La luz que viene de Belén ilumina la noche del mundo. Ilumina la tiniebla de la humanidad en esta etapa de la historia marcada por la pandemia que siega tantas vidas, causa tanto dolor, provoca en muchos un miedo paralizante, afecta gravemente a la economía y deja a tanta gente sin trabajo. La luz de Belén ilumina la tiniebla humana porque todo toma una nueva dimensión desde el niño que María ha puesto en el mundo. También el momento en que estamos viviendo.

En esta noche, hermanos y hermanas queridos, que es noche de ternura pero sobre todo de contemplación, quisiera fijarme en tres frases del evangelio que nos ha proclamado el diácono.

La primera es: nació su hijo. Es el hecho central de la Navidad. Es la razón de nuestra fiesta. El recién nacido no es un niño más. María ha puesto al mundo a aquel que le había sido anunciado como Hijo de Dios, como rey para siempre, un rey pacífico y salvador (cf. Lc 1, 31-33.35). El reino de este niño no es como los de este mundo (cf. Jn 18, 36), no es estallante ni dominador. Es humilde como una pequeña semilla depositada por Dios en el corazón de los creyentes que, como María y José, acogen a Jesús con fe y con esperanza. Es como una pequeña semilla, pero tiene una fuerza maravillosa para reunir a toda la humanidad (cf. Mt 13, 31). El Hijo de Dios se ha hecho hombre en el seno de la Virgen María. Ella acaricia y nutre a su Hijo con amor maternal. Pero Jesús ha nacido para todos nosotros, para cada hombre y mujer del mundo. Lo tiene María porque Dios le da a todo el mundo. Por eso en la liturgia cantamos estos días “nos ha nacido Cristo”. No ha nacido sólo por ella sino por «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», como diremos en unos momentos en el credo. Jesús es un don, un regalo, de Dios para cada uno de nosotros. Hoy lo celebramos, lo agradecemos, y nos sentimos comprometidos a corresponder con generosidad a ese regalo que Dios nos hace en su amor gratuito.

La segunda frase del evangelio que quisiera destacar es: os ha nacido un salvador. La dice el ángel a los pastores. Sin embargo, no es sólo un anuncio para ellos. Es un anuncio para todos. Es un anuncio universal, que trae una gran alegría. Acogiendo este anuncio, repetíamos en la respuesta al salmo responsorial: nos ha nacido un salvador. Al hacer el anuncio, el ángel da tres títulos a Jesús para contar su identidad y que son la causa de esta alegría: Salvador, Mesías, Señor. Es como un crescendo. Primero dice ser salvador. Jesús es el único que puede salvarnos de una manera plena y radical. Y aquí puede surgir una pregunta: ¿de qué debemos ser salvados? Antes de la pandemia nos sentíamos fuertes. Habíamos desarrollado una serie de seguridades que parecía que nos protegían, que lo teníamos todo controlado, incluso había quien con un orgullo fuera de la medida pensaba que un día no demasiado lejano la ciencia nos permitiría superar la muerte. Ahora nos sentimos desconcertados, débiles y vulnerables porque un microbio microscópico acosa a la humanidad entera y siega la vida de muchas personas. No sabemos dónde podemos encontrarlo, ni cuándo podemos infectarnos. Y, además, el microbio crea una crisis económica que genera graves problemas sociales. Por otra parte, por si fuera poco, estamos rodeados de otras crisis políticas, sociales, de valores. En el mundo, existen amenazas, crueldades, venganzas, mentiras, orgullos que pisan los pequeños y los marginados, injusticias hechas en nombre de la justicia. Y eso suscita mucha preocupación y hasta miedo a mucha gente. De todo esto y más debemos ser salvados. Y también de nuestras faltas y pecados. Y no saldremos adelante si lo queremos hacer con nuestras solas fuerzas humanas.

En este contexto, en esta noche resuena nuevamente aquel grito que atraviesa todo el Evangelio: ¡no tengáis miedo! Jesús nos cura las heridas y nos enseña a curar las de los demás. Jesús nos libera del mal y nos enseña a liberar a los demás. Jesús comparte el dolor y la muerte para desactivarlos desde dentro y abrirnos las puertas de una vida feliz para siempre. De ahí el título de Mesías; el liberador definitivo objeto de las esperanzas seculares del Pueblo de Israel. Jesús es enviado a la humanidad entera para liberar y salvar, para curar los corazones y para curar las relaciones humanas; para ayudarnos a superar lo imposible en nuestras solas fuerzas.

Y llegamos a la cima de los tres títulos que el ángel revela a los pastores. Jesús es el Señor. Este título en la Sagrada Escritura es propio de Dios. Proclamar que Jesús es el Señor, según la fe de la Iglesia, es afirmar su divinidad. Pero, la imagen de Dios que nos da el hijo de María, fajado con pañales, que ríe y llora, y que necesita de los cuidados de los demás, rompe todos los esquemas que la inteligencia humana se puede hacer de la divinidad. No es un Dios que con su autoridad quiere dominar al ser humano y privarle de su libertad. Es un Dios cercano que sabe comprender qué hay en el corazón humano, que quiere servir a cada persona para ayudarla a crecer ya desarrollarse según lo mejor que hay en ella; un Dios que enseña a poner la propia vida al servicio de los demás para hacer de la humanidad, y desear que la paz, de la que el nacimiento de Jesús es portador, penetre en el corazón de cada hombre y de cada mujer del mundo y la abra al amor hacia Dios.

Vamos espiritualmente a Belén como peregrinos admirados y agradecidos. Vamos al Belén que es el altar de nuestra celebración. Encontraremos a Jesús, al Mesías, al Salvador, al Señor en el Pan y el Vino de la Eucaristía. Vamos con todo el bagaje que llevamos en el corazón; con lo que hay de mejor y con lo que nos agobia, con las joyas y con las penas, solidarios del dolor de tanta gente. Adoremos humildemente a Cristo Señor que se manifiesta, también, bajo los humildes signos del pan y del vino, sacramento de su cuerpo nacido de Santa María. Él nos enseñará a pacificar nuestro corazón y ser artesanos de paz, a extinguir el odio y el mal que pueden anidar en nuestro interior, a abrir caminos de fraternidad y de amor. Nos hará sentir, cada uno según sus circunstancias, perdonados y enviados a ser testigos de su amor. Nos toca trabajar –como dice el Papa Francisco en la encíclica “Fratelli tutti”, para que “la música del Evangelio” no deje “de sonar en nuestra casa, en nuestras plazas, en los puestos de trabajo, en la política y en la economía”, porque es la forma de “luchar por la dignidad de todo hombre y toda mujer” (cf. n. 277).

Quiso venir Dios al mundo, quiso nacer aquí

Santo Evangelio según san Lucas 1, 67-79. Feria privilegiada de Navidad

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor, existen misterios en que guardar silencio es el mayor homenaje ante la maravilla.

