JUAN 17, 20-26
En el Evangelio de hoy Jesús ora por nuestra unidad con Él y para que estemos inmersos en el amor de Dios. «Les di a conocer Tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me amaste esté en ellos, y Yo también esté en ellos».
No somos simples suplicantes o penitentes llamando a Dios desde afuera; somos hijos e hijas, amigos, llamándolo desde dentro. El Misterio Pascual es inteligible sólo a la luz de la doctrina de la Trinidad. Dios amó tanto al mundo que envió a su único Hijo, incluso hasta el límite del abandono de Dios, incluso al pecado y la muerte, a los rincones más oscuros de la experiencia humana, para poder encontrarnos.
Pero este acto acrobático de amor sólo es posible si en el mismo ser de Dios hay alguien que envía y alguien que puede ser enviado, sólo si hay un Padre y un Hijo. El lenguaje que usa Jesús —»para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que Tú me has enviado, y que Yo los amé cómo Tú me amaste»— nos muestra que el Padre y el Hijo están unidos en amor y ese amor es en sí mismo la vida divina. Por tanto, hay un Espíritu, igual al Padre y al Hijo.
El misterio de la Ascensión del Señor, al mismo tiempo que proclama y corrobora la fe en el Resucitado, apunta y atrae la mirada creyente hacia lo alto, hacia la meta final a la que todos aspiramos. Hoy es, pues, un día gozoso en el peregrinaje de la fe, alentados por el ejemplo de nuestro hermano mayor, Cristo Jesús, entronizado en la gloria de Dios. Él es quien anticipa y plasma nuestros anhelos más íntimos, pues es el mismo que bajó del cielo asumiendo las limitaciones de nuestra condición humana. Los dos textos lucanos que nos brindan las lecturas constituyen un bello díptico cargado de simbolismo religioso y de evocaciones bíblicas. Nos adentran en la contemplación silenciosa del acontecimiento fundamental de la fe cristiana con miras a la misión eclesial bajo la acción del Espíritu. La súplica confiada del Apóstol en la 2ª lectura recoge a su vez el sentir de los primeros cristianos, anhelantes por comprender en toda su magnitud el horizonte esperanzador abierto por la ascensión gloriosa del Señor resucitado. A partir de aquel día para los apóstoles y para todo discípulo de Cristo fue posible habitar en Jerusalén y en todas las ciudades del mundo, también en las más atormentadas por la injusticia y la violencia, porque sobre todas las ciudades está el mismo cielo y cualquier habitante puede alzar la mirada con esperanza. Jesús, Dios, es un hombre verdadero, con su cuerpo de hombre está en el cielo. Y esta es nuestra esperanza, es nuestra ancla, y nosotros estamos firmes en esta esperanza si miramos al cielo. En este cielo habita aquel Dios que se ha revelado tan cercano que llegó a asumir el rostro de un hombre, Jesús de Nazaret. Él permanece para siempre el Dios-con-nosotros —recordemos esto: Emmanuel, Dios con nosotros— y no nos deja solos. (Regina Coeli, 8 mayo 2016).
Ascensión del Señor
Solemnidad, 29 de mayo de 2022
Solemnidad Litúrgica
Martirologio Romano: Solemnidad de la Ascensión de nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuarenta días después de la Resurrección, fue elevado al Cielo delante de sus discípulos, para sentarse a la derecha del Padre, hasta que venga en su gloria para juzgar a vivos y muertos.
En las Sagradas Escritura
Hch 1,1-11
«En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les recomendó:
– ‘No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.’
Ellos lo rodearon preguntándole:
– ‘Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?’ Jesús contestó:
– ‘No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo.’ Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:
– ‘Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.'»
Ef 1,17-23:
«Hermanos: Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos».
Lc 24,46-53:
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– ‘Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.
Y vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.’
Después los sacó hacia Betania, y levantando las manos, los bendijo.
Y mientras los bendecía, se separó de ellos (subiendo hacia el cielo).
Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios».
Hoy, Cristo nos envía
Santo Evangelio según san Lucas 24, 46-53. La Ascensión del Señor
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, gracias por ofrecernos siempre tu amor y misericordia. Deseo acercarme a la fuente de tu amor y extenderte mi mano para que me eleves hacia ti, pues quiero conversar contigo. Infunde en mí la gracia de una fe profunda que te tenga como único sostén, la gracia de una esperanza sencilla que camine en la certeza de tu amparo, la gracia de un amor apasionado por donarse a ti. María, bajo tu manto guárdame y llévame a tu Hijo. Así sea.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 24, 46-53
En aquel tiempo, Jesús se apareció a sus discípulos y les dijo: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto. Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”.
Después salió con ellos fuera de la ciudad, hacia un lugar cercano a Betania: levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se fue apartando de ellos y elevándose al cielo. Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén, llenos de gozo, y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios. Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
Cristo hoy nos dice: Me voy al Padre, pero no los dejaré solos, sino que les enviaré el Paráclito, mi Espíritu Santo. No tengan miedo, pues mi gracia estará con ustedes. Les mando como testigos de mi amor, como mensajeros de mi misericordia y perdón. El hombre necesita de mí, aun cuando, en confusa rebeldía, intente pretender desentenderse de mí. El hombre experimenta una aflicción profunda en la alegría superficial del mundo, que le conduce a abismos siempre más profundos. El hombre experimenta tristeza, aunque lo intente esconder en mi “ausencia”. El hombre aspira volver a mí, aunque quiera encontrar un gozo duradero en este mundo pasajero.
