenemos a los laicistas anticlericales de toda la vida: socialistas, comunistas, anarquistas y liberales. Todos ellos odian a la Iglesia – con mayor o menor virulencia – y propugnan y difunden un relativismo moral que se extiende como una mancha de aceite por toda España. Para todos estos, la fe representa oscurantismo y caverna. La única verdad para ellos es la verdad científica: no hay más realidad que la material, que lo que podemos ver y tocar. La Iglesia es el enemigo a batir, porque anuncia a un Dios, una Verdad, una vida sobrenatural y unos principios morales que para los enemigos de Cristo resultan inaceptables. Este frente laicista, materialista y ateo tiene sus expresiones más radicales en el homosexualismo político y sus marchas del orgullo gay, convertidas en verdaderos aquelarres, violentamente anticatólicos; y, peor aún, en esos grupos anarquistas que últimamente están perdiendo el miedo y ya se atreven a atentar en la Catedral de la Almudena de Madrid o, más recientemente, contra la Basílica del Pilar de Zaragoza. La ideología de género, la defensa del aborto como derecho de la mujer y de la eutanasia para asesinar impunemente a enfermos y ancianos; el apoyo a la investigación con embriones humanos y a las prácticas eugenésicas, son común denominador de todas estas ideologías que representan lo que se ha venido en llamar “cultura de la muerte”. Aquí todavía no nos matan a los católicos (se burlan de nosotros, blasfeman y nos humillan), pero todo se andará y cualquier día las bombas en iglesias acabarán por provocar víctimas inocentes.
El otro frente es más sutil, pero no menos destructivo para los católicos: es la quinta columna infiltrada dentro de la propia Iglesia. Que te persigan los comunistas o los anarquista entra dentro de lo “normal”. Pero que la persecución se dé dentro de la propia Iglesia, resulta infinitamente más doloroso. Se trata de una serie de católicos que pretenden convertir la fe en ideología al servicio de sus propios intereses. Entre ellos, distinguimos dos bandos:
Por un lado, tenemos los católicos “progresistas”, abanderados por la llamada teología de la liberación, que con una utilización demagógica y torticera de la irrenunciable opción preferencial por los pobres, asume los medios y las estrategias de la izquierda radical para apoyar opciones revolucionarias. Son los que utilizan el Concilio Vaticano II para pedir una “democratización” de la Iglesia, para atacar sistemáticamente a la Jerarquía, a los dogmas, a la doctrina y al catecismo católico para trasformar las estructuras sociales desde postulados inmanentistas. Para ellos, el Reino de Dios y el paraíso comunista son básicamente lo mismo. Son estos quienes adulteran la liturgia, quienes plantean el sacerdocio femenino, quienes apoyan el matrimonio homosexual desde dentro de la Iglesia y un largo etcétera de heterodoxias. No les gusta la Iglesia ni aceptan sus principios, pero no se van de ella. Los nuevos herejes buscan destruir la Iglesia desde sus entrañas. Si realmente creyeran en el sacerdocio femenino, en la supresión del celibato para los sacerdotes y en esa Iglesia democratizada, lo tendrían fácil: con irse a la Iglesia anglicana o a la luterana lo tendrían resuelto y todas sus aspiraciones cumplidas: sacerdotisas, obispos y obispas gays y lesbianas… Todo lo que ellos quieren para la Iglesia Católica y más. Pero estos no se van ni con agua hirviendo y siguen erre que erre dando la tabarra.
Pero hay un segundo frente de enemigos quintacolumnistas que es todavía más peligroso. Este segundo grupo es más sutil. Muchos de sus integrantes son de misa diaria: gente conservadora, personas de orden de toda la vida. Yo los denominaría católicos “liberales”. A ellos les gusta denominarse “demócratas cristianos”, aunque al fin y a la postre, ni lo uno ni lo otro. Muchos de ellos son nostálgicos de la transición, donde se sintieron protagonista del cambio político en España. Son muy tolerantes y abiertos a todas las sensibilidades, siempre y cuando esa sensibilidad coincida con la suya. En realidad, son “posibilistas” que tratan de conciliar lo irreconciliable y pretenden casar su condición de católicos con la militancia en partidos que defienden políticas abiertamente contrarias al magisterio de la Iglesia. Son los católicos que miran hacia otro lado y callan como muertos cuando el ministro de justicia aplaude con las orejas la sentencia del Constitucional que ratifica la legalidad del matrimonio homosexual; o quienes callan ante el reiterado retraso de la anunciada reforma de la ley del aborto (que ya verán ustedes en qué va a quedar), mientras miles de niños inocentes mueren cada día en las clínicas del horror. Estos católicos anteponen los cargos, los sueldos y los privilegios que les reporta su militancia política o su cercanía al poder, a sus obligaciones como miembros de su Iglesia. Para estos católicos light (o tibios como los llama el Apocalipsis), quienes permanecen firmes en la defensa de la Doctrina Social de la Iglesia y de los principios no negociables son unos integristas fanáticos. No soportan la virtud y la autenticidad de los católicos coherentes, porque esa integridad pone de manifiesto y denuncia su hipocresía y su fariseísmo. Sus acciones contradicen sus palabras: por sus hechos los conoceréis. Les gusta ocupar los primeros puestos y se codean con obispos y cardenales. Presumen de su condición de católicos; pero en realidad, son sepulcros blanqueados que no ocultan sino podredumbre y muerte.