Dispón mi corazón para contemplar tu nacimiento.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Lucas 1, 67-79

En aquel tiempo, Zacarías, padre de Juan, lleno del Espíritu Santo, profetizó diciendo: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, y ha hecho surgir en favor nuestro un poderoso Salvador en la casa de David, su siervo. Así lo había anunciado desde antiguo, por boca de sus santos profetas: que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos aborrecen, para mostrar su misericordia a nuestros padres y acordarse de su santa alianza.

El Señor juró a nuestro padre Abraham concedernos que, libres ya de nuestros enemigos, lo sirvamos sin temor, en santidad y justicia delante de Él, todos los días de nuestra vida.

Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos y a anunciar a su pueblo la salvación, mediante el perdón de los pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Dios quiso venir al mundo…

¿Qué es lo que acabo de leer?, ¿quién quiso venir al mundo?, quiero decir, ¿se puede «venir» al mundo? Además, ¿es que alguien puede de verdad «elegir» venir?

Asumiendo que alguien pudiese, lo cual me resulta increíble -¿quién podría hacerlo?, ¿y quién sería ese alguien?, ¿Dios…?

Tantas cosas a la vez para esta pobre inteligencia… a veces me pregunto siquiera si se puede creer que Él exista. Pero bien… digamos que existe, ¿podría creer que Él hubiese venido aquí?, ¿a este mundo tan pobre, tan falible, tan -nada? Y todavía más difícil: creer que se hizo hombre, que se hizo carne, cuerpo, pielecita, bebé, lágrimas, frío y que cupo en las manos de una niña de un pequeño pueblo hebreo…

Necesitaría algo más que locura para creer algo así. No sé cómo explicarlo, no lo sé. Y aunque no sé cómo, digamos que por alguna razón acepto el hecho: ¿por qué nacer aquí?, ¿por qué querer venir?, ¿por qué visitar este mundo?, ¿por qué el deseo de ser uno de nosotros? Somos tan frágiles… hay tanto mal y tanto que no es como debería ser… ¿por qué fijarse en nosotros? Y se fijara en mí ese Dios, ¿por qué lo haría?

Sólo un don me haría capaz de recibir este misterio. No es ciencia. No es locura. No es teoría. No es del todo racional, ni del todo irracional. No es obscuridad absoluta, tampoco claridad total. Es sencillamente un regalo.

Creer que alguien me miró, se fijó en mí, sufrió por mí -porque me amó, es una verdad que se encarna en experiencia, es una verdad regalo que se puede acoger. Es una verdad que sacudiría mi corazón, hasta tal punto que me haría feliz.

Quiso venir Dios al mundo, quiso nacer aquí, quiso venir a mí.

«Pueden reconocer sin duda la presencia de Dios: él no os ha dejado solos. Incluso en medio de tremendas dificultades, podríamos decir con el Evangelio de hoy que el Señor ha visitado a su pueblo: se ha acordado de su fidelidad al Evangelio, de las primicias de su fe, de todos los que han dado testimonio, aun a costa de la sangre, de que el amor de Dios vale más que la vida. Qué bueno es recordar con gratitud que la fe cristiana se ha convertido en el aliento de su pueblo y el corazón de su memoria. La fe es también la esperanza para suo futuro, la luz en el camino de la vida».

(Homilía de S.S. Francisco, 25 de junio de 2016).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.
Vivir la misa de Nochebuena con el respeto y reverencia que merece el misterio celebrado.
Despedida
Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Amén

El sol sale para todos

Ser capaces de cambiar el mundo, salvando a la naturaleza y a nosotros mismo.

Todos los días vemos salir el sol por el horizonte al oriente, el brotar en la lejanía es precedido de un colorearse del cielo en tonos hermosos que van de un rojo fuego hasta un dorado esplendoroso frecuentemente matizado por nubes, que hacen aún más precioso el panorama. Por nuestras actividades y nuestra ubicación citadina, además de que la rutina nos absorbe, pocas veces tenemos la ocasión de disfrutar tan maravilloso espectáculo. La gente del campo tiene más oportunidades de hacerlo. En si ellos tienen la dicha de estar en más contacto con la madre naturaleza, la creación de Dios.

El sol sale

¿Pero se han puesto a pensar que Dios dispuso que el sol brillara para todos, sin distingos, ni prerrogativas? Ante el todos somos iguales, con los mismos derechos. Pero hay que darse cuenta y tomar nota, que aunque esto es un hecho irrebatible, cada uno en lo personal es especial, único y que de acuerdo con esto tiene diferentes características, una mayor o menor claridad mental, diferentes oportunidades ante la vida, unos son muy aptos para la actividad manual, otros son brillantes para los negocios. Así en la sociedad hay de todo y unos cubren las necesidades de los otros. Es maravilloso como unos pueden estar para los otros. Hoy por ti, mañana por mí.

Inclusive el hombre y la mujer, cuya existencia es indispensable para formar a través del matrimonio entre hombre y mujer, la familia y así la sociedad, no son iguales, estrictamente son complementarios.

Todo esto da por resultado que en el mundo exista una diversidad maravillosa, que al desarrollarse bajo los principios de la cultura de la vida y del amor da lugar a que todos podamos ser felices en cuanto lo podamos ser en esta vida.

A través del tiempo, los siglos, la sociedad se ha ido perfeccionando. Para que las cosas funcionaran bien es suficiente la Ley de Dios, que en el mundo occidental ha dado estupendos frutos, por supuesto de acuerdo con la limitación humana, que nunca podrá ser perfecta y en el mundo no cristiano, Dios puso en cada uno la Ley Natural y la conciencia personal para distinguir entre el bien y el mal. Todo podría funcionar a las mil maravillas, pero el demonio (que si existe, contra lo que afirman algunos ilusos, para justificar su proceder y su ambición) a través de la cultura de la muerte y el crecimiento fomentado, de un no sano ego, en muchos casos se presentan desordenes y actos violentos. Un padre colombiano (no me acuerdo su nombre) muy atinadamente y en forma muy simpática afirma que el ego (el amor a uno mismo desmedido y desordenado, que se contrapone a lo ordenado por Dios de “Amaras a Dios sobre todas las cosas y al próximo como a ti mismo”), es el causante de todos los conflictos tanto entre personas como entre naciones. Describe como el ego hace perder toda perspectiva al que es su víctima y ya no se toman decisiones, ni se actúa de acuerdo con la realidad, sino de acuerdo con un mundo ficticio creado por la imaginación, al gusto del consumidor. Hay una serie interesante que en su título lo dice muy claro, se creen “Dueños del Paraíso”. Con armas, dinero y poder el mundo es suyo, pueden hacer y obtener lo que quieran.

