Margarita de Escocia, Santa
Memoria Litúrgica, 16 de noviembre
Reina
Martirologio Romano: Santa Margarita, nacida en Hungría y casada con Malcolm III, rey de Escocia, que dio a luz ocho hijos, y fue sumamente solícita por el bien del reino y de la Iglesia; a la oración y a los ayunos añadía la generosidad para con los pobres, dando así un óptimo ejemplo como esposa, madre y reina († 1093)
Breve Biografía
De estirpe regia y de santos. Por parte de padre emparenta con la realeza inglesa y por parte de madre con la de Hungría. Los santos son, por parte de padre, san Eduardo —llamado el «Confesor»— que era su bisabuelo y, por parte de madre, san Esteban, rey de Hungría.
Nació del matrimonio habido entre Eduardo y Agata, en Hungría, con fecha difícil de determinar. Su padre nunca llegó a reinar, porque al ser llamado por la nobleza inglesa para ello, resulta que el normando Guillermo el Conquistador invade sus tierras, se corona rey e impone el juramento de fidelidad; al poco tiempo murió Eduardo de muerte natural.
Pero esta situación fue la que hizo que Margarita llegara a ser reina de Escocia por casarse con el rey. Su madre había previsto y dispuesto que la familia regresara al continente al quedarse viuda tras la muerte de su esposo y, bien sea por necesidad de puerto a causa de tempestades, bien por la confianza en la buena acogida de la casa real escocesa, el caso es que atracaron en Escocia y allí se enamoró el rey Malcon III de Margarita y se casó con ella.
Es una mujer ejemplar en la corte y con la gente paño de lágrimas. Se la conoce delicada en el cumplimiento de sus obligaciones de esposa; esmerada en la educación de los hijos, les dedica todo el tiempo que cada uno necesita; sabe estar en el sitio que como a reina le corresponde en el trato con la nobleza y asume responsabilidades cristianas que le llenan el día. Señalan sus hagiógrafos las continuas preocupaciones por los más necesitados: visita y consuela enfermos llegando a limpiar sus heridas y a besar sus llagas; ayuda habitualmente a familias pobres y numerosas; socorre a los indigentes con bienes propios y de palacio hasta vender sus joyas. Lee a diario los Libros Santos, los medita y lo que es mejor ¡se esfuerza por cumplir las enseñanzas de Jesús! De ellos saca las luces y las fuerzas. De hecho, su libro de rezos, un precioso códice decorado con primor —milagrosamente recuperado sin sufrir daño del lecho del río en que cayó— se conserva en la biblioteca bodleiana de Oxford (Inglaterra).
También se ocupó de restaurar iglesias y levantar templos, destacando la edificación de la abadía de Dunferline.
Puso también empeño en eliminar del reino los abusos que se cometían en materia religiosa y se esforzó en poner fin a las abundantes supersticiones; para ello, convocó concilios con la intención de que los obispos determinaran el modo práctico de exponer todo y sólo lo que manda la Iglesia y las enseñanzas de los Padres.
«Gracias, Dios mío, porque me das paciencia para soportar tantas desgracias juntas».
Esta fue su frase cuando le comunicaron la muerte de su esposo y de su hijo Eduardo en una acción bélica. Fue cuando marcharon a recuperar el castillo de Aluwick, en Northumberland, del que se había apoderado el usurpador Guillermo. Ella soportaba en aquellos momentos la larga y penosísima enfermedad que le llevó a la muerte el año 1093, en Edimburgo.
Es la reina Margarita la patrona de Escocia, canonizada por el papa Inociencio IV en el año 1250. Pero no pueden venerarse sus reliquias por desconocerse el lugar donde reposan. Por la manía que tenían los antiguos de desarmar los esqueletos de los santos, su cráneo —que perteneció a María Estuardo— se perdió con la Revolución francesa, porque lo tenían los jesuitas en Douai y, desde luego, no salieron muy bien parados sus bienes.
El cuerpo tampoco se pudo encontrar cuando lo pidió Gelliers, arzobispo de Edimburgo, a Pío XI, aunque se sabe que se trasladó a España por empeño de Felipe II quien mandó tallar un sepulcro en El Escorial para los restos de Margarita y de su esposo.
Aunque les duela esa carencia de reliquias a los escoceses, tienen sin embargo el orgullo de disfrutar en su historia de las grandes virtudes de una mujer que supo primar su condición cristiana a su condición de reina. O mejor, que ser reina no fue dificultad para vivir hasta lo más hondo su responsabilidad de cristiana. O aún más, supo desde la posición más alta ser testigo de Cristo.
Y eso es mucho en cualquier momento de la Historia. ¿No será la gente como ella los que se llaman pobres de espíritu?
¿Perder la paz por cuestiones materiales?
Santo Evangelio según san Lucas 19, 1-10. Martes XXXIII del Tiempo Ordinario
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!
Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)
Señor, no sé cómo comenzar, pero con sencillez te digo que de verdad quiero rezar. Me pongo en tu presencia Señor, sólo quiero pasar este rato junto a Ti. Ayúdame a poner todas mis preocupaciones en tus manos y así alcanzar la paz interior que tanto anhela mi alma.
