HOY EL EVANGELIO NOS HABLARA DE LA TRANSFIGURACION DE JESUS
Esperanza en un mundo mejor. Un mundo parecido a un cedro magnífico que crece de un brote pequeño por la fuerza que le da el Señor. Un mundo en el que vivimos como emigrantes lejos de los nuestros y quizás con una fe temblorosa y llena de miedos, pero destinados a intentar cambiar el mundo ya ahora, para reunir a todos los hombres y mujeres en un mundo mejor, a pesar de tener también la mirada puesta en el mundo futuro en el que disfrutaremos del Amor de Dios. Ésta es nuestra esperanza, poder cambiar el mundo ahora, no por nuestros méritos, no para que seamos los mejores, sino porque confiamos en el Dios: en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo.
Queridas SISTERS Hermanas. No me gusta el mundo en el que vivimos. No me gusta la violencia, el hambre, la pobreza, el individualismo, las adicciones, el dolor de tantos inocentes, la indiferencia de los ricos y de los poderosos (los perros mudos como los llamaba san Antonio de Padua, mi patrón de Bautizo)… Me duele el mundo actual: quiero cambiarlo y quiero instaurar el Reino de Dios: ahora.
¿Quieren ayudarme a cambiar el mundo?
Pues podemos hacer lo decía el papa San Gregorio hace casi mil quinientos años: “cuando formulamos buenos deseos, plantamos la semilla en el suelo; cuando empezamos a obrar bien, somos una brizna de hierba; cuando crecemos, llegamos a ser espigas y cuando ya estamos firmes en el buen obrar con perfección, la espiga se llena de grano maduro” (San Gregorio, Homilías sobre la profecía de Ezequiel, libro 2,3,5). Y sí, sin embargo, somos conscientes de nuestra poca cosa, de nuestras fragilidades e incoherencias, de nuestros miedos…
Pero, SISTERS Hermanas, somos cristianos y podemos tener confianza en Dios-Bondadoso que nos ama: “¿qué diremos, pues, delante de esto? si tenemos a Dios con nosotros, ¿quién tendremos en contra?” (Romanos 8:31). El mal no tiene la última palabra, porque gracias a la pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesucristo, el mal ha sido vencido. Porque creemos que la bondad y el amor de Dios nos acompañan toda la vida (cf. Salmo 22).
Pero Dios (que nos ama), Dios (que nos ha hecho hijos e Hija suyos), respeta muchísimo nuestra libertad, pero espera que nosotros colaboremos en intentar cambiar el mundo y la instauración de su Reino. Dios no quiere imponer el bien sin contar con nosotros: contigo, contigo, contigo… y conmigo. Dios desea que participemos en la instauración de su Reino.
Por eso, no importan los achaques de la edad o de la enfermedad, no importan nuestras fragilidades o nuestros miedos. Todos, independientemente de nuestra edad (seamos viejos o jóvenes inexpertos) o de nuestra condición (con más conocimientos o menos, con más habilidades o menos), todos podemos orar. Y la oración es muy poderosa: porque todo lo que pedimos al Padre en nombre de Jesús nos lo concederá (cf. Juan 14:13). Ésta puede ser nuestra principal manera de cambiar el mundo, de mover los corazones de las personas, porque “por la oración, todo bautizado trabaja por la Venida del Reino” (CEC n. 2632). Después, cada uno según sus posibilidades, intentaremos poner también nuestra cabeza y manos, nuestra inteligencia y nuestro obrar para conseguir cambiar el mundo.
Eso sí: conscientes de que sin Dios nada puede nuestra debilidad, conscientes de quien hace crecer la semilla es el Señor, confiados en nuestro Padre Dios. Como decía Juliana de Norwich, mística inglesa de principios del siglo XIV:
“Dios mira con compasión y no con blasmo el dolor del alma. No hacemos más que pecar. Somos protegidos en el consuelo y el temor, porque quiere que nos giremos hacia él y nos adheramos prontamente a su amor, viendo que es nuestro remedio. Así es necesario amar en el deseo y en la alegría. Todo lo contrario a esta actitud no viene de Dios sino del enemigo” (Juliana de Norwich. Libro de las Revelaciones del Amor Divino. Introducción al capítulo 82).
Nosotros podemos anunciar el evangelio, es decir, alegres de comunicar una buena nueva (que esto significa Evangelio). Una pequeña aportación de nuestra parte, y Dios hará salir al resto: hará crecer la planta, convertirá esa semilla y ese brote en un árbol. Esperanzados porque sabemos que podemos cambiar el mundo y porque nos espera un mundo mejor. Confiados porque somos hijos de Dios.
Queridas Hermanas. Podemos estar seguros de nuestra fe y de nuestra esperanza no son inútiles: oremos por la venida del Reino y anunciémoslo a otros hombres y mujeres para que participen también de esta buena nueva. Que colaboren con nosotros en instaurar ahora el Reino de Dios, seguros y confiados de que Dios, Bondad infinita, está a nuestro lado porque nos ama. Intentamos amarle a Él y a los hermanos, y después de muertos y resucitados, conseguiremos disfrutar de la vida eterna en Dios.
Confianza y esperanza. Ésta es nuestra fe, esa es nuestra esperanza. Éste es nuestro amor, por Dios y por los hermanos. Porque: “todo acabará bien; todas las cosas, sean cuales sean, terminarán bien” (Juliana de Norwich, Op. cit. cap. 27).