Yo les mando a ustedes, mis discípulos, que han conocido mi amor, a ser testigos de mi verdadero nombre. Mi nombre no es placer, mi nombre no es poder, mi nombre no es dinero ni salud, mi nombre es únicamente Amor y Misericordia.
Les mando ir a predicar a todo hombre, para que la inquietud más profunda de su alma tenga su respuesta en Mí. Les mando anunciar a todo hombre la necesidad de volverse a Mí, para que Yo perdone sus pecados, le acoja en mis brazos, le otorgue mi gracia y le dé a conocer mi amor.
Ustedes son mis testigos, les mando confiar en mí -y emprender el anuncio con gozo, pues tienen la certeza de mi gracia, y mi compañía en cada instante. Así sea.
«Esto es la tarea que Jesús da a sus discípulos. Si un discípulo se queda quieto y no sale, no dará jamás a los demás lo que ha recibido en el bautismo, no es un verdadero discípulo de Jesús: carece de la misionaridad, le falta salir de sí mismo para llevar algo de bien a los demás. El recorrido para el discípulo de Jesús es ir más allá, para llevar esta buena noticia. Si bien hay también otro recorrido del discípulo: el recorrido interior que busca al Señor cada día, también con la oración y en la meditación. El discípulo tiene que realizar este recorrido, porque si no busca siempre a Dios, al Evangelio que lleva a los otros, tendrá un evangelio débil, aguado, sin fuerza. Porque este doble recorrido es el doble camino que Jesús quiere para sus discípulos».
(Homilía de S.S. Francisco, 11 de junio de 2015, en Santa Marta).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Rezar un misterio del rosario por los cristianos perseguidos.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
El icono oriental de la Ascensión del Señor
En lo alto, en un círculo de gloria, la imagen de Cristo; en la parte baja, los apóstoles con la Virgen María y los ángeles
El icono oriental de la Ascensión del Señor plasma en imágenes y colores el episodio evangélico, tal como lo encontramos en las primeras representaciones de las primitivas artes cristianas, como los bronces grabados de las ampollas de Monza (del IV y V siglo) y las imágenes del Evangeliario del monje Rabbula de Edessa, conservado en la Biblioteca de Florencia y que fue copiado en Oriente a finales de siglo VI. Esta imagen tradicional pone en lo alto, en un círculo de gloria, la imagen de Cristo; en la parte baja, los apóstoles contemplando la Ascensión, con la Virgen María que ocupa el lugar central entre los apóstoles, y los ángeles que se distinguen entre el grupo y que anuncian la última venida del Señor.
Textos bíblicos: Hechos 1,1-11 o Lucas 24,45-53.
Esta imagen nos presenta en primer lugar el episodio y misterio de la Ascensión; visualiza la narración evangélica, pero poco a poco nos introduce en el misterioso significado de este momento estelar de la vida de Cristo que es principio y presencia de su misterio en la Iglesia, del misterio mismo de la Iglesia, bajo el influjo de la acción poderosa de Cristo que es su cabeza, en la comunión de los apóstoles que son el fundamento, en el dinamismo del Espíritu que es la lluvia de gracia que Jesús envía sobre su Iglesia, en el camino que la Iglesia tiene que recorrer, desde la Ascensión hasta la parusía de su Señor, guiada por la experiencia de lo que ya vive y por la esperanza de lo que todavía no ha llegado.
Por eso, esta imagen es también como un icono de la Iglesia, una imagen viva de la comunidad apostólica con María, la Madre de Jesús, que ocupa, como podemos contemplar, un puesto central y ejemplar en la imagen. Basta un sencillo detalle para comprender cómo la iconografía nos invita a trascender el episodio para entrar definitivamente en el misterio. Curiosamente, en el grupo de apóstoles que vemos a la derecha, frente a Pedro, algunos iconos colocan a Pablo, que ciertamente no fue testigo del episodio de la Ascensión, pero pertenece al núcleo apostólico y es cantor del misterio de la exaltación de Cristo en la gloria como Señor.
El misterio de la tierra en el cielo y del cielo en la tierra
Con una mirada contemplativa nos dejamos evangelizar por esta imagen llena de misterio y de significado.
Hay una total unidad entre la tierra y el cielo. Cristo elevado por los ángeles está ya en la gloria, pero está a la vez presente en la Iglesia, como cabeza de este cuerpo que reside en la tierra. Lo confirman sus palabras que resuenan como un cumplimiento anticipado en esta imagen: “Donde dos o más están reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos” (Mt 18,20); Yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
La parte superior de esta imagen representa el cielo; la parte inferior representa la tierra. Una línea apenas perceptible separa y une a la vez estas dos dimensiones, con unos brotes de árboles que evocan el monte de los olivos, lugar de la Ascensión.
El icono presenta ante todo la tierra y el cielo. Cristo regresa al Padre revestido de nuestra humanidad. Los ángeles que fueron testigos misteriosos y atónitos de su Encarnación, lo llevan en volandas, majestuosamente, para que definitivamente la humanidad entre por Cristo Jesús en el seno de la Trinidad.
Pero también ahora tenemos el cielo en la tierra. Los ángeles están en medio de los apóstoles, mensajeros que envían a los que serán también mensajeros de la buena noticia del Evangelio. Con la promesa del Espíritu y el don de Pentecostés, el cielo estará para siempre en esta tierra en el lugar de la comunión y de la conjunción entre lo divino y lo humano, entre el cielo y la tierra que es la Iglesia.
Esta tensión que complementa lo eterno y lo temporal, lo trascendente y lo inmanente, lo visible y lo invisible, lo celestial y lo terreno, lo divino y lo humano, está ahí expresado con figuras, símbolos y colores.
