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Margarita María Alacoque, mensajera del Sagrado Corazón de Jesús

 

A ella debemos la devoción universal al Sagrado Corazón de Jesús. Se origina en sus visiones, de las que obtuvo la gracia en el siglo XVII en Paray-le-Monial, Francia. Una mirada retrospectiva a la historia de esta santa excepcional y a los mensajes que recibió de Jesús mismo.

Margarita Alacoque fue una joven piadosa nacida en 1647 de Verosvres, distrito de Charolais, Francia.

Desde muy joven, prometió consagrar su pureza a la Santísima Virgen.

Un día, al caer gravemente enferma, mantuvo este voto rezando a la madre de Dios para que la sanara y así poderse poner el hábito de religiosa.

Esto mismo hizo cuando entró en el monasterio de la Visitación de Santa María de Paray-le-Monial en 1671. Aquí es donde su vida de joven devota se vería trastornada: iba a convertirse en mensajera de Cristo.

¿Qué mensaje recibe?

En 1673, el Sagrado Corazón de Jesús se le apareció por primera vez. Tuvo el gran privilegio de contemplarlo tres veces más.

Solo se cuentan tres “grandes apariciones” con los tres mensajes que se dieron en esta ocasión:

1ª aparición: Jesús, conservando a Margarita María durante largos momentos contra su pecho, le hizo descubrir “las maravillas de Su amor”. Sumergiendo el corazón de Margarita María en el Suyo propio, encendió en ella la ardiente pasión de la caridad hacia las almas que salvar.

2ª aparición: Jesús se le apareció, ardiente como un sol, llorando la ingratitud de los hombres tras los dolores sufridos por ellos. Entonces pidió dos actos de reparación hacia su divino Corazón: la comunión cada primer viernes de mes, y la hora de adoración cada jueves por la tarde, en memoria de su agonía en el Getsemaní.

3ª aparición: los mismos dolores que se evocaron durante la segunda aparición:

 

“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombre y que no ha ahorrado nada hasta el extremo de agotarse y consumirse para testimoniarles su amor. Y, en compensación, solo recibe, de la mayoría de ellos, ingratitudes por medio de sus irreverencias y sacrilegios, así como por las frialdades y menosprecios que tienen para conmigo en este Sacramento de amor. Pero lo que más me duele es que se porten así los corazones que se me han consagrado”.

Jesús pide entonces instaurar una fiesta para su Sagrado Corazón, algo que extendió Pío IX por toda la Iglesia católica, en 1856.

Esta festividad tiene por objetivo reparar las ofensas cometidas contra la santa Eucaristía y el Sagrado Corazón.

Las promesas de Jesús

A quienes sigan estas recomendaciones y esta devoción de los jueves y del primer viernes del mes, Jesús promete muchas gracias:

1. Les daré todas las gracias necesarias en su estado.
2. Llevaré la paz a sus familias.
3. Los consolaré en todas sus penas.
4. Seré su refugio asegurado durante toda su vida y especialmente en la muerte.
5. Derramaré abundantes bendiciones sobre todas sus iniciativas.
6. Los pecadores encontrarán en mi Corazón la fuente y el océano infinito de misericordia.
7. Las almas tibias se volverán fervientes.
8. Las almas fervientes se elevarán a una gran perfección.
9. Incluso bendeciré las casas donde la imagen de mi Corazón se exhiba y se honre.
10. Daré a los sacerdotes el talento para conmover los corazones más endurecidos.
11. Las personas que propaguen esta devoción tendrán sus nombres escritos en mi Corazón y nunca serán borrados.
12. Os prometo, en el exceso de la misericordia de mi Corazón, que mi amor todopoderoso concederá a todos quienes reciban la comunión el primer viernes, y nueve veces más, la gracia de la penitencia final, que no morirán en mi desgracia ni sin recibir los sacramentos, y que mi Corazón será su refugio seguro.

 

 

El segundo libro más famoso del Antiguo Testamento se ocupa principalmente de la forma en que Dios da forma a su pueblo para que se convierta en un faro radiante, una ciudad situada en una colina. En la lectura bíblica, Israel es elegido, pero nunca por su propio bien, sino por el de todas las naciones del mundo.