Si defender lo mismo que el Papa y los obispos, te convierte en un integrista, yo lo soy sin duda. Si no casarse con los intereses de este mundo te convierte en un fanático, bendito fanatismo. Si mantenerse aferrado a la sana doctrina de la Iglesia te convierte en un intolerante, pues también me apunto a esa intolerancia. Nosotros no podemos ser intransigentes ni fanáticos. Lo deja claro el Papa Francisco en su Encíclica Lumen Fidei: nuestra verdad es la verdad del amor y el amor no se impone por la violencia ni el fanatismo. La Verdad que proclamamos es Cristo y Éste, crucificado.
Conozco de primera mano alguna institución católica dirigida por este tipo de católicos, tan tolerantes y liberales ellos, que han puesto en marcha verdaderas purgas contra directores de colegio, rectores de universidad y profesores verdaderamente santos y competentes por ser católicos “integristas” – yo diría que íntegros – de esos que creen en Dios y no negocian con su fe ni con los principios ni con su adhesión a la doctrina de la Iglesia. La tolerancia de estos católicos “liberales” se torna en persecución contra todos aquellos que se niegan a claudicar ante los valores de este mundo. ¿Es posible que pasen estas cosas? Puede parecer increíble, incluso kafkiano; pero sí. Esto pasa en España en 2013. Y lo peor del caso es que nadie mueve un dedo ante lo que está pasando. Todos parecen mirar hacia otro lado, mientras los lobos disfrazados de corderos devoran a las ovejas. Esto también es persecución: una persecución silenciosa e incruenta, pero que está provocando mucho sufrimiento y dolor en muchas personas buenas y santas. Yo podría dar el nombre de unos cuantos.
¿Y qué podemos hacer ante tanta persecución y tanta injusticia? Paciencia, perdón y amor hacia nuestros enemigos; rezar por quienes nos ofenden y nos humillan y seguir el ejemplo de los santos. No queda otra. El mal acabará devorándose a sí mismo. Y el triunfo final es del Señor: ante su presencia, todos tendremos que rendir cuentas. Hasta entonces, el trigo y la cizaña seguirán creciendo juntos y el Señor continuará haciendo salir el sol sobre justos e impíos. Pero al Señor no se le puede engañar porque para Él nada hay oculto.
San Pedro de Verona: su asesino se convirtió y se hizo dominico como él
Dominico italiano, gran predicador y confesor. Murió de dos hachazos pero el asesino se arrepintió y se hizo monje
Nació en 1205 en Verona en tiempos de expansión de la herejía cátara en la Lombardía. Fue a estudiar a la Universidad de Bolonia y adquirió gran preparación académica. Allí algunos jóvenes le tentaron pero Dios lo guardó.
A los 16 años conoció a santo Domingo de Guzmán. Decidió entonces hacerse dominico y el mismo santo fue quien le impuso el hábito.
Hacía penitencia y pasaba noches en oración antes de predicar el Evangelio. Se le aparecieron las tres santas mártires Inés, Cecilia y Catalina de Alejandría, y mantuvieron con él un diálogo. Se oyeron las voces y el prior de su convento interpretó que había introducido mujeres en el edificio y le reprendió duramente. San Pedro de Verona no dijo nada de lo sucedido y aceptó que le castigaran con el traslado al convento de la Marca Ancona. Pero lo que le dolía enormemente fue que le prohibieran predicar.
Pedro oró a Dios: «Señor, Tú sabes que no soy culpable. ¿Por qué permites que me calumnien?». Jesús respondió: «¿Y qué hice yo, Pedro, para merecer la pasión y la muerte?».
San Pedro de Verona quedó impactado al obtener respuesta y comprendió que debía vivir la humildad y renunciar a la fama de predicador.
Tiempo después, se descubrió que era inocente y volvió a la predicación.
Muchas conversiones
Una vez ordenado sacerdote, viajó por la Toscana, Milanesado y Romaña con el objetivo de defender la fe ante la herejía cátara. Predicaba y confesaba. Se dieron abundantes conversiones. Tenía fama de que las penitencias que imponía eran adecuadas para cada persona, con lo que mostraba el Amor de Dios Misericordioso.
Fue superior de los conventos de Piacenza, Como y Génova.
En 1232 el papa Gregorio IX nombró a san Pedro de Verona inquisidor general. Él rezaba: «Concédeme, Señor, morir por Ti, que por mí moriste».
Sabía que había personas que intentaban asesinarlo, pero él decía: «Dejadles tranquilos; después de muerto seré todavía más poderoso».
El 6 de abril de 1252, cuando regresaba a Milán desde Como, cerca de la localidad de Barlassina recibió dos hachazos en la cabeza. Sangrando, pero aún con vida, recitó el Credo. A punto de morir, con su propia sangre escribió con un dedo en el suelo: «Credo». Tenía 46 años.
Cariño, su asesino, se arrepintió, se hizo dominico y llevó una vida virtuosa.
El día de san Pedro de Verona se celebra el 4 de junio.
Santo patrón
San Pedro de Verona es protomártir de los dominicos y el segundo santo de la orden. Es patrono de los atentados y protector de los jóvenes.
Oración
Dios todopoderoso, que has derramado por toda la creación reflejos de tu infinita belleza y bondad, haciendo el hombre a tu imagen y semejanza, tanto amas a quienes se entregan totalmente, que nos lo pones como modelo, quieres que les veneremos y haces innumerables beneficios y milagros por su intercesión.
Por ello y mediante tu siervo San Pedro de Verona, te rogamos nos concedas (mencionar la petición) y con ello una mayor correspondencia a tu amor.
Amén.