Estos días, en los hospitales y en las residencias de ancianos, hay una lucha feroz entre la vida y la muerte. En un momento determinado de la historia, hubo una terriblemente encarnizada y cuando parecía que la Muerte ganaba definitivamente y para siempre, la Vida la venció y le destruyó el poder de devolver a las personas humanas a la nada ; porque la muerte es disolución, no hacia la nada. Lo hemos cantado hace un momento en la secuencia de pascua: “mors te vita duello conflixere mirando”, decíamos los monjes; es decir: «la Muerte y la Vida se han enfrentado en un duelo admirable». Y el canto continuaba: “El Dueño de la vida, que fue muerto, ahora, viviente, reina” (Secuencia “Victimae paschali laudes”).

 

Lo hemos contemplado estos días del triduo pascual. Jesús, corporal y psíquicamente agotado hasta el extremo por los sufrimientos de la pasión, fue crucificado y murió ajusticiado en el más terrible de los suplicios. Todo parecía terminado, era la desautorización de sus palabras de vida; parecía la derrota final. El sepulcro había cerrado las esperanzas de un mundo nuevo que la predicación de ese rabino galileo había suscitado. Pero no fue así. Jesús ha resucitado de entre los muertos, tal y como nos ha anunciado el evangelio. El mayor fracaso ha sido la mayor victoria. El que yacía en el sueño de la muerte, ahora vive para siempre. La sorpresa, la alegría y una cierta incredulidad explican las correderas que el evangelista nos ha descrito de María Magdalena, de Pedro y de Juan. Sin embargo. para comprender el signo del sepulcro vacío y de la ropa de amortajar allanada sin el cuerpo, era necesario el amor intuitivo del discípulo que Jesús amaba. Por eso, cuando éste entra en el sepulcro ve y cree. Comprende el signo y en la fe reconoce la resurrección de Jesús. A medida que avance ese día luminoso, María Magdalena, Pedro y los demás discípulos verán al Señor resucitado.

 

 

Del triunfo de la Vida sobre la Muerte, los apóstoles son garantía. Son los únicos auténticos testigos sobre los que se fundamenta la fe de la Iglesia. Ellos, como decía Pedro en la primera lectura, son unos testigos escogidos que comieron y bebieron con él después de que él hubiera resucitado de entre los muertos. Nuestra existencia de cristianos se desarrolla ante este acontecimiento fundamental y el retorno glorioso del Señor al final de la historia cuando vendrá para hacer justicia, para juzgar entre el

bien y el mal de la humanidad, para restablecer las cosas según su plan de amor y salvación. En ese tiempo va que de la pascua a la restauración final, los cristianos nos fundamentamos en el testimonio de aquellos hombres y mujeres que vieron y creyeron. Y en la fe y el amor descubrimos la presencia del Resucitado en nuestra vida y en la historia humana, cuando la celebramos los sacramentos, cuando escuchamos la palabra del Evangelio y cuando nos damos a la oración personal. Y entrar en contacto íntimo con él, Resucitado, nutre nuestra existencia y nos hace descubrir su presencia en cada hermano, en cada persona del mundo. Todos los pequeños, todos los excluidos, todos los hombres y mujeres sin rostro verán en él la luz y serán saciados.

En nuestro proceso de conversión y renovación constante, en nuestro proceso de crecimiento en la vida evangélica, nos vamos transformando por el poder de la resurrección. Y el Espíritu que Jesús nos dejó como fruto de su pascua nos hace testigos ante los demás del Señor resucitado. Por eso san Pablo en la segunda lectura, pedía coherencia cuando decía que la conducta de los bautizados debe corresponder a la vida nueva que nos ofrece Jesucristo en el momento de empezar a participar de su resurrección por el sacramento del bautismo, que es el sacramento primordial de la misericordia de Dios para con nosotros. Esta participación requiere una renovación constante de nuestra vida con una donación lo más perfecta posible a Dios y un auténtico amor fraternal.

 

“La Muerte y la Vida se han enfrentado en un duelo admirable. El Dueño de la vida, que fue muerto, ahora, viviente, reina”. Él ha vencido radicalmente la fuerza del Mal y la Muerte. Pero su victoria no estará llena hasta el final de la historia. Mientras, nos ha confiado a nosotros, los cristianos, la tarea de luchar contra toda forma de mal, de trabajar por la salud y el bienestar de las personas y anunciar que la muerte corporal es sólo un paso hacia una vida nueva y llena, hacia la participación para siempre de la victoria pascual de Jesucristo.

