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Exodo 17:3-7 / Romanos 5:1-2 / Juan 4:5-42

«¡Si supieras qué quiere darte Dios!», le decía Jesús a la samaritana. Es una frase que nos podemos hacer nuestra: “¡Si supiéramos qué nos quiere dar Dios!”… ¿Qué haríamos? Y, ¿cómo podemos hacerlo para saberlo? ¿Cómo saber qué es lo que Dios tiene reservado por nosotros? El evangelio de hoy nos mostraba el camino: podemos saberlo dialogando con Dios, como hoy hacía la samaritana con Jesús.

 

 

En el evangelio que nos acaba de ser proclamado, Jesús representaría a Dios. La samaritana podríamos ser cada uno de nosotros, o mejor dicho: sería una imagen de la Iglesia que está formada por muchas personas de muchos pueblos distintos que tienen sed, que buscan a Dios. La sed, por tanto, sería el deseo de Dios, la necesidad de tener fe. Y el pozo sería el lugar al que vamos cuando queremos apagar nuestro deseo, allí donde esperamos encontrar el agua que calme nuestro deseo. Y el agua finalmente sería lo que Dios tiene para darnos: su Espíritu Santo y su palabra que está viva, y que no deja de fluir para que bebamos tanto como queramos. Pero además de esta lectura, en el evangelio de hoy también encontramos una imagen concreta de Dios: es la imagen de un Dios que quiere encontrarse con nosotros, que se nos hace cercano. De un Dios que dialoga con la humanidad, sea con quien sea. De un Dios que pisa el terreno y no se desentiende de nuestras necesidades, aunque nos ha dado libertad y somos nosotros quienes decidimos si queremos acercarnos a él, o no.

Y este diálogo entre Dios y la humanidad que aconteció al borde del pozo al encontrarse a Jesús con la samaritana, nosotros lo hacemos aquí, en cada celebración. Cuando venimos a Misa estamos en ese pozo donde nos encontramos con Jesús que nos habla: nos habla a través de su palabra proclamada en la asamblea, nos da su Espíritu a través de los sacramentos, y se nos hace presente en el camino . También se nos hace presente en la misma asamblea porque nos habla también a través de otras personas. Su palabra es esa agua viva que Jesús explicó a la samaritana, esa agua que nunca ha dejado de correr aquí en la celebración atravesando los siglos, y nos permite dialogar con Dios, porque siempre hay algo que va por nosotros y nos interpela. Y a través de este diálogo podemos avanzar, caminar, crecer y transformarnos. «¡Si supieras qué quiere darte Dios!», decía Jesús a la samaritana. Lo que Dios nos quiere dar seguramente es demasiado grande incluso para imaginarlo. Pero nos preparamos a lo largo de toda la vida. Lo que Dios nos quiere dar en realidad es la plenitud que llegará un día cuando resucitamos, cuando entramos en su presencia y vivamos con él para siempre. Y mientras hacemos camino, cada año pasamos por la Cuaresma que nos da una oportunidad para revisar cómo vamos, oportunidad de reponer fuerzas y convertirnos de nuevo: de girarnos una vez más hacia aquél que quiere lo mejor para nosotros , que nos tiene preparada la mejor agua que nunca podamos beber.

 

Porque, al fin y al cabo, todos nosotros tenemos sed; toda la humanidad tiene. Y como los hebreos de la primera lectura, en el desierto de este mundo todos podemos tener la tentación de dudar de la presencia de Dios: «El Señor, ¿está con nosotros o no está?», decían. Pero al igual que cuando Jesús pide agua a la samaritana ya había hecho nacer en ella el don de la fe, el simple hecho de sentir necesidad de Dios nos indica que Dios también le ha hecho nacer en nosotros. La fe es nuestra respuesta al amor que Dios nos ha dirigido ya. Porque nunca debemos olvidar que Dios también tiene sed: tiene sed de nuestra fe; tiene sed de nuestra respuesta. Y para apagar nuestra sed —y la de Él, al final, donde debemos ir a parar es a poder hacer la misma afirmación que hicieron los samaritanos después de escuchar el testimonio de la mujer: «nosotros mismos la hemos sentido, y sabemos que éste es en serio el Salvador del mundo».