Diría que esta formación se lleva a cabo en tres etapas principales: primero, Dios enseña a Israel a confiar en su poder; en segundo lugar, le da a Israel una ley moral; y tercero, instruye a su pueblo en la santidad a través de la alabanza justa. La lección de confianza ocurre, por supuesto, a través del gran acto de liberación de Dios. Los esclavos totalmente impotentes encuentran la libertad, no confiando en sus propios recursos, sino en la intervención gratuita de Dios. La instrucción moral tiene lugar a través de los Diez Mandamientos y su correspondiente legislación. Por último, la formación en la santidad se realiza mediante la sumisión a un elaborado conjunto de leyes litúrgicas y ceremoniales. Es este último movimiento el que quizás nos parezca hoy más peculiar, pero que tiene, sostengo, una resonancia particular en nuestro extraño período del COVID.

Que la educación en la religión implica la instrucción moral probablemente parece evidente para la mayoría de nosotros. Y esto es porque somos, a tontas y a locas, kantianos. En el siglo XVIII, el filósofo Immanuel Kant sostuvo que toda la religión es reducible a la ética. Kant argumentaba que en definitiva el fin de lo religioso es hacernos más justos, amorosos, amables y compasivos. En el lenguaje contemporáneo, el kantismo en la religión suena así: “Mientras seas una buena persona, no importa lo que creas o cómo des culto”.

Ahora, no hay duda de que el libro del Éxodo y la Biblia en general están de acuerdo en que la moralidad es esencial para la formación adecuada del pueblo de Dios. Aquellos que buscan seguir al Señor, que es justicia y amor, deben ser conformados a la justicia y el amor. Y es precisamente por eso que encontramos, en la gran alianza del Sinaí, órdenes de no robar, no cometer adulterio, no codiciar, no matar, etc. Hasta ahora, muy kantiano.

Pero lo que probablemente sorprenda a la mayoría de los lectores contemporáneos del libro del Éxodo es que, inmediatamente después de la exposición de los mandamientos morales, el autor pasa prácticamente el resto del texto, los capítulos 25 a 40, delineando las prescripciones litúrgicas que el pueblo debe seguir. Así que, por ejemplo, encontramos una larga sección sobre la construcción del arca de la alianza: “Harás un arca de madera de acacia: ciento veinticinco centímetros de largo por setenta y cinco de ancho y setenta y cinco de alto. La revestirás de oro puro por dentro y por fuera, y alrededor le aplicarás un listón de oro”. Y como adorno en la parte superior del arca, “Harás dos querubines cincelados en oro… Estarán uno frente a otro, mirando al centro de la tapa… cada uno arrancará de un extremo de la tapa, y la cubrirán con las alas extendidas hacia arriba”. A continuación, encontramos instrucciones sobre el elaborado mobiliario dentro del tabernáculo, incluyendo un candelabro, una mesa para los llamados “panes presentados”, pilares y varias colgaduras. Por último, una enorme cantidad de espacio se dedica a la descripción de las vestimentas que deben usar los sacerdotes de Israel. Aquí hay sólo una muestra: “Ornamentos que confeccionarán: efod, pectoral, manto, túnica bordada, turbante y faja. Los ornamentos… se confeccionarán en oro, púrpura violácea, roja y escarlata y lino”.

 

No se da ninguna indicación de que las prescripciones morales sean de alguna manera más importantes que las litúrgicas. En todo caso, parece que ocurre lo contrario, ya que al Éxodo le sigue inmediatamente el libro del Levítico, que consta de veintiocho capítulos de leyes alimentarias y litúrgicas. Entonces, ¿qué vamos a hacer los post-kantianos con esto? En primer lugar, debemos observar que los autores bíblicos no piensan ni por un momento que Dios requiere de alguna manera la rectitud litúrgica, como si la corrección de nuestro culto añadiera algo a su perfección o satisficiera alguna necesidad psicológica suya. Si tienen alguna duda al respecto, recomiendo la lectura atenta del primer capítulo del profeta Isaías y el salmo 50. Dios no necesita el arca y el tabernáculo y las vestiduras sacerdotales y el culto regular, pero nosotros sí. A través de los gestos y símbolos de su alabanza litúrgica, Israel se pone en línea con Dios, se ordena a él. La ley moral dirige nuestras voluntades a la bondad divina, pero la ley litúrgica dirige nuestras mentes, nuestros corazones, nuestras emociones, y sí, incluso nuestros cuerpos, al esplendor divino. Observen cuán minuciosamente las instrucciones ceremoniales del Éxodo involucran el color, el sonido y el olor (hay mucho sobre el incienso), y cómo conducen a la producción de belleza.