 

Por eso, gracias a la muerte y la resurrección de Jesús, el Señor, a pesar del momento presente tan difícil que vivimos, a pesar de tanto daño como existe en el mundo, podemos afirmar que hay lugar para la esperanza. Que la palabra evangélica de Jesús enseña a am Por eso, gracias a la muerte y la resurrección de Jesús, el Señor, a pesar del momento presente tan difícil que vivimos, a pesar de tanto daño como existe en el mundo, podemos afirmar que hay lugar para la esperanza. Que la palabra evangélica de Jesús enseña a amar auténticamente y por eso es portadora de felicidad y creadora de fraternidad. Después de la lucha enconada entre la Vida y la Muerte en la persona de Jesús, podemos repetir con san Pablo: Oh muerto, ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está ahora, oh muerto, la tuya, bastante? Porque sabemos que, por medio de Jesucristo, nuestro cuerpo corruptible se revestirá de incorruptibilidad, que nuestro cuerpo mortal se revestirá de inmortalidad (cf. 1C 15, 54-57). Hay sitio para la esperanza porque sabemos que el amor es más fuerte que la muerte desde el momento en que el amor sin límites de Jesucristo le ha dado la victoria sobre la muerte. Porque sabemos que el camino que realmente construye no es el de la guerra y la confrontación, el de la agresión y la ruptura que son caminos de muerte, sino el camino del amor que se convierte en diálogo, comprensión, servicio. Estos días, viendo la generosidad y la abnegación de tanta gente, médicos, enfermeros y enfermeras, voluntarios, responsables de proporcionar los productos necesarios, agentes del orden, etc., hemos tenido una cata de la fuerza vivificante de la pascua de Jesucristo. Él actuaba en ellos y por medio de ellos.

«El Dueño de la vida, que fue muerto, ahora, viviente, reina». ¡Celebramos, pues, en el Señor la fiesta gozosa de pascua! (cf. 1C 5, 8)ar auténticamente y por eso es portadora de felicidad y creadora de fraternidad. Después de la lucha enconada entre la Vida y la Muerte en la persona de Jesús, podemos repetir con san Pablo: Oh muerto, ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está ahora, oh muerto, tu fuerza? Porque sabemos que, por medio de Jesucristo, nuestro cuerpo corruptible se revestirá de incorruptibilidad.

La cara resplandeciente como el sol y los vestidos blancos como la luz manifiestan su divinidad y significan que Jesús es plenitud, transparencia y comunicación de la divinidad, amor sin límites, luz de la humanidad, infinita bondad, portador de salvación, de curación, de felicidad. Sabiendo esto, pero sin ver nada más que la realidad que les rodea y encaminándose hacia la pasión inminente, los discípulos tendrán que aprender a escuchar la voz de Jesús sin ver su gloria, pero creyendo en su condición divina y esperando con fe vacilante de poder participar. Es lo que debemos hacer, también, nosotros. Escuchar su palabra, tal y como dice la voz del Padre, y recorrer un camino espiritual que, a pesar de las dificultades que podamos encontrar, por la fe nos una a Jesucristo, el Hijo amado del Padre y el objeto de sus complacencias. Así nuestra vida podrá ir convirtiéndose en transparencia del Evangelio. Y al término de este camino, podremos contemplarlo glorioso y podremos recibir el don de participar de su vida divina.

Los monjes y monjas, tanto del oriente como del occidente cristiano, tenemos una veneración espiritual por esta fiesta de la Transfiguración porque nos propone contemplar en la fe la gloria de Jesucristo, poder estar con él intensamente escuchando, acogiendo y haciendo vida su Palabra, y así ir dejando que la vida divina vaya penetrando en nuestro interior. Por este

motivo, hemos escogido esta fiesta por la primera profesión del G. Frederic. San Benito mismo presenta el itinerario de la vida monástica de una manera que nos remite al episodio de la Transfiguración ya la experiencia espiritual que comporta por quienes son discípulos del Señor.

Ya en los inicios de la Regla, san Benito pregunta “¿quién podrá reponer […] en la montaña santa?” (RB Prólogo, 23) e invita a abrir “los ojos a la luz deïfica” ya escuchar “con oreja muy atenta […] la voz divina” (RB Prólogo, 9). Cuando san Benito habla de la “montaña santa” se refiere al lugar del encuentro con Dios que comienza en esta vida en la Iglesia, y para los monjes también en la comunidad monástica, pero que termina en el cielo, el lugar definitivo del reposo , de la felicidad y de la plenitud existencial; el lugar de la plena comunión con Dios y de la contemplación del rostro glorioso de Jesucristo. Para poder llegar, san Benito, enseña un proceso de transformación espiritual –de “transfiguración”, podemos decir-, consistente en dejarse iluminar por la luz que viene de Jesucristo ya escolar su voz para acoger su palabra en lo más íntimo de uno mismo y dejar que vaya arraigando para ir poniendo en práctica y ser testigo ante los demás, más con la vida que con la palabra.