Ahora que detrás de la cultura de la muerte están las mafias de izquierda (la masonería), eterna enemiga de la obra de Dios (su Iglesia), que actúan siempre y a través de esto, por lo cual se pueden identificar fácilmente: ¡ojo! donde se actúa con mentiras, calumnias y falsedades, ahí tiene metida su cola el diablo, utilizando además la corrupción, o bien el terror, el clásico “oro o plomo” o bien “me vendes tu rancho o se lo compro a tu viuda”, propio de los narcos y otras mafias. Nuevamente ¡ojo! no te dejes engañar por los partidos de izquierda.

San Francisco de Asís exclamaba extasiado por su belleza y por lo que nos proporcionan “hermano Sol”, (sin el calor del sol, no habría vida), “hermana Luna” y así seguía con todas las criaturas “hermana lluvia” (sin Agua tampoco habría vida), “hermano viento”, los animales y plantas en su maravillosa variedad (biodiversidad), todas las consideraba como sus hermanos. De ahí el tan hermoso poema de Rubén Darío “Los Motivos del Lobo”.

De San Francisco tenemos la tan hermosa oración:

“Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe. Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado, como consolar, ser comprendido, como comprender, ser amado, como amar. Porque es dándose como se recibe, es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo, es perdonando, como se es perdonado, es muriendo como se resucita a la vida eterna.”

San Francisco fue un enamorado del Señor y de sus enseñanzas (la cultura de la vida y del amor). No es preciso que lleguemos a santos, pero con un poco de su espíritu que adoptemos, seremos capaces de cambiar el mundo, salvando a la naturaleza y a nosotros mismo.

¡El sol sale para todos!

“Donde hay bosques hay agua y aire puro; donde hay agua y aire puro hay vida.”

Discurso del Papa Francisco a los miembros del Colegio Cardenalicio y de la Curia Romana

«Si olvidamos nuestra humanidad vivimos sólo de los honores de nuestras armaduras».
Fuente: Vatican.Va

Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenos días!

Como cada año, tenemos oportunidad de encontrarnos a pocos días de la Navidad. Es un modo para manifestar nuestra fraternidad “en voz alta” por medio de las felicitaciones navideñas, pero es también para cada uno de nosotros un momento de reflexión y de revisión, para que la luz del Verbo, que se hace carne, nos haga ver cada vez mejor quiénes somos y cuál es nuestra misión.

Todos lo sabemos: el misterio de la Navidad es el misterio de Dios que viene al mundo por el camino de la humildad. Se hizo carne: esa gran synkatábasis. Este tiempo parece haber olvidado la humildad, o haberla relegado a una forma de moralismo, vaciándola de la fuerza desbordante que posee. 

Pero si tuviéramos que expresar todo el misterio de la Navidad en una palabra, creo que la palabra humildad es la que más podría ayudarnos. Los Evangelios nos hablan de un entorno pobre, sobrio, inapropiado para acoger a una mujer que está por dar a luz. Sin embargo, el Rey de reyes no viene al mundo llamando la atención, sino suscitando una misteriosa atracción en los corazones de quienes sienten la presencia desbordante de una novedad que está por cambiar la historia. Por eso me gusta pensar y también decir que la humildad ha sido su puerta de entrada y nos invita, a todos nosotros, a atravesarla. Me viene a la mente aquel pasaje de los Ejercicios: no se puede avanzar sin humildad, y no se puede avanzar en la humildad sin humillaciones. Y san Ignacio nos dice que pidamos las humillaciones.

No es fácil entender qué es la humildad. Esta es el resultado de un cambio que el mismo Espíritu obra en nosotros por medio de la historia que vivimos, como le ocurre por ejemplo a Naamán el sirio (cf. 2 Re 5). En la época del profeta Eliseo, este personaje gozaba de gran fama. Era un valiente general del ejército arameo, que había demostrado en varias ocasiones su valor y su audacia. Pero junto con la fama, la fuerza, la estima, los honores, la gloria, este hombre estaba obligado a convivir con un drama terrible: era leproso. Su armadura, la misma que le proporcionaba prestigio, en realidad cubría una humanidad frágil, herida, enferma. Esta contradicción a menudo la encontramos en nuestras vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir grandes fragilidades.

Naamán comprende una verdad fundamental: uno no puede pasar la vida escondiéndose detrás de una armadura, de un rol, de un reconocimiento social; al final, hace mal. Llega un momento, en la existencia de cada uno, en el que se siente el deseo de no vivir más detrás del revestimiento de la gloria de este mundo, sino en la plenitud de una vida sincera, sin más necesidad de armaduras y de máscaras. Este deseo impulsa al valiente general Naamán a ponerse en camino para buscar a alguien que pueda ayudarlo, y lo hace a partir del consejo de una esclava, una muchacha hebrea, prisionera de guerra, que habla de un Dios capaz de curar semejantes contradicciones.

Tomando consigo plata y oro, Naamán se puso en camino y llegó ante el profeta Eliseo. Este le pidió a Naamán, como única condición para su curación, el sencillo gesto de desvestirse y bañarse siete veces en el río Jordán. Nada de fama, nada de honor, oro ni plata. La gracia que salva es gratuita, no se reduce al precio de las cosas de este mundo.

Naamán se resistió a ese pedido; le pareció demasiado banal, demasiado sencillo, demasiado accesible. Pareciera que la fuerza de la sencillez no tenía espacio en su mente. Pero las palabras de sus servidores lo hicieron recapacitar: «Si el profeta te hubiese mandado una cosa difícil, ¿no lo habrías hecho? Cuánto más si te ha dicho: “Báñate y sanarás”» (2 Re 5,13). Naamán se rindió y con un gesto de humildad “descendió”, se quitó su armadura, se sumergió en las aguas del Jordán, «enseguida la carne de su cuerpo se renovó y quedó limpia como la carne de un niño pequeño»(2 Re 5,14). Es una gran lección. La humildad de dejar al descubierto la propia humanidad, según la palabra del Señor, llevó a Naamán a obtener la curación.

La historia de Naamán nos recuerda que la Navidad es un tiempo en el que cada uno ha de tener la valentía de quitarse la propia armadura, de desprenderse de los ropajes del propio papel, del reconocimiento social, del brillo de la gloria de este mundo, y asumir su misma humildad. Podemos hacerlo a partir de un ejemplo más fuerte, más convincente, de autoridad: el del Hijo de Dios, que no se sustrajo a la humildad de “descender” en la historia haciéndose hombre, haciéndose niño, frágil, envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2,16). Todos, despojados de nuestros ropajes, de nuestras prerrogativas, cargos y títulos, somos leprosos, todos nosotros, necesitados de curación. La Navidad es la memoria viva de esta certeza y nos ayuda a comprenderla más profundamente.

Queridos hermanos y hermanas, si olvidamos nuestra humanidad vivimos sólo de los honores de nuestras armaduras, pero Jesús nos recuerda una verdad incómoda y desconcertante: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?” (cf. Mc 8,36).