Si reconocemos a Jesús como aquél que ha venido para salvarnos, lo que Jesús nos dice cada domingo tendrá autoridad para nosotros y hará un efecto real en nuestras vidas. Si lo que creemos se transforma en nuestros actos seremos presencia de Dios en el mundo, sea cual sea el lugar que ocupamos. Y cuando hablemos, también dialogaremos con nuestros contemporáneos como Jesús lo hizo con la samaritana.

 

 

“Si supiéramos qué nos quiere dar Dios!”… ¿Qué haríamos?, empezábamos diciendo. Seguramente, nada especial: simplemente, servir a nuestro prójimo, ayudar a los que tenemos cerca, hablar con ellos buscando su bien… Haciéndolo, les haremos llegar el amor de Dios, nos convertiremos en una fuente de agua viva que brota siempre. Y podremos llegar a saber qué es lo que Dios nos quiere dar: de lo que nosotros damos, del amor con el que nosotros amamos, nos devolverá el cien por uno.

 

 

• Matthew 18:21-35

 

Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús relata una parábola que ilustra la misericordia de Dios. La palabra del latin misericordia se refiere a un sufrimiento del corazón, o compasión —cum patior (“sufrir con”).

Misericordia es lo mismo que los autores del Antiguo Testamento llamaban el hesed de Dios o la tierna misericordia. Es una característica principal de Dios, porque Dios es amor. El amor que proviene de la Trinidad desborda en el amor de Dios por el mundo que Él ha creado.

Pensemos en el amor de una madre por sus hijos. ¿Podemos imaginar que alguna vez una madre se vuelva indiferente hacia uno de sus hijos? Y, aunque ella lo olvide, el profeta Isaías nos dice, Dios nunca olvidará a los suyos. Consideremos que nada existiría si no hubiera sido querido por Dios. Pero Dios no necesita de nada; por tanto, sostener el universo es un acto de amor desinteresado y tierna misericordia.

No hay mayor manifestación de la misericordia divina que el perdón de los pecados. Cuando se le preguntó a G.K. Chesterton por qué se hizo católico, respondió: “Para que mis pecados sean perdonados”. Esta es la mayor gracia que la Iglesia puede ofrecer: la reconciliación, el restaurar la amistad divina, el perdón de nuestros pecados.

 

 

Matilde, Santa

Reina, 14 de marzo

Martirologio Romano: En Quedlinburg, Sajonia, Alemania, santa Matilde, esposa fidelísima del rey Enrique I, la cual, conspicua por la humildad y la paciencia, se dedicó a aliviar a los pobres y a fundar hospitales y monasterios. († 968)

Breve Biografía

Matilde era descendiente del célebre Widukind, capitán de los sajones en su larga lucha contra Carlomagno, como hija de Dietrich, conde de Westfalia y de Reinhild, vástago de la real casa de Dinamarca. Cuando la niña nació en el año 895, fue confiada al cuidado de su abuela paterna, la abadesa del convento de Erfut. Allí, sin apartarse mucho de su hogar, Matilde se educó y creció hasta convertirse en una jovencita que sobrepasaba a sus compañeras en belleza, piedad y ciencia, según se dice. A su debido tiempo se casó con Enrique, hijo del duque Otto de Sajonia, a quien llamaban «el cazador». El matrimonio fue excepcionalmente feliz y Matilde ejerció sobre su esposo una moderada, pero edificante influencia. Precisamente después del nacimiento de su primogénito, Otto, a los tres años de casados, Enrique sucedió a su padre en el ducado. Más o menos a principios del año 919, el rey Conrado murió sin dejar descendencia y el duque fue elevado al trono de Alemania. No cabe duda de que su experiencia de soldado valiente y hábil le resultó muy útil, puesto que su vida fue una lucha constante en la que triunfó muchas veces de manera notable.