Evangelio del día (para orientar tu meditación)
Del santo Evangelio según san Lucas 19, 1-10
En aquel tiempo, Jesús entró en Jericó, y al ir atravesando la ciudad, sucedió que un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de conocer a Jesús, pero la gente se lo impedía, porque Zaqueo era de baja estatura. Entonces corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí. Al llegar a ese lugar, Jesús levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa».
Él bajó enseguida y lo recibió muy contento. Al ver esto, comenzaron todos a murmurar diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».
Zaqueo, poniéndose de pie, dijo a Jesús: «Mira, Señor, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si he defraudado a alguien, le restituiré cuatro veces más». Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también él es hijo de Abraham, y el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido».
Palabra del Señor.
Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.
“«Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa».
Son las sencillas palabras, que le permiten a un hombre enamorado y distraído por los bienes terrenales, retomar el camino de la verdadera felicidad.
Sí, Señor, aunque a veces me cuesta aceptarlo, nada material colma mi corazón. A veces dudo si trabajo para vivir o si realmente vivo para trabajar. Mi vida se desenvuelve en una búsqueda continua de seguridades materiales, que entre más tengo más quiero.
Podría detenerme un momento y pensar… ¿Cuántas veces durante esta semana he perdido la paz por motivos materiales? (Deudas, compromisos, colegiaturas, viajes etc…).
He perdido la paz interior porque esa búsqueda de bienestar material y de poder me genera estrés, me roba la paz y tranquilidad del alma. Hasta cuándo, Señor, podré convencerme de que «Nos hiciste señor para ti y nuestra corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti».
Si bien es normal preocuparse por los compromisos personales, no por ello debemos perder la paz y tratar de solucionarlo todo por nuestra propia cuenta, sin importar los medios para lograrlo.
Hay cosas que yo no puedo cambiar o que se salen de mis manos.
Hasta cuándo Jesús seguiré poniendo mi seguridad en aquello que no eres Tú. Quiero hoy, subirme a mi árbol así como Zaqueo en este rato de oración, pero por favor, Señor, no me dejes mirando de lejos, pídeme que baje. Señor, ven a hospedarte en mi corazón para que yo pueda experimentar de verdad que la salvación ha llegado a mi vida.
«El episodio de Jesucristo y de Zaqueo nos enseña que por encima de los sistemas y teorías económicas y sociales, se debe promover siempre una apertura generosa, eficaz y concreta a las necesidades de los demás. Jesús no le pide a Zaqueo que cambie de trabajo ni denuncia su actividad comercial, solo lo mueve a poner todo, libremente, pero inmediatamente y sin discusiones, al servicio de los hombres». (Cf Homilía de S.S. Francisco, 9 de mayo de 2014, en santa Marta).
Diálogo con Cristo
Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.
Propósito
Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Trataré de responder con generosidad, como lo hizo Zaqueo, a la llegada de Jesús a mi corazón, eliminando de mi vida aquello que hoy me impide estar en amistad con Él.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
Venga tu Reino.
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Lo perdido tiene un dueño
Las cosas perdidas tienen dueño, por lo tanto, no pueden guardase sin más.
2. Las cosas perdidas tienen dueño, por lo tanto, no pueden guardase sin más. Hay que procurar averiguar quién es el dueño y devolverlas, «pudiendo deducir los gastos que se hayan hecho (anuncios, etc.), para encontrar al dueño»2 .
Y tanta más diligencia habrá que poner en buscar al dueño, cuanto mayor sea el valor de la cosa.
Solamente puedo quedarme con lo encontrado, cuando, después de una diligencia proporcionada al valor de la cosa, no he podido saber quién es su dueño3 .
No podemos causar daños en bienes ajenos. Cuidar bien las cosas que usamos (autobuses, ferrocarriles, jardines, etc.) es señal de buena educación y cultura. Maltratarlas es propio de gamberros. ¡Y además queda la obligación de reparar!
3. Lo robado hay que devolverlo4 . No se puede ni vender ni comprar.
Quien adquiere objetos que sabe son robados se hace cómplice del robo y está obligado a la restitución.
Quien compra a un ladrón, carga con la obligación de devolver lo robado a su verdadero dueño o dar a los pobres el dinero de su valor.
Quien peca contra este mandamiento debe tener propósito de devolver lo robado y reparar los daños ocasionados, para que se le pueda perdonar el pecado.
La restitución no es siempre fácil. El confesor puede orientar sobre el modo más a propósito para hacerla.
Sobre la restitución conviene tener presente5 :
1) Debe restituirse a las personas que han sido injustamente perjudicadas. Si éstas han muerto, a sus herederos. Y si no hay herederos, a los pobres o a obras piadosas. Pero nadie puede beneficiarse de lo que robó.
2) Si uno no puede restituir todo lo que debe, tiene que restituir, al menos, lo que pueda; y procurar llegar cuanto antes a la restitución total.
3) El que no puede restituir enseguida, debe tener el propósito firme de restituir cuando le sea posible.
4) El que no pueda hacer la restitución personalmente, o prefiere hacerla por medio de otro, puede consultar con el confesor.
5) El que pudiendo no restituye, o no repara los daños causados injustamente al prójimo, no obtiene el perdón de Dios: no puede ser absuelto6 .