Por eso, san Benito pone a la persona de Jesucristo resucitado, glorioso, en el centro de la vida del monje y en el centro de la vida de la comunidad, para que quede bien claro cuál es el objetivo de la vida monástica y más en general de la vida cristiana: ser transformado según la imagen de Jesucristo y llegar a participar de su gloria, después de haber participado, también, de sus sufrimientos en la vida diaria (cf. RB Prólogo, 50). Jesucristo es el Señor y el compañero de ruta, es el testimonio íntimo de la propia existencia y el vínculo de la comunión fraterna entre los hermanos; él es la causa de la alegría espiritual que experimenta el monje mientras se va trabajando para reproducir en él la imagen de Jesucristo; él, Cristo, es el término hacia el que se encamina la vida del monje cuando nos reunirá todos en la vida eterna (cf. RB 72, 12). Abriendo, pues, los ojos de la fe a la luz que nos ofrece Jesucristo y acogiendo y poniendo en práctica su palabra podremos encontrar el reposo, la paz y la alegría y llegar al término feliz de nuestra vida participando de la gloria de Jesucristo . Este proceso no es sólo propio de los monjes, todos los bautizados están llamados a seguirlo.

Éste es el camino que hoy se comprometen a recorrer en el seno de nuestra comunidad, compartiendo la ruta con los hermanos, dejándose iluminar por el Evangelio. Después de una buena experiencia de trabajo, de actividades solidarias para ayudar a los demás, de servicio en un proceso de discernimiento a través de escuchar la voz del Señor , de la guía espiritual y de convivir con las hermanas. Hoy, terminada la la iniciación a y aceptadas por la comunidad, toma en la Iglesia el compromiso de vivir como SISTER DE LAS MISIONERAS DE PAX VOBIS e en espera del momento de hacer la profesión definitiva. Ahora les acompañañaremos con nuestra oración y las ponemos bajo la protección de la Virgen para que sean siempre fieles a escuchar la Palabra de Jesucristo ya ponerla en práctica en bien de los hermanos de la Comunidad de JESUS y de todos los que se acercan a PAX buscando el Amor del Señor y de la Virgen María.

 

 

Edmundo, Santo

Mártir, 20 de Noviembre

Martirologio Romano: En Inglaterra, san Edmundo, mártir, que, siendo rey de los anglos orientales, cayó prisionero en la batalla contra los invasores normandos y, por profesar la fe cristiana, fue coronado con el martirio († 870).

Breve Biografía

Offa es rey de Estanglia. Un buen día decide pasar el último tramo de su vida haciendo penitencia y dedicándose a la oración en Roma. Renuncia a su corona a favor de Edmundo que a sus catorce años es coronado rey, siguiendo la costumbre de la época, por Huberto, obispo de Elman, el día de la Navidad del año 855.

Pronto da muestras de una sensatez que no procede sólo de la edad. Es modelo de los buenos príncipes. No es amigo de lisonjas; prefiere el conocimiento directo de los asuntos a las proposiciones de los consejeros; ama y busca la paz para su pueblo; se muestra imparcial y recto en la administración de la justicia; tiene en cuenta los valores religiosos de su pueblo y destaca por el apoyo que da a las viudas, huérfanos y necesitados.

Reina así hasta que llegan dificultades especiales con el desembarco de los piratas daneses capitaneados por los hermanos Hingaro y Hubba que siembran pánico y destrucción a su paso. Además, tienen los invasores una aversión diabólica a todo nombre cristiano; con rabia y crueldad saquean, destruyen y entran al pillaje en monasterios, templos o iglesias que encuentran pasando a cuchillo a monjes, sacerdotes y religiosas. Una muestra es el saqueo del monasterio de Coldinghan, donde la abadesa santa Ebba fue degollada con todas sus monjas.

Edmundo reúne como puede un pequeño ejército para hacer frente a tanta destrucción pero no quiere pérdidas de vidas inútiles de sus súbditos ni desea provocar la condenación de sus enemigos muertos en la batalla. Prefiere esconderse hasta que, descubierto, rechaza las condiciones de rendición por atentar contra la religión y contra el bien de su gente. No acepta las estipulaciones porque nunca compraría su reino a costa de ofender a Dios. Entonces es azotado, asaeteado como otro San Sebastián, hasta que su cuerpo parece un erizo y, por último, le cortan la cabeza que arrojan entre las matas del bosque.

Sus súbditos buscaron la cabeza para enterrarla con su cuerpo, pero no la encuentran hasta que escuchan una voz que dice: «Here», es decir, «aquí».

Este piadosísimo relato tardío colmado de adornos literarios en torno a la figura del que fue el último rey de Estanglia exaltan, realzan y elevan la figura de Edmundo hasta considerarlo mártir que, por otra parte, llegó a ser muy popular en la Inglaterra medieval. Sus reliquias se conservaron en Bury Saint Edmunds, en West Sufflok, donde en el año 1020 se fundó una gran abadía.