Nosotros somos hijos e hijas de esos primeros cristianos. Si nos consuela compartir sus dudas que también nos provoque y nos mueva imitar su fe y su caridad para que reconozcamos a Jesús como viviente en medio de nosotros y dejemos que esta fe nos haga transfigurarnos, transformadores y vencedores del mal del mundo, confiados en todas las oportunidades que Él nos da. Éste es el sentido de centrar nuestra fe en la resurrección de Jesucristo, de recordarla en cada eucaristía, de celebrarla constantemente durante ocho días enteros por Pascua y de repetir Hoy es el día en que ha obrado el Señor, aleluya.
Mansueto de Milán, Santo
Obispo, 19 de febrero
Martirologio Romano: En Milán, de Lombardía, Italia, san Mansueto, obispo, que luchó firmemente contra la herejía de los monotelitas (c. 680).
Breve Biografía
Entre los tantos y delicadas asuntos cristológicas sobre los que debatía la teología en los primeros siglos de la Iglesia, se encontraba aquella que investigaba sobre si en Cristo hay una o dos voluntades. En el primer caso se habla de «monotelismo», y en el segundo de «duotelismo».
El problema explotó en el siglo VII, con un Oriente preponderantemente monotelista. A tal grado llegó la disputa, que incluso hubo intervenciones imperiales que llegaron a prohibir bajo penas severas la continuación de la disputa.
En diversos Concilios, en cambio, la cuestión se abordó condenando la posición monotelita como un error pernicioso, ya que el monotelismo era en realidad una sutil respuesta herética sobre la verdadera naturaleza de Jesús: la de ser verdadero Dios y verdadero hombre, dogma proclamado por la Iglesia. La doctrina de la presencia de dos voluntades en Cristo, la divina y la humana, fue reafirmada por el Concilio de Letrán (octubre de 649), convocado por el Papa San Martín I, lo que le costó la muerte, ordenada por el emperador, ya que la convocatoria tenía una clara orientación duotelista.
La discusión se prolongó algún tiempo, y entre los que tomaron parte en ella se encuentra san Mansueto, cuadragésimo obispo de Milán. Su intervención en el Concilio de Roma (marzo de 680) tuvo exactamente ese sentido: desaprobar el monotelismo y dejar claro cómo las dos voluntades coexisten en Cristo, la voluntad humana sujeta a la divina, pero permaneciendo activa, como verdadero hombre.
San Mansueto estaba tan convencido de que estando de parte de Jesús se estaba de parte del hombre que luchó valientemente contra el monotelismo en todas sus actividades, sea como obispo, como organizador o escritor. Contra esta herejía (que, si ponemos algo de atención notaremos que incluso en nuestros días aun existe, algunas veces algo escondida), escribió un importante libro de argumentación doctrinal.
Aunque su celebración es el 19 de febrero, en la liturgia ambrosiana su fiesta se traslada al 2 de septiembre, para que no caiga en Cuaresma.
¿Cuál es mi lugar favorito?
Santo Evangelio según san Marcos 9, 2-13. Sábado VI del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, ayúdame a estar contigo.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Marcos 9, 2-13
En aquel tiempo, Jesús se llevó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte alto, y se transfiguró en su presencia. Sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr sobre la tierra. Después se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». En realidad no sabía lo que decía, porque estaban asustados.
Se formó entonces una nube, que los cubrió con su sombra, y de esta nube salió una voz que decía: «Éste es mi Hijo amado; escúchenlo». En ese momento miraron alrededor y no vieron a nadie sino a Jesús, que estaba solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron esto en secreto, pero discutían entre sí que querría decir eso de «resucitar de entre los muertos».
Le preguntaron a Jesús: «¿Por qué dicen los escribas que primero tiene que venir Elías?». Él les contestó: «Si fuera cierto que Elías tiene que venir primero y tiene que poner todo en orden, entonces ¿cómo es que está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Por lo demás, yo les aseguro que Elías ha venido ya y lo trataron a su antojo, como estaba escrito de él.
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio
Mis amigos y yo teníamos un lugar donde siempre nos juntábamos una vez a la semana. A todos nos gustaba ir, era perfecto para nosotros. Con el paso del tiempo se volvió mi lugar favorito, el lugar donde siempre me sentía feliz de estar.
En el Evangelio de hoy, Jesús lleva a tres de sus apóstoles más íntimos, por decirlo así, a la cima de una montaña. Nuestro Señor se transfigura delante de ellos y para san Pedro fue algo único, tanto que llega a exclamar: ¡Qué bien se está aquí! Y desea quedarse. San Pedro encontró su lugar favorito, el lugar donde quería siempre estar.
Pero podemos preguntarnos ¿qué tiene un lugar favorito? En mi caso, mi lugar favorito tenía a mis amigos, las personas que quería, y eran ellos los que convertían esa especie de casa en medio de una plaza en mi lugar favorito. Para san Pedro es prácticamente lo mismo, no es la hermosa vista de la cima o algo parecido, es Jesús mismo. Nuestro Señor se transfigura ante ellos, Cristo se da a conocer y solo esto es lo que convierte la cima de la montaña en su lugar favorito, ahí conocen cada vez más a su Dios, a la persona que aman.
Y esto se debe ser para cada cristiano su lugar favorito, la cima donde Jesús se me transfigura, el lugar donde conozco a mi Dios. Lo importante en sí no es el lugar, sino que estoy con Él, estoy con la persona que amo.