Esta es la peligrosa tentación —lo he señalado otras veces— de la mundanidad espiritual, que a diferencia de todas las otras tentaciones es difícil de desenmascarar, porque está cubierta de todo lo que normalmente nos da seguridad: nuestro cargo, la liturgia, la doctrina, la religiosidad. Escribí en la Evangelii gaudium: «En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida desgastada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es “sudor de nuestra frente”. En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre “lo que habría que hacer” —el pecado del “habriaqueísmo”— como maestros espirituales y expertos pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel» (n. 96).

La humildad es la capacidad de saber habitar sin desesperación, con realismo, alegría y esperanza, nuestra humanidad; esta humanidad amada y bendecida por el Señor. La humildad es comprender que no tenemos que avergonzarnos de nuestra fragilidad. Jesús nos enseña a mirar nuestra miseria con el mismo amor y ternura con el que se mira a un niño pequeño, frágil, necesitado de todo. Sin humildad buscaremos seguridades, y quizás las encontraremos, pero ciertamente no encontraremos lo que nos salva, lo que puede curarnos. Las seguridades son el fruto más perverso de la mundanidad espiritual, que revelan la falta de fe, esperanza y caridad, y se convierten en incapacidad de saber discernir la verdad de las cosas. Si Naamán sólo hubiera seguido acumulando medallas para poner en su armadura, al final habría sido devorado por la lepra; aparentemente vivo, sí, pero cerrado y aislado en su enfermedad. Él buscó con valentía lo que podría salvarlo y no lo que lo gratificaría de forma inmediata.

Todos sabemos que lo contrario de la humildad es la soberbia. Un versículo del profeta Malaquías, que me ha impactado mucho, nos ayuda a comprender, por contraste, qué diferencia hay entre el camino de la humildad y el de la soberbia: «Todos los arrogantes y todos los malhechores serán como paja. El día que se acerca los quemará hasta no dejarles rama ni raíz —dice el Señor del universo—» (3,19).

El Profeta usa una imagen sugestiva que describe bien la soberbia: esta —dice— es como paja. Entonces, cuando llega el fuego, la paja se convierte en cenizas, se quema, desaparece. Y nos dice también que quien vive apoyándose en la soberbia se encuentra privado de las cosas más importantes que tenemos: las raíces y las ramas. Las raíces hablan de nuestra relación vital con el pasado del que tomamos la savia para poder vivir en el presente. Las ramas son el presente que no muere, sino que se convierte en el mañana, se vuelve futuro. Estar en un presente que no tiene más raíces ni ramas significa vivir el final. Así el soberbio, encerrado en su pequeño mundo, no tiene más pasado ni futuro, no tiene más raíces ni ramas y vive con el sabor amargo de la tristeza estéril que se adueña del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio». El humilde, en cambio, vive guiado constantemente por dos verbos: recordar —las raíces— y generar, fruto de las raíces y de las ramas, y de este modo vive la alegre apertura de la fecundidad.

Recordar significa etimológicamente “traer al corazón”, re-cordar. La memoria vital que tenemos de la Tradición, de las raíces, no es un culto del pasado, sino un gesto interior por medio del cual traemos constantemente al corazón aquello que nos ha precedido, aquello que ha atravesado nuestra historia, aquello que nos ha conducido hasta aquí. Recordar no es repetir, sino atesorar, reavivar y, con gratitud, dejar que la fuerza del Espíritu Santo haga arder nuestro corazón, como a los primeros discípulos (cf. Lc 24,32).

Pero para que recordar no se convierta en una prisión del pasado, necesitamos otro verbo: generar. Al humilde —al hombre humilde, a la mujer humilde— no sólo le interesa el pasado, sino también el futuro, porque sabe mirar hacia adelante, sabe contemplar las ramas con la memoria llena de gratitud. El humilde genera, invita y empuja hacia aquello que no se conoce; el soberbio, en cambio, repite, se endurece —la rigidez es una perversión, una perversión actual— y se encierra en su repetición, se siente seguro de lo que conoce y teme a lo nuevo porque no puede controlarlo, lo hace sentir desestabilizado, porque ha perdido la memoria.

El humilde acepta ser cuestionado, se abre a la novedad y lo hace porque se siente fuerte gracias a lo que lo precede, a sus raíces, a su pertenencia. Su presente está habitado por un pasado que lo abre al futuro con esperanza. A diferencia del soberbio, sabe que ni sus méritos ni sus “buenas costumbres” son principio y fundamento de su existencia, por eso es capaz de tener confianza; el soberbio no la tiene.

Todos nosotros estamos llamados a la humildad porque estamos llamados a recordar y a generar, estamos llamados a volver a encontrar la relación justa con las raíces y con las ramas; sin ellas estamos enfermos y destinados a desaparecer.

Jesús, que viene al mundo por el camino de la humildad, nos abre una vía, nos indica un modo, nos muestra una meta.

Queridos hermanos y hermanas, si es cierto que sin humildad no podemos encontrar a Dios ni experimentar la salvación, también es cierto que sin humildad no podemos encontrar al prójimo, al hermano y a la hermana que viven a nuestro lado.

El pasado 17 de octubre iniciamos el camino sinodal, al que dedicaremos los próximos dos años. También aquí, sólo la humildad puede ponernos en condiciones de encontrarnos y escuchar, de dialogar y discernir, para rezar juntos, como indicaba el Cardenal Decano. Si cada uno se queda encerrado en sus propias convicciones, en sus propias experiencias, en la coraza de sus propios sentimientos y pensamientos, es difícil dar cabida a esa experiencia del Espíritu que, como dice el Apóstol, va unida a la convicción de que todos somos hijos de «un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y habita en todos» (Ef 4,6).

¡“Todos” no es una palabra que pueda ser malinterpretada! El clericalismo, que como tentación —perversa— serpentea a diario entre nosotros, nos hace pensar siempre en un Dios que le habla sólo a algunos, mientras que los demás sólo deben escuchar y ejecutar. El Sínodo trata de ser la experiencia de sentirnos todos miembros de un pueblo más grande: el santo Pueblo fiel de Dios y, por tanto, discípulos que escuchan y, precisamente por esa escucha, pueden comprender también la voluntad de Dios, que se manifiesta siempre de manera imprevisible. Sin embargo, sería un error pensar que el Sínodo es un acontecimiento reservado a la Iglesia como entidad abstracta, alejada de nosotros. La sinodalidad es un estilo al que debemos convertirnos, sobre todo nosotros que estamos aquí y que vivimos la experiencia del servicio a la Iglesia universal a través de nuestro trabajo en la Curia romana.

Y la Curia —no lo olvidemos— no es sólo un instrumento logístico y burocrático para las necesidades de la Iglesia universal, sino que es el primer órgano llamado a dar testimonio, y por eso mismo adquiere más autoridad y eficacia cuando asume personalmente los retos de la conversión sinodal a la que también está llamada. La organización que debemos implementar no es de tipo corporativa, sino evangélica.