 

 

Dios de vivos

Santo Evangelio según san Lucas 20, 27-40. Sábado XXXIII del Tiempo Ordinario

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.

¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

«¡Bendice, alma mía, al Señor, y bendiga todo mi ser su santo nombre!
¡Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus favores!
Él perdona todas tus faltas y sana todas tus dolencias;
Él rescata tu vida del sepulcro y te corona de piedad y de misericordia;
Él sacia de bienes tus deseos, renueva tu juventud como la del águila.» (Del salmo 103)

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Lucas 20, 27-40

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: “Maestro, Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Hubo una vez siete hermanos. El mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?”.

Jesús les dijo: “En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado.

Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven”.

Entonces, unos escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien». Y a partir de ese momento ya no se atrevieron a preguntarle nada.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Sólo falta un día para celebrar el domingo de Cristo Rey. Además está por concluir el año jubilar de la Misericordia. ¡Qué gran ocasión para orar ante este Rey de Misericordia!

Este Rey es también el rey de la vida. «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos.» Él fue el primero en levantarse de la muerte, y con su resurrección nos da a todos una nueva vida. Esta realidad tiene un gran significado para cada uno de nosotros.

«Para Él todos viven.» En su Reino, cada persona cuenta, cada hombre y mujer es único. No hay nadie que pase como muerto ante Él. Su amor es tan universal como personal. Ama a todos, sí, pero a cada uno lo ama como si fuera único. No importa si es pequeño o si está en la miseria. ¡Él ama, y para Él contamos mucho! Por eso se ha esforzado tanto por darnos la vida eterna. Este Rey ha conquistado nuestros corazones muriendo en una cruz.

¡Qué grande es esta nueva vida que Él nos da! «En la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir (…) pues Él los habrá resucitado». Muchas veces se pone el acento en el «no se casarán», y mucha gente realiza esta promesa ya en este mundo por medio de una consagración especial. Pero hay que poner atención también a lo que sigue: «¡ni podrán ya morir!»

¿De verdad creemos que en Él ya no hay muerte? No es sólo en el cielo que esta promesa se cumplirá. Igual que la decisión por el celibato adelanta la promesa en este mundo, la opción radical por Cristo adelanta su promesa de dar la vida eterna. El que sufre a causa de su fe, el que renuncia al pecado, el que da testimonio de ser verdadero cristiano, en cierta manera está muriendo a este mundo. Y podría hacerlo sin gozo, pensando que es sólo un deber; pero ¿qué pasaría si lo hiciera con la fe en la vida que da Cristo? ¡Si supiéramos que cada vez que «morimos», en realidad estamos construyendo un nuevo reino de vida, de vida verdadera, porque es la vida que da Dios mismo!

Dios es un Dios de vivos, y Él quiere darnos una vida plena. Aceptemos con confianza y amor este regalo tan grande.

«Él no se equivoca, Él no busca hacer un buen papel delante de ellos: “Dios los hizo varón y hembra”, por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa; y la mujer dejará a su padre y a su madre y se unirá a su marido y los dos se harán una carne sola. Esto es fuerte. Una simbiosis, una carne sola, así siguen adelante: ya no son dos, sino una sola carne. Por lo tanto, que el hombre no separe lo que Dios ha unido. Tanto en el caso del levirato como en esto Jesús responde desde la verdad aplastante, desde la verdad contundente —¡esta es la verdad!—, desde la plenitud, siempre, Jesús nunca negocia la verdad. En cambio, este pequeño grupo de teólogos iluminados negociaba siempre la verdad, reduciéndola a la casuística. A diferencia de Jesús, que no negocia la verdad: esta es la verdad sobre el matrimonio, no existe otra». (Homilía de S.S. Francisco, 20 de mayo de 2016).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Haré un sacrificio, renunciando a algo que me agrada y pidiendo a Dios el don de su vida a cambio de esta pequeña «muerte»; lo ofreceré por los matrimonios que estén pasando por dificultades.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.

 

 

Sobre la vida y la muerte.

En la vida hay dos palabras importantes: amor y muerte.

El mes de noviembre, con el caer de las hojas y el sentido del otoño, nos recuerda que todo se acaba. Precisamente noviembre es el mes de los difuntos. Pero ¿qué es la muerte? Algunos dicen que no existe, que es algo sin consistencia. En cierta forma, no es más que la ausencia de vida, y por tanto sólo es, sólo tiene sentido, en relación con la vida. Jorge Manrique decía aquel «nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir». Pero en realidad, no hay que aprender a morir sino a vivir, a vivir a gusto, y así se morirá uno a gusto. Parece que en el mundo de hoy no se quiere hacer referencia a esta verdad. “Hablemos de cosas agradables…” y queremos alargar la vida, sin pensar en la muerte, con lo cual se convierte en un “tabú”, es decir al quererlo olvidar se aumenta el miedo, no se hace más que aumentar el trauma, y al quitar el sentido de la muerte en el fondo estamos quitando el sentido de la vida. Sustituimos la palabra por otras más dulces, aunque también son formas bonitas de decir que reflejan la realidad del más allá: “nos ha dejado”, “se ha dormido en el Señor”…