Pero, así como yo tenía que irme a mi casa, los apóstoles tuvieron que bajar. Yo me iba con la gratificación de que iba a regresar dentro de una semana, pero para los apóstoles no fue así, ellos no sabían cuándo iban a regresar a su lugar favorito. Entonces, ¿por qué bajar? La repuesta sigue siendo la misma; Jesús, nuestro Señor, bajó; Jesús bajó con ellos y se quedó con ellos. La diferencia que tengo con los apóstoles es que, lo que hace la cima de la montaña su lugar favorito se queda con ellos, haciendo que cada lugar se pueda convertir en su lugar favorito.
Y así debe ser para cada cristiano. Cada lugar en nuestras vidas se debe convertir en un lugar donde conozco y amo a Jesús. Aunque la cima de la montaña es donde mejor conozco a Dios, puedo bajar con la certeza de que se queda conmigo. En cada iglesia Jesús se me transfigura, pero cuando bajo de la montaña, Él está en cada lugar del mundo, Él continua conmigo. ¡Hagamos del mundo nuestro lugar favorito!, pero siempre regresando a la intimidad con Jesús. Participemos de su transfiguración en cada Eucaristía y gritemos con júbilo: ¡Qué bien se está aquí!
«La transfiguración ayuda a los discípulos, y también a nosotros, a entender que la pasión de Cristo es un misterio de sufrimiento, pero es sobre todo un regalo de amor, de amor infinito por parte de Jesús. El evento de Jesús transfigurándose sobre el monte nos hace entender mejor también su resurrección. Para entender el misterio de la cruz es necesario saber con antelación que el que sufre y que es glorificado no es solamente un hombre, sino el Hijo de Dios, que con su amor fiel hasta la muerte nos ha salvado». (Homilía de S.S. Francisco, 25 de febrero de 2018).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Subir a la cima hoy y bajar con Jesús, visitando al Santísimo yendo con la certeza de su presencia.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
La Transfiguración cambia la vida
Los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará.
El hecho de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor tiene en los Evangelios una importancia muy grande. Como la tiene después para la vida de la Iglesia, que le consagra hoy una fiesta especial, la cual reafirma nuestra esperanza en el Señor Resucitado, pues sabemos que, cuando se nos manifieste, transformará nuestros cuerpos mortales, eliminando de ellos todas las miserias, y configurándolos con su cuerpo glorioso e inmortal…
Lo que pasó en el Tabor lo sabemos muy de memoria.
Jesús, al atardecer de aquel día, deja a los apóstoles en la explanada galilea y, tomando a los tres más íntimos –Pedro, Santiago y Juan–, se sube a la cima de la hermosa montaña.
Pasa el Señor la noche en oración altísima, dialogando efusivamente con Dios su Padre, mientras que los tres discípulos se la pasan felices rendidos al profundo sueño…
Al amanecer y espabilar sus ojos los discípulos, quedan pasmados ante el Maestro, que aparece mucho más resplandeciente que el sol…
Se le han presentado Moisés y Elías, que le hablan de su próxima pasión y muerte…
Se oyen los disparates simpáticos de Pedro, que quiere construir tres tiendas de campaña y quedarse allí para siempre…
El Padre deja oír su voz, que resuena por la montaña y se esparce por todos los cielos: -¡Éste es mi Hijo queridísimo!…
Y la palabra tranquilizante de Jesús, cuando ha desaparecido todo: -¡Animo! ¡No tengáis miedo! Y no digáis nada de esto hasta que yo haya resucitado de entre los muertos…
Pedro recordará muchos años después en su segunda carta a las Iglesias:
– Si os hemos dado a conocer la venida poderosa de nuestro Señor Jesucristo, no ha sido siguiendo cuentos fantasiosos, sino porque fuimos testigos de vista de su majestad. Cuando recibió de Dios Padre honor y gloria, y de aquella magnifica gloria salió la poderosa voz: ¡Éste es mi Hijo amadísimo en quien tengo todas mis delicias! Y fuimos nosotros quienes oímos esta voz cuando estábamos con él en la montaña santa.
Este hecho del Tabor tuvo muchas repercusiones en la vida de Jesús y de los apóstoles.
Sí, en la de Jesús ante todo. Porque Jesús no era insensible al dolor que se le echaba encima con la pasión y la cruz. La vista de la gloria que le reservaba el Padre por su obediencia filial fue para Jesús un estímulo muy grande al tener que enfrentarse con la tragedia del Calvario.
Para los apóstoles, ya lo sabemos también. Acabamos de escuchar a Pedro. Y sabemos cómo la visión del Resucitado ante las puertas de Damasco fue para Pablo una experiencia extraordinaria, que supo transmitir después en sus cartas a las Iglesias: -¡Nuestro cuerpo, ahora sujeto a tantas miserias, será transformado conforme al cuerpo glorioso del Señor!…
Así lo es también para nosotros. Porque la vida no se nos ofrece siempre risueña, sino que muchas veces nos presenta unas uñas bien aceradas.
En esos momentos de angustia, recordamos con la visión del Tabor la palabra del apóstol San Pablo:
– Comprendo que los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará.
Cuando todo nos va bien en la vida, solemos decir con Pedro –del que dice el Evangelio que no sabía lo que se decía–: ¡Qué bien se está aquí!…
Pero es cuestión de dejar el Tabor para después. Ahora hay que subir a Jerusalén con Jesús. Es decir, hay que cargar con la cruz de cada día, porque en el Calvario nos hemos de encontrar con el Señor, para encontrarnos seguidamente con Él en el sepulcro vacío…
La Transfiguración fue un paréntesis muy breve, aunque muy intenso, en la vida de Jesús. Detrás quedaban casi tres años de apostolado muy activo, en los que había predicado y hecho muchos milagros. Ahora había que enfrentarse con Getsemaní, la prisión, los tribunales, los azotes y el Gólgota. Pero la experiencia del Tabor le anima a seguir adelante sin decaer un momento.