He dicho antes que el énfasis del Éxodo en lo litúrgico y ceremonial tiene una profunda relevancia en nuestro tiempo, y aquí está el porqué. Por muy buenas razones, nos abstuvimos completamente del culto público, e incluso ahora nuestra capacidad de dar culto juntos es muy limitada. En la mayoría de las diócesis de nuestro país, la obligación de asistir a la misa dominical está —de nuevo por razones válidas— suspendida. Mi temor es que cuando llegue el momento propicio, cuando podamos volver a la misa, muchos católicos se mantengan alejados, ya que se han acostumbrado a ausentarse del culto. Y mi preocupación toma una forma más específicamente kantiana: Muchos católicos se dirán a sí mismos: “Sabes, mientras sea básicamente una buena persona, ¿de qué sirve todo este culto formal a Dios?”.

 

 

¿Puedo recomendarles que saquen su Biblia, la abran en el libro del Éxodo, especialmente los capítulos 25 a 40, y consideren cuán crucialmente importante para Dios es el culto correcto ofrecido por su pueblo santo? La liturgia siempre ha importado. Las vestiduras de la Misa, los gestos rituales, los olores y las campanas, las canciones y el silencio, siguen siendo importantes. ¿No es suficiente con que seas una buena persona? No quiero exagerar en nada: no.

 

 

Luke 11:37-41

Amigos, en el Evangelio de hoy Jesús afirma el valor de la limosna: “Den más bien como limosna lo que tienen y todo será puro”.

 

 

La limosna es valiosa porque todos somos miembros del Cuerpo Místico —estamos involucrados en cada uno. Nunca puedo decir que tu sufrimiento no es mío o que tu necesidad no es mía. Todos estamos involucrados el uno con el otro. Somos responsables unos de otros y dar limosna es una forma muy concreta de reconocerlo. Cuando compartimos regalos o caridad con los necesitados, reconocemos el hecho de que en esto no estamos solos, que las cosas que poseemos están destinadas a otros. La limosna también está ligada a las obras de misericordia corporales y espirituales, que todo católico está obligado a practicar todos los días.

 

Numerosos maestros espirituales han sido testigos de que la fe en Dios se fortalece no tanto por esfuerzo intelectual como por acciones morales. Cuando un hombre le preguntó al poeta jesuita inglés Gerard Manley Hopkins qué debía hacer para creer, Hopkins respondió: “Da limosna”. En la medida que ames a través de actos tangibles llegarás a creer más profundamente y a entablar una amistad más plena con Dios.

La hipocresía es el lenguaje del diablo, es el lenguaje del mal que entra en nuestro corazón y se acerca al diablo. Lenguaje hipócrita, no diré que sea normal, pero es común, es cotidiano. La apariencia de un modo y el verdadero ser de otro. En la lucha por el poder, por ejemplo, la envidia y los celos te hacen aparecer con una forma de ser y de dentro está el veneno para matar porque la hipocresía siempre mata, siempre, tarde o temprano mata. Debemos aprender a acusarnos: «Hice esto, pienso así, malvadamente… tengo envidia, quisiera destruir eso…», lo que es interno, nuestro, y decírnoslo a nosotros mismos, ante Dios. Este es un ejercicio espiritual no común, no habitual, pero sabemos qué hacer: nos acusaremos, veremos en el pecado, en la hipocresía, en la maldad que hay en nuestro corazón. Porque el diablo siembra el mal y dice al Señor: «¡Pero mira, Señor, ¡cómo estoy!», y lo dice con humildad. (Santa Marta, 15 de octubre de 2019)

 

 

Ignacio de Antioquía, Santo

Obispo y Mártir, 17 de octubre
Por: Germán Sánchez // Isabel Orellana Vilches |
Fuente: Catholic.net // Zenit.org




Martirologio Romano: Memoria de san Ignacio, obispo y mártir, discípulo del apóstol san Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, que en tiempo del emperador Trajano fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como víctima por Cristo. († c.107)

Breve Biografía


Las puertas se abren lentamente. Cuerpos como fantasmas caminan en la arena. Entornan los ojos que acostumbrados a vivir en las sombras de las mazmorras, reciben de golpe la luz del sol.