La fe hace cantar a Joan Maragall: «Sia´m la mort una major naixença» («sea la muerte para mí un nacimiento más alto»). Esto nos hace dar un paso que parece un salto en el vacío: dicen que la fe embellece la muerte y la hace dulce, alegre, preciosa y deseable si se despoja de toda idea de destrucción, que tan espantosa la hace a la mayoría de los hombres. Vista así, no hay que maquillar esos momentos de la vida. A. Pou, monje de Montserrat, dice: “la fe no es una anestesia contra el dolor de la separación de quienes amamos. La fe, sin embargo, es capaz de convertir la percepción de la realidad que vivimos, que a menudo es trágica, desesperante y sin sentido, en una visión dramática de la vida: ‘Es dura esta situación por la que paso, pero no es la última palabra de la realidad. Recobraré la esperanza, el aliento y las ganas de vivir…, porque tengo a alguien que está siempre a mi lado, Jesucristo, la razón de mi vivir y de mi morir y la persona que me ayudará a superarlo’”. No se trata de un camino de superación del dolor, sino la conciencia de que –dentro del misterio- todo tendrá un sentido. Y no se trata de un consejo piadoso o de algo marginal, sino que pertenece al centro de la fe cristiana, como dice S. Pablo: Dios resucitó a Jesús, y «si es cierto que los muertos no resucitan, Dios no ha podido resucitarlo. Porque si los muertos no resucitan, Cristo no ha resucitado tampoco» (1 Cor 15,15).

En la vida hay dos palabras importantes: amor y muerte. “Es fuerte el amor como la muerte”, dice la Escritura, y comenta Balduino de Cantorbery: “Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor. Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar a la muerte su presa y devolvérnosla. Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus embates, de confundir su victoria”. En el fondo, el amor es la vida, la muerte es la ausencia de vivir, pero hay gente que vive sin amor, y entonces no vive, y es que el amor es la esencia de la vida, y donde no hay amor hay muerte, y donde hay amor no hay muerte aunque uno se muera.

Nos dejó Teresa de Ávila aquellas palabras que dan paz: “nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. La paciencia todo lo alcanza. Dios no se muda. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta”. Pues, como dice san Juan de la Cruz, hay una sed de infinito que no se calma por mucha hermosura sino por un no sé qué que se tiene por ventura, toda miel es algo finito, no es eso lo que hay que buscar, ya que al fin cansa el apetito y empalaga el paladar. El río de la vida es camino de eternidad, y podemos decir: “Mis días se van río abajo, salidos de mí hacia el mar, como las ondas iguales y distintas (siempre) de la corriente de mi vida: sangres y sueños. / Pero yo, río en conciencia, sé que siempre me estoy volviendo a mi fuente» (Juan Ramón Jimenez).

 

 

Respetar el punto de vista del otro con sinceridad

El Papa compartió la elección del diálogo social como vía maestra hacia una nueva cultura.

Fuente: Vatican News

A las 11.30 el Papa Francisco recibió, en la Sala de los Papas, a veinte miembros de la Academia Sueca. El Santo Padre manifestó, ante todo, a estos distinguidos damas y caballeros, su complacencia por reunirse una vez más con todos ellos y agradeció a su presidente las palabras dirigidas en nombre de los presentes, centradas en la palabra “diálogo”, y afirmó textualmente: Centralidad de la palabra “diálogo”

“Estoy seguro de que también ustedes han visto cómo la larga crisis de la pandemia está poniendo a dura prueba la capacidad de dialogar con los demás. Sin duda, esto se debe tanto a los períodos de confinamiento como al hecho de que toda la situación ha afectado a las personas, a menudo de forma inconsciente”.

Cultura de la indiferencia

El Pontífice manifestó que cada uno se ha descubierto “un poco más distante de los demás”, un poco más cerrados, quizás más desconfiados; o simplemente que “somos menos propensos a encontrarnos, a trabajar codo con codo, con la alegría y el esfuerzo de construir algo juntos”. De ahí que haya señalado que lo primero es tomar conciencia de esta realidad, que nos amenaza a cada uno de nosotros como personas, debilitando nuestra capacidad de relación, y empobreciendo a la sociedad y al mundo.

“Incluso sin quererlo, esta tendencia hace que se corra el riesgo de hacer el juego a la cultura de la indiferencia”.