«Quienes pudiendo no cumplen su deber de restituir, no tienen ni verdadera contrición del pecado cometido ni el propósito firme de enmienda, necesarios para la válida absolución sacramental. (…) Excusa del deber de restituir únicamente la imposibilidad física o moral, mientras dure. La obligación de restituir queda extinguida por la libre y válida condonación del acreedor, por la recíproca compensación, y por la legítima prescripción»7.
No obliga la restitución si por hacerla perdemos la fama o el nivel social justamente adquirido. Y también por prescripción, según las leyes civiles.
Si no puedes restituir de momento, debes evitar gastos inútiles y superfluos para poder restituir todo cuanto antes.
Quien se halle en absoluta imposibilidad de restituir, que procure hacer el bien al damnificado y orar por él.
Caso especial es el poseedor de buena fe.
«Quien está convencido de que lo que posee es suyo, bien porque lo haya comprado o recibido en herencia o en donación, si llega a conocer que no le pertenece, puede encontrarse en los siguientes casos:
-Si conoce al verdadero dueño, debe devolverlo, a no ser que haya prescrito.
-Si la cosa pereció por consumo o por causas naturales, no está obligado a compensar al verdadero dueño, pues «las cosas perecen para su dueño».
– Si la posesión produjo algunos beneficios de modo espontáneo (cría de animales, réditos bancarios) éstos pertenecen la verdadero dueño, pero si se deben a esfuerzo personal (frutos industriales) pertenecen al poseedor de buena fe»8 .
Hay personas que roban cosas pequeñas por un impulso interior. Se trata de una enfermedad que recibe el nombre de cleptomanía.
Conviene curarla pues puede poner, al que la padece, en situaciones vergonzosas.
Pero hay otras personas que roban en Hoteles y Comercios por puro deporte, por la vanidad de presumir de ingeniosos. Esto es inmoral, vergonzoso y rebaja al que lo realiza.
Y además queda la obligación de restituir al perjudicado; y si esto no es posible dando de limosna el importe de lo robado.
El amor permanece para siempre, quien hace el bien invierte para la eternidad
Ángelus del Papa Francisco, 14 de noviembre de 2021.
Hay cosas que pasan y otras que permanecen para siempre. “Las Palabras del Señor no pasan”. En esta diferencia entre lo limitado y lo eterno resuenan las palabras de Jesús con las que se abre el Evangelio de este domingo: «El sol se oscurecerá, la luna ya no dará su luz, las estrellas caerán del cielo» (Mc 13,24-25)». Esto no es «catastrofismo». Jesús quiere que entendamos, dijo Francisco en el Ángelus, que «todo en este mundo, tarde o temprano, pasa». «Incluso el sol, la luna y las estrellas que forman el ‘firmamento’ -palabra que indica ‘firmeza’, ‘estabilidad’- están destinados a pasar». Pero al final, añade el Pontífice, Jesús dice «lo que no pasa»: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Por tanto, lo que no pasa es el horizonte hacia el que tender y orientar la vida. Por eso Francisco recomienda que en caso de elecciones importantes se imagine, antes de decidir, «estar delante de Jesús». Estar, «como al final de la vida, ante Aquel que es el amor».
Y pensando allí, en su presencia, en el umbral de la eternidad, tomamos la decisión para el hoy. Así es como debemos decidir: mirando siempre a la eternidad, mirando a Jesús. Puede que no sea la más fácil, puede que no sea la más inmediata, pero será la buena (cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 187), eso es seguro.
Sólo quedará el amor
Mirar a Jesús, «en el umbral de la eternidad», puede ayudar también a responder a preguntas esenciales: «nosotros -se pregunta el Papa- ¿en qué estamos invirtiendo la vida? ¿En las cosas que pasan, como el dinero, el éxito, la apariencia, el bienestar físico? ¿Estamos apegados a las cosas terrenales, como si fuéramos a vivir aquí para siempre?». Cuando llegue la hora de la despedida – añadió – debemos dejarlo todo.
La Palabra de Dios nos advierte hoy: la escena de este mundo pasa. Y sólo quedará el amor. Basar la vida en la Palabra de Dios, por tanto, no es evadir de la historia, es sumergirse en las realidades terrenales para hacerlas firmes, para transformarlas con el amor, imprimiendo en ellas el signo de la eternidad, el signo de Dios.
Las palabras del Señor requieren paciencia
El Papa subraya entonces que Jesús «establece una distinción entre las cosas penúltimas, que pasan, y las últimas, que permanecen». ¿En qué – pregunta aún Francisco – conviene invertir la vida? ¿En lo que es transitorio o en las palabras del Señor, que permanecen para siempre?»:
Evidentemente en estas. Pero no es fácil. De hecho, las cosas que caen bajo nuestros sentidos y nos dan una satisfacción inmediata nos atraen, mientras que las palabras del Señor, aunque bellas, van más allá de lo inmediato y requieren paciencia.
«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (del Evangelio de Mateo)».
No construir la vida sobre la arena
En el camino de la vida, lo que es tangible no es realmente esencial. «Tenemos la tentación -dice el Papa- de aferrarnos a lo que vemos y tocamos y nos parece más seguro”. Es “humano”, pero es «un engaño», advierte Francisco, porque «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Esta, explica el Pontífice, es por tanto la invitación:
No construir la vida sobre la arena. Cuando se construye una casa, se cava profundamente y se ponen unos cimientos sólidos. Sólo un insensato diría que es dinero desperdiciado en algo que no se puede ver. El discípulo fiel, para Jesús, es el que funda su vida en la roca, que es su Palabra.