Cristo envía a los apóstoles al mundo entero, y su mandato lo repiten los ángeles en perspectiva de la segunda venida en la gloria; empujan e dinamismo de la misión de la Iglesia en el tiempo hacia una meta precisa: el Señor que ha de venir como ha subido a los cielos.
Cristo envía el Espíritu, que ya parece una realización concreta en esta imagen de la Iglesia bajo la fuerza del Espíritu Santo. La bendición de Cristo significa su poderosa intercesión, porque él está siempre vivo para interceder por nosotros; y la eficacia de su oración se traduce en una ininterrumpida efusión del Espíritu.
Los apóstoles, presididos por la Virgen, representan diversas actitudes de la Iglesia: la contemplación del misterio, la oración, la espera, el mirar al cielo y el ponerse en movimiento para llevar el mensaje de verdad y de vida a todos los confines de la tierra.
El lenguaje de los símbolos
Como en todos los iconos hay un misterioso lenguaje de símbolos y de colores: el color rojo y purpura, el color verde, el blanco marfil, el blanco fuerte de los vestidos angélicos. Pero también están misteriosamente presentes en algunos iconos algunos símbolos geométricos. Triángulos invisibles componen todo el movimiento del icono. El círculo está en la gloria y se refleja en la tierra; la cruz une verticalmente a Cristo y a la Virgen y se expresa horizontalmente en la imperceptible línea divisoria del cielo y la tierra.
Cristo, el Hombre-Dios, está ya en la eternidad; así aparece en el círculo de gloria. Pero este círculo tiene su manifestación en las figuras de los apóstoles, los ángeles y la Virgen que forman el círculo de la Iglesia, la comunión con Cristo –presente invisiblemente- la comunión recíproca, como líneas convergentes de un único círculo. Esto indica que la Iglesia participa desde la tierra de la vida de comunión de la Trinidad.
Desde los pies de la Virgen se abre un invisible triángulo que es como un cáliz eucarístico, porque la Iglesia es como un cáliz que recibe la efusión del Espíritu, desborda su fuerza divina en la tierra, lo vuelve a ofrecer, lleno de su propia vida, he ha oblación y holocausto en la Eucaristía.
Un triángulo invisible une las aureolas de los ángeles y de la Virgen para formar un triángulo invisible con los grupos simétricos de los apóstoles, como para subrayar el gran mensaje: la Iglesia es el icono de la Trinidad, es su imagen, su manifestación, es su imagen, su manifestación, un reflejo inicial de la comunión trinitaria, a la que todos estamos llamados. Mirando con atención se adivina un cierto contraste en la actitud de los dos grupos de apóstoles. El de la izquierda está lleno de dinamismo gestual; es la Iglesia de la palabra y del gesto salvador y misionero. El grupo de la derecha está dominado por una actitud de silenciosa contemplación; es la Iglesia en oración, en espera, en la comunión con Cristo y con los hermanos que anticipa la gloria. En el centro está la Virgen, con una graciosa ligereza que a la vez representa la inmovilidad contemplativa de su cuerpo y el gesto dinámico orante de sus manos y equilibra las dos actitudes de los apóstoles. María modelo de la Iglesia en la contemplación y en la acción evangelizadora y caritativa, donde tiene que prevalecer el ser de la Iglesia.
El misterio de Cristo
Volvemos de nuevo la mirada a los protagonistas, para contemplar en cada uno la revelación del misterio.
Los ojos, ante todo, en el Señor que sube a los cielos. Majestuoso, es siempre el Dios y Hombre verdadero; el mismo que nació de la Virgen María, el Crucificado-Resucitado que sube ahora a la gloria, llevando en su humanidad la síntesis de todos los misterios, misterios de la carne, de la humanidad de Cristo, eternamente presentes en su cuerpo resucitado, y por eso capaces de hacerse presentes a la Iglesia. Los ángeles lo llevan en un círculo de gloria. Los que fueron testigos de su bajada a la tierra en la encarnación (la katábasis) son ahora los testigos de su elevación (analepsis) al cielo. En él se eleva toda nuestra naturaleza, toda la naturaleza, como en un triunfo cósmico de todo lo que por él y en él ha sido creado; lleva el color verde de nuestra tierra. Su mano traza una bendición, porque él es nuestro sacerdote y mediador, para transmitirnos la revelación y la vida permanente, para interceder por nosotros continuamente. Lleva en su mano el rollo de la palabra, el secreto del Padre, la profecía de la historia. El continúa siendo el único Maestro y revelador, la fuente de la verdad y de la vida, él que conoce el secreto de la historia; una historia en la que él está presente definitivamente y que él se reserva de poner en su punto final con su venida, porque él es el Señor y el Juez de la historia.
Lo invocamos con la oración de la Iglesia oriental:
“Después de haber concluido toda la divina economía de nuestra salvación y habiendo unido ya las criaturas celestiales y terrenales, has subido al cielo, a la gloria, oh Cristo, Dios nuestro; pero no te has alejado de aquellos que te aman, ya que te has quedado para siempre con nosotros y nos dices: Yo estoy con vosotros; nadie estará contra vosotros”
Contemplándolo en su Ascensión gloriosa, le cantamos con la hermosa antífona de la liturgia occidental romana de las vísperas de la Ascensión, inspirada en un antiguo texto bizantino:
“Oh Rey de la gloria, Señor de las potencias angélicas, que subes victorioso en este día de hoy; no nos dejes huérfanos; envíanos el Espíritu consolador que nos has prometido, el Espíritu de la Verdad, aleluya”.