Para nosotros, es cuestión de mirar a nuestro Jefe y Capitán, Cristo Jesús.
Hay que tener fe en Dios, cuando nos brinda la misma gloria que a Jesucristo.
Porque si Dios nos ofrece el mismo cáliz que a su Hijo, es decir, la misma suerte en sus sufrimientos, es porque nos tiene destinados también a la misma gloria y felicidad que las de Jesucristo.
Jesús se manifiesta en el Tabor, más que en ninguna otra ocasión, como el esplendor de la gloria del Padre. Nadie ha visto la gloria interna de Dios. Pero mirando a Jesús envuelto en una luz que opaca y anula del todo la luz del sol, nosotros llegamos a barruntar lo que es ese Dios que un día veremos cara a cara y que nos envolverá con sus esplendores. Esplendores que son ya ahora una realidad que llevamos dentro, aunque no los vemos. La Gracia del Bautismo nos ha transformado en esa luz que nos hace gratos, ¡y tan gratos!, a los ojos divinos…
¡Señor Jesucristo! ¡Qué grande, qué amoroso, y qué humilde, te muestras en el Tabor! ¿Cuándo, pero cuándo nos será dado gozar de aquel espectáculo que enloqueció a los discípulos?…
Ya vemos que nos preparas cosa buena de verdad. El caso es que sepamos merecerla….
«El mundo necesita el testimonio de la comunión»
En un discurso durante la asamblea plenaria de la Congregación para las Iglesias orientales
“Agradezco al Cardenal Sandri por sus palabras de saludo y de introducción y agradezco a cada uno de ustedes por su presencia, en especial a quienes vienen desde lejos”. Así el Papa Francisco comenzaba su discurso a los participantes en la asamblea plenaria de la Congregación para las Iglesias Orientales en la mañana del viernes 18 de febrero.
En su mensaje, el Cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación, agradeció al Santo Padre por el tiempo que decidió dedicarles, primero con los Patriarcas y los Arzobispos Mayores de las Iglesias Orientales católicas, luego con los miembros del Dicasterio reunidos en la asamblea plenaria. “Hemos trabajado juntos en la mañana del miércoles, deseando que el estilo de compartir y de escucha no caracterice solo a estas jornadas, sino a la vida cotidiana de nuestro ser Iglesia”, dijo el Purpurado, quien también lanzó un llamado por la paz en Ucrania.
Francisco recordó que esta mañana los asistentes rezaron ante la Confesión del Apóstol Pedro, para renovar juntos la profesión de fe: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. “El mismo gesto que hicimos antes de la misa al comienzo del pontificado, para mostrar, como dijo el Papa Benedicto XV, que ‘en la Iglesia de Jesucristo, que no es latina, ni griega, ni eslava, sino católica, no hay discriminación entre sus hijos y que todos, latinos, griegos, eslavos y de otras nacionalidades tienen la misma importancia’”, expresó el Pontífice (cf. Encíclica Dei Providentis, 1917).
“La guerra es una matanza inútil”
“A él (Benedicto XV), fundador de la Congregación para las Iglesias Orientales y del Pontificio Instituto Oriental, se dirige nuestro agradecido recuerdo, cien años después de su muerte”, manifestó. También destacó que Benedicto XV denunció la incivilidad de la guerra como “matanza inútil”, en línea con las recientes reflexiones del Papa Francisco cuando se refiere a la guerra como una “locura”. Sin embargo, destacó Francisco, la advertencia no fue escuchada por los líderes de las naciones involucradas en la Primera Guerra Mundial y tampoco fue atendido el llamado de San Juan Pablo II para evitar el conflicto en Irak, puntualizó.
“Esperábamos que no hubiera necesidad de repetir palabras similares en el tercer milenio; sin embargo, la humanidad parece seguir andando a tientas en la oscuridad: hemos sido testigos de las masacres de los conflictos en Oriente Medio, en Siria e Irak; de las de la región etíope de Tigray; y siguen soplando vientos amenazadores en las estepas de Europa del Este, encendiendo las mechas y los fuegos de las armas y dejando fríos los corazones de los pobres e inocentes”, subrayó.
El Papa recordó que, mientras tanto, el drama continúa en el Líbano, dejando a mucha gente sin pan. A su vez, los jóvenes y los adultos deciden abandonar sus tierras, ante la pérdida de la esperanza. No obstante, remarcó que “son la patria de las Iglesias católicas orientales”, pues allí se “han desarrollado, conservando tradiciones milenarias y muchos de ustedes, miembros del dicasterio, son sus hijos y herederos”.
Entre el oro del pasado, el testimonio de fe del presente y el barro de las miserias
Francisco manifestó que la vida cotidiana de sus oyentes es “como una mezcla del precioso polvo de oro de vuestro pasado y del heroico testimonio de fe de muchos en el presente, junto, sin embargo, con el barro de las miserias de las que también somos responsables y del dolor que causan las fuerzas externas”.
El Sucesor de Pedro profundizó en el carácter preciado de los destinatarios de su mensaje, calificándolos además como “semillas colocadas en los tallos y ramas de plantas centenarias, llevadas por el viento hasta fronteras impensables”. “Desde hace décadas los católicos orientales habitan continentes lejanos, han cruzado mares y océanos y atravesado llanuras”, puntualizó.