Construir el cielo en la tierra
Por último, el Papa plantea otras cuestiones fundamentales antes de indicar lo que nunca se perderá. «¿Cuál es el centro, el corazón palpitante de la Palabra de Dios? En definitiva, ¿qué es lo que da solidez a la vida y no se acaba nunca?».
El centro es, precisamente, el corazón que late, lo que da solidez, es la caridad. «La caridad no tendrá fin» (1 Cor 13,8), dice San Pablo, es decir, el amor. Quien hace el bien invierte para la eternidad. Cuando vemos a una persona generosa y servicial, mansa, paciente, que no es envidiosa, que no parlotea, que no se jacta, que no se hincha de orgullo, que no falta al respeto (cf. 1 Cor 13,4-7), ésta es una persona que construye el Cielo en la tierra. Puede que no tenga visibilidad ni carrera, pero lo que haga no se perderá. Porque el bien nunca se pierde, permanece para siempre.
Cristo está presente en los pobres
Tras el rezo de la oración mariana, el Papa recordó que hoy se celebra la V Jornada Mundial de los Pobres, «nacida como fruto del Jubileo de la Misericordia». «En el pobre», dijo, «Cristo está presente. «El grito de los pobres, unido al grito de la Tierra -añadió Francisco, que presidió esta mañana la misa de este día-, resonó en los últimos días en la Cumbre de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático Cop 26, en Glasgow. Animo a todos los que tienen responsabilidades políticas y económicas a que actúen ahora con valor y visión de futuro». El Pontífice también recordó que hoy, Jornada Mundial de los Pobres, «se abre la inscripción para la plataforma Laudato si’, que promueve la ecología integral».
Día Mundial de la Diabetes
Por último, Francisco recordó que hoy se celebra «el Día Mundial de la Diabetes, una enfermedad crónica que afecta a muchas personas, incluidos los jóvenes y los niños.» «Rezo por todos ellos y por los que comparten su fatiga cada día, así como por los trabajadores sanitarios y los voluntarios que los asisten».
¡¡Oléééé!!. Dios, la belleza y el arte
¡Naturalmente, instintivamente, el hombre tiende a evocar a Dios cuando la belleza inesperada o intensa le arranca del embotamiento cotidiano!
¡Naturalmente, instintivamente, el hombre tiende a evocar a Dios cuando la belleza inesperada o intensa le arranca del embotamiento cotidiano! ´´¡Dios mío! Cuánta belleza…´´, exclama el poeta y con él todos los artistas. De ahí que no llegue a sorprender el que el significado etimológico de la españolísima palabra ¡Olé! sea un recurso a Dios. ¡Olé! proviene del árabe Wa-(a)llah (´´¡Por Dios!´´)
¡Naturalmente, instintivamente, el hombre tiende a evocar a Dios cuando la belleza inesperada o intensa le arranca del embotamiento cotidiano! ´´¡Dios mío! Cuánta belleza…´´, exclama el poeta (Castro Alves, Sub tegmine fagi) y con él -consciente o inconscientemente- todos los artistas.
De ahí que no llegue a sorprender el que el significado etimológico de la españolísima palabra ¡Olé! sea un recurso a Dios. ¡Olé! -dice el Diccionario de la Real Academia- proviene del árabe Wa-(a)llah (´´¡Por Dios!´´ -la lengua árabe carece de la vocal ´´e´´ y, en ocasiones, la ´´a´´ suena parecido a ´´e´´). Y es una exclamación de entusiasmo ante una belleza (o alegría) sorprendente o ´´excesiva´´ (bajo la voz ¡Olé!, el Diccionario de María Moliner ejemplifica con el caso de las corridas o del flamenco).
Fácilmente intuimos que la belleza de un audaz lance taurino, de un golazo sin ángulo o de un taconeo flamenco es -de algún modo misterioso, pero real- participación en la creación -también ella artística- de Dios: ¡Olééé!
El árabe, como es sabido, es campeón mundial de invocación a Dios: Bismillah! (¡en nombre de Dios!), Al-hamdu lillah! (la alabanza para Dios), Wa-llah! (¡Por Dios!), Allahu Akbar! (¡Dios es grande! o ¡Dios es mayor!), Allah! (¡Dios!), Wa-sa Allah (´´y quiera Dios´´, del cual ha derivado nuestro ¡Ojalá!) etc., etc. Ante un peligro o tras escapar de él, ante una noticia buena o mala, en cualquier situación se invoca a Dios. A veces, la misma fórmula (como por ejemplo Bismillah -o Smallah) sirve para situaciones contrarias (noticia buena o nefasta, por ejemplo, tal y como yo puedo decir en portugués ´´Meu Deus!´´, tanto si mi décimo ha salido premiado en la lotería como si un loco se salta un semáforo en rojo y me destroza el coche.