Diálogo y amistad social

Francisco aseveró estar “plenamente de acuerdo” con las palabras del presidente, quien dijo que «en tiempos de crisis, todo pequeño paso que pueda acercar a los seres humanos a los demás es de gran importancia». “Es la práctica diaria del encuentro y del diálogo – dijo el Papa – un estilo de vida que no es noticia, pero que ayuda a la comunidad humana a avanzar, a crecer en la amistad social”. Y destacó que la encíclica Fratelli tutti contiene un capítulo, el sexto, dedicado precisamente a esta elección: «Diálogo y amistad social».

El diálogo social como camino hacia una nueva cultura

Con estos académicos, que mantienen, por decirlo de alguna manera, el «pulso de las dinámicas culturales”, y que otorgan los prestigiosos Premios Nobel, el Obispo de Roma compartió “esta elección del diálogo social como vía maestra hacia una nueva cultura”. El Papa recordó que el desarrollo generalizado de los medios de comunicación social hace que se corra el riesgo de “sustituir el diálogo por una multiplicidad de monólogos, a menudo con tonos agresivos. En cambio, el diálogo social presupone la capacidad de respetar el punto de vista del otro, con sinceridad y sin disimulos”.

“El diálogo no es sinónimo de relativismo, no: al contrario, una sociedad es tanto más noble cuanto más cultiva la búsqueda de la verdad y se enraíza en las verdades fundamentales; especialmente cuando reconoce que ‘todo ser humano posee una dignidad inalienable’. Este principio lo comparten creyentes y no creyentes”.

“Sobre esta base – dijo el Papa al concluir – estamos llamados a promover la cultura del encuentro”. Y glosando un parágrafo de su encíclica Fratelli tutti, pidió: «¡Armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo! Enseñémosles la buena batalla del encuentro». Por último, el Santo Padre les agradeció nuevamente su visita invocando la bendición de Dios sobre todos ellos, su trabajo, sus seres queridos y su nación.

 

 

La Revolución de Cristo

No hay otra. Quiero decir que no hay otra revolución tan revolucionaria como la de Cristo

No hay otra. Quiero decir que no hay otra revolución tan revolucionaria como la de Cristo. Puede que la mayoría de las veces apenas se perciba (tanto es el ruido y la mentira y el órdago), pero en Él todo se trastoca, cambia. La revolución de las almas, de los corazones. La revolución de la Cruz. En la cruz del dolor y de la impotencia. Redimidos del pecado. De cualquier pecado. Resucitados con Él, con Cristo. Resucitados a la intimidad de Dios. Día a día conversos, rezando con los labios y con nuestros actos. Por la gracia en primera línea de batalla, en primera línea de fe, de coherencia, de lucha contra Satanás y contra nosotros mismos. ¡Son tantos y tantos los defectos! La revolución de Cristo: el Amor. Su propia esencia. El mundo cree que puede vivir sin Él, o contra Él. Chapoteando en las ciénagas de los vicios más soeces, o en la soberbia más taimada. El mundo sin Dios se transforma en una angustia que se proclama en consignas o en ideologías lúgubres.

Y el hombre tarde o temprano estalla, cuando no siente la ternura de Dios en su vida corriente, estalla, enferma, salta o disparata. Aunque disimule en máscaras y disfraces e hipótesis metafísicas. Aunque se cisque en lo divino. Los hombres no pueden más, por dentro están destrozados, hechos añicos. Necesitan sumarse a la revolución de Cristo para recomponer unos corazones que de nuevo latan, y vivan una vida interior, espiritual, de verdad humana. La revolución de Cristo está abanderada por la paz, y por la libertad, y por la caridad, y la piedad, y por la alegría de Su gloria. Pero sobre todo es una revolución filial y sacramental. La revolución de los hijos de Dios, que ya no estamos dispuestos a pasar una más. Empezando por nosotros: ni un pecado más. Y si caemos pedirle en seguida la mano al Señor, primero en el confesionario y luego en la oración. El cimiento de esta Revolución (voy a escribirla ya con mayúscula) está en la Hostia que comulgamos y adoramos. ¿La adoramos? ¿La recibimos adecuadamente, con educación humana y sobrenatural? Hostia Santa, Cuerpo de Cristo: nuestra fortaleza y perseverancia en la lucha está ahí, en la Eucaristía. La Revolución de Cristo es una Revolución que no desprecia a nadie. Cristo murió por todos. Dios no da por perdida a ninguna alma. A ninguna. A ninguna. Ni siquiera a esas que se pueden imaginar como imposibles. Lo dicho: a ninguna. La Revolución de Cristo es el amor de Dios y la inimaginable sensibilidad de María cantando por toda la eternidad el Magníficat. La Revolución de Cristo es llevar las bienaventuranzas a la calle, es decirles a los amigos que o santos o nada. O santos o esto es un disparate, una pantomima. La Revolución de Cristo es santificarnos en la política, en la cocina, en la literatura, en el taller… ¿Dónde si no?