Francisco precisó que se han creado circunscripciones territoriales (eparquías) en Canadá, Estados Unidos, América Latina, Europa y Oceanía. Muchas otras, explicó, están confiadas a los obispos latinos de acuerdo con los procedimientos de los respectivos Jefes de Iglesia, Patriarcas, Arzobispos Mayores o Metropolitanos sui iuris (“de Proprio Derecho”).
“Vuestros trabajos han tratado sobre la evangelización, que constituye la identidad de la Iglesia en toda parte, es más, la vocación de todo bautizado”, apuntó. “Y para la misión tenemos que ponernos mayormente en escucha de la riqueza de las distintas tradiciones”, interpeló. En este sentido, citó el itinerario del catecumenado de los adultos, “que prevé la celebración de los sacramentos de iniciación cristiana en forma unitaria: una costumbre que en las Iglesias orientales se conserva y practica también con los niños”, remarcó. El Pontífice enfatizó la necesidad de una “sabia catequesis” que acompañe a los bautizados de cada edad a una “madura y feliz pertenencia a la comunidad cristiana”.
“En este camino son preciosos los distintos ministerios en la Iglesia, como también la armonía en los vínculos con los religiosos y las religiosas que actúan según el propio carisma en vuestros contextos”, resaltó Francisco.
“El mundo necesita el testimonio de la comunión”
En la última parte de su alocución, Francisco se detuvo en la liturgia, que “es el cielo en la tierra, como le gusta repetir a los orientales”, declaró, aunque reconoció que la belleza de los ritos orientales “está lejos de ser un oasis de evasión o preservación”. Al contrario, “la asamblea litúrgica se reconoce como tal no porque se autoconvoque, sino porque escucha la voz de Otro, permaneciendo dirigida hacia Él, y por eso mismo siente la urgencia de salir hacia sus hermanos, llevándoles el anuncio de Cristo”, admitió.
El Papa consideró que el Congreso Litúrgico por los 25 años de la Instrucción sobre la aplicación de las prescripciones litúrgicas de los Códigos de Derecho Canónicos de las Iglesias orientales es “una oportunidad para conocerse en el interior de las comisiones litúrgicas de las diferentes Iglesia sui iuris”.
Francisco exhortó a no olvidar que “los hermanos de las Iglesias Orientales y Ortodoxas Orientales nos miran: aunque no podamos sentarnos en la misma mesa eucarística, casi siempre celebramos y rezamos los mismos textos litúrgicos”. Pidió tener cuidado con las acciones que puedan perjudicar el camino hacia la unidad visible de todos los discípulos de Cristo, ya que “el mundo necesita el testimonio de la comunión”, concluyó.
La existencia del mal en el mundo
Esta cuestión tan aguda, tan difícil de descifrar con la sola razón, resulta comprensible desde el punto de vista que ofrece la revelación cristiana…
Esta cuestión tan aguda, tan difícil de descifrar con la sola razón, resulta comprensible desde el punto de vista que ofrece la revelación cristiana. Hay unas palabras de San Pedro en su segunda Carta que quizá no han sido suficientemente meditadas: «¿Dónde queda la promesa de su venida (la anunciada segunda venida triunfante del Mesías)? Pues desde que los padres murieron, todo continúa como desde el principio de la creación».
San Pedro recoge así la protesta de quienes se sienten defraudados por las promesas cristianas sobre el Reino de Dios que habría de haber triunfado ya sobre toda especie de injusticia, de sufrimiento, de conflictos sangrantes: ¿no debería estar ya implantado en todo el mundo el Reino de la justicia, del amor y de la paz?
«Los padres» podían ser primeros cristianos, muchos de los cuales ya habían muerto y, sin embargo, «todo continúa como desde el principio de la creación». Lo cual puede ser una evocación de las múltiples luchas cainítas que siguen flagelando a la humanidad. ¿Cómo seguir creyendo en las promesas predicadas por los Apóstoles? Las cosas no han mejorado.
«Pero —replica san Pedro— hay algo, queridísimos, que no debéis olvidar: que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día». Mil años nos puede parecer mucho tiempo, desde el punto de vista de los que estamos inmersos en el tiempo. Pero la mirada de Dios y sus designios son eternos, y la eternidad tiene en presente pasado, presente y futuro. Si Jesús nos dice que «el Reino de Dios está cerca», «que está ya en medio de nosotros», nos habla desde el punto de vista de la eternidad y de los designios divinos sobre toda la historia de la humanidad.
Nosotros somos a menudo como niños que lo quieren todo y, además, ya. Pero el hombre adulto ha de comprender que para alcanzar los fines se necesita tiempo; y todo lo que llega, llega pronto, casi enseguida, porque la vida humana sobre la tierra es siempre muy corta, acaba, y, como dice san Agustín, todo lo que acaba es breve. Para Dios mil años son como un día.
¿Por qué permite Dios que los «malvados» sigan haciendo el mal? La respuesta de quien pasó muchas horas, muchos días, años, conversando con Jesucristo y meditando tanto sus palabras como sus silencios, es ésta: «No tarda el Señor en cumplir sus promesas, como algunos piensan; más bien usa de paciencia con vosotos, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (2 Pe 3, 8-9).
Una vez más, el Espíritu Santo, por medio de sus hagiógrafos, nos revela que el mal es una permisión de la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cfr. 1 Tim 2, 4; Rom 11, 22) y usa con ellos de una paciencia infinita, que implica una misericordia tan grande que nos resulta difícil de comprender.