Y ante la belleza (sobre todo si es inesperada o muy intensa) es a Dios a quien se celebra: Allah!, Ya Allah! Smallah! (¡Dios! ¡Oh Dios! ¡En nombre de Dios!) son exclamaciones casi obligatorias, por ejemplo, cuando el camello se levanta (el camello, al levantarse, ofrece un espectáculo grandioso al erguir su enorme masa de un solo golpe. Es tan imponente que, instintivamente, se viene a la boca una interjección de admiración y espanto, mezcla de súplica y de alabanza… El efecto es tanto más sorprendente cuanto que, apenas hace un minuto, el camello estaba echado en el suelo en aparente indolencia). La forma que arraigó en España fue Wa-llah! El wa es la partícula del juramento (cf. p. ej. Corán 6, 23) y, en este caso, por quedarnos en Al-Andalus, de invocación a la autoridad de Dios para dar cuenta de un hecho aparentemente increíble: ¡o de una pasmosa belleza!
En la tradición occidental ya Píndaro, en su grandioso Himno a Zeus (cf. ver aquí – No.2) había revelado que la belleza artística, las musas, son el remedio que Zeus concedió para el embotamiento del hombre, olvidado del origen divino del mundo e inmerso en su visión rutinaria.
O en los inspirados versos de Adélia Prado:
De de vez em quando Deus me tira a poesía.
Olho pedra, vejo pedra mesmo
(A veces, Dios me quita la poesía Y entonces miro piedra y no veo sino piedra…)
Pero el proceso artístico es de ida y vuelta: si Dios da la poesía al artista para ver (y expresar en obra de arte) el ´´algo más´´ en la piedra, quien contempla la belleza de la obra de arte, que quizás se expresa a partir de una piedra, reconoce a Dios, el Creador, el Artista: ¡¡Oléééé!!
En ese sentido hay una antigua poesía de Gilberto Gaspar, ´´A Gotinha´´ (la gotita), que -contemplando una simple gotita- resume maravillosamente esas tesis:
De una gota solamente, ¡cuanta poesía!
No es de extrañar, por tanto, que el grito ´´¡olé!´´, aplicado al espectáculo del fútbol, haya nacido a partir de una ´´belleza inesperada´´: en 1958 (la recién nacida televisión apenas estaba empezando a adaptarse al fútbol en aquella época), en México (no por casualidad: en México), en un partido entre el Botafogo y el River Plate, base de la selección argentina. A cada increíble regate del increíble Garrincha (el de las piernas torcidas, que no valía para futbolista) sobre el lateral Vairo, los aficionados mexicanos gritaban ¡olé!, como si estuviesen en una corrida.
Si el hablante occidental hoy (no sólo el hincha en los estadios de Brasil, sino también el taurófilo madrileño en Las Ventas) no se acuerda de que ¡Olé! es invocación de Dios, en el Quijote esto es más explícito -el cristiano empieza a alabar la belleza insuperable de su dama y oye del moro: ´´Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si no, mírala bien, y verás cómo te digo verdad´´ (Capítulo XLI).
Las relaciones entre Dios, la belleza y el arte han sido recientemente (1999) retomadas por Juan Pablo II en su ´´Carta a los Artistas´´, riquísima también en reflexiones filosóficas. Ya en la primera línea, una dedicatoria, califica la obra de arte de ´´epifanía´´, manifestación, por la belleza, de Dios.
Y empieza hablando de la creación artística -y no se trata de arte sacro- como participación de lo divino: ´´(vosotros, artistas), atraídos por el asombro del ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas, habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros´´.
Y después de evocar un sugestivo hecho de la lengua polaca: ´´ La página inicial de la Biblia nos presenta a Dios casi como el modelo ejemplar de cada persona que produce una obra: en el hombre artífice se refleja su imagen de Creador. Esta relación se pone en evidencia en la lengua polaca, gracias al parecido en el léxico entre las palabras stwóeca (creador) y twórcam (artífice)´´, concluye: ´´Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la ´´creación artística´´ el hombre se revela más que nunca ´´imagen de Dios´´ y lleva a cabo esta tarea ante todo plasmando la estupenda ´´materia´´ de la propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea. El Artista divino, con admirable condescendencia, trasmite al artista humano un destello de su sabiduría trascendente, llamándolo a compartir su potencia creadora. Obviamente, es una participación que deja intacta la distancia infinita entre el Creador y la criatura, como señalaba el Cardenal Nicolás de Cusa: ´´El arte creador, que el alma tiene la suerte de alojar, no se identifica con aquel arte por esencia que es Dios, sino que es solamente una comunicación y una participación del mismo´´.
Participación, que es asimismo participación en el bien y en el ser. En ese sentido, Juan Pablo II establece también la proximidad entre bondad y belleza: ´´Al notar que lo que había creado era bueno, Dios vio también que era bello. La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. Lo habían comprendido acertadamente los griegos que, uniendo los dos conceptos, acuñaron una palabra que comprende a ambos: ´´kalokagathia´´, es decir ´´belleza-bondad´´. A este respecto escribe Platón: ´´La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello´´.
Así pues, no es de extrañar que la Filosofía del Arte de Santo Tomás de Aquino -como, por otra parte, todo su pensamiento- repose sobre ese concepto fundamental: el de participación (participatio). Participar, en sentido trascendente, es tener en oposición a ser; participa lo que tiene algo por el contacto con lo que es. El metal, compara Tomás, tiene calor en la medida en que se aproxima, participa, del calor que es en el fuego.