El mismo Enrique y sus súbditos atribuyeron sus éxitos, tanto a las oraciones de la reina, como a sus propios esfuerzos. Esta seguía viviendo en la humildad que la había distinguido de niña. A sus cortesanos y a sus servidores, más les parecía una madre amorosa que su reina y señora; ninguno de los que acudieron a ella en demanda de ayuda quedó defraudado. Su esposo rara vez le pedía cuentas de sus limosnas o se mostraba irritado por sus prácticas piadosas, con la absoluta certeza de su bondad y confiando en ella plenamente. Después de veintitrés años de matrimonio, el rey Enrique murió de apoplejía, en 936. Cuando le avisaron que su esposo había muerto, la reina estaba en la iglesia y ahí se quedó, volcando su alma al pie del altar en una ferviente oración por él. En seguida pidió a un sacerdote que ofreciera el santo sacrificio de la misa por el eterno descanso del rey y, quitándose las joyas que llevaba, las dejó sobre el altar como prenda de que renunciaba, desde ese momento, a las pompas del mundo.

 

Habían tenido cinco hijos: Otto, más tarde emperador; Enrique el Pendenciero; San Bruno, posteriormente arzobispo de Colonia; Gerberga que se casó con Luis IV, rey de Francia y Hedwig, la madre de Hugo Capeto. A pesar de que el rey había manifestado su deseo de que su hijo mayor, Otto, le sucediera en el trono, Matilde favoreció a su hijo Enrique y persuadió a algunos nobles para que votaran por él; no obstante, Otto, resultó electo y coronado. Enrique no aceptó de buena gana renunciar a sus pretensiones y promovió una rebelión contra su hermano, pero fue derrotado y solicitó la paz. Otto lo perdonó y, por la intercesión de Matilde, le nombró duque de Baviera. La reina llevó desde entonces una vida de completo auto-sacrificio; sus joyas habían sido vendidas para ayudar a los pobres y era tan pródiga en sus dádivas, que dio motivo a críticas y censuras. Su hijo Otto la acusó de haber ocultado un tesoro y de mal gastar los ingresos de su corona; le exigió que rindiera cuentas de todo cuanto había gastado y envió espías a vigilar sus movimientos y registrar sus donativos.

Su sufrimiento más amargo fue descubrir que Enrique instigaba y ayudaba a su hermano en contra de ella. Lo sobrellevó todo con paciencia inquebrantable, haciendo notar, con un toque de patético humor, que por lo menos la consolaba ver que sus hijos estaban unidos, aunque sólo fuera para perseguirla. «Gustosamente soportaré todo lo que puedan hacerme, siempre que lo hagan sin pecar, si es que con ello se conservan unidos», solía decir, según se afirma.

Para darles gusto, Matilde renunció a su herencia en favor de sus hijos y se retiró a la residencia campestre donde había nacido. Pero poco tiempo después de su partida, el duque Enrique cayó enfermo y comenzaron a llover los desastres sobre el Estado. El sentimiento general era que tales desgracias se debían al trato que los príncipes habían dado a su madre; Edith, la esposa de Otto, lo convenció para que fuera a solicitar su perdón y le devolviera todo lo que le habían quitado. Sin que se lo pidieran, Matilde los perdonó y volvió a la corte, donde reanudó sus obras de misericordia. Pero no obstante que Enrique había cesado de importunarla, su conducta continuó causándole gran aflicción. El nuevamente se volvió contra Otto y, posteriormente castigó una insurrección de sus propios súbditos en Baviera con increíble crueldad; ni aun los obispos escaparon a su cólera.

En 955, cuando Matilde lo vio por última vez, le profetizó su próxima muerte y lo instó a arrepentirse, antes de que fuera demasiado tarde. En efecto, al poco tiempo, murió Enrique y la noticia causó un dolor muy profundo en la reina.

Emprendió la construcción de un convento en Nordhausen; hizo otras fundaciones en Quedlinburg, en Engern y también en Poehlen, donde estableció un monasterio para hombres. Es evidente que Otto jamás volvió a resentirse porque su madre gastara los ingresos en obras religiosas, pues cuando él fue a Roma para ser coronado emperador, dejó el reino a cargo de Matilde.