El clamor de la multitud termina por despertarlos. Avanzan sin rumbo fijo, algunos cogidos de las manos, otros solos y tristes con los ojos reflejando pavor y desconcierto. Suenan las trompetas. Ruidos de cadenas se oyen por todas partes y del centro de la tierra emergen fieras sedientas de sangre: panteras, leones africanos, hienas. ¡La fiesta ha comenzado! Es el Circo Máximo que ofrece a los romanos el espectáculo de ver morir a cientos, quizás miles de cristianos, testigos de su fe en Cristo. Son los tiempos del emperador Trajano, allá por los años 98 a 117 de nuestra era en donde ser cristiano implicaba dar la propia vida.



 

Charcos de sangre inundan el lugar, miembros despedazados y descuartizados por todas partes, algún quejido lastimero y doliente de alguno que ha sobrevivido. La noche ha llegado y cobija los pinos y cipreses de las colinas romanas. Y entre los lamentos y quejidos se oyen vibrar las palabras de un anciano, muerto y despedazado por un león. Son palabras que han quedado grabadas en los corazones de sus fieles, allá en la lejana Antioquia. Es Ignacio, el segundo sucesor de Pedro como obispo de Antioquia. «Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera… dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios.»

«Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie […].

Si no quieren atacarme, yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo […]. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aún cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir». Son palabras de la epístola que este apasionado y valeroso atleta de Cristo, Padre Apostólico, discípulo de los apóstoles san Juan y san Pablo, sospechando el glorioso fin que le aguardaba, dirigió a los cristianos de Roma. Y ciertamente fue condenado por el emperador Trajano a morir en el circo bajo las fauces de las fieras.

 

Ignacio de Antioquia sabía que la verdadera vida, era aquella que le esperaba después de la muerte, en donde podría contemplar cara a cara el rostro de Cristo, «dejad que pueda contemplar la luz». Él sabía que para llegar a contemplar esa luz era necesario ser testigo de la luz en este mundo sin importar las pruebas y los sufrimientos que fueran necesarios. Pruebas y sufrimientos que llevó dignamente pues los soldados no tuvieron piedad de él durante su largo y penoso viaje de Antioquia a Roma. Pruebas y sufrimiento que cristalizaron con el derramamiento de su sangre y al que él veía como algo necesario: «soy trigo de Cristo, deberé ser triturado por los dientes de las bestias para convertirme en pan puro y santo».

Su vida

Los datos conocidos de su vida arrancan del momento en que los apóstoles Pedro y Pablo lo designaron sucesor de Evodio (que dejó este mundo hacia el año 69 d.C.) para ocupar como obispo la sede de Antioquia.

Ésta era entonces una ciudad populosa, de gran importancia dentro del Imperio Romano, mosaico de creencias y vía de paso de gran atractivo para muchas personas. Los que se fueron afincando, en su mayoría procedentes de diversos puntos, habían dejado allí su impronta. Greco-paganos, judeocristianos helenistas, judíos ortodoxos, entre otros, junto a la nutrida comunidad cristiana conformaban el paisaje social de este núcleo gordiano «de las Iglesias de la gentilidad», con el que tuvo que lidiar san Ignacio.

Y no le resultó fácil, como se percibe en sus ímprobos esfuerzos y llamamientos a la unidad.

Fue un pastor excepcional. Transmitió con fidelidad la doctrina heredada de los primeros apóstoles y defendió bravamente la fe contra herejías como el docetismo. En las siete epístolas que dirigió a las distintas Iglesias (algunas redactadas mientras viajaba para ser martirizado), no dejó de exhortar a los cristianos a dar la vida por Cristo, a ser fieles a las enseñanzas recibidas, a mantenerse firmes frente a los que pretendían socavarlas, así como a vivir la caridad y unidad entre todos.