La Creación es el acto en el cual es dado el ser en participación. Por tanto, todo lo que es, es bueno; participa del Bien. En ese marco se encuadra una sentencia de Tomás que constituye una de las claves principales de su Filosofía del Arte: ´´Así como el bien creado es cierta semejanza y participación del Bien Increado, de igual modo la consecución de un bien creado es también cierta semejanza y participación de la felicidad definitiva´´ (De Malo 5, 1 a 5). (De ahí también otra gran intuición de la lengua española: al probar algo que está muy bueno, se dice: ´´¡Sabe a gloria!´´).
Ahora bien, en el pensamiento de Tomás, la contemplación -también la propiciada por el arte- es la forma más profunda de ´´consecución de un bien creado´´, prefiguración de la Gloria definitiva. Tales consideraciones, que expresan el núcleo profundo de un pensamiento filosófico, están también al alcance de la intuición del conocimiento común. En efecto, por difícil que sea la filosofía de Tomás, ésta no es más que la estructuración en esa clave rigurosa de lo que ya era sabido (quizás un tanto inconscientemente) por el buen sentido del hombre de la calle. Por eso no llega a asombrar del todo la declaración, inmensamente profunda, de Tom Jobim respecto de la creación artística, en una entrevista, cuando fue honrado en los EE. UU. con la más alta distinción con que se puede premiar a un compositor, el Hall of Fame: ´´¿Gloria? La gloria es de Dios y no de la persona. Tú puedes también participar de ella cuando haces una samba por la mañana. Y remata: ´´Gloria son los peces del mar, es una mujer caminando por la playa, es hacer una samba por la mañana.
Palabras que confirman las enseñanzas de Juan Pablo II:
´´ Queridos artistas, sabéis muy bien que hay muchos estímulos, interiores y exteriores, que pueden inspirar vuestro talento.
No obstante, en toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de aquel ´soplo´ con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la creación.
Presidiendo sobre las misteriosas leyes que gobiernan el universo, el soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del hombre, impulsando su capacidad creativa.
Lo alcanza con una especie de iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al bien y a lo bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y haciéndolo así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de arte.
Se habla justamente entonces, si bien de manera análoga, de ´´momentos de gracia´´, porque el ser humano es capaz de tener una cierta experiencia del Absoluto que le transciende´´.
¿Qué es la Tolerancia?
En materia de tolerancia, tal vez más que en cualquier otra, la confusión reina tan completamente que parece indispensable esclarecer el alcance de los términos, antes de abordar el mérito de la cuestión.
En materia de tolerancia, tal vez más que en cualquier otra, la confusión reina tan completamente que parece indispensable esclarecer el alcance de los términos, antes de abordar el mérito de la cuestión.
¿Qué es precisamente la tolerancia?
Imagínese la situación de un hombre que tiene dos hijos, uno de principios sanos y voluntad fuerte, y otro de principios indecisos y voluntad vacilante. Aparece, de paso por el lugar en que la familia reside, un profesor que dará un curso de vacaciones extraordinariamente útil a ambos. El padre desea que sus hijos sigan el curso, pero ve que esto implicará privarlos de varios paseos a los cuales ambos están muy apegados.
Pesados los pros y contras, fija su juicio sobre el asunto: más conviene a sus hijos renunciar a algunas distracciones, por lo demás muy legítimas, que perder una ocasión rara de desarrollarse intelectualmente. Manifestada la deliberación a los interesados, la actitud de éstos es varia. El primero, después de un momento de duda, accede a la voluntad paterna. El otro se lamenta, implora, suplica a su padre que cambie su resolución; da muestras tales de irritación, que un grave movimiento de rebelión de su parte es de temer.
Ante esto, el padre mantiene su decisión con relación al hijo bueno. Pero, considerando lo que le cuesta al hijo mediocre el esfuerzo de la rutina escolar; previendo las muchas ocasiones de tensión que en la vida diaria surgen en las relaciones entre ambos, para la eventual salvaguardia de principios morales impostergables, juzga mejor no insistir. Y conveniente en que el hijo no haga el curso.
Actuando así con el hijo mediocre y tibio, el padre le dio una autorización a disgusto. Un permiso que no es de modo alguno una aprobación. Un permiso que le fue casi arrancado. Para evitar un mal (la tensión con el hijo), consintió en un bien menor (las excursiones de vacaciones),y desistió de un bien mayor (el curso). Es a este tipo de consentimiento dado sin aprobación, y aún con censura, se llama tolerancia.
Claro está que, a veces, la tolerancia es el consentimiento no sólo en un bien menor para evitar un mal, sino en un mal menor para evitar uno mayor. Sería el caso de un padre que, teniendo un hijo que contrajo varios vicios graves y puesto ante la imposibilidad de hacerlos cesar todos, forma el propósito de combatirlos sucesivamente. Así mientras procura obstar a un vicio, cierra los ojos a todos los demás. Este cerrar de ojos, que es un consentimiento dado con profundo disgusto, busca evitar un mal mayor, es decir, que la enmienda moral del hijo se torne imposible. Se trata característicamente de una actitud de tolerancia.
Como acabamos de ver, la tolerancia sólo puede ser practicada en situaciones anormales. Si no hubiese malos hijos, por ejemplo, no habría necesidad de tolerancia de parte de los padres.