La última vez que Matilde tomó parte en una reunión familiar fue en Colonia, en la Pascua de 965, cuando estuvieron con ella el emperador Otto «el Magno», sus otros hijos y nietos. Después de esta reaparición, prácticamente se retiró del mundo, pasando su tiempo en una y otra de sus fundaciones, especialmente en Nodhausen. Cuando se disponía a tratar ciertos asuntos urgentes que la reclamaban en Quedlinburg, se agravó una fiebre que había venido sufriendo por algún tiempo y comprendió que pronto iba a llegar su último momento. Envió a buscar a Richburg, la doncella que la había ayudado en sus caridades y que era abadesa en Nordhausen. Según la tradición, la reina procedió a hacer una escritura de donación para todo lo que hubiera en su habitación, hasta que no quedó nada más que el lienzo de su sudario. «Den eso al obispo Guillermo de Mainz (que era su nieto). El lo necesitará primero que yo». En efecto, el obispo murió repentinamente, doce días antes de que ocurriera el deceso de su abuela, acaecido el 14 de marzo de 968. El cuerpo de Matilde fue sepultado junto con el de su esposo, en Quedlinburg, donde se la venera como santa desde el momento de su muerte.

 

 

Hacer del Amor una realidad

Santo Evangelio según san Mateo 18, 21-35.

Martes III de Cuaresma

Por: Adrián Olvera, LC | Fuente: somosrc.mx

 

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.

¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

Señor, dame la gracia de hacer una experiencia…, una experiencia real de tu amor.

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Mateo 18, 21-35

En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contestó: “No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”. Entonces Jesús les dijo: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos millones. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba, diciendo: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda. Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: ‘Págame lo que me debes’. El compañero se le arrodilló y le rogaba: ‘Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo’. Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda. Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contar al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ‘Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?’ Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía. Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

Palabra del Señor

 

 

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio

El ejemplo de Cristo no simplemente es algo que debemos admirar, que debemos contemplar o que debemos conocer. Su ejemplo no es como una pintura, un libro o una canción que, por su hermosura, por su originalidad o su musicalidad nos hace decir: ¡Qué hermoso…! ¡Qué interesante!

Es verdad que debemos hacer todas estas cosas, admirarlo, contemplarlo, conocerlo; pero si hay un verdadero encuentro con Aquél que admiramos, con Aquél que contemplamos, con Aquél que conocemos, vamos a querer plasmar todo aquello de lo que hemos sido testigos en nuestra vida.

Admirar su paciencia es saber que Dios es paciente con cada uno de nosotros. Contemplar su misericordia es experimentar que Dios nos perdona. Conocer su amor es sabernos amado por Él.

 

Todo inicia con un verdadero encuentro. No con la imagen de Dios, o con la idea que tenemos de Él pues, cuando es así, el ser paciente o el perdonar depende de la mayor o menor intensidad de la imagen que tengamos de Él. Sin embargo, cuando verdaderamente hemos tenido un encuentro con su Amor, con su paciencia y misericordia; cuando hemos sido nosotros los que hemos sido perdonados, los que han sido amado, es ahí cuando nos damos cuenta que no simplemente podemos decir: ¡Qué interesante! Nos sentimos llamados a hacer de ese amor una realidad.

«Como el rey de la parábola, Dios se apiada, prueba un sentimiento de piedad junto con el de la ternura: es una expresión para indicar su misericordia para con nosotros. Nuestro Padre se apiada siempre cuando estamos arrepentidos, y nos manda a casa con el corazón tranquilo y sereno, diciéndonos que nos ha liberado y perdonado todo. El perdón de Dios no conoce límites; va más allá de nuestra imaginación y alcanza a quien reconoce, en el íntimo del corazón, haberse equivocado y quiere volver a él. Dios mira el corazón que pide ser perdonado. El problema, desgraciadamente, surge cuando nosotros nos ponemos a confrontarnos con nuestro hermano que nos ha hecho una pequeña injusticia». (Homilía de S.S. Francisco, 4 de agosto de 2016).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Poner especial atención a los signos de amor de Dios en este día.

 

 

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!

¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.

Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Amén.

 

 

Por mis 10 años como Papa, regálenme la paz

Los medios de comunicación vaticanos presentan «Popecast».

 

 

«La primera palabra que me viene es que parece que fue ayer…».