Por ello, si la Palabra de Dios le recuerda al mundo entero el valor de la pobreza, nosotros, miembros de la Curia, debemos ser los primeros en comprometernos a una conversión a la sobriedad. Si el Evangelio proclama la justicia, nosotros debemos ser los primeros en intentar vivir con transparencia, sin favoritismos ni grupos de influencia. Si la Iglesia sigue el camino de la sinodalidad, nosotros debemos ser los primeros en convertirnos a un estilo diferente de trabajo, de colaboración, de comunión; y esto sólo es posible a través de la senda de la humildad. Sin humildad no podremos hacer esto.

En la apertura de la asamblea sinodal utilicé tres palabras clave: participación, comunión y misión. Y nacen de un corazón humilde: sin humildad no se puede hacer ni participación, ni comunión, ni misión. Estas palabras son los tres requisitos que me gustaría indicar como un estilo de humildad al que hay que aspirar aquí en la Curia. Tres maneras para hacer de la humildad un itinerario concreto que podamos poner en práctica.

En primer lugar, la participación. Esta debería manifestarse mediante un estilo de corresponsabilidad. Por supuesto, en la diversidad de funciones y ministerios las responsabilidades son diferentes, pero sería importante que cada uno de nosotros se sintiera partícipe y corresponsable del trabajo, sin limitarse a vivir la experiencia despersonalizadora de llevar a cabo un programa establecido por otra persona. Siempre me quedo sorprendido cuando encuentro creatividad —me gusta mucho— en la Curia, y no pocas veces se manifiesta sobre todo allí donde se deja y se encuentra espacio para todos, incluso para aquellos que, jerárquicamente, parecen ocupar un lugar secundario. Doy las gracias por estos ejemplos —los encuentro, y me gusta— y los animo a que trabajen para que seamos capaces de generar dinámicas concretas en las que todos sientan que tienen una participación activa en la misión que realizan. La autoridad se convierte en servicio cuando comparte, involucra y ayuda a crecer.

La segunda palabra es comunión. No se expresa por mayorías o minorías, sino que nace esencialmente de la relación con Cristo. Nunca tendremos un estilo evangélico en nuestros ambientes si no ponemos a Cristo en el centro, y no este partido o el otro, esa opinión o la otra: Cristo en el centro. Muchos de nosotros trabajamos juntos, pero lo que fortalece la comunión es también poder rezar juntos, escuchar la Palabra juntos, construir relaciones que vayan más allá del mero trabajo y fortalezcan los vínculos de bien, vínculos de bien entre nosotros, ayudándonos mutuamente. Sin esto, corremos el riesgo de ser sólo extraños que trabajan juntos, rivales que intentan posicionarse mejor o, peor aún, allí donde se crean relaciones, éstas parecerían tomar el aspecto de la complicidad por intereses personales, olvidando la causa común que nos mantiene unidos. La complicidad crea divisiones, crea facciones, crea enemigos; la colaboración exige la grandeza de aceptar la propia parcialidad y la apertura al trabajo en equipo, incluso con aquellos que no piensan como nosotros. En la complicidad se está juntos para lograr un resultado externo. En la colaboración se permanece juntos porque nos interesa el bien del otro y, por tanto, el de todo el Pueblo de Dios al que estamos llamados a servir: no olvidemos el rostro concreto de las personas, no olvidemos nuestras raíces, el rostro concreto de quienes fueron nuestros primeros maestros en la fe. Pablo decía a Timoteo: “Recuerda a tu madre, recuerda a tu abuela”.

La perspectiva de la comunión implica, al mismo tiempo, reconocer la diversidad que habita en nosotros como un don del Espíritu Santo. Siempre que nos desviamos de este camino y vivimos la comunión y la uniformidad como sinónimos, debilitamos y silenciamos la fuerza vivificante del Espíritu Santo en medio de nosotros. La actitud de servicio nos pide, yo diría que nos exige, la magnanimidad y la generosidad de reconocer y vivir con alegría la riqueza multiforme del Pueblo de Dios; y sin humildad esto no es posible. A mí me hace bien releer el comienzo de la Lumen gentium, los números 8, 12: el santo Pueblo fiel de Dios. Recuperar estas verdades es oxígeno para el alma.

La tercera palabra es misión. Es la que nos salva de replegarnos sobre nosotros mismos. El que está replegado en sí mismo «mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Estos son los dos signos de una persona “cerrada”: no aprende de los propios pecados y no está abierta al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 97). Sólo un corazón abierto a la misión garantiza que todo lo que hacemos ad intra y ad extra esté siempre marcado por la fuerza regeneradora de la llamada del Señor. Y la misión siempre conlleva una pasión por los pobres, es decir, por los “carentes”: aquellos que “carecen” de algo no sólo en términos materiales, sino también en términos espirituales, emocionales y morales. Los que tienen hambre de pan y los que tienen hambre de sentido son igualmente pobres. La Iglesia está invitada a salir al encuentro de todas las pobrezas y está llamada a predicar el Evangelio a todos, porque todos, de un modo u otro, somos pobres, tenemos carencias. Pero la Iglesia también sale a su encuentro porque nos hacen falta: nos hace falta su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona de corazón misionero siente que su hermano le hace falta y, con la actitud del mendigo, va a su encuentro. La misión nos hace vulnerables —es hermoso, la misión nos hace vulnerables—, nos ayuda a recordar nuestra condición de discípulos y nos permite descubrir la alegría del Evangelio una y otra vez.

Participación, misión y comunión son las características de una Iglesia humilde, que se pone a la escucha del Espíritu y coloca su centro fuera de sí misma. Henri de Lubac decía: «Al igual que su Maestro, la Iglesia a los ojos del mundo, hace papel de esclava. Vive aquí abajo “en forma de esclava”. […] No es una academia de sabios, ni un cenáculo de intelectuales sublimes, ni una asamblea de superhombres. Sino que es precisamente todo lo contrario. Los cojos, los contrahechos y los miserables de toda clase se dan cita en la Iglesia y la legión de los mediocres […]; resulta difícil, o por mejor decir, imposible al hombre natural, en tanto que sus pensamientos más íntimos no hayan sido transformados, descubrir en semejante hecho el cumplimiento de la Kenosis salvadora y el adorable vestigio de la “humildad de Dios”» (Meditación sobre la Iglesia, 292-293).

Para concluir quisiera desearles a ustedes, y a mí en particular, que nos dejemos evangelizar por la humildad, por la humildad de la Navidad, por la humildad del pesebre, de la pobreza y la esencialidad con la que el Hijo de Dios entró en el mundo. Incluso los magos de oriente, que evidentemente podemos pensar que provenían de una condición más acomodada que María y José o que los pastores de Belén, se postran cuando se encuentran en presencia del niño (cf. Mt 2,11). Se postran. No es sólo un gesto de adoración, es un gesto de humildad. Los Reyes magos se ponen a la altura de Dios postrándose rostro en tierra. Y esta kenosis, este descenso, esta synkatábasis es el mismo que hará Jesús en la última noche de su vida terrenal, cuando «se levantó de la mesa, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ató a la cintura. Luego echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía a la cintura» (Jn 13,4-5). La consternación que causa este gesto, provoca la reacción de Pedro, pero al final el propio Jesús da a sus discípulos la clave adecuada para entenderlo: «Ustedes me llaman “Maestro” y “Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy su Señor y Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes» (Jn 13,13-15).