La invisible presencia del Espíritu
La imagen de la Ascensión es ya como la anticipación del misterio de Pentecostés. Con el mismo esquema iconográfico vemos imágenes antiguas de este misterio en las que se ha añadido sobre la cabeza de la Virgen una paloma, y sobre las cabezas de los apóstoles una llama. En realidad es Cristo, elevado a la gloria, el que envía siempre, perennemente, sobre la Iglesia a su Espíritu.
Podemos contemplarlo ya invisiblemente presente como don de Cristo resucitado y glorioso, como esperado por la Iglesia y acogido por la comunidad apostólica. Está de una manera misteriosa presente en ese vértice místico de la Iglesia que es la Virgen María, la que lo acogió en la encarnación de Cristo; es El quien la cubre siempre con su sombra; es el Espíritu Santo y santificador. El Espíritu está en la Virgen, Esposa, Madre de Dios. Es la Toda-santa, con su vestido purpúreo y las estrellas que indican su virginidad antes, en, después del parto. Está en actitud orante de acogida, de ofrecimiento, de intercesión. Se revela en la fortaleza de su verticalidad que es signo de la garantía de la verdad, como Virgen fiel a la verdad y a la vida de Cristo.
El Espíritu está presente en la Iglesia apostólica que es el cuerpo de Cristo, unido, vivificado, animado por el Espíritu. Él es el artífice de la unidad y de la variedad de los carismas, el que mantiene aa la vez la comunión jerárquica y la riqueza carismática de la Iglesia, el que la enriquece con sus frutos y sus dones, el que la hace fuerte en los mártires, animosa en los apóstoles y misioneros, fiel en los consagrados, generosa en los que sirven con amor al prójimo.
Contemplando este icono podemos decir lo que un hermoso texto del Vaticano II afirma acerca del Espíritu Santo:
“Guía a la Iglesia hacia la verdad entera, la unifica en la comunión y en el servicio, la provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos, con los cuales la dirige; la embellece con sus dones. Rejuvenece la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva continuamente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:
Ven” (Lumen Gentium n. 4). La Iglesia vive bajo el signo del Espíritu que le viene de la Ascensión del Señor y la proyecta hacia la Parusía. La Iglesia es un perenne Pentecostés, una inefable receptividad del Espíritu de Cristo, el Resucitado que ha subido a los cielos.
La Virgen María, figura y madre de la Iglesia
En el centro del icono, según la antiquísima iconografía cristiana, está la Virgen María, Madre del Señor y Madre de los discípulos de Jesús, por la gracia del testamento recibido al pie de la cruz. Su presencia aquí no es casual. Ella es discípula con los discípulos, testigo de los misterios de Cristo, desde la Encarnación hasta la Resurrección y la Ascensión. Ella que acogió en su seno virginal al Hijo de Dios cuando bajó a la tierra del cielo, es testigo de su regreso al seno del Padre. Para ella también es la promesa de la venida del Espíritu Santo. Ella es misteriosamente la mujer a quien Jesús encomienda, como lo hizo desde la Cruz, a sus discípulos hasta que la fuerza del Espíritu Santo los haga adultos, los forme como cuerpo, los convoque en la unidad como iglesia. A la Virgen María se le encomienda la tarea de trasformar en familia, como Madre, el grupo de discípulos.
Así describe el significado de la presencia de la Madre de Dios un autor ortodoxo: “La Madre de Dios ocupa el lugar central, es el eje del grupo situado en el primer plano. Su figura se destaca sobre el fondo blanco de los ángeles; es el c entro prestablecido donde converge el mundo angélico y humano, la tierra y el cielo. Figura de la Iglesia, la Virgen está siempre representada debajo de Cristo. Su actitud es doble: como orante es la que intercede ante Dios; como purísima es la santidad de la Iglesia frente al mundo. Su inmutabilidad traduce la verdad inmutable de la Iglesia. La gracia y la ligereza casi trasparente de su figura contrastan con las figuras viriles de los apóstoles en movimiento que están alrededor. Su significado eclesial queda subrayado por la verticalidad de su figura proyectada hacia lo alto y por sus manos, dispuestas como ofrenda y súplica por el mundo” (Pável Evdokimov).
María es el elemento típicamente femenino de la Iglesia, su trasparencia, como su alma y su ser, al lado del elemento masculino de los apóstoles; dos elementos complementarios, fundidos en la unidad bajo el misterio de Cristo. Es la figura de la humanidad, del servicio, del ser más que del obrar, de la santidad como finalidad de la Iglesia.
María aparece en este icono como la Madre, modelo ejemplar y figura de la Iglesia. Es Madre por su presencia en medio de los apóstoles de su Hijo, que son también hijos suyos. Es modelo en su recepción del Espíritu Santo, en su perenne intercesión por la salvación del mundo, en la constante invocación de la venida del Espíritu sobre la tierra y la humanidad, en una epíclesis constante,, porque el mundo tiene sobre todo necesidad del Espíritu Santo. Es imagen de la Iglesia Esposa que dice hasta el final de los tiempos: “Ven, Señor Jesús”.
La liturgia oriental del día de la Ascensión canta la presencia de la Madre, gtestigo de la Encarnac ión del Verbo y de su gloriosa exaltación a los cielos: “tú que con tu Ascensión has colmado de gozo al grupo de los Apóstoles y a tu bienaventurada Madre que te engendró, haznos dignos de la gloria de tus elegidos, por sus oraciones y tu infinita misericordia”.