Santa Marta, a última hora de la tarde. No es una entrevista, ya hay tantas sobre este acontecimiento. Son pensamientos que atan el hilo de un intenso periodo eclesial, su pontificado. Diez años: vividos en «tensión», dice, en un tiempo que es más grande que el espacio y en el que se han sucedido encuentros, viajes, rostros.

Francisco espera de pie en la puerta, agarrado a su bastón. Como siempre… Sonríe al micrófono con el logotipo de los medios de comunicación vaticanos y pregunta: «¿Un podcast? ¿Qué es?» «Qué bien, hagámoslo», es la reacción tras la explicación. Después, la pregunta: “¿Qué siente que está compartiendo con el mundo con motivo de este hito para su vida y su ministerio?”.

“El tiempo es presuroso, no sé si se dice pressuroso o pressante en italiano, tiene prisa. Y cuando quieres agarrar el hoy, ya es ayer. Y si quieres coger el mañana, todavía no ha llegado. Y te quedas en esta tensión de un hoy que es ayer y no mañana. Vivir así es algo nuevo. Estos diez años creo que han sido así… hoy pensando en mis diez años: sí, sí, pero es este estado, ¡vamos! Una tensión, vivir en tensión”.

De las miles de audiencias, los cientos de visitas a diócesis y parroquias, y los cuarenta viajes apostólicos a todos los rincones del planeta, el Papa guarda un recuerdo preciso en su corazón. Lo identifica como «el momento más hermoso»: «El encuentro en la Plaza de San Pedro con los ancianos», la audiencia, es decir, con los abuelos de todo el mundo el 28 de septiembre de 2014.

 

 

“Los ancianos son sabiduría y me ayudan mucho. Yo también soy viejo, ¿no? Pero los ancianos son como el buen vino que tiene esa historia añeja. Los encuentros con ancianos me renuevan y me rejuvenecen, no sé por qué… Son momentos hermosos, preciosos”.

Sin embargo, ha habido varios momentos dolorosos, y todos relacionados con el horror de la guerra. Primero las visitas a los cementerios militares de Redipuglia y Anzio, la conmemoración del desembarco de Normandía, luego la vigilia para evitar la guerra en Siria y ahora la barbarie que se vive desde hace más de un año en Ucrania. “Detrás de las guerras está la industria armamentística, esto es diabólico”, dice Francisco.

 

 

‘No esperaba que él, un obispo venido del fin del mundo, fuera el Papa que dirigiera la Iglesia universal en tiempos de la Tercera Guerra Mundial. Pensaba que lo de Siria era algo singular, luego vinieron los demás’.

“Me duele ver a los muertos, jóvenes -sean rusos o ucranianos, me da igual- que no vuelven. Es duro”.

Jorge Mario Bergoglio no tiene dudas, por tanto, sobre qué pedir al mundo como regalo para este importante aniversario:

«Paz, necesitamos paz».

 

 

Luego, comparte tres palabras que corresponden a los “tres sueños” del Papa para la Iglesia, para el mundo y para los que gobiernan el mundo, para la humanidad.

“Tres palabras: fraternidad, llanto, sonrisa… Fraternidad humana, todos somos hermanos, reconstruir la fraternidad. Aprender a no tener miedo de llorar y sonreír: cuando una persona tiene miedo de llorar y sonreír, es una persona que tiene los pies en el suelo y la mirada en el horizonte del futuro. Si uno se olvida de llorar, algo va mal. Y si uno se olvida de sonreír, es aún peor”.

 

 

Matilde: La reina que se convirtió en santa

Utilizó siempre sus riquezas para apoyar a los mas pobres y fundar iglesias y conventos

 

 

Matilde de Ringelheim era hija del duque de Westfalia y Reinhild (actual Alemania). De pequeña la llevaron a vivir con su abuela, quien era abadesa del monasterio de Erfurt tras haber enviudado.

Allí, las monjas se encargaron de su educación y Matilde adquirió grandes virtudes cristianas.

Cuenta la leyenda que, tras un día de cacería, el duque de Sajonia, Enrique I, entró a la abadía a rezar y quedó maravillado con la belleza de Matilde.

Pidió su mano en matrimonio y, tras la boda, se enamoró aún más de ella por las cualidades de su alma. Era una mujer de gran bondad, piedad y humildad.