Queridos hermanos y hermanas, recordando nuestra lepra, rehuyendo la lógica de la mundanidad que nos priva de las raíces y las ramas, dejémonos evangelizar por la humildad del Niño Jesús. Sólo sirviendo y pensando en nuestro trabajo como servicio podemos ser verdaderamente útiles a todos. Estamos aquí —yo el primero— para aprender a ponernos de rodillas y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia. Seamos como los pastores, seamos como los magos de Oriente, seamos como Jesús. He aquí la lección de la Navidad: la humildad es la gran condición de la fe, de la vida espiritual, de la santidad. Quiera el Señor concedernos ese don a partir de la manifestación primordial del Espíritu dentro de nosotros: el deseo. Lo que no tenemos, podemos al menos empezar a desearlo. Y pedir al Señor la gracia de poder desear, de convertirnos en hombres y mujeres de grandes deseos. Y el deseo es ya el Espíritu actuando en cada uno de nosotros.

¡Feliz Navidad para todos! Y les pido que recen por mí. ¡Gracias!

Como recuerdo de esta Navidad, quisiera darles algunos libros. Pero para leerlos, no para dejarlos en la biblioteca, para que los nuestros los reciban en herencia. En primer lugar, uno de un gran teólogo, desconocido porque es demasiado humilde, un subsecretario de la Doctrina de la Fe, Mons. Armando Matteo, que reflexiona un poco en un fenómeno social y en cómo provoca la pastoralidad. Se llama Convertir a Peter Pan. Sobre el destino de la fe en esta sociedad de la eterna juventud. Es provocativo, hace bien. El segundo es un libro sobre los personajes secundarios u olvidados de la Biblia, del Padre Luigi Maria Epicoco: La piedra descartada, y como subtítulo Cuando los olvidados se salvan. Es hermoso. Es para la meditación, para la oración. Leyéndolo, me vino a la mente la historia de Naamán el Sirio, de quien les hablé. Y el tercero es de un Nuncio Apostólico, Mons. Fortunatus Nwachukwu, que ustedes conocen bien. Él hizo una reflexión sobre el chismorreo, y me gusta lo que ha retratado: que el chismorreo hace que se “disuelva” la identidad. Les dejo estos tres libros, y espero que nos ayuden a todos a seguir adelante. ¡Gracias! Gracias por su trabajo y su colaboración. Gracias.

Oraciones para la cena de Navidad

Una manera especial de bendecir los alimentos en una fecha muy especial

Hoy, Nochebuena, tenemos, de manera especial y como centro de nuestra familia a Jesucristo, nuestro Señor.

Vamos a encender un cirio en medio de la mesa para que ese cirio nos haga pensar en Jesús y vamos a darle gracias a Dios por habernos enviado a su Hijo Jesucristo.

Gracias Padre, que nos amaste tanto que nos diste a tu Hijo.
Señor, te damos gracias.

Gracias Jesús por haberte hecho niño para salvarnos.
Señor, te damos gracias.

Gracias Jesús, por haber traído al mundo el amor de Dios.
Señor, te damos gracias.

Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que Dios nos ama y que nosotros debemos amar a los demás.
Señor, te damos gracias.

Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que da más alegría el dar que el recibir,
Señor, te damos gracias.

Señor Jesús, Tú viniste a decirnos que lo que hacemos a los demás te lo hacemos a Ti.
Señor, te damos gracias.

Gracias María, por haber aceptado ser la Madre de Jesús.
María, te damos gracias.

Gracias San José, por cuidar de Jesús y María.
San José, te damos gracias.

Gracias Padre por esta Noche de Paz, Noche de Amor, que Tú nos has dado al darnos a tu Hijo, te pedimos que nos bendigas, que bendigas estos alimentos que dados por tu bondad vamos a tomar, y bendigas las manos que los prepararon, por Cristo Nuestro Señor,

Amén.

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Oración de la familia ante el Nacimiento en la Nochebuena (Antes de las 12)

1:
Querido Padre, Dios del cielo y de la tierra:

En esta noche santa te queremos dar gracias por tanto amor. Gracias por nuestra familia y por nuestro hogar. Gracias por las personas que trabajan con nosotros.

Bendícenos en este día tan especial en el que esperamos el nacimiento de tu Hijo. Ayúdanos a preparar nuestros corazones para recibir al Niño Jesús con amor, con alegría y esperanza. Estamos aquí reunidos para adorarlo y darle gracias por venir a nuestro mundo a llenar nuestras vidas.

Hoy al contemplar el pesebre recordamos especialmente a las familias que no tienen techo, alimento y comodidad. Te pedimos por ellas para que la Virgen y San José les ayuden a encontrar un cálido hogar.

Lector 2:
Padre bueno, te pedimos que el Niño Jesús nazca también en nuestros corazones para que podamos regalarle a otros el amor que Tu nos muestras día a día. Ayúdanos a reflejar con nuestra vida tu abundante misericordia.
Que junto con tus Ángeles y Arcángeles vivamos siempre alabándote y glorificándote.

(En este momento alguien de la familia pone al Niño Jesús en el pesebre o si ya esta allí se coloca un pequeño cirio o velita delante de El).

Lector 3:
Santísima Virgen Maria, gracias por aceptar ser la Madre de Jesús y Madre nuestra, gracias por tu amor y protección. Sabemos que dia a dia intercedes por nosotros y por nuestras intenciones, gracias Madre.

Querido San José, gracias por ser padre y protector del Niño Jesús, te pedimos que ruegues a Dios por nosotros para que seamos una familia unida en el amor y podamos ser ejemplo de paz y reconciliación para los demás.
Amén

Rezar: 1 Padre Nuestro, 1 Ave Maria, 1 Gloria

Fuente: Navidad es Jesús

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Padre Celestial, gracias por enviar a Tu Hijo Jesús a la tierra. No sólo celebramos su nacimiento en un pesebre, sino también la razón de Su venida – Su muerte en la cruz. Te damos gracias por proveer vida eterna a cada uno de los que aceptan Su regalo de salvación.

Padre, te doy gracias por mi familia. La vida no es siempre fácil para nosotros, pero sabemos que Tú siempre estás con nosotros. Como dice Tu Palabra, Tú nunca nos dejarás ni nos abandonarás. Gracias por el amor que nos mantiene unidos y por siempre satisfacer nuestras necesidades. Acércanos más en el año por venir. Te amamos y deseamos que nuestra celebración hoy sea memorable. En el nombre de Jesús, Amén.

Ya casi está todo listo para Navidad … ¿y nuestros caminos?