La Revolución de CRISTO-AMOR es Su Revelación en la historia. Dios vive entre los hombres, pero quiere vivir dentro de cada uno y de cada una. Él es la Revolución absoluta. Él es la Verdad y el Camino. La Luz. El alma del universo, del arte, de la historia. Hora es de hacer algo por los demás. Hora es de apostar por Dios, de entregarle la vida. Entera. La Revolución de Cristo es la misericordia y el perdón, es la pureza sexual y de afectos (la pureza no quiere decir idiotez mental, quiere decir respeto y amor completo), es hablar sin complejos de lo cristiano. ¿He dicho entregarle la vida? Sí, entregársela, para que fructifique en esa felicidad que tanto nos incumbe (aunque nos hagamos los distraídos en variado surtido de pamemas). Decirle a Dios: “Oye, que aquí me tienes, cuenta conmigo”. ¿Qué otra cosa es la Revolución de Cristo que esa puesta a punto de cada alma? Sólo así cambiará todo. Sólo así -con nuestro sí a Dios- volverá la claridad al mundo. Y el gozo. Y se desvanecerán las tinieblas.

 

 

La corona de espinas y su culto

Napoleón I y Napoleón III dieron sendos relicarios para conservarla, expuestos de un modo permanente en el Tesoro de la sacristía

Antes de que muriese crucificado Cristo, haciéndole escarnio le coronaron con espinas, porque se proclamó Rey de los Judíos. Según la tradición, se conservó y se veneró piadosamente esta Corona. Señal de ella se vuelve a encontrar en los relatos de peregrinos a Jerusalén, en el siglo IV.

La reliquia, cuya autenticidad no se puede afirmar con rigor científico, se envió después a Constantinopla con el tesoro de los emperadores bizantinos. Empeñada en el siglo XIII a consecuencia de un préstamo, fue comprada por San Luis quien, para conservarla, mandó construir la Santa Capilla en París.

Durante la Revolución la depositaron en la Biblioteca Nacional.

Por el Concordato de 1801 se la devolvió al arzobispo de París que, en 1806, la destina al Tesoro de la Catedral donde sigue estando.

Se presenta la reliquia en forma de un círculo trenzado de juncos al que se hubiera atado espinas para hacer la corona.

Napoleón I y Napoleón III dieron sendos relicarios para conservarla, el primero, neoclásico, y el segundo, neogótico, procedente del taller de Viollet-le-Duc. Los dos están expuestos de un modo permanente en el Tesoro de la sacristía.

La Corona, así como las reliquias de la Cruz y el clavo se ofrecen a la veneración de los fieles cada viernes primero de mes (15h) y el Viernes Santo.

 

 

¡Prepárate para la fiesta del Rey del universo!

Cristo es el Rey del universo y de cada uno de nosotros.

Es una de las fiestas más importantes del calendario litúrgico, porque celebramos que Cristo es el Rey del universo. Su Reino es el Reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y la paz.

Un poco de historia

La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de Marzo de 1925. El Papa quiso motivar a los católicos a reconocer en público que el mandatario de la Iglesia es Cristo Rey.

Posteriormente se movió la fecha de la celebración dándole un nuevo sentido. Al cerrar el año litúrgico con esta fiesta se quiso resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal. Es el alfa y el omega, el principio y el fin. Cristo reina en las personas con su mensaje de amor, justicia y servicio. El Reino de Cristo es eterno y universal, es decir, para siempre y para todos los hombres.

Con la fiesta de Cristo Rey se concluye el año litúrgico. Esta fiesta tiene un sentido escatólogico pues celebramos a Cristo como Rey de todo el universo. Sabemos que el Reino de Cristo ya ha comenzado, pues se hizo presente en la tierra a partir de su venida al mundo hace casi dos mil años, pero Cristo no reinará definitivamente sobre todos los hombres hasta que vuelva al mundo con toda su gloria al final de los tiempos, en la Parusía.

Si quieres conocer lo que Jesús nos anticipó de ese gran día, puedes leer el Evangelio de Mateo 25,31-46.

En la fiesta de Cristo Rey celebramos que Cristo puede empezar a reinar en nuestros corazones en el momento en que nosotros se lo permitamos, y así el Reino de Dios puede hacerse presente en nuestra vida. De esta forma vamos instaurando desde ahora el Reino de Cristo en nosotros mismos y en nuestros hogares, empresas y ambiente.

Jesús nos habla de las características de su Reino a través de varias parábolas en el capítulo 13 de Mateo:
“es semejante a un grano de mostaza que uno toma y arroja en su huerto y crece y se convierte en un árbol, y las aves del cielo anidan en sus ramas”;
“es semejante al fermento que una mujer toma y echa en tres medidas de harina hasta que fermenta toda”;
“es semejante a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta, y lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo”;
“es semejante a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende todo cuanto tiene y la compra”.