Así, en una familia, cuanto más los miembros fueren forzados a practicar la tolerancia entre sí, tanto más la situación será anómala.
Siéntese mucho la realidad de lo que aquí está dicho, considerando el caso de una Orden Religiosa o de un ejército en que los jefes o superiores tengan que usar habitualmente una tolerancia sin límites con sus subordinados. Tal ejército no está apto para ganar batallas. Tal Orden no está caminando hacia las altas y rudas cimas de la perfección cristiana.
En otros términos, la tolerancia puede ser una virtud. Pero es virtud característica de las situaciones anormales, inestables, difíciles. Ella es, por así decir, la cruz de cada día del católico fervoroso, en las épocas de desolación, de decadencia espiritual y de ruina de la Civilización Cristiana.
Por esto mismo se comprende que sea tan necesaria en un siglo de catástrofe, como el nuestro. En todo momento, el católico se encuentra en nuestros días en la contingencia de tolerar algo en el tranvía, en el autobús, en la calle, en los lugares en que trabaja, en las casas que visita, en los hoteles en que veranea: encuentra en todo momento abusos que le provocan un grito interior de indignación. Grito que es a veces obligado a silenciar para evitar un mal mayor. Grito que, entretanto, en ocasiones normales sería un deber de honra y coherencia el manifestarlo.
De paso es curioso observar la contradicción en que caen los adoradores de este siglo. Por un lado, elevan enfáticamente a las nubes sus cualidades, y silencian o subestiman sus defectos. Por otro, no cesan de apostrofar a los católicos intolerantes, suplicando tolerancia, bramando por tolerancia, exigiendo tolerancia, a favor del siglo. Y no se cansan de afirmar que esa tolerancia debe ser constante, omnímoda y extrema. No se comprende cómo no perciben la contradicción en que caen: sólo hay tolerancia en la anomalía y, proclamar la necesidad de mucha tolerancia, es afirmar la existencia de mucha anomalía.
De cualquier manera, griegos y troyanos concuerdan en reconocer que la tolerancia en nuestra época es muy necesaria.
Así, es fácil percibir cuánto yerra el lenguaje corriente a respecto de la tolerancia. En efecto, habitualmente se presta a este vocablo un sentido elogioso. Cuando se dice que alguien es tolerante, esta afirmación viene acompañada de una serie de alabanzas implícitas o explícitas: alma grande, gran corazón, espíritu amplio, generoso, comprensivo, naturalmente propenso a la simpatía, a la cordura, a la benevolencia. Y, como es lógico, el calificativo de intolerante también trae consigo una secuela de censuras más o menos explícitas: espíritu estrecho, temperamento bilioso, malévolo, espontáneamente inclinado a desconfiar, a odiar, a resentirse y a vengarse.
En realidad, nada es más unilateral. Pues, si hay casos en que la tolerancia es un bien, otros hay en que es un mal. Y puede llegar a ser un crimen. Así, nadie merece encomio por el hecho de ser sistemáticamente tolerante o intolerante, si no por ser una u otra cosa de acuerdo a lo que exijan las circunstancias.
Antes de todo, es necesario subrayar que existe una situación en la cual el católico debe ser siempre intolerante, y esta regla no admite excepciones. Es cuando se desea que, para complacer a otros, o para evitar algún mal mayor, practique algún pecado. Pues todo pecado es una ofensa a Dios. Y es absurdo pensar que en alguna situación Dios pueda ser virtuosamente ofendido.
Y esto es tan obvio, que parecería superfluo decirlo. Entre tanto, en la práctica, cuántas veces sería necesario recordar este principio. Así, por ejemplo, nadie tiene el derecho de, por tolerancia con los amigos, y con la intención de despertar su simpatía, vestirse de modo inmoral, adoptar las maneras licenciosas o livianas de las personas de vida desarreglada, ostentar ideas temerarias, sospechosas o incluso erróneas, o alardear de tener vicios que en la realidad -por la gracia de Dios- no se tienen.
Que un católico, consciente de los deberes de fidelidad que tiene en relación con la escolástica, profese otra filosofía sólo para granjearse simpatías en cierto medio, es una forma de tolerancia inadmisible. Pues peca contra la verdad quien profesa un sistema que sabe que tiene errores, a pesar de que estos no sean contra la fe.
Pero los deberes de la intolerancia, en casos como estos, van más lejos.
No basta que nos abstengamos de practicar el mal. Es incluso un deber que nunca lo aprobemos, por acción o por omisión.
Un católico que, ante del pecado o del error, toma una actitud de simpatía, peca contra la virtud de la intolerancia. Es lo que se da cuando se presencia, con una sonrisa, sin restricciones, una conversación o una escena inmoral; o cuando, en una discusión, se reconoce a otros el derecho a abrazar la opinión que quieran sobre religión. Esto no es respetar a los adversarios, sino ser conniventes con sus errores o pecados. Esto es aprobar el mal. Y esto, un católico no puede hacerlo jamás.
A veces, sin embargo, se llega a eso pensando que no hay pecado contra la intolerancia. Es lo que ocurre cuando ciertos silencios frente al error o al mal dan la idea de una aprobación tácita.
En todos estos casos, la tolerancia es un pecado, y sólo en la intolerancia consiste la virtud.