Desde un punto de vista objetivo la injusticia hace mayor mal al injusto que al justo que sufre la injusticia.
En el justo, el sufrimiento es un vínculo de unión con la Cruz redentora de Cristo; para el injusto, las consecuencias del mal que se derivan de su injusticia han de ser un revulsivo que le ayude a la conversión y alcance, al fin, la salvación eterna.
El justo, es decir, el santo —en términos bíblicos— no pierde la paz ni la felicidad profunda, al sufrir la injusticia; es más, la ofrece por el causante de la injusticia.
En todo caso, la permisión del mal redunda en el bien de los que aman a Dios y constituye una llamada a la conversión de los que no le aman. Es un aspecto del «escándalo de la Cruz».
¿Por qué sufren los niños y los inocentes?
El Beato Carlo Gnocchi responde: Sufre en primer término por su condición de hombre, responsable en esencia del pecado original
Pregunta:
Estimado Padre:
Algo que nunca he podido entender es el tema del dolor de los niños y de las personas inocentes. ¿Por qué Dios lo permite? ¿Acaso no es Dios? ¿Acaso no puede impedirlo? Estas preguntas a veces me quitan el sueño… y a veces parece que me pueden quitar incluso la fe. Ayúdeme.
Respuesta:
Para su pregunta puntual este artículo de Sebastián Sánchez puede representar la respuesta más precisa y magnífica. Resume el autor el pensamiento del Beato Don Carlo Gnocchi y de una pequeña joya de la teología católica, su obrita: ‘Pedagogía del dolor inocente’. Léalo; no tiene desperdicio.
El título original de este artículo es: ‘Breve semblanza de la figura y pensamiento del padre de los niños mutilados ‘, pero supera la pura semblanza y responde al tema del dolor del niño y del inocente.
Tomado de la Revista Arbil nº 87 // por Sebastián Sánchez
Según la acertada expresión de S.S. Juan Pablo II . Don Carlo Gnocchi, un desconocido para las generaciones hodiernas, fue uno de los más eminentes apóstoles de la Caridad del siglo XX dedicado especialmente al auxilio, espiritual primero y físico después, de los niños sufrientes. Su figura debe ser justipreciada en estás épocas de diabólica inquina contra la niñez.
Vida y obra
Nació Don Carlo Gnocchi en San Colombano al Lambro el 25 de Octubre de 1902. Siendo muy pequeño, apenas cinco años, Carlo perdió a su padre y se trasladó a Milán con su madre y sus dos hermanos, Andrea y Mario, quienes poco después murieron víctimas de la tuberculosis. Apenas unos años más tarde ingresó al seminario del Cardenal Andrea Ferrari y en 1925 fue ordenado sacerdote del Arzobispo de Milán, Eugenio Tosi. El 6 de junio de ese año celebró su primera misa en Montesiro.
En 1936 el Cardenal Ildefonso Schuster lo nombró director espiritual de la escuela del prestigioso Instituto Gonzaga de los Fratelli delle Scuole Cristiane. Allí, Don Carlo se dedicó profundamente a estudiar y escribir sobre pedagogía, una de sus más grandes preocupaciones. Hacia fines de esa década, el Cardenal Schuster le encomendó la asistencia espiritual de los estudiantes de la Universidad Católica de Milán y en ese puesto lo encontró el inicio de la II Guerra Mundial, hacia la que partieron muchos de sus jóvenes universitarios. Por ello, sin dubitaciones, el P. Gnocchi se enroló como capellán voluntario del batallón alpino Val Tagliamento con el que fue destinado al frente greco albanés. Una vez terminada la Campaña de los Balcanes, y luego de un breve interregno en Milán, Don Carlo partió nuevamente al frente, esta vez a la Rusia desangrada por los rojos, junto a los alpinos de la División Tridentina . Allí comenzó su peregrinar por el dolor y el horror y, al mismo tiempo, su más grande aventura evangélica.
Una oscura y helada noche de enero de 1943 encontró a Don Carlo marchando junto a sus soldados en la dramática retirada del contingente italiano, poco después de ser derrotados por los comunistas. Mientras marchaba daba ánimo a los heridos y ateridos milites hasta que, extenuado por el dolor y vencido por el frío, se dejó caer junto a un grupo de agotados soldados a la vera del helado camino ruso. Poco después, un médico amigo pretendió recogerlo pero él, casi agonizante, se negó a dejar a sus soldados. Mas éstos le dijeron una y otra vez: ‘Id, Capellán, ayudad a nuestros hijos, amparad a nuestros huérfanos’. Estremecido por el pedido, Don Carlo aceptó ser trasladado a un hospital de campaña en el que se recuperó de las heridas del cuerpo. Allí terminó la guerra para él.
Una vez retornado a Italia, el P. Gnocchi comenzó su peregrinación por el Valle Alpino buscando a los huérfanos, en cumplimiento de la palabra empeñada a sus alpinos en Rusia.
En 1945 fue nombrado director del Istituto Grandi Invalidi de Arosio donde acogió a los primeros huérfanos de guerra y niños mutilados. De ahí en más una maravillosa obra coronaría los esfuerzos de nuestro sacerdote. En 1949 obtuvo su primer reconocimiento: el permiso para la fundación de la Federazione Pro Infanzia Mutilata. A partir de ese momento comenzó a fundar colegios para los niños mutilados y para los acuciados por una terrible enfermedad: la poliomielitis. Así nacieron los colegios de Parma (1949), Pessano (1949), Turín (1950), Inverigo (1950), Roma (1950), Salerno (1950) y Pozzolatico (1951).