En ellas, Jesús nos hace ver claramente que vale la pena buscarlo y encontrarlo, que vivir el Reino de Dios vale más que todos los tesoros de la tierra y que su crecimiento será discreto, sin que nadie sepa cómo ni cuándo, pero eficaz.

La Iglesia tiene el encargo de predicar y extender el reinado de Jesucristo entre los hombres. Su predicación y extensión debe ser el centro de nuestro afán vida como miembros de la Iglesia. Se trata de lograr que Jesucristo reine en el corazón de los hombres, en el seno de los hogares, en las sociedades y en los pueblos. Con esto conseguiremos alcanzar un mundo nuevo en el que reine el amor, la paz y la justicia y la salvación eterna de todos los hombres.

Para lograr que Jesús reine en nuestra vida, en primer lugar debemos conocer a Cristo. La lectura y reflexión del Evangelio, la oración personal y los sacramentos son medios para conocerlo y de los que se reciben gracias que van abriendo nuestros corazones a su amor. Se trata de conocer a Cristo de una manera experiencial y no sólo teológica.

Acerquémonos a la Eucaristía, Dios mismo, para recibir de su abundancia. Oremos con profundidad escuchando a Cristo que nos habla.

Al conocer a Cristo empezaremos a amarlo de manera espontánea, por que Él es toda bondad. Y cuando uno está enamorado se le nota.

El tercer paso es imitar a Jesucristo. El amor nos llevará casi sin darnos cuenta a pensar como Cristo, querer como Cristo y a sentir como Cristo, viviendo una vida de verdadera caridad y autenticidad cristiana. Cuando imitamos a Cristo conociéndolo y amándolo, entonces podemos experimentar que el Reino de Cristo ha comenzado para nosotros.

Por último, vendrá el compromiso apostólico que consiste en llevar nuestro amor a la acción de extender el Reino de Cristo a todas las almas mediante obras concretas de apostolado. No nos podremos detener. Nuestro amor comenzará a desbordarse.

Dedicar nuestra vida a la extensión del Reino de Cristo en la tierra es lo mejor que podemos hacer, pues Cristo nos premiará con una alegría y una paz profundas e imperturbables en todas las circunstancias de la vida.

A lo largo de la historia hay innumerables testimonios de cristianos que han dado la vida por Cristo como el Rey de sus vidas. Un ejemplo son los mártires de la guerra cristera en México en los años 20’s, quienes por defender su fe, fueron perseguidos y todos ellos murieron gritando “¡Viva Cristo Rey!”.

La fiesta de Cristo Rey, al finalizar el año litúrgico es una oportunidad de imitar a estos mártires promulgando públicamente que Cristo es el Rey de nuestras vidas, el Rey de reyes, el Principio y el Fin de todo el Universo.

 

 

San Edmundo, el rey que dio su vida por su fe y su bandera

Conoce al patrono de los soberanos, del condado de Suffolk y de las víctimas de tortura

Edmundo fue rey de la Estanglia desde los 14 años.

Nació alrededor del 841 y lo que se sabe de él es muy poco. Es un santo más vivo en la memoria popular de Inglaterra que en tantas páginas de documentos históricos.

Lo que se sabe con certeza es que fue el último rey de este territorio, en tiempos muy duros para toda Inglaterra, continuamente atacada por los daneses.

Fue un rey modelo por su equidad y la justicia de sus actos y el ejercicio de la caridad con los necesitados, especialmente huérfanos y viudas.

Era también un joven muy religioso que estudiaba frecuentemente las escrituras, sobre todo de los salmos.

El ataque a la Estanglia

En el año 869 la Estanglia es atacada. Entre los saqueos y la destrucción, Edmundo lucha con su pequeño ejército para salvar su pueblo, pero es derrotado y hecho prisionero.

Los vencedores le ofrecen su vida y la corona con la condición de que renuncie a su fe religiosa y se declare esclavo de los daneses.

Edmundo responde dos veces que no, e inmediatamente las flechas danesas lo atraviesan y luego lo decapitan tirando la cabeza al bosque.

La leyenda después de su martirio

Una leyenda dice que sus súbitos fueron a buscar su cabeza. Y dieron vueltas por todo el lugar sin encontrarla, hasta que sintieron una voz que decía: “Here” (aquí), y pudieron reunirla a su cuerpo que parecía un erizo lleno de flechas.

Su muerte como mártir marca el final del Reino de Estanglia, pero Inglaterra se llena de orgullo de aquel joven rey que muere defendiendo su fe y su bandera.

El cuerpo del rey fue enterrado en Beadoriceworth, actual Bury St Edmunds (a unos 50 km de Cambridge), lugar que hoy es meta de peregrinación.

Patronazgo

San Edmundo es patrono de los soberanos, del condado de Suffolk y de las víctimas de tortura.