Leyendo estas afirmaciones es admisible que ciertos lectores se irriten. El instinto de sociabilidad es natural al hombre. Y este instinto nos lleva a convivir con los otros de modo armonioso y agradable.
Ahora bien, en circunstancias cada vez más numerosas, el católico está obligado, dentro de la lógica de nuestra argumentación, a repetir delante del siglo el heroico «Non Possumus» de Pío IX: No podemos imitar, no podemos concordar, no podemos callar. Enseguida se crea en torno de nosotros aquel ambiente de guerra fría o caliente con que los partidarios de los errores y modas de nuestra época persiguen con implacable intolerancia, y en nombre de la tolerancia, a todos los que osan no concordar con ellos. Una cortina de fuego, de hielo, o simplemente de celofán nos cerca y aísla. Una velada excomunión social nos mantiene al margen de los ambientes modernos. Y a esto el hombre tiene casi tanto miedo como a la muerte. O más que a la propia muerte.
No exageramos. Para tener derecho de ciudadanía en tales ambientes, hay hombres que trabajan hasta matarse con infartos y anginas cardíacas; hay señoras que ayunan como ascetas de la Tebaida, y llegan a exponer gravemente su salud. Para perder una «ciudadanía» de tal «valor», sólo por amor a los principios, ¡sería necesario realmente amar mucho a los principios!
Otra dificultad es la pereza. Estudiar un asunto, compenetrarse de él, tener enteramente a mano en cualquier oportunidad los argumentos para justificar una posición: cuánto esfuerzo… cuánta pereza. Pereza de hablar, de discutir, es claro. Sin embargo, aún más, pereza de estudiar. Y sobre todo, la suprema pereza de pensar con seriedad sobre algo, de compenetrarse de algo, de identificarse con una idea, un principio! La pereza sutil, imperceptible, omnímoda, de ser serio, de pensar seriamente, de vivir con seriedad, cuanto aparta de esta intolerancia inflexible, heroica, imperturbable, que en ciertas ocasiones y en ciertos asuntos es hoy como siempre el deber del verdadero católico.
La pereza es hermana de la displicencia. Muchos preguntaran por qué tanto esfuerzo, tanta lucha, tanto sacrificio, si una golondrina no hace verano, y con nuestra actitud los otros no mejoran. ¡Extraña objeción! Como si debiésemos practicar los Mandamientos sólo para que los otros los practiquen también, y estuviésemos dispensados de hacerlo en la medida que los otros no nos imiten.
Testimoniamos delante de los hombres nuestro amor al bien, y nuestro odio al mal, para dar gloria a Dios. Y aunque el mundo entero nos reprobase, deberíamos continuar haciéndolo. El hecho de que los otros no nos acompañen, no disminuye los derechos que Dios tiene a nuestra entera obediencia.
Pero estas razones no son las únicas. Existe también el oportunismo. Estar de acuerdo con las tendencias dominantes, es algo que abre todas las puertas y facilita todas las carreras. Prestigio, confort, dinero, todo. Todo se torna más fácil y más al alcance si se concuerda con la influencia dominante.
De este modo, puede verse cuánto cuesta el deber de la intolerancia. Lo que nos da el punto de partida para el artículo siguiente, donde pretendemos tratar de los límites de la intransigencia y de los mil medios que hay para eludirla.
Santa Margarita de Escocia, una reina inspiradora
Patrona de las familias numerosas, dirigió la suya de manera admirable
Nacida en Hungría, por parte de padre emparentaba con la realeza inglesa y por parte de madre con la húngara. San Eduardo el Confesor -y parece que san Esteban de Hungría– se cuentan entre sus antepasados.
El rey escocés se enamoró de ella
Una tormenta llevó a que su barco buscara amparo en las costas de Escocia. Así la conoció el rey Malcom III de Escocia, que era viudo. Se enamoraron inmediatamente y pronto se casaron.
Su vida fue la de una cristiana ejemplar desde su especial posición. Es modelo para esposas y madres. Ella y Malcom tuvieron ocho hijos.
Trató con respeto a la corte, pero Margarita nunca olvidó la atención a los pobres y enfermos. Llegó a vender sus joyas para dar el dinero a los más necesitados.
Era una mujer de profunda religiosidad. En Oxford se conserva su libro de oraciones. Combatió la superstición.
Muerte del marido
Conoció los horrores de la guerra: perdió a su marido y a un hijo en batalla.
Falleció en Edimburgo en el año 1093 después de una larga y penosa enfermedad.
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Santa patrona
Santa Margarita de Escocia es patrona de Escocia, de las relaciones angloescocesas y de las familias, especialmente las familias numerosas.
Oración a santa Margarita de Escocia
Santa Margarita de Escocia, ejemplo de las virtudes cristianas, que nunca dudaste en ayudar rápidamente a los que necesitaban tu ayuda:
ahora que gozas de los premios del Reino Celestial, cuánto más nos ayudarás a quienes a ti recurrimos pidiéndote auxilio.
Por eso, con confianza vengo a solicitarte el siguiente favor (pídase), santa Reina de Escocia, con un corazón agradecido por tu maravillosa ayuda que confío me prestarás.
También te pido humildemente que ruegues por mí al Altísimo para que mi hogar sea santo como el tuyo.
Amén.