La Iglesia apostólica
La imagen de la Ascensión es también imagen de la Iglesia. Así aparece en sus rasgos fundamentales. Su cabeza invisible es Cristo, su modelo y figura la Virgen su fundamento los apóstoles; su simbolismo el del círculo, el de la comunión, el del racimo de los apóstoles. Una comunión que traduce el misterio de la Trinidad. La iglesia es humana, está en la tierra, se compone de personas concretas, con sus nombres, con sus rostros, con sus carismas. Pero en una inefable comunión que tiene sus raíces en el cielo, donde está Cristo, sin el cual la Iglesia no es lglesia, no es Cuerpo del Señor.
Los apóstoles, divididos en dos grupos iguales forman una unidad perfecta abrazados por los ángeles y manifiestan que son una comunión que refleja el misterio de la “pericóresis” o circumincesión trinitaria. Con su variedad y su movimiento indican la multiplicidad de los ministerios, la infinidad de las lenguas, la unidad de los pueblos en la verdad y del amor. Sus vestidos de varios colores del arco iris que son reflejo de un único amor.
Aquí recobra la Virgen María toda la fuerza de su ejemplaridad. La Iglesia es Madre y Virgen, con la fuerza del Espíritu, como la Virgen María es Virgen y Madre, con una maternidad que evoca también la paternidad de Dios. La Iglesia es jerárquica en su constitución, pero es también carismática en su santidad y en sus ministerios, como subraya la presencia de la Virgen, que no tiene ningún poder jerárquico pero es la síntesis de todos los carismas. La Virgen representa en medio de los apóstoles la iglesia de los fieles que poseen el sacerdocio común, que están unidos a Cristo y tienen que reflejar el rostro de Cristo por el Evangelio vivo, por la santidad de la vida de la que es cabal ejemplo la Madre de Jesús. Pero María es también ejemplo para la lglesia jerárquica; para que, como ella, traduzca su maternidad en fe, esperanza y amor.
La Iglesia es, como la Virgen, y con ella, la humanidad divinizada por la gracia del Espíritu; permanente intercesión e invocación (epíclesis) para que se renueve constantemente la gracia de Pentecostés; ofrenda viva que acoge y presenta el don recibido, con absoluta libertad y generosa participación.
También la tierra acoge la bendición de Cristo
Para los Padres de Oriente, la gracia de la salvación es cósmica, envuelve también la creación, lugar de la presencia del Señor y de la irradiación de su gloria. En el paisaje del monte de los olivos, apenas dibujado, se percibe en el color marfil la luz recibida por el cosmos. La tierra ha sido morada del Verbo Encarnado, como ahora es el lugar donde están plantados los pies desnudos de los apóstoles. Los árboles hacen de este paisaje un recuerdo del paraíso. La naturaleza ha sido elevada con Cristo al cielo, pero ya en la tierra, a través de la sacramentalidad de la Iglesia, los frutos de la tierra y del trabajo del hombre, el pan y el vino, el aceite y el agua, van a ser trasparencia de la presencia del Señor, van a ser llamados a colaborar, para que “lo que era visible en Cristo pase ahora a ser visible en los sacramentos de la Iglesia” (S. León Magno).
El icono de la Ascensión sugiere la lectura de un hermoso texto de san Juan de la Cruz (Cántico espiritual, estrofa 30), en el que describe la gloria de Cristo y la santidad de la Iglesia.
“De flores y esmeraldas, haremos las guirnaldas… este versillo se entiende harto propiamente de la Iglesia y de Cristo, en el cual la Iglesia, Esposa suya, habla con Él diciendo: haremos las guirnaldas; entendiendo por guirnaldas todas las almas santas engendradas por Cristo en la Iglesia, que cada una de ellas es como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones, y todas ellas juntas son una guirnalda para la cabeza del Esposo Cristo. Y también se puede enternder por las hermosas guirnaldas, que por otro nombre se llaman laureolas, hechas también en Cristo y la Iglesias, las cuales son de tres maneras: la primera, de hermosas y blancas flores de todas las vírgenes, cada una con su laureola de virginidad, y todas ellas juntas serán una laureola para poner en la cabeza de Cristo Esposo. La segunda, de las resplandecientes flores de los santos doctores, y todos juntos serán una laureola, para sobreponer en la de las vírgenes en la cabeza de Cristo. La tercer, de los encarnados claveles de los mártires, cada uno también con su laureola de mártir, y todos juntos serán una laureola para rematar la laureola del Esposo Cristo”.
La Iglesia tiene ya a Cristo como corona. Cristo tendrá a la Iglesia como corona de su gloria. Todo empieza con el misterio de la glorificación del Señor y está ya inscrito en el misterio de la Virgen María, en la gloria de su virginidad, en su humildad y en su sabiduría, en su amor hasta el martirio de la cruz.
Contemplando la gloriosa Ascensión del Señor cantamos el tropario de la fiesta con el acento místico de la Iglesia de Oriente:
“Has subido a la gloria, Cristo, Dios nuestro, y has llenado de alegría a los apóstoles con la promesa del Espíritu Santo; han sido confirmados en la fe con su bendición , porque tú eres el Hijo de Dios, el redentor del mundo”.
La memoria histórica crea puentes para la solución pacífica de conflictos
El Papa Francisco recibió a los miembros del Comité Pontificio para las Ciencias Históricas.