Víctima de un tumor maligno incurable, Don Carlo Gnocchi partió a la Casa del Padre el 28 de febrero de 1956 en Milán. Italia entera se dispuso entonces a darle el último adiós al ‘padre dei mutilatini’.
Treinta años después de su muerte, el Cardenal Carlo María Martini instituyó el Proceso de Beatificación, cuya fase diocesana concluyó en 1991. El 20 de diciembre de 2002 el Papa Juan Pablo II lo declaró Venerable.
La Teología del dolor
Sin duda la obra del P. Gnocchi ha sido impresionante pero de poco habría de estimarse si no se comprende el sentido último que le impuso desde un primer momento. No fue filantropía la que lo movió a ocuparse de los niños sufrientes pues para ello hubiese bastado con la acción de las muchas logias masónicas que asolaban, y asolan, a Italia. Nuestro sacerdote no padeció la tara ideológica del progresismo eclesial que considera a la Iglesia una ‘agencia social’ y, justamente por ello, pudo dar testimonio del valor del dolor de los niños.
Testimonio indeleble unido a la Tradición de la Iglesia para ejemplo del mundo.
Para que no hubiese confusiones respecto de su obra el P. Gnocchi escribió un libro precioso en el que magistralmente conjuga sus dos amores primeros: la enseñanza y la atención de los niños dolientes. De ese modo, el breve ‘Pedagogía del dolor inocente’ resulta ser su obra magna, en la que retoma la Tradición inefable y el Magisterio Auténtico para presentar las razones que deben mover a respetar y, en cierta medida, venerar el carácter salvífico del dolor de los niños. En ese sentido, esta pequeña gran obra es un antecedente de la magnífica Carta Apostólica Salvifici Doloris de Juan Pablo II, en tanto magnífica exposición de la ‘teología del dolor’.
Don Gnocchi señala que la comprensión del dolor de los pequeños es la clave para comprender cualquier dolor y, puesto en esa tarea aprehensiva, concibe el sufrimiento humano en general como parte de una arcana solidaridad que ‘actúa en sentido vertical y en sentido horizontal, vincula a los miembros con la Cabeza y a todos los miembros entre sí’. Del mismo modo, el Santo Padre, en la Carta citada dice que ‘aunque el mundo del sufrimiento exista en la dispersión (en forma individual), contiene en sí un singular desafío a la comunión y a la solidaridad'(Salvifici Doloris, N°8).
Dos fuentes tiene entonces el dolor de niño: sufre en primer término por su condición de hombre, responsable en esencia del pecado original y ‘por consiguiente implicado en su secular expiación’. He allí su solidaridad vertical.
Pero el niño sufre también, y esta es la base de la solidaridad horizontal, por los pecados y abominaciones cometidas por todos los hombres. Razón ésta, dice Don Carlo, que ‘debería servir de freno al hombre cada vez que se siente tentado a pecar’.
Para el primer caso, el ‘remedio’ es el óleo y el crisma del Santísimo Sacramento del Bautismo. Para el segundo, vale la reiteración, que los hombres se guarden de pecar convirtiéndose al Bien, la Verdad y la Belleza en tanto aceptación del llamado de Cristo.
Sin embargo, y pese a esta explicación, el hombre se pregunta: ‘¿Por qué sufre este inocente? ¿Por qué se abaten sobre él las iniquidades de los esbirros del Mal?’ ¿Por qué, Señor, no he de ser yo, pecador miserable, quien sufra en vez de esta criatura pura? En la base de estos interrogantes se encuentra el argumento que, como dijera en su día Gilson, más conquistas ha propiciado al ateísmo: ‘Si Dios existe, ¿por qué el mal?’.
La respuesta a esta cuestión nos la ha dado el Apóstol de los Gentiles cuando dice: ‘Cumplo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo’ (Col 1, 24). La comprensión del dolor inocente se completa y plenifica al advertir que el Cordero de Dios es el arquetipo del sufriente puro e inocentísimo. Alzando nuestra mirada al Varón de Dolores, como proféticamente lo llamara Isaías, nos acercamos al misterio inefable que permite aprehender el porqué del dolor de los niños.
En efecto, para la remisión total de los pecados del mundo era necesaria tal pureza en la víctima que sólo Dios podía poseerla y por ello envió a su propio Hijo sobre la tierra a morir en la Cruz. Pero para completar el sufrir del Ungido, como enseña San Pablo, es necesaria la más alta contribución que el hombre puede brindar: el ofrecimiento de las almas que sufren sin el peso de las propias culpas personales, al modo de Nuestro Señor.
‘El niño doliente – dice el P. Gnocchi – es un pequeño cordero que purifica y redime’. Es por ello, como dijera Pío XII en su hora, ‘un sacrificio viviente de la humanidad inocente por la humanidad pecadora’. Cada niño mancillado es, en virtud del Misterio, un precioso intercesor y mediador de gracias.
La Pedagogía del dolor inocente
El P. Gnocchi llega al núcleo de su obra cuando advierte que los educadores cristianos, es decir los padres, los sacerdotes y los maestros, deben conocer y aplicar los principios de la ‘pedagogía sobrenatural del dolor’. Tienen el deber de procurar, en cada niño sufriente, la conciencia y el sentido del valor de su dolor. El pequeño ha de reconocer así que el fin último de su pesar es Cristo crucificado que sufre con él y por él por la remisión de los pecados del mundo.