Estamos corriendo, para que no se nos olviden las hasta hemos hecho una lista para que no se nos olviden las «cosas» que tenemos que hacer.

¡YA TE FALTA POCO PARA NACER…. OH, SEÑOR DE LA HISTORIA!

Al final del Adviento… ¿Cómo estás nuestros caminos?

Todos sabemos que falta poco para que llegue la Navidad….y ahí andamos corriendo, hasta hemos hecho una lista para que no se nos olviden las «cosas» que tenemos que hacer, regalos, alimentos para la cena de Nochebuena o la comida de Navidad…. ¡y los turrones!, ah, eso si no nos pueden faltar y los vinos….otra cosa importante para brindar….

Cada quién, según sus posibilidades, trataremos que esa noche o día, se pueda celebrar lo mejor posible y sobre todo, si es que llega a ser en nuestra casa, quedar con el mejor de los éxitos….

Todo esto está muy bien, pero…. ¿Cómo están nuestros caminos? Los «caminos» de nuestro interior, los «caminos» de nuestro corazón….

Hace muchísimos años, Juan, comenzó a predicar la penitencia, un bautismo para el perdón de los pecados y su arrepentimiento, es tiempo de mortificación por eso vemos que los sacerdotes visten de color morado al celebrar la misa, y todavía muchos miles de años antes, podemos leer al profeta Isaías: «Ha resonado una voz en el desierto: Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos. Todo valle será rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados y todos los hombres verán la salvación de Dios».

Es ahora cuando ha llegado nuestro tiempo… ¿Cómo preparamos esos «caminos»… sin allanar las crestas de nuestra soberbia, de nuestra altanería… sin poner rectos nuestros deseos de ambición cambiándolos por generosidad, sin suavizar esa aspereza pidiendo perdón o dándolo con un gesto de amor….?

Es el momento de pensar, de «bucear» en nuestro interior para ver si nos hace falta cambiar nuestro modo de ser, cambiar nuestra vida… para poder ofrecer «algo», para poder «regalarle» algo al Hijo de Dios que ya no tarda en llegar, que ya no tarda en aparecer en nuestra Historia, siendo El el Señor y Dueño de la misma, y sin embargo
lo vamos a ver naciendo en la más profunda humildad y solo ý únicamente por amor.
Es tiempo de regalar. y de recibir regalos…, todo está bien.
Pero El solo vino a buscar mi corazón para que lo ame…. ¿se lo daré?……

Un tierno silencio de Navidad

Adviento es el tiempo de la humilde espera del Salvador, de la plena alegría por su nacimiento.

“El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura”[1]: el papa Francisco muestra que, en el misterio de Cristo, los signos manifiestan la ternura de Dios. Y san Ignacio de Antioquía dice que al Señor se le conoce en su silencio. 

El tiempo de Navidad está anunciado por un Adviento donde la moderación y el relativo silencio de los instrumentos musicales en la liturgia son signos de la humilde espera del Salvador, de la plena alegría de su nacimiento

El Verbo se hace carne y lo contemplamos niño: “infans”, en latín, lo que significa literalmente “que no habla”. La Palabra no sabe hablar. El silencio de Dios invita a la contemplación, a la admiración, a la adoración. El Verbo se ha abreviado, dicen los Padres de la Iglesia: el Hijo de Dios se ha hecho pequeño para que la Palabra esté a nuestro alcance, signo silencioso y tierno que pide amor.

La liturgia extiende ese silencio a la naturaleza entera. “Cuando un sereno silencio lo envolvía todo y la noche estaba a la mitad de su curso”, reza el libro de la Sabiduría, bajó a la tierra “desde el Cielo tu omnipotente Palabra” (Sb 18, 14-15). La aplicación de ese texto al nacimiento de Jesús se remonta probablemente al judeocristianismo, es decir en los primeros tiempos de la Iglesia.

La Palabra no sabe hablar. El silencio de Dios invita a la contemplación, a la admiración, a la adoración.

El rezo del Ángelus vespertino nació de la creencia de que en aquella hora, cuando cae el silencio de la noche, la Virgen María recibió el saludo angélico. Poco a poco, se extendió la práctica de recitar esa oración a mediodía, pidiendo entonces, en el siglo XV, por la paz de la Iglesia.

María, y José, el silencioso, volverán a Nazaret: treinta años de silencio de Jesús, amaba subrayar san Josemaría. Vendrá la vida pública, e incluso un día Cristo callará ante Herodes “con un divino silencio”.Isaías había profetizado: “En el silencio y en la esperanza residirá vuestra fortaleza”; san Josemaría lo aplicaba también a la adversidad: “Callar y confiar”; pues, como decía Benedicto XVI, “las circunstancias adversas son misteriosamente «abrazadas» por la ternura de Dios”. En palabras de Francisco, “poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «[…] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,26)”.

Un poeta francés dice que los pensamientos son pájaros que cantan solo cuando están en el árbol del silencio. El cristiano piensa y reza: “Días de silencio y de gracia intensa… Oración cara a cara con Dios…”

En la pluma de san Josemaría, la palabra “silencio” es frecuentemente usada con los adjetivos fecundo, alegre, amable. El trabajo callado es elocuente, el esfuerzo silencioso da frutos… 

El silencio respira paz, humildad, descanso, serenidad, e incluso eficacia; permite el recogimiento. Elías escuchó a Dios en “un susurro de brisa suave”, literalmente en “la voz de un fino silencio” (1R 19,12), que expresaba la intimidad de una conversación.

Hacen falta tiempos de “silencio interior”, constata san Josemaría. Como dice la beata Madre Teresa de Calcuta, “Dios habla en el silencio del corazón. […] El fruto de ese silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. Y el fruto del servicio es la paz. Porque la paz proviene de quien siembra el amor transformándolo en acción”

Da paz buscar un cierto silencio en el trabajo, en la familia y en la sociedad. Según una bella tradición cristiana, se puede tender al silencio cuando empieza la tarde, en memoria de la pasión del Señor, y guardarlo durante la noche, para descansar en Él. Después de la muerte en la cruz vendrá el silencio del sepulcro, hasta la gloria de la resurrección. El gran silencio de los cartujos y de tantos religiosos acompaña y sostiene la oración de toda la Iglesia.

El silencio lleva a ser atento con los demás y refuerza la fraternidad. El Evangelio pide, como recuerda el papa Francisco, “un ejercicio perenne de empatía, de escucha del sufrimiento y de la esperanza del otro”. La ternura de Dios hace nuestro corazón sensible, cercano. Nos abre a los demás y descubrimos, en palabras de san Josemaría, “personas que necesitan ayuda, caridad y cariño”. En un tiempo donde parece que tenemos que llenar todo nuestro día de iniciativas, de actividades, de ruido, es bueno hacer silencio fuera y dentro de nosotros para poder escuchar la voz de Dios y la del prójimo.