El Papa Francisco, esta mañana, al recibir a los miembros del Comité Pontificio para las Ciencias Históricas, que en estos días realizan su Sesión Plenaria, comparó el estudio de la historia con la ingeniería de puentes, por su capacidad de crear relaciones y soluciones pacíficas en situaciones de conflicto. Lo hizo al lamentar que a causa de la situación en Europa del Este algunos participantes habituales de la Academia Rusa de Ciencias de Moscú e historiadores del Patriarcado Ortodoxo de Moscú, no han podido participar. “Mientras que la historia está a menudo impregnada de acontecimientos bélicos, de conflictos, el estudio de la historia me hace pensar en la ingeniería de los puentes, que hace posibles las relaciones fructíferas entre las personas, entre los creyentes y los no creyentes, entre los cristianos de diferentes denominaciones. Su experiencia es rica en lecciones”, afirmó el Santo Padre.
La historia como portadora de reconciliación
que es necesario reanudar e intensificar pues para Francisco es “una valiosa contribución al fomento de la paz”: La necesitamos porque es portadora de la memoria histórica necesaria para captar lo que está en juego en la elaboración de la historia de la Iglesia y de la humanidad: la de ofrecer una apertura hacia la reconciliación de los hermanos, la curación de las heridas, la reintegración de los enemigos de ayer en el concierto de las naciones, como supieron hacer los Padres Fundadores de una Europa unida después de la Segunda Guerra Mundial.
La Iglesia se asoma mundo para escuchar y servir
El encuentro con el Comité Pontificio para las Ciencias Históricas formado actualmente por miembros de 14 países y tres continentes, fue ocasión para que Francisco recordara sus inicios hace cien años, el 6 de febrero de 1922, cuando el Papa Pío XI, bibliotecario y diplomático, apenas después de su elección, quiso inaugurar su pontificado asomándose a la logia externa de la Basílica Vaticana, en lugar de la interna, como habían hecho sus tres predecesores. “Con ese gesto Pío XI nos invitaba a asomarnos al mundo y a escuchar y servir a la sociedad de nuestro tiempo”, comentó el Papa.
De hecho, para el Pontífice, el Comité ofrece a la Santa Sede una contribución valiosa al dialogar y colaborar con historiadores e instituciones académicas, que desean estudiar no sólo la historia de la Iglesia, sino más ampliamente la historia de la humanidad en su relación con el cristianismo a lo largo de dos milenios.
Historia de la Iglesia: encuentro y confrontación
“La historia de la Iglesia es un lugar de encuentro y de confrontación en el que se desarrolla el diálogo entre Dios y la humanidad; y a ello están predispuestos quienes saben combinar el pensamiento con la concreción”, enfatizó el Santo Padre al recordar al “gran historiador Cesare Baronio”, un “erudito de admirable doctrina”. que como cocinero en la comunidad creada por San Felipe Neri daba lecciones y concejos con “su delantal, ocupado en lavar cuencos”.
“El Comité, deseado por el Venerable Pío XII para estar al servicio del Papa, de la Santa Sede y de las Iglesias locales, está ciertamente obligado a promover el estudio de la historia, indispensable para el taller de la paz, como vía de diálogo y de búsqueda de soluciones concretas y pacíficas para resolver los desacuerdos, y para conocer más profundamente a las personas y a las sociedades”, insistió Francisco.
La Santa Sede y las revoluciones de los siglos XIX y XX
En el encuentro que tuvo lugar en la Sala del Consistorio del Palacio Apostólico, el Papa aludió al próximo XXIII Congreso del Comité Internacional de Ciencias Históricas que tendrá lugar en Poznan (Polonia), en agosto, en el cual se tendrá una Mesa Redonda sobre el tema «La Santa Sede y las revoluciones de los siglos XIX y XX». Una nueva oportunidad para que el comité cumpla su misión y servicio en la “búsqueda de la verdad mediante la metodología propia de las ciencias históricas.
“Espero que los historiadores contribuyan con sus investigaciones, con sus análisis de las dinámicas que marcan los acontecimientos humanos, a iniciar con valentía procesos de confrontación en la historia concreta de los pueblos y de los Estados”, concluyó el Papa.
La Ascensión del Señor, Triunfo del Señor
Jesucristo subió a los cielos.
La Ascensión del Señor, al final del tiempo de la Pascua, nos llena de una profunda alegría, pues es el triunfo del amor y de la vida sobre las tinieblas del error, la mentira y la muerte.
Cuentan que una catequista daba su lección en el interior del templo parroquial y llegó al punto de decirle a los niños: Y Cristo resucitó de entre los muertos al tercer día… y los niños, que hoy tienen explicaciones para todo dijeron: Qué chiste, seguro que estuvo en estado de coma, y luego se levantó. Si, pero malamente se puede estar en estado de coma con el costado abierto, y con el corazón destrozado por la lanzada cruel de un soldado, cuando ya el Señor estaba muerto, respondió la catequista y continúo: Y Cristo subió al cielo… para prepararnos un lugar…. Tampoco eso tiene chiste, dijeron los niños, pues Cristo es tan poderoso, que nomás tomó su cohete y se pudo elevar sobre todo y sobre todos.
Qué difícil es expresar un hecho tan grandioso como la Ascensión de Cristo a los cielos, pues está fuera del tiempo y del espacio. Por eso San Lucas que nos narra ese hecho, lo hace con categorías humanas, valiéndose de palabras que muy difícilmente podrían explicar lo inexplicable, pero el mensaje queda y queda para todas las generaciones.