 

 

Cuando supieron que había sido hecho prisionero y viajaba para ser ajusticiado, como tantos mártires, iban saliéndole al encuentro (entre otros, san Policarpo); él los bendecía con paternal ternura, orando por ellos y por la Iglesia. Eusebio de Cesarea, al historiar ese momento, haciéndose eco del discurrir de Ignacio, puso de manifiesto el ardor apostólico del santo que no perdía ocasión para dar a conocer a Cristo. En las ciudades que atravesó se ocupó de fortalecer a los fieles recordándoles el mensaje evangélico, animándoles a vivir la santidad. Tras de sí dejaba la huella de la unidad entre las Iglesias, después de haber alertado contra las herejías que irrumpían con fuerza buscando la confusión y la ruptura con el magisterio eclesial que de ellas se deriva.



Particularmente relevante fue su paso por Esmirna, sede de san Policarpo, que había bebido las fuentes primigenias del cristianismo de manos de san Juan. El edificante y rico legado de san Ignacio que amasó en ese lugar, además de las bendiciones que su presencia proporcionó a los cristianos de la ciudad, ha llegado a nuestros días. Se compone de una serie de cartas dirigidas a sus hermanos de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma, a través de las cuales dejaba oír la poderosa voz de la fe que inundaba sus entrañas. A la comunidad romana le había dicho: «Trigo soy de Dios, molido por los dientes de las fieras, y convertido en pan puro de Cristo». No finalizó con estas misivas su encendida catequesis. En Tróada, su siguiente escala, escribió a la comunidad de Filadelfia, a la de Esmirna, y a Policarpo. En estos textos vivos, pujantes de gozo –porque sabía que iba camino de su martirio y ansiaba derramar su sangre por Cristo, ya que de este modo se abrazaría a Él por toda la eternidad–, se percibe cuánto le urgía dejar bien sentadas las bases de la comunión apostólica, recordando las claves del seguimiento, coronadas siempre por la caridad.



 


La lucha, el esfuerzo, la entrega incesante, la fraternidad, el espíritu de familia, el ir todos a una, y ponerse a merced unos de otros, siempre mirando a quien presidía la comunidad, sin celos, rivalidades y envidias, alumbraron a los fieles a quienes las dirigió y a las sucesivas generaciones. El potente eco de su voz se abre paso en nuestras vidas y nos insta a seguir el camino hasta el fin, recordándonos el valor de la gracia que recibimos cuando nos afiliamos a la Iglesia: «¡Vuestro bautismo ha de permanecer como vuestra armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la paciencia como un arsenal de todas las armas!».

El 20 de diciembre del año 107, aunque este extremo no está confirmado, compareció ante el prefecto. Fue un trámite fugaz, inútil, ya que todo estaba decidido de antemano, y sin dilación fue conducido al anfiteatro Flavio. Allí unos leones dieron fin a su vida. Las Actas de los mártires reflejan este cruento sacrificio del gran prelado de Antioquia, cuyo sobrenombre de «Theophoros» (portador de Dios) sintetiza el acontecer de ese testigo de Cristo que derramó su sangre por Él. Había sido el primero en denominar «católica» a la Iglesia, en utilizar la palabra «Eucaristía» refiriéndose al Santísimo Sacramento, y en escribir sobre el parto virginal de María. Ha dejado obras excepcionales mostrando que la doctrina eclesial procede de Cristo por medio de los apóstoles. Sus restos fueron llevados a Antioquia.




El martirio de hoy

Un martirio nada lejano a nosotros en los que hoy en día se nos pide a los católicos ser mártires incruentos, es decir mártires que no derraman su sangre física, sino la sangre de la fidelidad a los mandamientos de la Iglesia. Es el martirio de la vida diaria, de los que como Ignacio proclaman con su ejemplo cotidiano que «no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien». De aquellos que aman tanto a Cristo y a la Iglesia «que respetan sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves y prefieren la propia muerte antes de traicionar esos mandamientos». (Cfr. Veritatis Splendor n. 90-91)



 

Son los mártires que en silencio saben ser católicos hasta las últimas consecuencias:

la esposa que ante el «horror» de comunicar al marido que ha quedado embarazada nuevamente en circunstancias económicas desfavorables, saber ser valiente y consecuente con su realidad de católica y nunca piensa en el aborto como la medida «más fácil y segura» para no tener problemas con el marido. Jóvenes que llevan una vida impecable de castidad y pureza, guardando sus cuerpos limpios hasta el matrimonio, «sufriendo» el martirio de la presión avasallante de los medios de comunicación y los amigos que invitan al sexo como a una diversión y pasatiempo «seguros, sin consecuencias graves».