Sin esta conciencia debidamente inspirada por los educadores cristianos se produce un ‘enloquecedor derroche’ pues el niño no sabe porqué sufre (una razón más, vale agregar, para resistir el avance destructivo del laicismo anticristiano en nuestras escuelas). Si los pequeños no alcanzan esta conciencia, nos dice Don Carlo, ‘se priva a Cristo y a la Iglesia del tesoro insustituible y precioso del dolor infantil’.
En efecto, la casi siempre impertérrita desatención hacia las ‘cosas del Cielo’ suele impedir a los hombres advertir el enorme valor de tesoros espirituales como éste, escondido en las almas de los inocentes.
Es cierto que Don Gnocchi, testigo inmediato de la orfandad, enfermedad y mutilación de los niños, dedica poca atención al sufrimiento moral de los mismos. Pero es verdad también que vivió en una época signada por la guerra y en la que todavía no se vislumbraban los oscuros contornos de la Cultura de la Muerte. Hoy, el ‘dolor del alma’ de los pequeños es cosa cotidiana, asediados como están por quienes con escarnio e irrisión los hacen objeto de las más terribles atrocidades. Don Gnocchi no llegó a conocer la prostitución infantil institucionalizada, el aborto considerado como derecho humano, la ideología de género embebiendo toda perversa educación sexual. No alcanzó a ver, ¡feliz de él!, la retorcida pretensión destructiva de la niñez de los ‘defensores de los derechos de los niños’ que ocupan sitiales de honor en los organismos internacionales ni escuchó los argumentos a favor de la eutanasia de los niños enfermos, bajo pretexto de ‘no hacerlos sufrir’.
Valga esto de excusa suficiente para algunas omisiones, que hoy en día resultarían del todo inadmisibles.
El Buen Combate por los niños dolientes
Grande yerro se comete si se cree que de lo antedicho se colige la pasividad ante el sufrimiento de los niños. La necesidad de adquirir el sentido de la sublime teología del dolor y su consecuente pedagogía, no invalida en absoluto el hecho de combatir la iniquidad del ‘mundo’ hacia los que sufren, especialmente contra los débiles e inocentes.
Lo sostiene con vigor el Santo Padre al advertir que ‘el Evangelio es la negación de la pasividad ante el sufrimiento’ (S.D., N° 29) Nada puede, ni debe, abolir nuestra pena cuando asistimos a la visión de un niño mancillado en su pureza, vulnerado en su inocencia.
Lo ha dicho el Señor a los justos que piadosamente acunaron a los párvulos: ‘Todo lo que hiciereis a uno de mis pequeños, a Mi me lo hacéis’ (Mt 10,42). Pero también sentenció a los impíos que los avasallaron: ‘En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo dejasteis de hacerlo’ (Mt 25,45)
Apremia el derecho y la obligación del combate contra los que propalan el dolor físico y moral a niños. Son sus enemigos y por ello lo son de la Iglesia y de Cristo mismo.
El Buen Combate que ha de librarse es ante todo interior, para evitar que los párvulos sufran por la remisión de nuestras miserias. Pero es también exterior pues se trata, como dice Juan Pablo II, de ‘la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo’ (S.D, N° 31)
Por ello, y se nos disculpará lo atrevido de la afirmación, restaurar los verdaderos derechos (naturales y sobrenaturales) de los niños es restaurar de los derechos de Cristo Rey. Es, en definitiva, iniciar el tránsito por el largo y providencial camino hacia la Restauración de Cristo en todas las cosas.
¿Cómo comenzar? Hagamos lo que nos ordena el P. Gnocchi: todas las mañanas besemos el corazón de nuestros pequeños para reconocer allí la Santísima Trinidad presente y operante.
Santa Lucía Yi: Ejecutada en China por dar catequesis
Ella tenía un contrato matrimonial y para que pudiera dedicarse virginalmente a Dios e ir a un convento, su familia fingió que estaba loca
Lucía fue su nombre de bautismo. El nombre oficial era Yi Zhenmei. Nació en Mainyang en enero de 1815 en una familia cristiana recientemente evangelizada. Ella era la última de 5 hermanos.
Desde joven decidió consagrar su virginidad a Dios. Esto comportó un grave problema para la familia porque ya existía un acuerdo matrimonial para ella.
Sus padres, sin embargo, la ayudaron: fingieron que estaba loca para que ella pudiera zafarse del contrato e ir a un convento.
Pero Lucía enfermó y tuvo que regresar a su casa. Allí sufrió entonces calumnias incluso por parte de algunas de sus hermanas.
El obispo finalmente confió en ella y la envió como catequista a la aldea de Kaiyang, en la provincia En Guizhou (China).
En una persecución contra los cristianos, primero fue decapitado el sacerdote y misionero san Juan Pedro Neel junto con otros tres compañeros.
Al día siguiente, la decapitaron a ella. Antes quisieron desnudarla y ella se negó tan en rotundo que sus verdugos dejaron que fuera a la ejecución con el vestido puesto. Era 1862.
Santa Lucía Yi forma parte del grupo de santos mártires de China canonizados por Juan Pablo II en el año 2000. En Guizou hay hoy una iglesia en memoria de todos ellos.
Oración
Dios de todo poder y misericordia,
que infundiste tu fuerza a santa Lucía Yi
para que pudiera soportar el dolor del martirio,
concede a los que hoy celebramos su victoria
vivir defendidos de los engaños del enemigo
bajo tu protección amorosa.
Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.