Al respecto me platicaron que una monjita de convento, de las que nunca salen, de las que hacen oración constante por los que no la hacemos, tuvo necesidad de salir al médico, y estando en la sala de espera, con gran expectación de su parte, y presa de una profunda emoción, frente a la televisión, oyó que el cardenal correspondiente, anunció que ya había Papa nuevo en la Iglesia, y a continuación pudo verlo cuando abrió sus brazos para abrazar a toda la humanidad. Cuando regresó al convento, le contó a la superiora la maravilla que había contemplado, y como en el convento no hay televisión, llamó a todas las hermanas, para que la monjita les relatara lo acontecido. Y cómo es el Papa nuevo, le preguntaron: Ah, es la cosa más maravillosa del mundo, blanco, blanco como un ángel, y con unos brazos largos que parecían sus alas para volar a todos los rincones de la Iglesia.
La monjita no se equivocaba, pues así contemplaba ella a Benedicto XVI como no se equivocaba San Lucas que nos habla de la Ascensión del Señor a los cielos. Comienza describiendo el escenario, una montaña, como había sido la promulgación de la Ley a Moisés, como había sido el sermón más importante de Cristo , y como había sido su propia muerte. La montaña, y parece que de Galilea, porque ahí había comenzado su predicación y ahí, mostraría que ya Jerusalén ni dictaba las normas ni concedía la salvación, que era desde ahora propia de Cristo Jesús el Hijo de Dios. Les da sus instrucciones, y lentamente se va apartando de su vista hasta que desaparece totalmente. Este hecho lleva aparejadas muchas consecuencias, pues en primer lugar Cristo sube al cielo como cabeza de la humanidad, y todos los que somos su familia, nos alegramos porque uno de nuestros miembros el más importante, ya resucitó, ya subió a los cielos y ya se encuentra sentado a la derecha de Dios Padre. Es el triunfo de toda la humanidad. Es el triunfo del Padre, porque acepta el ofrecimiento de su Hijo en lo alto de la Cruz y por eso puede coronarlo y hacerlo Señor del Universo.
Pero es también triunfo de Cristo, pues sin pecado propio, entregando su propia vida, nos muestra el camino hacia la casa del Padre Celestial, aunque Tomás se pasara de ingenio al pretender que no sabía el camino correcto.
Pero hay otro detalle más. Cuando Cristo desaparece de su vista, unos ángeles se plantan ante los Apóstoles que no caben en sí de asombro, y les preguntan: ¿Qué hacen ahí parados mirando al cielo?. Ya no es hora de contemplaciones, es la hora de la Iglesia mientras vuelve su Señor. Es entonces la hora de la Evangelización, es la hora de bautizar a todos los hombres, pero es la hora en que habrá que hacer que cada uno de ellos proceda en toda su vida conforme al lo que Jesús hizo y enseñó. Es la hora del compromiso, es la hora de acercarnos a los pobres, y los más pobres son los que aún ahora, después de veinte siglos, aún no son iluminados por el Evangelio. Y en ese sentido entramos todos, chicos y grandes, hombres y mujeres, religiosos y seglares, sacerdotes y fieles, todos en la gran campaña de evangelización.
Es pues el día de la alegría, del regocijo y de la paz, sin olvidarnos que el próximo domingo concluimos con la fiesta de Pentecostés que hace que el Espíritu Santo esté más activo cada día, impulsando la misma obra de evangelización, hasta que todos los hombres reconozcan que Jesucristo es el Señor y toda rodilla se doble a su nombre.
Flor del 29 de mayo: María, Reina del Santísimo Rosario
Meditación: “Dios te salve, llena eres de gracia, el Señor es contigo” (Lucas 1,28). El Arcángel San Gabriel fue quien comenzó el Rosario, pero el Espíritu Santo nos ha manifestado a través de los místicos que todo lo que proviene de la boca de los enviados celestiales (ángeles, santos y la misma Virgen) viene de la Voz de Dios, de tal modo que el mismo Dios fue quien lo inició. A María, la Reina de nuestro corazón, la Reina de las rosas, presentémosle como regalo un ramo de Avemarías. La oración a María, Medianera e Intercesora, va dirigida por su medio a Dios; le pedimos “ruega por nosotros pecadores” para que su oración se una a la nuestra y le de valor. Ella siempre responde ”ruego por vosotros pecadores”, ya que la oración es el diálogo sublime de la pobre criatura con su Señor. Nuestra oración, en manos de María, es presentada ante el Trono de Dios como un delicado perfume, entregado por la criatura más perfecta que existió, ¿y qué no puede obtener ése Purísimo Corazón del Corazón del Amor…?.
Oración: ¡Oh María, Reina del Santo Rosario!. Enséñanos a rezar de corazón como lo hiciste vos, y a prestar eterna alabanza a nuestro Señor. Amén.
Decena del Santo Rosario (Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria).
Florecilla para este día: Rezar un Rosario pidiendo se derrame sobre nosotros el Espíritu Santo, y por las intenciones de la Virgen.
Fiesta de la Ascensión, verdadera esperanza
Cristo no sube solo, somos parte suya, y por lo tanto, algo nuestro ya está en la casa el Padre.
Los niños de hoy están acostumbrados a oír de los viajes espaciales, a naves que viajan a velocidades que escapan a la imaginación y que tocan países insospechados con otras costumbres y otras formas de vida. Por eso podrían quedarse con la impresión de que Cristo en su Ascensión a los cielos, se hubiera adelantado al tiempo, subiendo en su propia nave hasta desplazarse hasta el mismísimo cielo.
Tenemos que decir entonces de entrada que el cielo y el espacio de las estrellas, los astros, los asteroides y los cometas, un mundo vastísimo, es otro totalmente distinto del que nos presentan los evangelistas que afirman que Cristo subió al cielo, donde “Dios habita en una luz inaccesible” (1 Tim 6.16), lo cual quiere decir que nosotros mismos estaremos invitados a subir con Cristo pero no precisamente a un espacio o a un lugar sino a una situación nueva si vivimos en el amor y en la gracia de Dios.