Cada Adviento evoca la espera gozosa de la segunda venida del Señor. Cuando se abre el séptimo sello del Apocalipsis, se hace un silencio en el cielo (Ap 8, 1) que nos prepara al misterio trinitario. Calla el cielo porque reza, en humilde espera de la manifestación de Dios. Como dice el Pseudo-Dionisio, veneramos en respetuoso silencio lo inefable de Dios: adoramos

El Concilio Vaticano II recomienda en la santa liturgia el “silencio sagrado” ante Dios. Así, durante la celebración eucarística, señala Francisco, “los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él”. El Prelado del Opus Dei recuerda como los tiempos de silencio invitan a la asamblea reunida en la caridad a “escuchar las sugerencias íntimas” del Espíritu Santo

La ternura de Dios se manifiesta en los signos… Según una bella expresión de los Padres, aprendamos a leer esos «modos de ser» de Dios, que se nos revela en Jesucristo. Acompañemos el silencio de María y José. “Caía la tarde, con un silencio denso… Notaste muy viva la presencia de Dios… Y, con esa realidad, ¡qué paz!”.

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Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013, 88.

Cf. Ordenación general del Misal Romano, 313.

Cf. Jean Daniélou, Théologie du judéo-christianisme. Histoire des doctrines chrétiennes avant Nicée, 1, Desclée-Cerf, Paris 19912, p. 276.

Cf. Mario Righetti, Historia de la liturgia I, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1955, p. 206-207.

Cf. san Josemaría, Surco, 485; Es Cristo que pasa, 38; Amigos de Dios, 281, 284.

San Josemaría, Es Cristo que pasa, 72; cf. Surco, 485; cf. Via Crucis, 1, 4. Cf. Mt 26, 62.

San Josemaría, Forja, 799. Cf. Is 30, 15.

Benedicto XVI, Exhortación apostólica Verbum Domini, 30 de septiembre de 2010, 106.

Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 6.

San Josemaría, Surco, 179.

Cf. San Josemaría, Camino, 447, 645, 672;

Cf. San Josemaría, Surco 300, 530.

En hebreo, es la fórmula enigmática: “qol demama daqqa”, que Francisco glosa en su homilía en Santa Marta, cf. Osservatore Romano, 13 de diciembre de 2013, p. 8.

San Josemaría, Surco, 670.

Beata Teresa de Calcuta, Entrevista concedida en 1987 al periodista R. Farina, y publicada en el seminario italiano Il Sabato, cit. en J.L. Illanes, Tratado de Teología espiritual, EUNSA, Pamplona 2007, p. 394-395.

Francisco, Mensaje para la celebración de la XLVII Jornada Mundial de la Paz (1 de enero de 2014), 8 de diciembre de 2013, 10.

San Josemaría, Conversaciones, 96.

Cf. Pseudo-Dionisio, De divinis nominibus, c. I, n. 11, cit. en Fernando Ocáriz, Sobre Dios, la Iglesia y el mundo, Rialp, Madrid 2013, p. 70.

Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 30.

Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 143.

Javier Echevarría, Vivir la Santa Misa, Rialp, Madrid3, p. 70; cf. también p. 25, 106, 186. Cf. Ordenación general del Misal Romano, 45, 55-56. Cf. Benedicto XVI, Exhortación apostólica Verbum Domini, 66.

San Josemaría, Surco, 857.

Santos antepasados de Jesús: Adán, Abrahán, Jacob, David…

Son santos del Antiguo Testamento, a los que Dios halló justos porque se convirtieron y murieron en la fe

En el día anterior a la Navidad, el 24 de diciembre, la Iglesia celebra a los santos antepasados de Jesús.

En la Biblia se cita a Jesús como hijo (de la estirpe, del linaje) de David, hijo de Abrahán, hijo de Adán. Todos ellos son antecesores que no conocieron al Mesías pero murieron en la fe y en la esperanza de que vendría a salvar a su pueblo. Recibieron la gracia de la Redención al aplicárseles los méritos de Cristo Resucitado y están en el cielo.

En la basílica de la Sagrada Familia en Barcelona, la Fachada del Nacimiento presenta en el parteluz de la puerta principal la genealogía de Jesús.

Los nombres de la genealogía de Jesús, en la Sagrada Familia de Barcelona.

Genealogía de Jesús (del evangelio de san Lucas)

«Cuando comenzó su ministerio, Jesús tenía unos treinta años y se lo consideraba hijo de José. José era hijo de Elí;

Elí, hijo de Matat; Mata, hijo de Leví; Leví, hijo de Melquí; Melquí, hijo de Janai; Janai, hijo de José;

José, hijo de Matatías; Matatías, hijo de Amós; Amós, hijo de Naúm; Naúm, hijo de Eslí; Eslí, hijo de Nagai;

Nagai, hijo de Maat; Maat, hijo de Matatías; Matatías, hijo de Semein; Semein, hijo de Iosec; Iosec, hijo de Iodá;

Iodá, hijo de Joanán; Joanán, hijo de Resá; Resá, hijo de Zorobabel. Zorobabel era hijo de Salatiel; Salatiel, hijo de Nerí;

Nerí, hijo de Melquí; Melquí, hijo de Adí; Adí, hijo de Cosam; Cosam, hijo de Elmadam; Elmadam, hijo de Er;

Er, hijo de Jesús; Jesús, hijo de Eliezer; Eliezer, hijo de Jorím; Jorím, hijo de Matat; Matat, hijo de Leví;

Leví, hijo de Angel; Angel, hijo de Judá; Judá, hijo de José; José, hijo de Jonam; Jonam, hijo de Eliaquim;

Eliaquim, hijo de Meleá; Meleá, hijo de Mená; Mená, hijo de Matatá; Matatá, hijo de Natán; Natán, hijo de David.

David era hijo de Jesé; Jesé, hijo de Jobed; Jobed, hijo de Booz; Booz, hijo de Sela; Sela hijo de Naasón;

Naasón, hijo de Aminadab; Aminadab, hijo de Admín; Admín, hijo de Arní; Arní, hijo de Esrom; Esrom, hijo de Fares; Fares, hijo de Judá;

Judá, hijo de Jacob; Jacob, hijo de Isaac; Isaac, hijo de Abraham. Abraham era hijo de Tera; Tera, hijo de Najor;

Najor, hijo de Serúj; Serúj, hijo de Ragau; Ragau, hijo de Péleg; Péleg, hijo de Eber; Eber, hijo de Sela;

Sela, hijo de Cainán; Cainán, hijo de Arfaxad; Arfaxad, hijo de Sem. Sem era hijo de Noé; Noé, hijo de Lamec; Lamec, hijo de Matusalén; Matusalén, hijo de Henoc; Henoc, hijo de Jaret; Jaret, hijo de Malaleel; Malaleel, hijo de Cainán; Cainán, hijo de Enós; Enós, hijo de Set; Set, hijo de Adán; Adán, hijo de Dios. (Lc 3, 23-35)