La corona de Matilde

En el año 918, escogieron a su esposo para suceder al rey de Francia Orientalis, Conrado I.

Fue así como Enrique I se convirtió en el primer rey alemán de la dinastía sajona y Matilde en su reina.

 

 

Sin embargo, ella no se dejó deslumbrar por las riquezas de la corona ni dejó sus modos humildes y piadosos de vivir; al contrario, vio en su posición una oportunidad para ayudar a más gente y ser más generosa.

Como una madre para los necesitados

Mientras su marido peleaba por defender su patria de los ejércitos extranjeros, Matilde se dedicó a visitar y brindar consuelo a los enfermos y heridos.

Les habló de Dios a los pueblos paganos de los alrededores, repartió limosna a los pobres (y el rey jamás le pidió rendirle cuenta de sus gastos porque confiaba plenamente en ella y más bien se maravillaba con su obra), visitaba a los prisioneros (pagaba las deudas de los que estaban presos por eso para dejarles en libertad) y se aseguraba de que cualquier persona que fuera al palacio real en búsqueda de ayuda fuera atendida.

Más que una monarca, era como una madre protectora. Incluso Enrique I pensaba que muchas de sus victorias eran gracias a los rezos y consejos de su amada Matilde.

 

 

Tras 23 años de feliz matrimonio, el rey murió, y Matilde ofreció a Dios desprenderse de todas sus joyas por el alma de su esposo. A lo largo de su vida sólo las utilizó para fundar conventos y repartir ayuda a los pobres.

Problemas en la familia

Pero no todo fue color de rosa. Matilde tuvo cinco hijos con su esposo (Otón, emperador de Alemania; Enrique, duque de Baviera; San Bruno, arzobispo de Baviera; Gernerga, esposa de un gobernante; y Eduvigis, madre de rey francés Hugo Capeto).

Y cuando Otón asumió el trono y fue proclamado emperador por ser el mayor, expulsó a Matilde del palacio.

Porque creía que ella prefería a Enrique, que se había rebelado porque decía que era él quien mercería ser el rey, al ser el primer hijo varón que había nacido cuando su padre ya era monarca.

Matilde se fue a vivir a un convento, donde no paró de rezar por la reconciliación de sus dos hijos.
Los hermanos finalmente resolvieron sus diferencias (es allí cuando a Enrique lo nombran duque de Baviera).

Pero entonces humillaron a su madre, porque no creían que ella había repartido sus riquezas a los pobres como decía, sino que pensaban que se las había quedado para su disfrute personal.

«Es verdad que se unieron contra mí, pero por lo menos se unieron«, bromeaba Matilde incluso en esos momentos difíciles.

Pero tanto a Otón como a Enrique les empezó a ir muy mal. Y en el reino lo atribuyeron a la forma en que habían tratado a la reina madre, y a su avaricia.

Reina venerada

Ambos le pidieron perdón a Matilde y ella regresó feliz al palacio. Otón le permitió volver a repartir limosna como lo hacía cuando ella era reina, porque se dio cuenta de que Dios lo retribuía siempre con más bendiciones.

Él comenzó a gobernar como lo habían hecho sus padres: haciendo justicia, amparando a la Iglesia, protegiendo a los sabios y ayudando a los más necesitados.

Y Matilde fundó muchísimas iglesias y conventos. Por eso muchas veces se la representa con una edificación en una de sus manos.

 

 

Finalmente, decidió retirarse sus últimos años al convento de San Servacio y San Dionisio en Quedlinburg (hoy en día de la iglesia luterana tras la Reforma).

Ese lugar lo había fundado Otón a petición de Matilde, para consagrarlo a la memoria de su esposo.

Falleció el 14 de marzo del año 968 y fue sepultada allí junto a él.

Matilde fue venerada como santa poco tiempo después de su muerte. Muchos la consideran la más completa, la más cristiana y la más virtuosa reina de su siglo.

Por su historia de vida, muchos le piden su intercesión cuando tienen algún problema en su matrimonio o disputas familiares, cuando son acusados injustamente y por los pobres.

 

 

 

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