La fiesta de la Ascensión del Señor es entonces la fiesta de la Verdadera esperanza para los cristianos y en general para todos los hombres, pues cuando Cristo envía a sus apóstoles al mundo, quiere hacer que su mensaje llegue precisamente a todos los hombres, rotas ya las barreras y todas las fronteras, hasta hacer de la humanidad una sola familia salvada por la Sangre de Cristo. Cristo no sube solo, somos parte suya, y por lo tanto, algo nuestro ya está en la casa el Padre, esperando la vuelta de todos para sentarnos con Cristo a ese banquete que se ofrece a todos los que fueron dignos de entrar al Reino de los cielos.
La fiesta en cuestión comenzó a celebrarse hasta el siglo VI pues los siglos anteriores se consideraba como una sola festividad tanto la Resurrección de Cristo como su misma Ascensión, pero se pensó en celebrar ésta última como la plena glorificación de Cristo, su exaltación a los cielos, el sentarse a la diestra de Dios Padre, su constitución como Juez y Señor de vivos y muertos y por lo tanto con poder para enviar a su Iglesia al mundo a hacerlo presente en sus sacramentos, en su Eucaristía, descubriéndole en los pobres y los marginados del mundo, comprometiéndose seriamente con ellos como él lo hizo con cada uno de los actos de su vida, pero sobre todo con su muerte en lo alto de la cruz.
La Ascensión tiene lugar en Galilea, donde Jesús comenzó su ministerio público pero no fue tanto un dato meramente geográfico, sino para hacerles entender a sus apóstoles que Jerusalén ya no era el centro de religiosidad y de culto, sino que desde ahora él se constituía en Aquél por el que se podía tener libre acceso al Padre. Galilea sería como un símbolo de una humanidad que vive una nueva esperanza y una nueva acogida por el Buen Padre Dios, invitándonos a romper toda esclavitud, pues él ya no quiere más sirvientes sino hijos.
Cristo tuvo mucho cuidado antes de su subida de darles poder a sus Apóstoles para hacerlo presente en el mundo, pero también afirmó, y con un verbo en presente que él estaría con ellos siempre, hasta el fin de los tiempos. Esa es la gran alegría de los cristianos, poder unirse desde ahora al Salvador sin tener que esperar hasta el momento final, y hacerlo como discípulos del único Maestro, que quiere a la humanidad unida en su Amor.
San Pablo VI, un papa que acercó la Iglesia al mundo contemporáneo
De origen italiano, el papa Montini trabajó por la buena implementación del Concilio Vaticano II. Una labor delicada y agotadora
Pablo VI (Giovanni Battista Montini) nació el 26 de septiembre de 1897 en Concesio (Brescia), Italia. El 29 de mayo de 1920 fue ordenado sacerdote.
Desde 1924 fue colaborador de los papas Pío XI y Pío XII y, en paralelo, se ejercitaba en la pastoral universitaria.
Durante la Segunda Guerra Mundial se le nombró sustituto en la Secretaría de Estado y se dedicó a buscar refugio para los judíos perseguidos y los prófugos.
Más tarde fue nombrado Pro-Secretario de Estado para los Asuntos Generales de la Iglesia, y desde ese cargo trabajó en favor del ecumenismo.
Fue nombrado arzobispo de Milán -la diócesis más grande de Italia- en 1954. Cuatro años después, el papa san Juan XXIII lo nombró cardenal.
Papa atento al mundo
Al morir este, fue elegido su sucesor en la Cátedra de Pedro el 21 de junio de 1963.
Entre sus trabajos, destacó por llevar a cumplimiento particularmente el Concilio Vaticano II y reafirmó la preocupación de la Iglesia por el mundo contemporáneo. Se esforzó en lograr la unidad de los cristianos y en proteger los derechos humanos.
Actuó en favor de la paz, por el progreso de los pueblos y la inculturación de la fe. Promovió la reforma litúrgica para favorecer la participación activa del pueblo fiel.
San Pablo VI falleció el 6 de agosto de 1978 en Castel Gandolfo.
Oración
“…A nosotros, los cristianos, nos corresponde ser, en medio de los demás hombres, testigos de esta realidad, pregoneros de esta esperanza.
El Señor, presente en la verdad del sacramento, ¿no repite acaso a nuestros corazones en cada Misa: ‘¡No temas! ¡Yo soy el primero y el último y el que vive!‘ (Ap 1, 17-18)?
Lo que tal vez más necesita el mundo actual es que los cristianos levanten alta,
con humilde valentía, la voz profética de su esperanza.
Precisamente en una vida eucarística intensa y consciente
es donde su testimonio recabará la cálida transparencia y el poder persuasivo necesarios
para abrir brecha en los corazones humanos.
¡Hermanos e hijos queridísimos, estrechémonos, pues, en torno al altar!
Aquí está presente Aquel que, habiendo compartido nuestra condición humana,
reina ahora glorioso en la felicidad sin sombras del cielo.
Él, que en otro tiempo dominó las amenazantes olas del lago de Tiberíades,
guíe la navecilla de la Iglesia, en la que estamos todos nosotros,
a través de los temporales del mundo, hasta las serenas orillas de la eternidad.
Nos encomendamos a Él, reconfortados por la certeza
de que nuestra esperanza no será defraudada”.
(Fragmento final de la homilía del 28 de mayo de 1978, solemnidad del Corpus Christi, pocos meses antes de que san Pablo VI falleciera)