Hombres de empresa y obreros que ante la posibilidad de hacer un negocio «no tan limpio» o «hacerle una pequeña trampa al patrón» prefieren seguir con orgullo y con la frente en alto aquel mandamiento que para muchos es viejo y anticuado: «no matarás». Y así tenemos un ejemplo, una fila interminable de mártires del siglo XXI que se presentan todos los días como san Ignacio de Antioquía, ante las nuevas fieras del Circo Máximo y que escuchan también todos los días, las palabras que escuchó san Ignacio con el último rugido del león: «Venid a mí, bendito de mi Padre… hoy estarás conmigo en el Paraíso».

 

 


La limosna del interior enternece el corazón

Santo Evangelio según San Lucas 11, 37-41.

 

 

Martes XXVIII del Tiempo Ordinario.







En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Cristo, Rey nuestro.
¡Venga tu Reino!


Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)



 

Quiero abrirte las puertas de mi corazón de par en par. ¿Qué puedo hacer si Tú no vienes a mi casa? Necesito que el perfume de tu amor llene toda mi vida. Tú eres el único que puede dar un sentido a mi vida y en ti quiero vivir. ¡Cuántas veces como el hijo pródigo me he marchado! Y me doy cuenta que la vida contigo no es fácil, pues hay que cargar la cruz. La diferencia está en que Tú la cargas conmigo, contigo la carga es suave y la cruz ligera. Ven, hoy, a mi corazón y a mi vida.



Evangelio del día (para orientar tu meditación)


Del santo Evangelio según san Lucas 11, 37-41



En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa. Él entró y se puso a la mesa. Como en fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el Señor le dijo: «Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio todo».


Palabra del Señor.



Medita lo que Dios te dice en el Evangelio



«Dad limosna de lo de dentro». Muchas veces salen a nuestro encuentro una gran cantidad de pobres y necesitados. Muchos vendrán a pedir una moneda, pero otros vendrán a pedir de nuestro tiempo atención o cariño. Y con éstos últimos es necesario dar desde dentro. Con todo el corazón. Pensemos, por ejemplo, en ese familiar que ha tenido un accidente y que necesita que lo acompañemos en el hospital quitándole tiempo al sueño, al trabajo o mi diversión. O qué tal esa persona anciana que siempre habla de las mismas cosas y de la que ya estamos un poco aburridos.



Sí, no basta estar o mirar fríamente. Es necesario dar limosna, pero una moneda distinta. Hace falta el calor del corazón.

Los fariseos invitaron a comer a Jesús, pero las puertas de su casa estaban abiertas con formalidad, es decir, era una invitación comprometida y no espontánea. Esto explica por qué están atentos a cada uno de los actos del Maestro. Lo ven todo y, al mismo tiempo, lo critican todo. ¿Cómo hubiese sido si esa invitación fuese del interior, de corazón? No importarían tanto los protocolos… ¿Cómo son nuestras reuniones familiares? ¿Y las comidas con los amigos y personas queridas?



Eso nos pide Jesús hoy. Cuando invitemos a alguien a nuestra casa, cuando demos una limosna hagámoslo desde dentro. No basta con dar una moneda en el momento de las ofrendas durante la misa. Hay que darlo con todo el corazón. Pensemos en esa viuda que puso sus dos moneditas… No dio grandes cantidades, ni fue anunciando con la trompeta. Sin embargo, es enternecedor ver a Jesús que reconoce en esas dos moneditas el gran amor de esa mujer. No importa cuánto demos sino cómo lo demos.



 

«La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a socorrer a los ancianos y a los necesitados».
(Homilía de S.S. Francisco, 29 de abril de 2017).



Diálogo con Cristo


Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.


Propósito


Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.


Esta semana voy a dar una limosna a la Iglesia, con mucho espíritu de gratitud, pensando en cuánto he recibido.


 

Despedida


Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.
¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!
Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.